CAPÍTULO 1

El hombre de las botas de goma entró detrás de mí en el ascensor, pero al principio no lo vi. Sí percibí, sin embargo, el acre olor a humo y vino barato, a una vida en la calle sin jabón para lavarse.

Subimos los dos solos y, cuando finalmente miré, vi unas botas sucias, negras y demasiado grandes. Llevaba una trinchera raída y manchada que le llegaba hasta las rodillas. Debajo de ella varias capas de ropa pestilente se apretujaban en torno a su cintura confiriéndole un aspecto de hombre fornido, casi grueso. Pero eso no le venía de la buena alimentación. Cuando llega el invierno al distrito de Columbia los sin hogar se ponen encima todo lo que tienen, o eso parece por lo menos.

Era negro y de edad madura, y debía de llevar años sin lavarse ni cortarse la barba y el cabello entrecanos. Miraba fijamente hacia delante a través de unas gruesas gafas ahumadas, y el que no me prestase la menor atención me indujo a preguntarme por un instante por qué razón lo examinaba.

Estaba fuera de lugar. Ni el edificio ni el ascensor ni el lugar le correspondían. Los abogados que ocupaban las ocho plantas del edificio trabajaban para mi bufete por unas tarifas horarias que, después de siete años, aún me parecían escandalosas.

Otro mendigo que había entrado para resguardarse del frío. Era algo que ocurría constantemente en el centro de Washington, pero teníamos a nuestros guardias de seguridad para protegernos de la chusma.

Al detenernos en la sexta planta caí en la cuenta de que él no había pulsado ningún botón. Estaba siguiéndome. Salí rápidamente, entré en el soberbio vestíbulo de Drake & Sweeney y volví la cabeza justo el tiempo suficiente para verlo en el ascensor sin mirar nada en particular, sin prestarme todavía la menor atención.

Madame Devier, una de nuestras sufridas recepcionistas, me saludó con su típica mirada de desdén.

—Vigile el ascensor —le dije.

—¿Por qué?

—Un mendigo. Puede que tenga que llamar al servicio de seguridad.

—Esta gentuza… —masculló con su afectado acento francés.

—Tendrá que ir por un poco de desinfectante.

Mientras me alejaba quitándome el abrigo, me olvidé del hombre de las botas de goma. Esa tarde me esperaban varias reuniones con personas importantes. Doblé la esquina y estaba a punto de decirle algo a Polly, mi secretaria, cuando oí el primer disparo.

Madame Devier se encontraba de pie detrás de su escritorio, contemplando petrificada el cañón de un arma de fuego tremendamente larga que empuñaba nuestro amigo el vagabundo. Puesto que yo fui el primero que acudió en ayuda de la recepcionista, el hombre tuvo la amabilidad de apuntarme, y entonces también quedé paralizado.

—No dispare —le dije al tiempo que levantaba las manos.

Había visto bastantes películas como para saber qué tenía que hacer.

—Cállese —murmuró con gran serenidad.

Oí unas voces detrás de mí, en el pasillo. Alguien gritó:

—¡Va armado!

A continuación las voces fueron haciéndose más débiles a medida que mis compañeros retrocedían hacia la puerta de atrás. Casi me pareció verlos saltar por las ventanas.

Directamente a mi izquierda había una pesada puerta de madera que daba acceso a la espaciosa sala de juntas, casualmente ocupada en aquel momento por ocho abogados de nuestro Departamento de Litigios. Ocho sagaces e intrépidos letrados que se pasaban las horas machacando a la gente. El más duro de ellos era un pequeño torpedo llamado Rafter, que abrió de pronto la puerta y preguntó:

—¿Qué demonios ocurre?

El cañón del arma se desplazó de mi persona a la suya y el hombre de las botas de goma encontró de pronto lo que andaba buscando.

—Arroje el arma al suelo —le ordenó Rafter desde la puerta.

