CAPÍTULO 13

Los socios disponían de un comedor privado en la octava planta, y para un asociado suponía un honor comer allí. Rudolph era lo bastante tonto como para pensar que un cuenco de gachas de avena irlandesas a las siete de la mañana en su comedor privado serviría para que yo recuperara el juicio. ¿Cómo podía volver la espalda a un futuro lleno de almuerzos al más alto nivel?

Tenía una noticia extraordinaria que darme. La víspera había hablado con Arthur y estaban preparando una propuesta de concesión de año sabático. La empresa añadiría un complemento equivalente al sueldo que me había ofrecido el consultorio jurídico. Era una causa muy digna y ellos se empeñarían aún más en la protección de los derechos de los pobres. Me nombrarían abogado de oficio de la empresa durante un año, y de esa manera todos se librarían de su mala conciencia. Regresaría con las pilas cargadas, habría apagado mi sed de justicia y podría dedicar una vez más mi talento a la mayor gloria de Drake & Sweeney.

La idea me impresionó y emocionó; no podía rechazarla sin más. Prometí tomar una decisión cuanto antes. Me advirtió de que la proposición tendría que ser aprobada por la junta directiva, puesto que yo no era socio.

La empresa jamás había considerado la posibilidad de conceder un permiso semejante a alguien que no lo fuese.

Rudolph deseaba con toda el alma que yo me quedara, y en ello no entraba para nada la amistad. Nuestro departamento tenía tanto trabajo que necesitábamos por lo menos otros dos asociados con la misma experiencia que yo. Era un mal momento para marcharme, pero no me importaba. La empresa tenía ochocientos abogados. Encontrarían a las personas que necesitaban.

El año anterior yo había facturado casi setecientos cincuenta mil dólares, por eso estaba desayunando en su elegante comedor privado y escuchaba los planes urgentes que habían ideado para conservarme. Tenía su lógica que tomaran mi sueldo anual, se lo echaran a los indigentes o a cualquier otra obra de caridad que yo quisiera y, al cabo de un año, me atrajeran de nuevo a la empresa por medio de halagos.

En cuanto terminó de exponerme la idea del año sabático, empezamos a revisar los asuntos más urgentes de mi despacho. Estábamos elaborando una lista de las cosas que se tenían que hacer, cuando Braden Chance se sentó a una mesa cerca de la nuestra. Al principio no me vio. Había una docena de socios desayunando, la mayoría de ellos solos y profundamente enfrascados en la lectura de la prensa matinal. Procuré no prestarle atención, pero finalmente volví la mirada hacia él y advertí que me observaba con rabia.

—Buenos días, Braden —dije en voz alta, provocándole un sobresalto y obligando a Rudolph a volverse para ver de quién se trataba.

Chance asintió con la cabeza en silencio y, de repente, dedicó toda su atención a una tostada.

—¿Lo conoces? —me preguntó Rudolph en voz baja.

—He hablado con él —contesté.

Durante nuestra breve reunión en su despacho, Chance me había preguntado el nombre de mi socio supervisor. Yo le había dicho que era Rudolph. Estaba claro que no había presentado ninguna queja.

—Es un estúpido —susurró Rudolph.

Era una opinión unánime. Pasó una página, se olvidó inmediatamente de Chance y siguió adelante. Había un montón de trabajo sin terminar en mi despacho.

No podía quitarme de la cabeza a Chance y el expediente del desahucio. Tenía un aspecto casi femenino; su piel era muy pálida, sus rasgos extremadamente delicados y su porte frágil. No podía imaginármelo en las calles, examinando almacenes abandonados llenos de squatters y ensuciándose las manos para cerciorarse de que el trabajo se hubiera hecho a conciencia. Claro que él jamás hacía nada semejante; de eso se encargaban sus auxiliares. Chance permanecía sentado en su despacho supervisando el papeleo y cobrando varios cientos de dólares por hora mientras los Héctor Palma de la empresa se encargaban de los detalles más desagradables. Chance almorzaba y jugaba al golf con los ejecutivos de RiverOaks; ése era su papel como socio.

