Mi domingo empezó con una llamada de Claire poco antes del mediodía; otra embarazosa charla sólo para que me comunicase a qué hora regresaría a casa. Le sugerí una cena en nuestro restaurante preferido, pero no le apetecía. No le pregunté si ocurría algo. Eso ya lo habíamos superado.
Puesto que nuestro apartamento estaba en el tercer piso, no había conseguido encontrar un medio satisfactorio de que nos entregaran en casa el Post del domingo. Habíamos probado varios métodos, pero la mitad de las veces el periódico desaparecía.
Me duché y me abrigué. El hombre del tiempo había predicho una temperatura máxima de tres grados. Cuando me disponía a salir, el presentador del telediario anunció la noticia más destacada de la mañana. Me quedé petrificado; oí las palabras, pero tardé un poco en comprender su significado. Me acerqué lentamente al mostrador de la cocina donde estaba el televisor, contemplando la pantalla boquiabierto de asombro e incredulidad.
Hacia las once de la noche, la policía del distrito de Columbia había encontrado un pequeño coche cerca de Fort Totten Park en el sector nordeste, una de las llamadas «zonas de guerra». Estaba aparcado en la calle con los neumáticos hundidos en el hielo.
En el interior había una joven madre y sus cuatro hijos, todos muertos por asfixia. La policía sospechaba que la familia vivía en el automóvil y había tratado de calentarse. El tubo de escape del vehículo estaba obturado con un montón de nieve. Algunos detalles, pero ningún nombre.
Bajé corriendo a la calle, resbalé sobre la nieve sin perder el equilibrio, bajé por la calle P hacia la avenida Wisconsin y me dirigí al quiosco de la Treinta y cuatro. Horrorizado y casi sin resuello, tomé el periódico. En una esquina inferior de la primera plana estaba la noticia, visiblemente insertada en el último momento. Ningún nombre.
Abrí el periódico por la sección de sucesos y arroje el resto de las páginas a la acera. La noticia se ampliaba en la página catorce con unos estereotipados comentarios de la policía y las consabidas advertencias acerca de los peligros de los tubos de escape obturados. Después, los desgarradores detalles: la madre, de sólo veintidós años, se llamaba Lontae Burton; la niña, Temeko. Los dos hermanos menores, Alonzo y Dante, de apenas dos años, eran gemelos. El hermano mayor, Ontario, tenía cuatro años. Debí de emitir un sonido muy raro, pues un hombre que estaba practicando jogging me miró con extrañeza, como si fuera un tipo peligroso. Me alejé con el periódico abierto en la mano, pisando las otras veinte secciones esparcidas por la acera.
—¡Perdone! —gritó una voz encolerizada a mi espalda—. ¿Sería tan amable de pagarme?
Seguí caminando.
Se acercó a mí por detrás y gritó:
—Oiga, amigo.
Me detuve justo el tiempo suficiente para sacar del bolsillo un billete de cinco dólares y arrojárselo a los pies sin apenas mirarlo.
En la calle P, cerca del apartamento, me apoyé contra el muro de ladrillo de la espléndida casa adosada de alguien. La nieve de la acera había sido meticulosamente retirada.
Volví a leer muy despacio la noticia, confiando en que el final fuera distinto. Los interrogantes y los pensamientos se agolpaban sin orden ni concierto en mi mente, pero dos de las preguntas se repetían una y otra vez: ¿por qué no habían regresado al albergue?, ¿habría muerto la niña envuelta en mi chaqueta de algodón?
Debía esforzarme para pensar, y caminar me resultaba casi imposible. Después del sobresalto vino el remordimiento. ¿Por qué no había hecho algo por ellos la noche del viernes, cuando los había visto por primera vez? Habría podido llevarlos a un cómodo hotel y ocuparme de que comiesen…
El teléfono estaba sonando cuando entré en el apartamento. Era Mordecai, quien me preguntó si me había enterado de la noticia. Le pregunté a mi vez si recordaba el pañal mojado. La misma familia, dije. Él no sabía cómo se llamaban. Le hablé de mi encuentro con Ontario.
—Lo lamento mucho, Michael —dijo en tono mucho más triste.
—Yo también.
Apenas si lograba articular palabra. Acordamos reunirnos más tarde. Me senté en el sofá y permanecí una hora sin moverme.
