CAPÍTULO 14

La junta directiva rechazó la idea del año sabático. A pesar de que nadie debería haberse enterado de lo que hacía la junta durante sus reuniones privadas, un Rudolph con la cara extremadamente seria me comunicó que el hecho de concedérmelo habría sentado un mal precedente. En una empresa tan grande, la concesión de un año de permiso a un asociado podría haber desencadenado toda clase de peticiones por parte de otros descontentos.

No habría ninguna red de seguridad. La puerta se cerraría de golpe cuando yo la franqueara.

—¿Estás seguro de que sabes lo que haces? —me preguntó, de pie delante de mi escritorio. A su lado, en el suelo, había dos grandes cajas de embalaje. Polly ya había empezado a recoger mis trastos.

—Estoy seguro —contesté con una sonrisa. No te preocupes por mí.

—Lo he intentado.

—Gracias, Rudolph.

Se fue sacudiendo la cabeza.

Después de la personalidad oculta que Claire me había revelado la víspera, otros pensamientos más urgentes que el año sabático ocupaban mi mente. Estaba a punto de divorciarme, de recuperar la soltería y de convertirme en un sin hogar.

De pronto, empecé a preocuparme por un nuevo apartamento y no digamos por el nuevo empleo, el nuevo despacho y la nueva carrera. Cerré la puerta y eché un vistazo a la sección inmobiliaria de los anuncios clasificados.

Vendería el coche y me libraría del pago de los cuatrocientos ochenta dólares mensuales. Me compraría un cacharro, lo aseguraría al máximo y esperaría a que desapareciera en la oscuridad de mis nuevos barrios. Si quería disfrutar de un apartamento aceptable en el distrito de Columbia, estaba claro que buena parte de mi nuevo sueldo sería para el alquiler.

Salí a almorzar temprano y me pasé dos horas examinando rápidamente varias buhardillas del centro de Washington. La más barata era una pocilga de mil cien dólares mensuales, demasiado cara para un abogado de los sin hogar.

A mi regreso del almuerzo me esperaba sobre el escritorio otra sencilla carpeta de cartulina tamaño folio sin ninguna indicación en la parte exterior. Dentro encontré dos llaves fijadas con cinta adhesiva a la parte izquierda y una nota mecanografiada grapada a la derecha. La nota rezaba: «La llave de arriba es la de la puerta de Chance. La de abajo es la del archivador que hay debajo de la ventana. Copie y devuelva. Cuidado, Chance es muy desconfiado. Pierda las llaves».

Polly apareció de inmediato, tal como solía hacer siempre; sin llamar y sin hacer el menor ruido: una simple presencia fantasmagórica en la estancia. Hacía pucheros y no me prestó la menor atención. Llevábamos cuatro años juntos y, según afirmaba, mi partida la desconsolaba. En realidad, no estábamos muy unidos. En cuestión de días la asignarían a otro abogado. Era una persona muy agradable, pero la menor de mis preocupaciones.

Cerré rápidamente la carpeta sin saber si ella la había visto. Esperé un instante mientras se encargaba de ordenar mis cajas.

No la mencionó, lo que significaba que no había visto nada. Pero, puesto que veía todo lo que ocurría en el pasillo en las inmediaciones de mi despacho, no acertaba a imaginar de qué manera Héctor o quien fuera había entrado y salido sin ser visto.

Barry Nuzzo, compañero de secuestro y amigo, entró para mantener una conversación muy seria conmigo. Cerró la puerta y rodeó las cajas. Como no me apetecía hablar de mi partida, le comenté lo de Claire. Su esposa y ella eran de Providence, circunstancia que en Washington parecía curiosamente significativa. Habíamos salido juntos algunas veces a lo largo de los años, pero la amistad del grupo había seguido el mismo camino que mi matrimonio.

Se sorprendió, se entristeció y después pareció que se lo tomaba bastante bien.

—Estás pasando un mal mes —dijo. Lo lamento.

—He desatendido demasiadas cosas —repuse.

Hablamos de los viejos tiempos, de los hombres que habían entrado y salido. No nos habíamos reunido para comentar el incidente de Señor con una cerveza en la mano, lo que me parecía extraño. Dos amigos se enfrentan juntos con la muerte, salen ilesos y después están demasiado ocupados como para ayudarse mutuamente a superar las consecuencias.

