CAPÍTULO 11

Como jóvenes adictos al trabajo que éramos, Claire y yo no necesitábamos despertadores, sobre todo los lunes por la mañana, cuando nos enfrentábamos a toda una semana de desafíos. Nos levantábamos a las cinco, nos tomábamos los cereales media hora más tarde y nos íbamos cada uno por su lado, haciendo prácticamente carreras para ver quién salía primero.

Gracias al vino, conseguí dormir sin que me persiguiera la pesadilla del fin de semana. Mientras me dirigía en mi automóvil hacia el bufete, decidí poner cierta distancia con la gente de la calle. Soportaría el entierro. Buscaría un poco de tiempo para trabajar gratuitamente por los sin hogar. Prolongaría mi amistad con Mordecai y era probable incluso que me convirtiese en un asiduo visitante de su despacho. De vez en cuando me dejaría caer por el comedor de miss Dolly y la ayudaría a dar de comer a los hambrientos. Entregaría dinero y contribuiría a recaudar más fondos para la gente sin recursos. Yo podía ser mucho más útil como fuente de ingresos que cualquier abogado de los pobres.

Mientras conducía llegué a la conclusión de que necesitaba varias Jornadas de dieciocho horas para reorganizar mis prioridades. Mi carrera había sufrido un pequeño descarrilamiento.

Una orgía de trabajo lo arreglaría todo. Sólo un necio habría despreciado aquella oportunidad de ganar dinero que a mí se me ofrecía.

Elegí otro ascensor que no fuera el de Señor. Éste ya formaba parte del pasado; lo aparté de mis pensamientos. No miré hacia la sala de juntas en la que él había muerto. Arrojé mi cartera de documentos y mi abrigo sobre una silla de mi despacho y salí a tomarme un café. Mientras caminaba a grandes zancadas por el pasillo antes de las seis de la mañana, hablaba con un compañero por aquí y un administrativo por allá, me quitaba la chaqueta y me remangaba, pensé que estar de vuelta era estupendo.

Lo primero que hice fue echar un vistazo al Wall Street Journal, en parte porque sabía que éste no hablaría para nada de la gente de la calle que moría en el distrito de Columbia. Después pasé al Post. En la primera plana de la sección metropolitana había un pequeño reportaje acerca de la familia de Lontae Burton, con una fotografía de su abuela llorando delante de un edificio de apartamentos. La leí y dejé a un lado el periódico. Yo sabía mucho más que el reportero y estaba decidido a no distraerme. Debajo del Post había una carpeta de cartulina amarilla tamaño folio del tipo que nuestra empresa utilizaba a millones. El que no llevase ninguna indicación la convertía en sospechosa. Estaba allí plenamente a la vista en el centro de mi escritorio, colocada por una persona anónima. La abrí muy despacio.

Dentro sólo había dos hojas de papel. La primera era una fotocopia del reportaje del Post del día anterior, el mismo que yo había leído diez veces y le había mostrado a Claire la víspera. Debajo descubrí una fotocopia de algo sacado de un archivo oficial de Drake & Sweeney. El encabezamiento rezaba: DESALOJADOS - RIVER OAKS TAG, INC.

La primera columna contenía los números del uno al diecisiete. El número cuatro correspondía a Devon Hardy; el quince, a Lontae Burton y «tres o cuatro hijos».

Deposité lentamente la carpeta sobre el escritorio, me levanté, me acerqué a la puerta, la cerré con llave y me apoyé contra ella. Permanecí un par de minutos inmóvil, contemplando la carpeta que había sobre el escritorio. Tenía que dar por sentado que su contenido era cierto y fidedigno. ¿Por qué razón se hubiera molestado alguien en inventarse semejante cosa? Volví a tomarla con sumo cuidado. En el reverso de la segunda hoja mi anónimo informador había garabateado a lápiz: «El desahucio fue incorrecto, tanto legal como éticamente».

Lo había escrito en letras de imprenta para evitar que lo descubrieran en caso de que yo lo hiciese analizar. El trazo era muy débil y el bolígrafo apenas había rozado el papel.

Mantuve la puerta cerrada por espacio de una hora, en cuyo transcurso alterné entre permanecer de pie delante de la ventana contemplando la salida del sol y sentado ante mi escritorio contemplando la carpeta. Las idas y venidas por el pasillo se intensificaron y, al final, oí la voz de Polly. Abrí la puerta, la saludé como si todo fuera bien e hice cuanto se esperaba de mí, pero sin la menor convicción.

La mañana estuvo llena de reuniones y juntas, dos de ellas con Rudolph y unos clientes. Actué como debía, pero no logré recordar nada de lo que hicimos o dijimos. Rudolph no cabía en sí de alegría por haber recuperado a su estrella y que ésta volviera a ser la misma de antes.