Probablemente no conocía los nombres de las personas desalojadas del almacén de RiverOaks-TAG. ¿Por qué iba a conocerlos? Eran unos simples intrusos sin nombre, rostro ni hogar. No estaba allí con la policía cuando los sacaron a rastras de sus pequeñas viviendas y los echaron a la calle. Pero quizás Héctor Palma lo hubiese visto.

Además, si Chance ignoraba los nombres de Lontae Burton y su familia, mal podía establecer una relación entre el desahucio y sus muertes. O era probable que ahora los conociese, que alguien se lo hubiera dicho.

Las preguntas tendría que responderlas Palma, y muy pronto por cierto. Estábamos a miércoles. Yo me iba el viernes.

Rudolph dio por terminado nuestro desayuno a las ocho, justo a tiempo para asistir a otra reunión con unas personas muy importantes. Me fui a mi despacho y me puse a leer el Post. Publicaba una estremecedora fotografía de los cinco ataúdes cerrados en el interior del templo y un detallado reportaje acerca de la ceremonia religiosa y la marcha que se había organizado a continuación.

Había también un editorial, muy bien escrito, en el que se desafiaba a todos los que teníamos comida y techo a que pensáramos en las Lontae Burtons de nuestra ciudad. Tales personas no desaparecerían. Era imposible barrerlas de las calles y depositarlas en algún lugar oculto para que no tuviéramos que verlas. Vivían en coches, en chabolas, se morían de frío en improvisadas tiendas de campaña, dormían en los bancos de los parques a la espera de que les concedieran una cama en los abarrotados y a veces peligrosos centros de acogida. Compartíamos la misma ciudad; ellas formaban parte de nuestra sociedad. Si nosotros no las ayudábamos, su número se multiplicaría. Y seguirían muriéndose en nuestras calles. Recorté el editorial, lo doblé y me lo guardé en el billetero.

A través de los auxiliares logré establecer contacto con Héctor Palma. No habría sido prudente abordarlo de modo directo, ya que lo más probable era que Chance estuviese al acecho.

Nos reunimos en la biblioteca principal del tercer piso entre montones de libros, lejos de las cámaras del servicio de seguridad y de las miradas indiscretas de los demás. Estaba extremadamente nervioso.

—¿Ha dejado usted la carpeta en mi escritorio? —le pregunté a bocajarro.

No había tiempo para insinuaciones.

—¿Qué carpeta? —preguntó a su vez, mirando en todas direcciones como si unos pistoleros nos estuvieran siguiendo.

—La de los desahucios de RiverOaks-TAG. Fue usted quien se encargó de este asunto, ¿verdad?

Palma ignoraba si yo sabía mucho o poco.

—Sí —contestó.

—¿Dónde está el expediente?

Sacó un libro de un estante, como si estuviera estudiando algo.

—Chance conserva todos los expedientes.

—¿En su despacho?

—Sí; guardados bajo llave en un archivador.

Hablábamos prácticamente en susurros. Yo no estaba preocupado por aquel encuentro, pero aun así empecé a mirar alrededor. Cualquiera que nos hubiese observado habría comprendido de inmediato que estábamos tramando algo.

—¿Qué hay en el expediente? —pregunté.

—Cosas malas.

—Cuénteme.

—Tengo mujer y cuatro hijos. No quiero que me despidan.

—Le doy mi palabra.

—Usted se va. ¿Qué le importa lo que ocurra?

Las noticias se propagaban con rapidez, pero no me sorprendía. A menudo me preguntaba quién contaba más chismes, si los abogados o sus secretarias. Probablemente los auxiliares.

—¿Por qué dejó la carpeta en mi escritorio? —pregunté.

Sacó otro libro y advertí que le temblaba la mano.

—No sé de qué me habla.

Pasó unas cuantas páginas y se alejó hacia el fondo del pasillo. Yo lo seguí tras cerciorarme de que no había nadie cerca. Se detuvo y sacó otro libro; a pesar de todo, estaba deseando hablar.

—Necesito ese expediente le dije.

—No lo tengo.

—Pues entonces ¿cómo puedo conseguirlo?