Al final, llegamos a ello; era difícil evitarlo estando las cajas de embalaje en el suelo. Comprendí que el motivo de nuestra conversación era el incidente del secuestro.

—Siento haberte defraudado —dijo.

—Por Dios, Barry.

—No, de veras. Debería haber estado a tu lado.

—¿Por qué?

—Porque es evidente que has perdido la razón —contestó, y soltó una carcajada.

Traté de seguirle la corriente.

—Sí, supongo que ahora estoy un poco chiflado, pero lo superaré.

—No, lo digo en serio, me han comentado que tienes dificultades. Quise localizarte la semana pasada, pero te habías ido. Estaba preocupado por ti, pero tenía un juicio, como de costumbre.

—Lo sé.

—Me remuerde la conciencia por no haberte echado una mano, Mike. Te pido perdón.

—Vamos, no digas disparates.

—Todos nos llevamos un susto de muerte, pero a ti habrían podido matarte.

—Habrían podido matarnos a todos, Barry. Un disparo errado y, zas… Será mejor que lo olvidemos.

—Lo último que vi mientras corríamos hacia la puerta fue a ti gritando en el suelo con la cara cubierta de sangre. Pensé que habías resultado herido. Salimos atropelladamente, unas personas nos agarraron entre gritos y pensé que de un momento a otro iba a producirse una explosión. Mike está ahí dentro, me dije, y está herido. Nos detuvimos junto a los ascensores. Alguien nos libró de las ataduras y yo me volví justo en el momento en que los policías te agarraban. Recuerdo la sangre. Toda aquella maldita sangre.

Permanecí en silencio. Barry necesitaba desahogarse para tranquilizar su espíritu. Podría decirles a Rudolph y a los demás que, por lo menos, había intentado disuadirme de mi propósito.

Mientras bajábamos, no cesaba de preguntarme si estarías herido. Nadie podía contestarme. Creo que transcurrió una hora antes de que alguien me dijera que estabas bien. Quería llamarte al regresar a casa, pero los niños no me dejaban en paz. Debería haberlo hecho.

—No te preocupes.

—Perdona, Mike.

—Por favor, no vuelvas a repetirlo. Ya pasó. Habríamos podido pasarnos días enteros hablando de ello y nada hubiera cambiado.

—¿Cuándo comprendiste que querías irte?

Tuve que reflexionar por un instante. La respuesta sincera habría sido en aquel momento del domingo en que Bill retiró las sábanas y vi a mi pequeño amigo Ontario finalmente en paz. En aquel preciso instante, en el depósito de cadáveres de la ciudad, me convertí en otra persona.

—Este fin de semana contesté sin dar más explicaciones.

No las necesitaba.

Sacudió la cabeza como si él fuera el culpable de que aquellas cajas de embalaje estuviesen allí. Decidí ayudarlo.

—No habrías podido impedir que lo hiciera, Barry. Nadie habría podido impedirlo.

Asintió lentamente con la cabeza porque estaba empezando a comprenderlo un poco. El cañón de una pistola en la cara, el reloj se detiene y las prioridades emergen de repente: Dios, la familia, los amigos. El dinero pasa a ocupar el último lugar. La firma y la profesión se desvanecen mientras pasan los horribles segundos y uno se da cuenta de que aquél podría ser el último día de su vida.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Cómo estás?

La firma y la profesión ocupan durante unas cuantas horas el último lugar.

—Empezamos un juicio el martes. De hecho, estábamos preparándolo cuando Señor nos interrumpió. No podíamos pedirle al juez un aplazamiento porque el cliente llevaba cuatro años esperando, y no habíamos resultado heridos, al menos físicamente; de modo que pisamos el acelerador, empezamos el juicio y no aminoramos la marcha. Aquel juicio nos salvó.

Por supuesto que sí. El trabajo es la terapia e incluso la salvación en Drake & Sweeney. Sentí deseos de gritárselo, pues dos semanas atrás yo habría afirmado lo mismo.

—Estupendo —dije—. Qué bonito. O sea, que estás bien, ¿verdad?

—Pues claro.

Era un especialista en litigios, un luchador viril con la piel curtida. Además, tenía tres hijos, lo que significaba que el lujo de un cambio a los treinta y tantos estaba descartado.

