El jueves, a primera hora, llamé al Bufete para notificar que estaba enfermo.
—Seguramente será la gripe —le dije a Polly, quien, como le habían enseñado a hacer, pidió detalles concretos.
¿Fiebre, irritación de garganta, dolor de cabeza? Cualquiera de las tres cosas o las tres a la vez, me daba igual. Si uno pretendía faltar al trabajo, más le valía estar enfermo de verdad. Polly rellenaría un impreso y se lo enviaría a Rudolph. Anticipándome a la llamada de éste, me fui a dar una vuelta por Georgetown. La nieve estaba fundiéndose rápidamente y la temperatura debía de rondar los cinco grados. Me entretuve una hora paseando por Washington Harbor, bebiendo capuchinos que compraba a los vendedores ambulantes y contemplando a los remeros en el Potomac, que tiritaban de frío.
A las diez me fui al entierro.
En la acera, delante de la iglesia, habían colocado una valla. Los policías habían dejado las motocicletas en la calle y montaban guardia en torno a ella; cerca de allí estaban las unidades móviles de la televisión.
Cuando llegué, una multitud escuchaba las palabras de un orador a través de un micrófono.
Los presentes mantenían levantadas varias pancartas por encima de sus cabezas para que fueran enfocadas por las cámaras. Aparqué a tres manzanas de distancia y eché a correr hacia la iglesia. En lugar de entrar por la puerta principal, me dirigí hacia una lateral, vigilada por un anciano conserje. Le pregunté si el templo tenía galería. Él me preguntó a su vez si era reportero.
Me acompañó al interior y me indicó una puerta. Le di las gracias, franqueé la puerta, subí por un tramo de escaleras y salí a la galería que daba a la espléndida nave de abajo. La alfombra era de color borgoña; los bancos, de madera oscura, y las pulcras ventanas tenían vidrieras de colores. Era una iglesia preciosa, y por un instante comprendí la razón por la cual el reverendo se mostraba reacio a abrir sus puertas a los vagabundos.
Estaba solo y podía elegir el asiento. Me acerqué muy despacio a un lugar situado justo encima de la puerta posterior, desde el que se veía el pasillo central hasta el púlpito. Un coro empezó a cantar en los peldaños de la entrada mientras yo permanecía sentado en la tranquilidad de la desierta iglesia y la música llegaba suavemente hasta mí desde el exterior.
Cesó la música, se abrieron las puertas y empezó la estampida. El suelo de la galería se estremeció mientras los asistentes al funeral entraban en la iglesia. El coro ocupó su lugar detrás del púlpito.
El reverendo dirigía el tráfico: los reporteros de la televisión en una esquina, la reducida familia en el primer banco, los activistas y los sin hogar hacia el centro. Mordecai entró con dos personas a quienes yo no conocía. Se abrió una puerta lateral y aparecieron los presos, la madre y los dos hermanos de Lontae, vestidos con la ropa azul de la prisión, con esposas y grilletes, encadenados el uno al otro y escoltados por cuatro guardias armados. Los hicieron sentar en el segundo banco del pasillo central, detrás de la abuela y de otros parientes.
Cuando todo se calmó, el órgano empezó a tocar con melancólica lentitud. Oí un ruido que procedía de abajo y todas las cabezas se volvieron. El reverendo subió al púlpito y nos pidió que nos levantáramos.
Unos conserjes con guantes blancos empujaron los ataúdes de madera por el pasillo y los alinearon en la parte anterior de la iglesia, con Lontae en el centro. El de la niña era muy pequeñito, de menos de un metro de longitud. Los de Ontario, Alonzo y Dante eran de tamaño mediano. El espectáculo resultaba tan estremecedor que muy pronto se empezaron a escuchar unos sollozos. El coro comenzó a cantar y a mecerse al compás de la melodía. Los conserjes colocaron las flores alrededor de los ataúdes y por un segundo temí, horrorizado, que los abrieran, jamás había asistido a un funeral negro. No tenía ni idea de lo que iba a ocurrir, pero había visto en los telediarios que a veces se abrían los ataúdes y los familiares besaban el cadáver. Los buitres ya estaban preparados con sus cámaras.
Pero los ataúdes permanecieron cerrados, y de esta manera el mundo no pudo saber lo que yo sabía, que Ontario y su familia parecían en paz.
Nos sentamos y el reverendo rezó una larga plegaria. Después hubo un solo de sor no sé quién seguido de unos momentos de silencio. El reverendo leyó unos pasajes de las Sagradas Escrituras y pronunció un breve sermón. A continuación, una activista de los sin hogar lanzó un cáustico ataque contra la sociedad y sus dirigentes, que permitían que ocurrieran tales cosas. Acusó al Congreso y especialmente a los republicanos, reprochó a la ciudad su falta de liderazgo y atacó a los tribunales de justicia y a la burocracia. Pero reservó los ataques más duros para las clases altas, para aquellos que, teniendo dinero y poder, no hacían nada por los pobres y los enfermos. Expresaba su furia de manera clara y vehemente, pero me dio la impresión de que no se encontraba muy cómoda en un funeral.