Me mostré casi grosero con quienes querían hablar del incidente de los rehenes y sus consecuencias. Puesto que yo aparentaba ser el mismo de siempre, lo que incluía mostrarme agresivo, las preocupaciones acerca de mi estabilidad se desvanecieron. A media mañana llamó mi padre. No acertaba a recordar cuándo había telefoneado por última vez a mi despacho. Dijo que en Memphis estaba lloviendo, que él estaba sentado en casa muerto de aburrimiento y que…, bueno, él y mi madre estaban preocupados por mí.

Claire se encontraba bien, le expliqué, y, para pisar terreno seguro, le conté lo de su hermano James, al que solamente habían visto una vez, en la boda. Mostré la debida preocupación por la familia de Claire, y eso le gustó.

Papá se alegraba de haberme encontrado en el despacho, pues significaba que seguía al pie del cañón, ganando dinero y esperando ganar mucho más. Me pidió que me mantuviera en contacto.

Media hora más tarde me llamó mi hermano Warner desde su despacho en un imponente edificio del centro de Atlanta. Me llevaba seis años, era socio de otro importante bufete jurídico y uno de esos especialistas en litigios para quienes todo vale. Debido a la diferencia de edad, Warren y yo nunca habíamos estado muy unidos cuando niños, pero disfrutábamos de nuestra mutua compañía. Durante su divorcio, que había ocurrido tres años atrás, me consultaba cada semana.

Al igual que yo, vivía pendiente del reloj, por lo que su conversación sería breve.

—He hablado con papá —me dijo—. Me lo ha contado todo.

—No me extraña.

—Comprendo lo que sientes. Todos pasamos por eso. Trabajas de firme, ganas mucho dinero y nunca te detienes para ayudar a los humildes. De pronto ocurre algo y vuelves a pensar en la Facultad de Derecho, en el primer año de carrera, cuando todos rebosábamos de ideales y queríamos utilizar nuestros títulos para salvar a la humanidad. ¿Te acuerdas?

—Sí; hace mucho tiempo de eso.

—Muy cierto. Durante mi primer año de carrera hicieron una encuesta. Más de la mitad de los alumnos de mi clase quería dedicarse a cuestiones sociales. Cuando tres años más tarde nos graduamos, todo el mundo fue en busca del dinero. No sé lo que ocurrió.

—La Facultad de Derecho te convierte en un ser avaricioso.

—Supongo que sí. Nuestra empresa tiene un programa que le permite a uno tomarse un año de excedencia, una especie de año sabático, y dedicarse a cuestiones de interés social. Al cabo de doce meses regresas como si jamás te hubieras ido. ¿Hacen algo parecido en vuestro bufete?

Aquello era muy propio de Warner. Cuando yo tenía un problema, él ya tenía la solución. Así de sencillo. Doce meses y uno volvía como nuevo. Un breve desvío, pero con el futuro asegurado.

—Lo hacen, pero no con los asociados —contesté—. Sé de uno o dos socios que dejaron su trabajo para dedicarse a este o aquel organismo y regresaron al cabo de dos años. Pero un asociado no puede hacerlo.

—Tus circunstancias son distintas. Has sufrido un trauma, estuvieron a punto de matarte por el simple hecho de pertenecer a la empresa. Hablaré con alguien, diré que necesitas un poco de tiempo libre. Tómate un año y vuelve al despacho.

—Tal vez resultase… —admití, tratando de tranquilizarlo. Warner era porfiado e insistente, siempre tenía que pronunciar la última palabra, sobre todo, con la familia—. Tengo que dejarte —añadí.

Él también tenía que colgar. Prometimos hablar más tarde.

Almorcé con Rudolph y un cliente en un espléndido restaurante. Técnicamente se trataba de un almuerzo de trabajo, lo cual significaba que nos abstendríamos de tomar alcohol y que facturaríamos al cliente el tiempo que le dedicáramos. Rudolph cobraba a razón de cuatrocientos dólares por hora; yo, a razón de trescientos. Nos pasamos dos horas comiendo y trabajando, de modo que al cliente el almuerzo le costó mil cuatrocientos dólares. La empresa tenía una cuenta en el restaurante. Éste pasaría la factura a Drake & Sweeney y, por el camino, nuestros hábiles contables encontrarían la manera de cobrarle también al cliente el importe de la comida.

La tarde fue una incesante sucesión de llamadas y reuniones. Por simple fuerza de voluntad conseguí mantener las apariencias y superar la prueba, cobrando de paso una elevada cantidad. Jamás en mi vida la legislación antimonopolio me había parecido más abstrusa y aburrida.