Una décima de segundo después en la zona de recepción sonó otro disparo cuya bala se incrustó en el techo muy por encima de la cabeza de Rafter, quien quedó reducido a la categoría de simple mortal. Apuntándome de nuevo con su arma, el hombre me indicó la puerta con un gesto de la cabeza, y yo obedecí entrando en la sala de juntas detrás de Rafter. Lo último que vi del exterior fue a Madame Devier temblando de terror junto a su escritorio, con los auriculares alrededor del cuello y sus zapatos de tacón cuidadosamente colocados al lado de la papelera.

El hombre de las botas de goma cerró de golpe la puerta a mi espalda y agitó lentamente el arma para que los ocho abogados pudieran admirarla. Daba la impresión de funcionar a la perfección; el olor de la pólvora era más perceptible que el de su propietario.

La estancia estaba presidida por una mesa rectangular cubierta de documentos y papeles que apenas unos segundos antes debían de parecer de la mayor importancia. Una hilera de ventanas daba al aparcamiento de abajo. Dos puertas se abrían al pasillo.

—Contra la pared —ordenó, utilizando el arma a modo de eficaz puntero. Después la acercó a mi cabeza y añadió:

—Cierre la puerta.

Así lo hice.

Los ocho abogados no dijeron ni una sola palabra Y se apresuraron a retroceder. Yo tampoco abrí la boca mientras cerraba rápidamente la puerta y lo miraba en busca de su aprobación.

Ignoro por qué razón no podía quitarme de la cabeza la oficina de correos y todos aquellos horribles asesinatos: un malhumorado funcionario regresaba después de la pausa del almuerzo provisto de todo un arsenal y liquidaba a quince compañeros. Recordé también las masacres en los patios de recreo y las matanzas en las hamburgueserías.

Aquellas víctimas eran niños inocentes y honrados ciudadanos. ¡Nosotros, en cambio, no éramos más que una caterva de abogados!

Mediante gruñidos y movimientos del arma, obligó a los ocho abogados a alinearse contra la pared y, cuando le pareció que habían adoptado la posición adecuada, centró su atención en mí. ¿Qué quería? ¿Podía formular preguntas? En caso afirmativo, habría conseguido cualquier cosa que le hubiese dado la puñetera gana. No podía verle los ojos a causa de las gafas ahumadas, pero él podía ver los míos, y su arma apuntaba directamente a ellos.

Se quitó la pringosa trinchera, la dobló como si fuese nueva y la depositó en el centro de la mesa. Volví a percibir el olor que me había molestado en el ascensor, pero ahora carecía de importancia. De pie junto al extremo de la mesa se quitó muy despacio la segunda capa de ropa, una abultada chaqueta de punto de color gris.

La razón de que abultase era que debajo de ella, y atada a la cintura, había una hilera de palitos de color rojo que a mis inexpertos ojos les parecieron cartuchos de dinamita. Estaban sujetos mediante cinta adhesiva plateada y por arriba y por abajo de ellos salían unos cables que semejaban espaguetis de colores.

Mi primer impulso fue dar media vuelta, echar a correr agitando los brazos y confiar en la suerte, en que el primer disparo fallara mientras yo abría torpemente la puerta y que otro tanto ocurriese con el segundo mientras salía al pasillo. Pero me temblaban las rodillas y la sangre se me había helado en las venas. Los ocho que se encontraban contra la pared jadeaban y emitían leves gemidos, lo que molestó a nuestro secuestrador.

—Esténse quietos, por favor —dijo con el tono propio de un paciente profesor.

Su tranquilidad me sacaba de quicio. Se ajustó algunos de aquellos espaguetis que llevaba alrededor de la cintura y después sacó de un bolsillo de los holgados pantalones un ovillo de cordón de nylon amarillo y una navaja.

Por si acaso, agitó el arma en dirección a los horrorizados rostros que tenía delante y aclaró:

—No quiero lastimar a nadie.

Era bonito de oír, pero difícil tomarlo en serio. Conté doce palitos de color rojo; suficientes, estaba seguro, para que todo fuera instantáneo e indoloro.