Cuando hubo terminado, la aplaudieron. El reverendo siguió su ejemplo y se pasó un buen rato fustigando a todos los que no eran afroamericanos y tenían dinero.
Siguieron un solo, más lecturas de las Sagradas Escrituras y un emocionante himno del coro que a punto estuvo de hacerme llorar. Se inició una procesión para apoyar las manos sobre los difuntos, pero enseguida se rompió cuando los asistentes empezaron a lanzar gemidos y a acariciar los féretros. «Que los abran», gritó alguien, pero el reverendo sacudió la cabeza para indicar que no lo hiciesen.
La multitud se congregó junto al púlpito y alrededor de los ataúdes, gritando y sollozando mientras el coro elevaba el volumen de sus cantos. La abuela, acariciada y consolada por los demás, era la más ruidosa.
No podía creerlo. ¿Dónde habían estado todas esas personas durante los últimos meses de la vida de Lontae? Aquellos cuerpecillos que yacían en los ataúdes jamás habían conocido tanto amor.
Las cámaras se acercaron un poco más mientras la emoción de los asistentes se desbordaba. Lo que estaba presenciando era, por encima de todo, un espectáculo.
Al final intervino el reverendo, que consiguió restablecer el orden. Por dos mil dólares, no había estado nada mal. Me sentí orgulloso.
Volvieron a concentrarse en el exterior e iniciaron la marcha más o menos en dirección a la colina del Capitolio. Mordecai iba en el centro. Cuando doblaron la esquina, me pregunté en cuántas marchas y manifestaciones habría participado. Probablemente me hubiera contestado que no en las suficientes.
Rudolph Mayes se había convertido en socio de Drake & Sweeney a la edad de treinta años, y nadie había batido todavía su récord. Si la vida seguía los derroteros que él tenía previstos, algún día sería el socio más veterano. El derecho era su vida, tal como sus tres exesposas habrían podido atestiguar. En todo lo demás era un desastre, pero en la empresa era un consumado jugador en equipo.
A las seis de la tarde estaba aguardándome en su despacho con un montón de trabajo. Polly y las secretarias se habían ido, al igual que casi todos los auxiliares y administrativos. Pasadas las cinco y media, el ajetreo del pasillo se reducía considerablemente.
Cerré la puerta y me senté.
—Creí que estabas enfermo —me dijo.
—Me voy, Rudolph —le anuncié con todo el valor de que logré hacer acopio, a pesar de que sentía un nudo en el estómago.
Puso unos libros a un lado y colocó el capuchón a su lujosa estilográfica.
—Te escucho.
—Dejo la casa. Me han hecho una oferta de trabajo en un bufete especializado en asuntos sociales.
—No seas estúpido, Michael.
—No soy estúpido. Ya lo he decidido. Y quiero marcharme de aquí causando los mínimos trastornos posibles.
—Serás socio dentro de tres años.
—He encontrado una oferta mucho mejor.
Como no se le ocurría ninguna respuesta, puso los ojos en blanco en gesto de exasperación.
—Vamos, Mike. No puedes venirte abajo por un solo incidente.
—No me he venido abajo, Rudolph. Cambio de especialidad, eso es todo.
—Ninguno de los restantes ocho rehenes lo ha hecho.
—Pues si están contentos, me alegro por ellos. Además, ya sabes que los que pertenecen al Departamento de Litigios son una raza muy rara.
—¿Adónde te vas, Michael?
—A un consultorio jurídico de las inmediaciones de Logan Circle. Se especializa en derecho de la gente sin hogar.
—¿Derecho de la gente sin hogar?
—Sí.
—¿Cuánto te pagan?
—Una auténtica fortuna. ¿Quieres hacer un donativo?
—Estás perdiendo el juicio.
—Una pequeña crisis, Rudolph. Sólo tengo treinta y dos años, así es que soy demasiado joven para las locuras de la mediana edad. Supongo que empezaré a cometer las mías muy pronto.
—Tómate un mes libre. Vete a trabajar con los sin hogar, quítate esa obsesión de la cabeza y vuelve. Es un momento terrible para dejarlo. Sabes lo atrasados que estamos en el trabajo…
—No dará resultado, Rudolph. Uno no se divierte cuando hay una red de seguridad.
—¿Que no se divierte? ¿Acaso lo haces por diversión?
—Por supuesto que sí. Imagínate lo divertido que sería trabajar sin estar pendiente del reloj.
—¿Y qué me dices de Claire? —preguntó, revelando toda la profundidad de su desesperación.
Rudolph apenas la conocía, y era la persona menos indicada de la empresa para dar consejos matrimoniales.
—Ella está bien —le contesté—. Quisiera dejarlo el viernes.
Soltó un gruñido, con expresión de derrota. Cerró los ojos y meneó lentamente la cabeza.
—No puedo creerlo.
—Lo siento, Rudolph.
Nos dimos un apretón de manos y prometimos reunirnos temprano para desayunar y discutir mis asuntos pendientes.
No quería que Polly se enterara por medio de terceros, de modo que regresé a mi despacho y la llamé. Estaba en su casa de Arlington, preparando la cena. Le estropeé el fin de semana.