Después fui al coche y saqué las bolsas de comida, juguetes y ropa que les había comprado.
Sólo por curiosidad, Mordecai se presentó en mi despacho al mediodía. En sus tiempos había estado en muchos bufetes importantes, pero quería ver el lugar donde había caído Señor. Lo acompañé en un breve recorrido y le conté a grandes rasgos el incidente de los rehenes.
Nos marchamos en su coche. Me alegré de que hubiera poco tráfico por ser domingo, pues Mordecai no mostraba demasiado interés por lo que hacían los demás automovilistas.
—La madre de Lontae tiene treinta y ocho años y cumple una condena de diez años por venta de crack —me explicó. Se había informado por teléfono—. Dos hermanos, ambos en la cárcel. Lontae tenía un historial de drogadicción y prostitución. Ni idea de quién o quiénes eran los padres de las criaturas.
—¿Cómo lo ha averiguado?
—Localicé a su abuela en una urbanización. La última vez que vio a Lontae, ésta sólo tenía tres hijos y vendía droga con su madre. Según la mujer, cortó las relaciones con su hija y su nieta por culpa de la droga.
—¿Quién se ocupará de enterrarlos?
—Los mismos que enterraron a Devon Hardy.
—¿Cuánto costaría un entierro corriente?
—El precio se puede negociar. ¿Tiene usted interés en saberlo?
—Me gustaría que fuesen enterrados debidamente.
Nos encontrábamos en la avenida Pennsylvania, pasando por delante de los gigantescos edificios del Congreso, con el Capitolio al fondo. No pude por menos que maldecir en silencio a aquellos necios que cada mes se gastaban miles de millones de dólares cuando había tanta gente sin hogar. ¿Cómo era posible que cuatro niños inocentes hubieran muerto en la calle prácticamente a la sombra del Capitolio por no tener un lugar donde vivir?
No deberían haber nacido, habrían dicho algunos habitantes de la zona de la ciudad donde yo residía.
Los cuerpos habían sido trasladados al edificio de la Oficina del Forense, que también albergaba el depósito de cadáveres. Era una construcción de dos plantas de conglomerado marrón perteneciente al Hospital General del distrito de Columbia. Permanecerían allí hasta que alguien los reclamara. Si no aparecía nadie en un plazo de cuarenta y ocho horas, serían embalsamados de conformidad con la ley, colocados en unos ataúdes de madera y enterrados rápidamente en el cementerio cercano al estadio RFK.
Mordecai aparcó en un espacio reservado a minusválidos y, tras reflexionar por un instante, me preguntó:
—¿Está seguro de que quiere entrar?
—Creo que sí.
No era la primera vez que él visitaba el lugar, y había llamado con antelación. Un guardia de seguridad con un uniforme muy mal confeccionado se atrevió a cortarnos el paso, pero Mordecai le pegó un grito tan tremendo que hizo que mi estómago se encogiese más de lo que ya estaba.
El guardia se apartó de nosotros, alegrándose de poder hacerlo. En una puerta de cristal figuraban las palabras DEPÓSITO DE CADÁVERES pintadas en negro. Mordecai entró como si fuera el amo.
—Soy Mordecai Green, abogado de la familia Burton —le dijo con voz de trueno al joven del mostrador.
Más que un anuncio, parecía un desafío.
El joven estudió una tablilla con broche de presión y rebuscó entre otros papeles.
—¿Qué demonios está haciendo? —le preguntó Mordecai en tono áspero.
El joven levantó la mirada con expresión retadora, pero enseguida se dio cuenta de la corpulencia de su adversario.
—Un momento —dijo, acercándose a su ordenador.
Mordecai se volvió hacia mí y comentó en voz alta:
—Cualquiera diría que guardan mil muertos aquí dentro.
Comprendí que no tenía la menor paciencia con los burócratas y los funcionarios de la administración del Estado, y recordé lo que me había contado acerca de la petición de disculpas de la secretaria de la Seguridad Social. Para Mordecai, la mitad del ejercicio de la abogacía consistía en avasallar y pegar gritos.