De repente, el reloj lo llamó. Nos dimos un apretón de manos, nos abrazamos e hicimos las consabidas promesas de mantenernos en contacto.

Mantuve la puerta cerrada para poder contemplar la carpeta y decidir qué iba a hacer. No tardé en llegar a ciertas suposiciones. Una, las llaves funcionaban. Dos, no era una trampa; yo no tenía enemigos conocidos y, de todos modos, me iba. Tres, el expediente estaba efectivamente en el despacho, en el cajón del fondo del archivador que había debajo de la ventana. Cuatro, se podía sacar sin que nadie lo viera. Cinco, se podía copiar en poco tiempo. Seis, se podía devolver como si nada hubiera ocurrido. Siete, y lo más importante, contenía pruebas demoledoras.

Lo anoté todo en un cuaderno. La retirada del expediente habría sido un motivo de despido inmediato, pero eso me daba igual. Lo mismo habría ocurrido en caso de que me hubiesen sorprendido en el despacho de Chance con una llave no autorizada.

La copia sería un reto. Puesto que ningún expediente del bufete tenía menos de dos centímetros y medio de grosor, tendría que fotocopiar probablemente unas cien páginas, suponiendo que lo copiase todo, por lo que tendría que pasarme varios minutos junto a la fotocopiadora, a la vista de todo el mundo. Sería demasiado peligroso. Las copias las hacían las secretarias y los administrativos, no los abogados. Las máquinas eran de alta tecnología, es decir, muy complicadas, y seguramente quedarían bloqueadas en el preciso instante en que yo apretara un botón. Además, estaban codificadas, lo cual significaba que había que pulsar unos botones determinados para que cada copia fuese facturada a un cliente. Y estaban situadas en zonas abiertas. No recordaba que hubiera ninguna fotocopiadora en un rincón. Quizá lograra encontrar alguna en otra sección de la empresa, pero mi presencia allí resultaría sospechosa.

Tendría que abandonar el edificio con el expediente y rozar los límites de un acto delictivo. Sin embargo, yo no robaría el expediente, sino que lo pediría prestado, sencillamente.

A las cuatro crucé el Departamento Inmobiliario con la camisa arremangada y un montón de expedientes en las manos, como si tuviera algún asunto importante que resolver allí. Héctor no estaba en su escritorio. Braden Chance se encontraba en su despacho con la puerta entreabierta, hablando por teléfono con su voz de hijo de puta. Una secretarla me miró sonriendo cuando pasé por su lado. No vi ninguna cámara de seguridad vigilando desde arriba. En algunas plantas las había y en otras no. ¿Quién habría querido quebrantar la seguridad en el Departamento Inmobiliario?

Me fui a las cinco. Me compré unos bocadillos en una tienda de comida preparada y me dirigí hacia mi nuevo despacho.

Mis socios aún estaban allí, esperándome. Sofía esbozó incluso una sonrisa cuando nos dimos un apretón de manos, pero sólo por un instante.

—Bienvenido a bordo —me dijo Abraham con la cara muy seria, como si yo estuviera subiendo a un barco que se hundía.

Mordecai agitó los brazos, señalándome una pequeña oficina al lado de la suya.

—¿Qué tal? —dijo—. Suite E.

—Muy bonito —contesté, entrando en mi nuevo despacho.

Era aproximadamente la mitad de grande que el que yo acababa de dejar. Mi antiguo escritorio no habría cabido allí. Había cuatro archivadores junto a la pared, cada uno de un color distinto. La única iluminación procedía de una bombilla que colgaba del techo. No vi ningún teléfono.

—Me gusta —dije, y no mentía.

—Mañana pondremos un teléfono —anunció, bajando la persiana sobre una unidad de corriente alterna instalada en una ventana. Eso lo ocupó por última vez un joven abogado llamado Banebridge.

—¿Qué fue de él?

—No sabía manejar el dinero.

Estaba oscureciendo y Sofía parecía deseosa de marcharse. Abraham se retiró a su despacho. Mordecai y yo nos sentamos ante mi escritorio y cenamos los bocadillos que yo había llevado y el pésimo café que él había preparado.

La fotocopiadora era un voluminoso artilugio de los años ochenta sin los paneles de codificación y los silbidos y timbres que tenía los de mi anterior bufete. Estaba en un rincón de la sala principal, cerca de uno de los cuatro escritorios cubiertos de viejos expedientes.