—Tendrá que robarlo.

—Muy bien. ¿Dónde encuentro la llave?

Estudió mi rostro por un instante, tratando de establecer hasta qué punto yo hablaba en serio.

—No tengo la llave —dijo.

—¿De dónde ha sacado la lista de los desalojados?

—No sé de qué me habla.

—Sí, lo sabe. Usted la puso encima de mi escritorio.

—Está usted loco contestó al tiempo que se alejaba.

Esperé a que se detuviera, pero siguió caminando entre las estanterías, pasó por delante de las abarrotadas hileras y del mostrador de la entrada y abandonó la biblioteca.

Al contrario de lo que le había hecho creer a Rudolph, yo no tenía la menor intención de romperme la cabeza durante mis últimos tres días en la empresa. En lugar de ello, cubrí mi escritorio de basura antimonopolio, cerré la puerta, fijé la vista en la pared y pensé con una sonrisa en todas las cosas que dejaba atrás. La tensión iba esfumándose a medida que respiraba hondo. Ya basta de trabajar con un cronómetro ajustado alrededor del cuello. Ya basta de semanas de ochenta horas por temor a que mis ambiciosos compañeros las hicieran de ochenta y cinco. Ya basta de lamerles el culo a los de arriba. Ya basta de pesadillas acerca de la posibilidad de que me cerraran en las narices la puerta de la categoría de socio.

Llamé a Mordecai y acepté oficialmente el trabajo. Soltó una carcajada y comentó en broma que ya encontraría la manera de pagarme. Empezaría el lunes, pero él quería que me pasara antes por el consultorio para orientarme un poco. Me imaginé el interior de las oficinas de la calle Catorce y me pregunté cuál de aquellos vacíos y atestados despachos me asignarían.

Hacia el final de la tarde recibí una tras otra las solemnes despedidas de unos amigos y compañeros absolutamente convencidos de que me había vuelto loco.

Lo resistí muy bien. A fin de cuentas, había emprendido el camino de la santidad.

Entretanto, mi mujer estaba visitando a una abogada especialista en divorcios con fama de ser una implacable exprimidora de cojones.

Cuando regresé a casa a las seis, más temprano que de costumbre, estaba esperándome. Hallé la mesa de la cocina cubierta de notas y hojas impresas. Al lado había una calculadora. Claire se mostraba fría y parecía muy bien preparada. Esta vez caí en la trampa.

—Sugiero que nos divorciemos por diferencias inconciliables dijo cordialmente. No reñimos ni vivimos reprochándonos cosas. Ambos reconocemos sin necesidad de palabras que nuestro matrimonio ha terminado.

Hizo una pausa, a la espera de que yo dijera algo. No podía simular sorpresa. Ella había tomado una decisión; ¿de qué habría servido poner reparos? Tenía que aparentar tanta sangre fría como ella.

—Claro —dije con la mayor indiferencia posible.

El hecho de poder mostrarme finalmente sincero me producía cierta sensación de alivio, pero me molestaba que ella tuviera más deseos de divorciarse que yo.

Para conservar su posición de fuerza, me comentó su reunión con Jacqueline Hume, su nueva abogada especialista en divorcios, soltándome el nombre como si fuera una descarga de mortero y añadiendo, para mi información, las interesadas opiniones que su portavoz había expresado.

—¿Por qué has contratado a una abogada? —pregunté, interrumpiéndola.

—Quiero tener la certeza de que estoy protegida.

—¿Y crees que yo me aprovecharía de ti?

—Tú eres abogado. Quiero un abogado. Así de sencillo.

—Habrías podido ahorrarte un montón de dinero si no la hubieras contratado dije, tratando de mostrarme un poco agresivo. A fin de cuentas, aquello era un divorcio.

—Pero me siento mucho mejor ahora que lo he hecho.

Me entregó el documento A, una hoja de trabajo donde constaban nuestros activos y nuestros pasivos. El documento B era una propuesta de división de ambas cosas.