Apareció un pálido caballero medio calvo con el pelo teñido de negro, nos dio un pegajoso apretón de manos y se presentó como Bill. Llevaba una bata color azul y calzaba zapatos con gruesa suela de goma. ¿Dónde encontraban gente dispuesta a trabajar en un depósito de cadáveres?
Franqueamos una puerta, avanzamos por un pasillo esterilizado donde la temperatura descendía progresivamente y al fin llegamos a la sala del depósito.
—¿Cuántos han recibido hoy? —preguntó Mordecai como si tuviera por costumbre pasar constantemente por allí para contar los cuerpos.
Bill hizo girar el tirador y contestó:
—Doce.
—¿Cómo se encuentra? —me preguntó Mordecai.
—No lo sé.
Bill empujó una puerta metálica y entramos. La atmósfera era fría y olía a líquido antiséptico. El suelo era de baldosas blancas y los tubos fluorescentes despedían una luz azulada. Seguí a Mordecai con la cabeza gacha, procurando no mirar alrededor, pero me fue imposible. Los cuerpos estaban cubiertos con sábanas blancas desde la cabeza hasta los tobillos, tal como se ve en la televisión. Pasamos por delante de unos pies blancos en uno de cuyos dedos gordos había sujeta una etiqueta. Después vinieron algunos pies negros. Nos volvimos y nos detuvimos en una esquina, a la izquierda de una camilla y a la derecha de una mesa.
—Lontae Burton —anunció Bill, retirando con ademán melodramático la sábana hasta la cintura de la difunta.
Se trataba, sin duda, de la madre de Ontario, envuelta en una sencilla bata blanca. La muerte no había dejado ninguna huella en su rostro. Podría haber estado durmiendo. No conseguía apartar los ojos de aquella figura.
—Es ella —dijo Mordecai como si la conociera de toda la vida.
Me miró buscando mi confirmación, y conseguí asentir con la cabeza. Bill dio media vuelta y yo contuve la respiración. Una sola sábana cubría a los niños.
Estaban tendidos muy juntos en una pulcra hilera con las manos cruzadas sobre unas batas idénticas. Parecían unos querubines dormidos, unos soldaditos de la calle que finalmente habían alcanzado la paz.
Sentí deseos de tocar a Ontario, de darle una palmada en el brazo y decirle que lo lamentaba, de despertarlo, llevármelo a casa, darle de comer y ofrecerle todo lo que deseara.
Me acerqué un poco más para verlos mejor.
—No los toque —me indicó Bill.
—Son ellos —intervino Mordecai al observar que yo asentía con la cabeza.
Mientras Bill los cubría, cerré los ojos y musité una breve plegaria, pidiendo misericordia y perdón. «No permitas que vuelva a ocurrir», me dijo el Señor.
A continuación Bill entró en una sala, pasillo abajo, y sacó dos grandes cestos de alambre con los efectos personales de la familia. Los arrojó sobre una mesa y entre los tres hicimos un inventario del contenido. La ropa que llevaban estaba sucia y raída. Mi chaqueta de algodón era la prenda más bonita que tenían. Había tres mantas, un bolso, unos juguetes baratos, un medicamento infantil, una toalla, más ropa sucia, una caja de barquillos de vainilla, una lata de cerveza sin abrir, unos cigarrillos, dos preservativos y unos veinte dólares en billetes y monedas.
—El coche está en el depósito municipal —nos informó Bill—. Dicen que está lleno de basura.
—Nos encargaremos de él —repuso Mordecai.
Firmamos los impresos del inventario y nos fuimos con los efectos personales de la familia de Lontae Burton.
—¿Qué hacemos con eso? —pregunté.
—Lléveselo a la abuela. ¿Quiere su chaqueta?
—No.
La funeraria era propiedad de un pastor conocido de Mordecai, quien no lo apreciaba demasiado porque su iglesia no se mostraba lo bastante amable con los indigentes, pero lo soportaba.
Aparcamos delante de la iglesia, en la avenida Georgia, cerca de la Universidad Howard, una zona más limpia de la ciudad, con menos ventanas tapiadas.
—Será mejor que se quede aquí. Si estoy a solas con él podré hablarle más claro.
No me apetecía quedarme sentado en el coche sin compañía, pero me fiaba de él.
—Muy bien —dije, hundiéndome unos centímetros más en el asiento mientras miraba temerosamente alrededor.