Eran casi las cinco cuando logré encontrar unos minutos para estar a solas. Le dije adiós a Polly y volví a cerrar la puerta. Abrí la misteriosa carpeta y en un cuaderno empecé a tomar notas jurídicas al azar, garabatos y diagramas con flechas que apuntaban hacía RiverOaks y Drake & Sweeney desde todas direcciones. Braden Chance, el socio especializado en bienes inmuebles con quien me había enfrentado a propósito del expediente, era quien recibía casi todos los disparos en representación de la empresa.

Mi principal sospechoso era su auxiliar, el joven que había oído nuestro duro intercambio de palabras y que segundos después, mientras yo abandonaba su despacho, había calificado a Chance de «imbécil». Él debía de conocer los detalles del desahucio y seguramente tendría acceso al expediente.

Utilizando un teléfono móvil para eludir los registros de D & S, llamé a un auxiliar del Departamento Antimonopolios. Su despacho estaba a la vuelta del mío. Él me envió a otro y, con un poco de esfuerzo, averigüé que el nombre del tipo a quien buscaba era Héctor Palma. Llevaba unos tres años en la casa, siempre en el Departamento Inmobiliario. Quería localizarlo, pero fuera del despacho.

Llamó Mordecai. Me preguntó qué planes tenía para la cena.

—Invito yo —anunció.

—¿A sopa?

Soltó una carcajada.

—Por supuesto que no. Conozco una sandwichería estupenda.

Acordamos reunirnos a las siete. Claire había regresado a sus hábitos hospitalarios, ajena al tiempo, las comidas o los maridos. Se puso en contacto conmigo a media tarde; en pocas palabras me dijo que no tenía ni idea de cuándo podría volver a casa, pero sería muy tarde.

A la hora de cenar, cada cual por su lado. No se lo reprochaba. Había aprendido de mí el estilo de vida del carril de circulación rápida.

Nos encontramos en un restaurante cerca del DuPont Circle. El bar de la entrada estaba lleno de bien pagados funcionarios de la administración del Estado que se tomaban un trago antes de huir de la ciudad. Nos sentamos en un reservado del fondo y pedimos una copa.

—El asunto de Burton está adquiriendo cada vez más importancia —dijo Mordecai, y bebió un sorbo de cerveza.

—Lo siento; me he pasado doce horas encerrado en una cueva. ¿Qué ha ocurrido?

—Mucho interés por parte de la prensa. Una madre y sus cuatro hijitos hallados muertos en el automóvil donde vivían. Los encuentran a un par de kilómetros de la colina del Capitolio, donde están tramitando una reforma de la beneficencia estatal que enviará a más madres a la calle. Muy bonito.

—O sea, que el entierro será todo un espectáculo.

—Sin la menor duda. Hoy he hablado con docenas de activistas sin hogar. Asistirán, y tienen previsto hacerlo con los suyos. El lugar estará lleno de gente de la calle. Muchos fotógrafos y reporteros. Cuatro pequeños ataúdes al lado del de la madre, y las cámaras lo captarán todo para el telediario de las seis. Primero haremos una concentración y después una marcha.

—Puede que de sus muertes surja algo bueno.

—Puede que sí.

En mi calidad de curtido abogado de la gran ciudad, sabía que todas las invitaciones a almorzar o a cenar tenían un propósito. Mordecai se traía algo entre manos. Lo adiviné por la forma en que me miraba a los ojos.

—¿Se sabe por qué razón estaban sin hogar? —pregunté, tratando de sonsacarle.

—No. Probablemente, la de costumbre. No he tenido tiempo de hacer preguntas.

Mientras me dirigía hacia el local había tomado la decisión de no comentarle nada acerca de la misteriosa carpeta y su contenido. Era materia confidencial, y yo estaba al corriente gracias al puesto que ocupaba en Drake & Sweeney. Revelar lo que sabía sobre las actividades de un cliente habría constituido una grave falta de honradez profesional. La idea de divulgarlo me daba miedo. Además, no había comprobado ningún dato.

El camarero nos sirvió las ensaladas y empezamos a comer.

—Esta tarde hemos celebrado una reunión de empresa —me dijo Mordecai entre bocado y bocado—. Yo, Abraham y Sofía. Necesitamos ayuda.

No me sorprendió oír aquello.

—¿Qué clase de ayuda?

—Otro abogado.

—Pensé que no tenían ni un centavo.

—Siempre reservamos una pequeña suma. Hemos adoptado una nueva estrategia de mercado.