Como era de esperar, Claire pretendía quedarse con la mayor parte. Teníamos doce mil dólares en efectivo y quería la mitad para pagar el préstamo bancario de su coche. A mí me dejarían dos mil quinientos dólares de lo que quedara. No se hablaba para nada de los dieciséis mil dólares que aún debía por mi Lexus. Ella quería cuarenta mil dólares de los cincuenta mil que teníamos en fondos de inversión. Por mi parte, yo podía quedarme con mi plan de pensión.

—No me parece un reparto muy equitativo dije.

—No, no lo es me replicó con toda la confianza de quien cuenta con la ayuda de un perro de presa.

—¿Por qué no?

—Porque yo no soy quien está pasando por una crisis existencial.

—O sea, que la culpa es mía…

—Aquí no se le está echando la culpa a nadie. Nos repartimos los bienes. Debido a motivos que sólo tú conoces, has decidido reducir tus ingresos anuales en noventa mil dólares. ¿Por qué tendría yo que sufrir las consecuencias? Mi abogada confía en convencer al juez de que tu actuación nos ha perjudicado económicamente. Si tú quieres volverte loco, muy bien; pero no esperes que yo me muera de hambre.

—No es muy probable que eso ocurra.

—No pienso discutir.

—Yo tampoco discutiría si me quedara con todo.

Me sentía obligado a crear dificultades. No podíamos gritar ni arrojarnos los trastos por la cabeza. No teníamos la menor intención de echarnos a llorar. No podíamos hacernos hirientes acusaciones de aventuras extraconyugales o consumo de sustancias químicas. ¿Qué clase de divorcio era aquél?

Uno muy estéril. No me hizo caso y siguió estudiando su lista de notas, preparada sin duda por su abogada.

—El contrato de alquiler expira el 13 de junio y yo me quedaré aquí hasta entonces. Son diez mil dólares de alquiler.

—¿Cuándo quieres que me vaya?

—Cuanto antes.

—Muy bien.

Si ella quería que me fuera, yo no pensaba suplicarle que me permitiese quedarme. Era un ejercicio de arrogancia. ¿Cuál de los dos podía mostrar más desdén por el otro?

Estuve casi a punto de decir una estupidez como: «¿Piensas traer a alguien?».

Quería sacarla de quicio, contemplar cómo se desvanecía su altivez. Pero conservé la frialdad.

—Mañana mismo me voy dije.

No supo qué contestar, pero no frunció el entrecejo.

—¿Por qué te consideras con derecho a quedarte con el ochenta por ciento de los fondos de inversión? —le pregunté a continuación.

—No es el ochenta por ciento. Me gastaré diez mil en el alquiler, otros tres mil en artículos de consumo y dos mil en la liquidación de las tarjetas de crédito que están a nombre de ambos. Además, tendremos que pagar unos seis mil dólares de impuestos de la declaración conjunta. Eso suma un total de veintiún mil dólares.

El documento C era una exhaustiva lista de las propiedades personales, empezando con el estudio y terminando con el dormitorio vacío. Puesto que ninguno de los dos se atrevería a discutir por las sartenes y las cacerolas, el reparto fue de lo más amistoso.

—Quédate lo que quieras —dije varias veces, sobre todo cuando estábamos repartiéndonos las toallas y la ropa de cama.

Nos intercambiamos varias cosas con suma amabilidad. Mi actitud en relación con ciertos objetos se debió más a la desgana de moverlos de lugar que al orgullo de poseerlos.

Yo quería un televisor y unos cuantos platos. La soltería se me había echado repentinamente encima y tenía dificultades para enfrentarme con la perspectiva de amueblar una nueva casa.

Ella, en cambio, se había pasado horas viviendo en el futuro.

Pero era justa. Terminamos con el engorro del documento C y declaramos haber hecho un reparto equitativo. Firmaríamos un acuerdo de separación, esperaríamos seis meses, compareceríamos juntos ante un tribunal y disolveríamos legalmente nuestra unión.

La erosión del matrimonio había sido lenta pero segura. El cambio de nuestras carreras nos había golpeado como una bala. Las cosas estaban moviéndose con excesiva rapidez, y yo no podía detenerlas.