—No le ocurrirá nada.
Se fue y yo eché el seguro a las portezuelas. Al cabo de unos minutos me tranquilicé y empecé a pensar. Mordecai quería estar a solas con el pastor por motivos económicos. Mi presencia habría complicado las cosas. ¿Quién era yo?, ¿cuál era mi interés por aquella familia? El precio aumentaría de inmediato.
En la acera reinaba un gran ajetreo. La gente apuraba el paso, azotada por el cortante viento. Pasó una madre con sus dos hijos cogidos de la mano, envueltos en prendas de calidad. ¿Dónde estaban la noche anterior cuando Ontario y su familia permanecían acurrucados en el gélido interior del vehículo, respirando inadvertidamente monóxido de carbono hasta morir asfixiados? ¿Dónde estábamos todos los demás?
El mundo cerraba sus puertas. Nada tenía sentido. En menos de una semana había visto muertas a seis personas de la calle, y no estaba preparado para asimilar aquel golpe. Era un culto, acomodado y bien alimentado abogado blanco que se dirigía por el carril rápido hacia una riqueza importante y todas las maravillosas cosas que con ella podría adquirir. Mi matrimonio se había ido al garete, pero me recuperaría. Había un montón de mujeres estupendas por ahí. No estaba demasiado preocupado.
Maldije a Señor por haber puesto mi vida en entredicho, y a Ontario por haberme partido el corazón.
Una llamada a la ventanilla me sobresaltó. Tenía los nervios a flor de piel. Era Mordecai, de pie en la nieve, junto al bordillo. Bajé el cristal.
Dice que enterrará a los cinco por dos mil dólares.
—Lo que sea —contesté.
Se marchó y regresó al cabo de pocos minutos, se sentó al volante y se alejó a toda velocidad.
—El funeral se celebrará el martes aquí en la iglesia. Ataúdes de madera, pero bonitos. Pondrá algunas flores para que quede mejor. Pedía tres mil, pero le dije que vendrían los representantes de la prensa y que, a lo mejor, saldría en la televisión. Eso le gustó. Dos mil no está mal.
—Gracias, Mordecai.
—¿Cómo se encuentra?
—Mal.
Regresamos a mi despacho sin apenas hablar.
A James, el hermano menor de Claire, le habían diagnosticado la enfermedad de Hodgkin, de ahí que la familia se reuniese en Providence. No tenía nada que ver conmigo. La oí hablar del fin de semana, del sobresalto de la noticia, de las lágrimas y las oraciones mientras todos se abrazaban y consolaban a James y a su mujer. La suya es una familia de besucones y llorones, por lo que me alegraba de que ella no me hubiera pedido que la acompañase. El tratamiento empezaría de inmediato; el pronóstico era bueno.
Claire se alegraba de estar en casa y de tener a alguien con quien desahogarse. Tomamos vino en el estudio, junto al fuego, con una manta sobre las rodillas. Era casi romántico, pero yo tenía demasiadas cicatrices como para pensar siquiera en la posibilidad de mostrarme sentimental. Hice un valeroso esfuerzo por escucharla, lamentarlo por el pobre James y pronunciar las frasecitas de rigor.
No era lo que yo esperaba y no estaba seguro de que fuese lo que quería. Pensé que, a lo mejor, lucharíamos contra molinos de viento y que incluso se producirían algunas escaramuzas. Las cosas no tardarían en ponerse feas, más tarde, cuando tramitáramos nuestra separación como verdaderos adultos, cabía esperar que se volvieran civilizadas.
Sin embargo, después de lo de Ontario no estaba preparado para abordar ningún asunto que exigiera una participación afectiva. Estaba agotado. Ella no hacía más que repetirme lo cansado que parecía. Estuve casi a punto de darle las gracias.
Con un esfuerzo sobrehumano la escuché hasta el final y, poco a poco, la conversación se deslizó hacia mí y mi fin de semana. Se lo conté todo, mi nueva vida de voluntario en los centros de acogida y lo de Ontario y su familia. Le mostré el reportaje del periódico.
Se conmovió sinceramente, pero también pareció desconcertada. Yo no era el mismo que la semana anterior y ella no estaba segura de que la última versión fuese mejor que la antigua. Yo tampoco lo estaba.