Volvió a apuntarme con el arma.

—Usted —dijo—, átelos.

Rafter ya se había hartado. Dio un minúsculo paso al frente e inquirió:

—Oiga, amigo, pero ¿qué es lo que quiere?

La bala del tercer disparo pasó silbando por encima de su cabeza en dirección al techo, donde se incrustó inofensivamente. Sonó como un cañonazo. En el vestíbulo, Madame Devier, o tal vez otra mujer, soltó un grito. Rafter se agachó y, en el instante en que trataba de incorporarse, el poderoso codo de Umstead lo golpeó de lleno en el pecho y lo devolvió a la posición que ocupaba contra la pared.

—Cállate —le espetó Umstead, apretando las mandíbulas.

—A mí no me llame «amigo» —dijo el hombre, y todos tomamos buena cuenta de ello.

—¿Cómo quiere que lo llamemos? —le pregunté, intuyendo que estaba a punto de convertirme en el líder de los rehenes. Hice la pregunta con suma delicadeza y gran deferencia, y él apreció mi muestra de respeto.

—Señor, —contestó.

A todos los presentes nos pareció muy bien lo de «señor».

Sonó el teléfono y, por una décima de segundo, pensé que el hombre iba a disparar. En lugar de ello, señaló el aparato con un gesto de la mano y yo lo deposité directamente delante de él sobre la mesa. Con la mano izquierda levantó el auricular, mientras con la derecha seguía empuñando el arma y ésta seguía apuntando a Rafter.

Si los nueve hubiéramos podido votar, Rafter habría sido el primer chivo expiatorio. Ocho contra uno.

—¿Sí? —dijo Señor—. Escuchó brevemente y colgó. Retrocedió cautelosamente hacia el sillón que había al otro extremo de la mesa y se sentó. Tome la cuerda —me indicó.

Quería atar a los ocho abogados por las muñecas. Corté la cuerda, até unos nudos y traté de no mirar a la cara a mis compañeros mientras aceleraba sus muertes. El hombre quería atarlos muy fuerte, por lo que fingí hacerles prácticamente sangre, pero procuré dejar la cuerda lo más floja posible.

Rafter murmuró algo por lo bajo y yo reprimí el impulso de soltarle una bofetada. Umstead podía doblar las muñecas hasta el extremo de que la cuerda estuvo a punto de soltarse cuando terminé con él. Malamud sudaba y respiraba afanosamente. Era el mayor de todos, el único socio del bufete, y hacía dos años que había sufrido su primer ataque cardíaco.

No pude por menos que mirar a Barry Nuzzo, mi único amigo entre los miembros del grupo. Teníamos la misma edad, treinta y dos años, y nos habíamos incorporado al bufete el mismo año. Él había estudiado en Princeton y yo en Yale. Nuestras mujeres eran de Providence. Su matrimonio marchaba bien, tres hijos en cuatro años. El mío se encontraba en la fase final de un prolongado deterioro.

Nos miramos a los ojos y ambos pensamos en sus hijos. Por suerte, yo no tenía ninguno.

La primera de varias sirenas apareció en escena, y Señor me ordenó que bajase las persianas de los cinco grandes ventanales. Lo hice lentamente, mientras contemplaba el aparcamiento de abajo como si el hecho de que alguien me viera pudiese en cierto modo salvarme. Vi un solitario y vacío vehículo de la policía con los faros encendidos; los agentes ya habían entrado en el edificio.

Allí estábamos nosotros, nueve chicos blancos y Señor.

En el último recuento Drake & Sweeney tenía ochocientos abogados en bufetes repartidos por todo el mundo. La mitad de ellos en Washington, en el edificio donde Señor estaba sembrando el terror. Me ordenó llamar al «jefe» para informarle de que él iba armado y llevaba encima doce cartuchos de dinamita. Llamé a Rudolph, el socio gerente de mi departamento, el de antimonopolios, y le transmití el mensaje.

—¿Cómo estás, Mike? —me preguntó.