Compré un poco de comida tailandesa y me la llevé al apartamento. Metí una botella de vino en la nevera, puse la mesa y empecé a ensayar mis argumentos.
Si Claire sospechaba una emboscada, no lo aparentaba. A lo largo de los años habíamos adquirido la costumbre de hacer caso omiso el uno del otro en lugar de pelearnos. Por lo tanto, nuestras tácticas distaban mucho de ser refinadas.
Sin embargo, me gustaba la idea de estar absolutamente preparado para el impacto que produciría y las bromas consiguientes. Pensé que sería tan bonito como injusto, y perfectamente aceptable dentro de los límites de un matrimonio que estaba desmoronándose.
Ya eran casi las diez; ella había comido a toda prisa horas antes, por lo que nos fuimos directamente al apartamento con una copa de vino. Coloqué más troncos en la chimenea y nos acomodamos en nuestros sillones preferidos. A los pocos minutos dije:
—Tenemos que hablar.
—¿De qué se trata? —preguntó con absoluta indiferencia.
—Pienso dejar el bufete.
—¿En serio?
Tomó un sorbo de vino. Admiré su frialdad. O bien lo esperaba o bien quería aparentar despreocupación.
—Pues sí. No puedo volver.
—¿Porqué no?
—Necesito un cambio. De repente he caído en la cuenta de que el trabajo con las empresas me resulta aburrido y carente de interés, y quiero hacer algo para ayudar a la gente.
—Qué bonito. —Claire ya estaba pensando en el dinero, y yo me preguntaba cuánto tardaríamos en mencionar el tema—. En realidad, me parece admirable, Michael.
—Te he hablado de Mordecai Green. Me ha ofrecido un trabajo en su consultorio jurídico. Empiezo el lunes.
—¿El lunes?
—Sí.
—O sea, que ya lo has decidido.
—Sí.
—Sin discutirlo conmigo. Yo no tengo voz en este asunto, ¿verdad?
—No puedo volver al bufete, Claire. Hoy se lo he dicho a Rudolph.
Otro sorbo, un leve rechinar de dientes, un destello de cólera, pero dejó que pasara. Su dominio de sí misma era asombroso.
Contemplamos el fuego, hipnotizados por las llamas anaranjadas. Ella fue la primera en romper el silencio.
—¿Puedo preguntar qué repercusión económica tendrá en nosotros?
—Cambiará algunas cosas.
—¿A cuánto asciende el nuevo sueldo?
—A treinta mil dólares anuales.
—Treinta mil dólares anuales —musitó. Después volvió a repetirlo, consiguiendo que pareciera todavía menos—. Yo gano más que eso.
Sus ingresos ascendían a treinta y un mil dólares, cifra que aumentaría de manera considerable en los años siguientes, cuando empezaría a ganar dinero a espuertas. Yo había decidido no mostrarme comprensivo si el tema económico era motivo de quejas.
—Uno no se dedica a asuntos sociales por dinero —dije, procurando no sonar como un beato—. Si no recuerdo mal, tú no estudiaste medicina pensando en hacerte rica.
Como todos los estudiantes de medicina del país, Claire había iniciado la carrera jurando que el dinero no era su principal objetivo. Quería ayudar a la humanidad, y otro tanto aseguraban los estudiantes de derecho. Todos mentíamos.
Hizo cálculos sin apartar la mirada del fuego. Deduje que debía de estar pensando en el alquiler. Era un bonito apartamento; por los dos mil cuatrocientos dólares mensuales que pagábamos podría haber sido mucho más bonito. Los muebles estaban bien. Nos enorgullecíamos de nuestra vivienda, una preciosa casa adosada situada en una calle de un barrio elegante, pero pasábamos muy poco tiempo en ella. Y raras veces teníamos invitados. La mudanza sería un reajuste, pero podríamos resistirlo.
Siempre habíamos sido sinceros en cuestiones económicas; no ocultábamos nada. Ella sabía que teníamos unos cincuenta y un mil dólares en fondos de inversión y otros doce mil en nuestra cuenta corriente. Me sorprendí de lo poco que habíamos ahorrado en seis años de matrimonio. Cuando uno circula por el carril rápido de una gran empresa, el dinero parece interminable.
—Supongo que tendremos que hacer algunos reajustes, ¿verdad? —preguntó, mirándome fríamente. La palabra «reajustes» estaba llena de insinuaciones.
—Supongo que sí.
—Estoy cansada —dijo.
Apuró el contenido de su vaso y se fue al dormitorio.
Qué penoso, pensé. Ni siquiera podíamos hacer acopio del suficiente rencor como para pelearnos en toda regla.
Como es natural, yo era plenamente consciente de mi nueva situación en la vida. Era una historia maravillosa: un joven y ambicioso abogado se convierte en defensor de los pobres; vuelve la espalda a una importante empresa para trabajar gratuitamente. Aunque pensara que estaba perdiendo el juicio, Claire no había podido criticar a un santo.
Coloqué otro tronco en la chimenea, volví a llenar mi copa y me quedé dormido en el sofá.