—¿A qué hora se va usted hoy por la noche? —le pregunté a Mordecai entre bocado y bocado.

—No lo sé. Dentro de una hora, quizá. ¿Por qué?

—Simple curiosidad. Regresaré a Drake & Sweeney y me quedaré allí un par de horas; quieren que termine unos asuntos urgentes. Después me gustaría traer aquí, esta misma noche, los trastos de mi despacho. ¿Sería posible?

Mordecai estaba masticando. Introdujo la mano en un cajón, sacó un llavero con tres llaves y me lo lanzó.

—Entre y salga cuando quiera me dijo.

—¿Será seguro?

—No. Tenga cuidado. Aparque allí fuera, lo más cerca posible de la puerta, camine rápido y cierre la puerta con llave. —Debió de leer el temor en mis ojos, pues añadió—: Uno se acostumbra. Ánimo.

A las seis y media regresé valerosamente a mi coche. La acera estaba desierta; no hubo gamberros, disparos ni arañazos en mi Lexus. Me sentí orgulloso mientras abría la portezuela y me alejaba de aquel lugar. A lo mejor lograba sobrevivir en las calles.

El camino de vuelta a Drake & Sweeney me llevó once minutos. Si tardaba media hora en copiar el expediente, éste permanecería fuera del despacho de Chance aproximadamente una hora. Suponiendo que todo fuera bien. Y él jamás se enteraría. Esperé hasta las ocho, y entonces bajé como el que no quiere la cosa al Departamento Inmobiliario otra vez con la camisa arremangada, como si estuviera trabajando.

Los pasillos se hallaban desiertos. Llamé con los nudillos a la puerta del despacho de Chance y no obtuve respuesta. Después comprobé la situación en todos los despachos, llamando primero con suavidad y después más fuerte y haciendo girar finalmente el tirador.

Aproximadamente la mitad de ellos estaban cerrados con llave. A la vuelta de cada esquina busqué la posible presencia de cámaras de seguridad. Miré en las salas de juntas y los servicios de secretaría. No había ni un alma.

La llave del despacho era exactamente igual que la mía, del mismo color y tamaño. Funcionaba perfectamente, y enseguida me encontré en un despacho a oscuras y me enfrenté con el dilema de si encender las luces o no. Una persona que circulara con su automóvil no podría decir cuál de los despachos se había iluminado de repente, y dudaba que alguien desde el pasillo pudiera ver un rayo de luz por debajo de la puerta. Además, estaba todo muy oscuro y yo no llevaba linterna. Cerré la puerta, encendí la luz, me acerqué directamente al archivador que había bajo la ventana y lo abrí con la segunda llave. Me arrodillé y abrí el cajón.

Había docenas de expedientes, todos relacionados con RiverOaks y perfectamente ordenados según un método extremadamente preciso. Chance y su secretaria estaban muy bien organizados, cualidad que nuestra empresa apreciaba mucho. Un grueso expediente llevaba la etiqueta «RiverOaks/TAG Inc.». Lo saqué con cuidado y empecé a hojearlo. Quería asegurarme de que era el que yo buscaba.

«¡Eh!», gritó de pronto una voz masculina en el pasillo, pegándome un susto.

Otra voz masculina contestó desde varias puertas más abajo y dos hombres se pusieron a conversar muy cerca de la puerta del despacho de Chance. Hablaban de baloncesto.

Con paso vacilante me acerqué a la puerta. Apagué la luz y presté atención. Después me pasé diez minutos sentado en el espléndido sofá de cuero de Chance. Si me veían abandonar el despacho con las manos vacías, nadie podría acusarme de nada. Aún quedaba un día para que me fuese; claro que entonces tampoco tendría el expediente.

¿Y si alguien me veía salir con aquellos documentos? Estaría perdido.

Examiné desesperadamente la posibilidad de verme atrapado en distintas situaciones. Ten paciencia, me dije. Se irán. Al tema del baloncesto siguió el de las chicas. Ninguno de los dos parecía casado; probablemente fuesen estudiantes de la Facultad de Derecho de Georgetown que trabajaban por las noches. Sus voces no tardaron en perderse en la distancia.