Hablábamos a través del nuevo teléfono con altavoz de Señor, puesto a todo volumen.

—Divinamente —contesté—. Por favor, haz lo que él quiere.

—¿Y qué es lo que quiere?

—Todavía no lo sé.

Señor agitó el arma y la conversación terminó.

Siguiendo la indicación de la pistola, me situé al lado de la mesa de juntas, cerca de Señor, quien había adquirido la intranquilizadora costumbre de juguetear distraídamente con los cables, que ahora se había enrollado alrededor del tórax.

Bajó la mirada y dio un ligero tirón a un cable de color rojo.

—Si tiro de éste de aquí, se acabó.

Las gafas ahumadas estaban mirándome cuando terminó de hacer aquella breve advertencia. Me sentí obligado a decir algo.

—¿Por qué quiere hacerlo? —le pregunté en un desesperado intento de entablar un diálogo.

—No quiero, pero ¿por qué no?

Me llamó la atención su acento, un lento y metódico ritmo pausado en el que cada sílaba recibía el mismo trato. Era un vagabundo, sí, pero había conocido tiempos mejores.

—¿Por qué quiere matarnos? —inquirí.

—No pienso discutir con usted —replicó.

No más preguntas, señoría.

Como soy abogado y vivo pendiente de la hora, eché un vistazo a mi reloj de pulsera para tomar nota de todo lo que ocurría, por si acaso conseguíamos sobrevivir. Era la una y veinte. Señor quería hacer las cosas con calma, por lo que tuvimos que soportar un exasperante silencio de catorce minutos de duración.

No podía creer que estuviéramos a punto de morir. No veía ningún motivo, ninguna razón para que aquel hombre quisiera matarnos. Estaba seguro de que ninguno de nosotros lo había visto jamás. Recordé la subida en ascensor y el hecho de que aquel desconocido no tuviese, al parecer, ningún destino en particular. Era un simple chiflado en busca de rehenes, lo cual, por desgracia, haría que la matanza pareciese algo casi normal según los criterios vigentes.

Se trataba exactamente de la clase de matanza absurda que sería noticia durante veinticuatro horas e induciría a la gente a menear la cabeza. Después empezarían a circular chistes acerca de los abogados muertos.

Ya imaginaba los titulares y lo que dirían los reporteros, pero me negaba a creer que pudiera ocurrir.

Oí unas voces en el vestíbulo y unas sirenas en el exterior; una radio de la policía chirrió en algún lugar del pasillo.

—¿Qué ha comido para almorzar? —me preguntó Señor, rompiendo el silencio.

Demasiado sorprendido como para considerar la posibilidad de mentir, vacilé por un instante y contesté:

—Pollo César a la parrilla.

—¿Solo?

—No, con un amigo.

Era un compañero de la Facultad de Derecho de Filadelfia.

—¿Cuánto les ha costado a los dos?

—Treinta dólares.

Aquello no le gustó.

—Treinta dólares —repitió—. Para dos personas. —Sacudió la cabeza y después miró a los ocho abogados. En caso de que los sometiera a una encuesta, yo esperaba que tuviesen previsto mentir. Entre los presentes había algunos estómagos verdaderamente insaciables, y con treinta dólares no habrían tenido ni para un aperitivo.

—¿Sabe lo que he comido yo? —me preguntó.

—No.

—Un plato de sopa y unas galletas, en un albergue. Sopa gratis, y bien que me he alegrado de tomarla. Con treinta dólares se podría dar de comer a cien de mis amigos, ¿lo sabía usted?

Asentí muy serio, como si de repente me hubiera percatado de la gravedad de mi pecado.

—Recoja todos los billeteros, dinero, relojes de pulsera y demás —me dijo, haciéndome una indicación con la pistola.

—¿Puedo preguntar por qué?

—No.

Deposité mi billetero y mi dinero sobre la mesa y empecé a hurgar en los bolsillos de mis compañeros de cautiverio.

—Es para los parientes más cercanos —explicó Señor, y todos soltamos un suspiro de alivio.