La idea de que el consultorio jurídico de la calle Catorce estuviese preocupado por la estrategia de mercado se me antojó graciosa; justamente lo que él pretendía. Ambos nos miramos sonriendo.

—Si consiguiéramos que el nuevo abogado dedicara diez horas a la semana a reunir dinero, podría permitirse el lujo de pagarse el sueldo.

Volvimos a sonreír.

—Por mucho que nos moleste reconocerlo —prosiguió Mordecai—, nuestra supervivencia dependerá de la capacidad que tengamos de reunir dinero. La Fundación Cohen se encuentra en un estado precario. Hasta ahora no hemos necesitado mendigar, pero las cosas tienen que cambiar.

—¿En qué consistiría el resto del trabajo?

—El ejercicio del derecho de la calle. Ya ha recibido usted una buena dosis de eso. Ha visto nuestra sede. Es un vertedero de basura. Sofía es una bruja. Abraham es un estúpido. Los clientes huelen mal y el dinero es un chiste.

—¿Cuánto dinero?

—Podemos ofrecerle treinta mil dólares al año, pero sólo estamos en condiciones de prometerle la mitad durante los primeros seis meses.

—¿Por qué?

—El fondo cierra sus libros el 13 de junio, día en que nos dirán cuánto recibiremos el próximo año fiscal, que empieza el primero de julio. Tenemos reservas suficientes para pagarle los seis meses siguientes, Después, los cuatro nos repartiremos lo que quede una vez deducidos los gastos.

—¿Abraham y Sofía están de acuerdo?

—Después del sermón que les he echado, sí. Pensamos que usted debe de tener buenos contactos con los abogados y, como ha recibido una excelente educación, es apuesto, inteligente y todas estas mierdas, lo de reunir dinero se le debe de dar muy bien.

—¿Y si yo no quiero dedicarme a reunir dinero?

—Los cuatro tendríamos que rebajarnos un poco más el sueldo, y es probable que tuviéramos que conformarnos con veinte mil dólares al año. Y después con quince mil. Y cuando el fondo se agote tal vez vayamos a parar a la calle como nuestros clientes, y convertirnos en unos abogados pobres.

—O sea, que yo soy el futuro del consultorio jurídico de la calle Catorce…

—Ésa es la conclusión a que hemos llegado. Lo aceptaremos como socio de pleno derecho. A ver si Drake & Sweeney logra superar esta oferta.

—Estoy conmovido —dije.

Y también un poco asustado. El ofrecimiento de trabajo no era inesperado, pero su llegada abría una puerta que yo no estaba muy seguro de querer cruzar.

Nos sirvieron la sopa de alubias negras y pedimos más cerveza.

—¿Cuál es la historia de Abraham? —pregunté.

—Nació en Brooklyn, en el seno de una familia judía. Vino a Washington para incorporarse al equipo del senador Moynihan. Se pasó unos cuantos años en el Capitolio y acabó en la calle. Es extremadamente listo. Dedica casi todo su tiempo a coordinar litigios con los abogados de oficio de los grandes bufetes. Ahora mismo mantiene un pleito contra la Oficina del Censo para conseguir que los indigentes sean tenidos en cuenta. Y ha puesto una querella contra el sistema escolar del distrito de Columbia para garantizar la escolarización de los niños pobres. Su capacidad de letrado deja mucho que desear, pero es muy hábil en el planteamiento de la táctica de los pleitos.

—¿Y Sofía?

—Es una asistente social que lleva once años estudiando derecho por la noche. Actúa y piensa como un abogado, sobre todo cuando maltrata a los funcionarios del Estado. Dice por lo menos diez veces al día: «Soy Sofía Mendoza, abogada».

—¿Es también secretaria?

—No. No tenemos secretarias. Cada cual mecanografía y archiva lo suyo y se prepara su propio café. —Se inclinó hacia delante y, bajando la voz, añadió—: Los tres llevamos mucho tiempo juntos, Michael, y cada uno ha excavado su pequeña cueva. Para serle sincero, necesitamos una cara nueva con nuevas ideas.

—Las perspectivas económicas son atractivas —dije en tono de broma.

—Usted no está en esto por el dinero —replicó con una sonrisa—, sino para salvar su alma.

Esa noche me costó mucho conciliar el sueño. Mi alma… ¿Tendría los arrestos suficientes para seguir adelante? ¿Estaba considerando en serio aceptar un trabajo por el que apenas cobraría?

Literalmente, le estaba diciendo adiós a la posibilidad de convertirme en millonario, a las posesiones que tanto había anhelado.

Sin embargo, era el momento de hacerlo. El que mi matrimonio hubiese fracasado parecía indicarme que era hora de que introdujese cambios drásticos en mi vida.