Cerré el cajón en la oscuridad y me hice con el expediente. Cinco minutos, seis, siete, ocho. Abrí rápidamente la puerta, asomé muy despacio la cabeza y miré a un lado y a otro del pasillo. No había nadie. Pasé por delante del escritorio de Héctor y me dirigí hacia la zona de recepción, apurando el paso con indiferencia.

—¡Eh! —gritó alguien a mi espalda.

Doblé una esquina y volví la cabeza justo a tiempo para ver a un tipo acercarse a mí. La puerta más cercana daba acceso a una pequeña biblioteca. Entré; afortunadamente, estaba a oscuras. Avancé entre las estanterías de libros hasta que encontré otra puerta en el fondo. La abrí y en el extremo opuesto de un corto pasillo vi una puerta sobre la cual había una señal de salida. La franqueé. Pensando que sería más rápido bajar las escaleras que subirlas, hice lo primero a toda prisa a pesar de que mi despacho estaba dos pisos más arriba. Si por casualidad el tipo me había reconocido, lo más probable era que fuese a buscarme allí.

Salí a la planta baja casi sin resuello. No quería que nadie me viera, en especial el guardia de seguridad que vigilaba junto a los ascensores para impedir la entrada de gente de la calle. Me dirigí hacia una salida lateral, la que Polly y yo utilizamos para esquivar a los reporteros la noche en que Señor murió de un disparo. Hacía un frío glacial y eché a correr hacia mi automóvil, sin chaqueta y bajo una ligera llovizna.

Los pensamientos de un torpe ladrón primerizo. Había cometido una gran estupidez. Sin embargo, no me habían atrapado. Nadie me había visto salir del despacho de Chance. Nadie sabía que tenía en mi poder un expediente que no era mío.

No debería haber corrido. Al oír el grito del hombre, habría tenido que detenerme, intercambiar unas palabras con él, comportarme como si tal cosa y, en caso de que él hubiera insistido en que le mostrase el expediente, reprenderlo y ordenarle que se marchara. Probablemente era uno de los estudiantes que trabajaban como pasantes.

Pero ¿por qué había gritado de aquella manera? Si no me conocía, ¿por qué había querido detenerme cuando me vio al otro extremo del pasillo? Enfilé rápidamente la avenida Massachusetts para hacer la copia y devolver cuanto antes los documentos al lugar que les correspondía. Más de una vez me había pasado toda la noche allí, de modo que si tenía que esperar hasta las tres de la madrugada para poder entrar subrepticiamente en el despacho de Chance, lo haría. Me tranquilicé un poco. No podía saber que una detención por tráfico de droga acababa de fallar, que un policía había resultado herido y que el jaguar de un traficante estaba bajando a toda velocidad por la calle Dieciocho. Había visto el semáforo en verde en New Hampshire, pero a los chicos que habían disparado contra el policía les importaba un bledo el reglamento de tráfico. Vi el Jaguar como una mancha borrosa a mi izquierda y, de repente, la bolsa de aire me estalló en la cara.

Cuando recuperé el conocimiento, la portezuela de mi lado se me estaba clavando en el hombro izquierdo. Unos rostros negros me miraban a través de la ventanilla rota. Oí unas sirenas y volví a desmayarme.

Un enfermero me desabrochó el cinturón de seguridad y entre varios me sacaron por encima del tablero de instrumentos a través de la portezuela del acompañante.

—No veo sangre —dijo alguien.

—¿Puede caminar? —me preguntó otro enfermero.

Me dolían el hombro y las costillas. Traté de levantarme, pero las piernas no me respondían.

—Estoy bien —contesté, sentándome en el borde de la litera. A mi espalda había un barullo tremendo, pero yo no podía volverme. Me ataron con unas correas y, mientras me introducían en la ambulancia, vi el jaguar volcado y rodeado de agentes de la policía y miembros del equipo de primeros auxilios. Estoy bien, estoy bien repetía una y otra vez mientras me tomaban la tensión.

Nos habíamos puesto en marcha; el ulular de la sirena sonaba cada vez más débil.

Me llevaron a la sala de urgencias del Centro Médico de la Universidad George Washington. Las radiografías no revelaron ninguna fractura. Estaba magullado y me dolía todo el cuerpo. Me atiborraron de analgésicos y me trasladaron en camilla a una habitación.

Desperté en medio de la noche. Claire estaba durmiendo en una silla, junto a mi cama.