Después me ordenó que introdujera el botín en una cartera, la cerrase y volviera a llamar al «jefe». Rudolph contestó al primer timbrazo. Ya me imaginaba al cabecilla de los SWAT acampado en su despacho.

—Soy yo otra vez, Rudolph, Mike. Hablo a través del altavoz del teléfono.

—Sí, Mike. ¿Cómo estás?

—Muy bien. Mira, este caballero quiere que abra la puerta más próxima a la zona de recepción y deposite en el pasillo una cartera negra. Después cerraré la puerta y echaré la llave, ¿entendido?

—Sí.

Con el cañón pegado a la parte posterior de la cabeza, abrí apenas la puerta y arrojé la cartera al pasillo. No vi a nadie en ningún sitio.

Pocas cosas pueden apartar al abogado de un importante bufete de las alegrías de las tarifas horarias. El sueño es una de ellas, aunque casi todos dormíamos muy poco. La comida incrementaba su número, en particular si quien pagaba el almuerzo era el cliente. A medida que pasaban lentamente los minutos, yo me preguntaba con asombro cómo demonios iban a arreglárselas los otros cuatrocientos abogados del edificio para seguir acumulando tarifas mientras esperaban a que terminase la crisis de los rehenes. Me parecía verlos allí fuera, en el aparcamiento, casi todos calentitos en sus automóviles, charlando por los codos a través de sus teléfonos móviles para engrosar sus tarifas a costa de alguien. Llegué a la conclusión de que el bufete no perdería el ritmo.

A algunos de los miserables de allí abajo les importaba un bledo cómo acabara todo aquello; sólo querían que fuese cuanto antes.

Señor pareció quedarse momentáneamente dormido. Inclinó la cabeza y su respiración se hizo más profunda. Rafter carraspeó para llamar mi atención y después movió bruscamente la cabeza como si quisiera insinuarme la posibilidad de emprender una acción. Lo malo era que Señor empuñaba el arma con la mano derecha y, en caso de que en efecto estuviera echando una siesta, lo hacía con el temible cable rojo firmemente sujeto en la mano izquierda.

Rafter, por su parte, estaba empeñado en que yo me convirtiese en héroe. A pesar de que era el abogado más marrullero y eficaz de la casa, aún no había alcanzado la categoría de socio. No pertenecía a mi departamento y no habíamos hecho juntos la mili. Yo no aceptaba órdenes.

—¿Cuánto dinero ganó el año pasado? —me preguntó Señor de pronto, completamente despierto y con voz muy clara.

Volví a dar un respingo.

—Pues, hummm, veamos…

—No mienta.

—Ciento veinte mil.

Tampoco le gustó.

—¿Y cuánto regaló?

—¿Que cuánto regalé?

—Sí. Para obras benéficas.

—Ah, ya. Pues no me acuerdo. Mi mujer se encarga de las facturas y todas esas cosas.

Me pareció que los ocho abogados se sobresaltaban de repente.

A Señor no le gustó mi respuesta, y no estaba dispuesto a aceptar que alguien le negara una información.

—¿Quién rellena sus impresos de Hacienda? —me preguntó.

—¿Quiere decir los de la declaración de la renta?

—Sí, eso quiero decir.

—Lo hace nuestro Departamento de Tributos, en el segundo piso.

—¿De este edificio?

—Sí.

—Pues vaya a buscarlos. Tráigame las declaraciones de todos los que están aquí.

Contemplé los rostros de mis compañeros y observé que dos de ellos parecían querer decirme: «Hazlo y pégame un tiro». Debí de dudar demasiado, pues Señor agitó el arma y exclamó:

—¡Deprisa!

Llamé a Rudolph y, al advertir que también dudaba, le pedí con tono perentorio.

—Envíalas aquí por fax. Sólo las del año pasado.

Nos pasamos un cuarto de hora con la mirada fija en el fax del rincón, temiendo que Señor empezara a ejecutarnos si nuestros impresos tardaban en llegar.