SEXTO DÍA

El calor pegaba fuerte ya a primeras horas de la mañana y anunciaba la proximidad del punto más tórrido de todo el país. Los camioneros que se paraban a desayunar dejaban ni marcha sus enormes diésel para que el aire acondicionado siguiera refrescando la cabina mientras comían.

Mark y Saverio reanudaron su viaje sin prisa hacia las diez y media, dirigiéndose hacia el oeste, en espera de que mi misterioso enemigo acudiera a la cita.

Superaron algunos semáforos en un par de enlaces hasta que, delante de ellos, no quedó más que la Sixty Six, desoía da y solitaria, una cinta gris que cortaba en dos su soledad sin fin.

—Quiero hacer lo que queda de viaje de turismo —dijo Saverio, y hablaba como si no tuviera ya futuro.

—Eh —respondió Mark—, haremos turismo cuanto queramos. En la vida se pasa por malos momentos, es normal, por desgracia, y luego las cosas mejoran. Y también esto es normal.

—Soy yo quien no se siente ya normal —respondió Saverio—. Me parece estar viviendo una pesadilla o una película y espero en todo momento que amanezca de nuevo y enciendan las luces de la sala. Pero ¿por qué hemos venido a hacer este viaje de mierda?

—Porque era necesario, probablemente. Mira, mira ahí. ¿Recuerdas ese lugar? Dios santo, pero si es uno de los lugares de culto más famosos de toda la 66, es la última estación de servicio Mobiloil antes del Valle del Infierno. ¿Qué te parece, nos paramos? Tanto más cuanto que tenemos todo el tiempo del mundo y detrás de nosotros no se ve a nadie hasta donde alcanza la vista.

—Sí, vamos, para. Estiraremos un poco las piernas y además quiero sacar una foto. ¡Mira qué cosa, mira esas máquinas!

Mark aparcó delante de los viejos surtidores de gasolina Mobil, todavía en perfecto estado, y los dos se pusieron a curiosear a su alrededor.

—En cualquier caso, llevo esta siempre conmigo —dijo Mark enseñando la Beretta.

—Mira qué desfile de coches de época hay aquí; un De Soto, mira esto, con la cabeza del hidalgo español como mascarón, ¿no es extraordinario? ¿Y qué me dices de este Cadillac? Es un modelo 59, ¡fantástico!

Saverio parecía haber olvidado todos sus tormentos en el entusiasmo por aquel clima tan decadente, tan road side, que le hacía sentirse de nuevo joven.

—¿Y qué me dices de esta pitahaya gigantesca junto a los surtidores? ¿No es alucinante? —le hizo eco Mark.

El enorme cactus era ciertamente secular, estaba agujereado por varios puntos y en sus cavidades albergaba nidos de pájaros que entraban y salían para alimentar a sus crías.

—¿Ves? De este modo los depredadores no pueden acercarse porque se hallan protegidos por las espinas del cactus. A veces se diría que Dios existe, ¿no? ¿Saverio? Eh, ¿dónde estás?

—Estoy aquí, ¿dónde quieres que esté? —respondió Saverio desde el fondo de la estación de servicio—. Me pregunto dónde está el propietario. Aquí hay cosas por valor de miles y miles de dólares solo en coches de época. Eh, ¿hay alguien aquí?

—Estate atento —le dijo Mark—. Por aquí viven delincuentes. Tal vez hay alguno en medio de todos estos viejos cacharros, pasado de coca y con una pistola ametralladora en las manos. O tal vez hay un gran perro guardián suelto.

Preocupado por sus propias hipótesis, Mark dio la vuelta a la estación de servicio, pero, al doblar la esquina, se golpeo con la rodilla contra un saliente de hierro con un cartel que estaba ya vuelto en sentido longitudinal de forma que no podía ya ser leído por quien venía por la carretera.

—¿Y esto qué es? —preguntó dándole la vuelta.

Era un letrero amarillo ribeteado de negro y de forma romboidal que decía «¡Alerta! ¡Serpientes de cascabel por la zona!».

—¡Oh, coño! ¡Saverio, Saverio, ven aquí! Ese loco utiliza serpientes de cascabel como perros guardianes. ¡Ven! ¡Saverio, Saverio! ¿Dónde coño estás? No te hagas el imbécil. Son bromas estúpidas, ¿entendido? ¿Has entendido? Sal te he dicho.

Solo se oyó el silbido del viento y el continuo chirriar del letrero en el que decía «Mobil» colgado de un sostén de hierro. Luego, de improviso, el ruido de una puerta que se abría con una largo gemido. Mark se volvió apuntando la pistola cargada. Y salió Saverio. Arrastrándose y jadeando. Tenía en el cuello las señales de dos dientes agudos e, inmediatamente después de él, una gruesa serpiente de cascabel se deslizó por debajo de la plataforma del coche y desapareció entre el lío de viejos cacharros.

—¡Saverio, no! ¡Joder, no! ¡Nooo! —gritó Mark fuera de sí.

Lo extendió en el suelo, se sacó del bolsillo su navaja suiza y trató de ensanchar los agujeros para chupar el veneno, pero uno de ellos habían acertado en plena carótida y no había nada que hacer. Le ayudó a levantarse y lo llevó a rastras hasta el coche, lo puso en marcha y salió a toda velocidad.

—Resiste, Saverio, aguanta, no te duermas. Ahora llamo a una ambulancia, así vendrán a nuestro encuentro de Kingman y te llevarán a Needles, tal vez en helicóptero. ¿Dónde está el maldito móvil?…, urgencias, el número de urgencias. A ver si consigo encontrarlo, allí, en el salpicadero, junto con los documentos, no, un poco más allí. Sí, por aquí.

Saverio tenía un color cianótico y estaba completamente bañado en sudor.

—Aquí está… Hello…, Hello? ¡Joder, responded, responded, hostia! Estate tranquilo, tranquilo, Saverio, ¿va todo bien?, todo okey, dentro de poco, de todas formas, estaremos en Kingman…

Lo intentó de nuevo con el móvil, pero no respondían, no respondían.

—Pero ¿qué has ido a hacer dentro de ese coche?… Sabías que es peligroso.

Saverio se volvió hacia él, le respondió con un hilo de voz:

—Jennifer, hicimos el amor la última vez en un coche como ese, precisamente aquí. Fue la última vez… ¿Cuándo nos fuimos, recuerdas? Solo quería,…, no pensé que…

—Sí, sí…, pero no debías, no debías.

Saverio meneó la cabeza, jadeando.

—Dame un cigarrillo…, por favor.

—Te hará daño —respondió Mark.

Pero enseguida se dio cuenta de que había dicho una tontería; encendió un cigarrillo y se lo alargó. Saverio dio una profunda calada y se abandonó contra el respaldo.

—Sí, fuma, pero no te duermas, Saverio, ¿me oyes? Mira que no es grave, te darán un antídoto, el antiofídico… ¡Eh, tal vez, tal vez podría haberlo en el coche, un botiquín de primeros auxilios, sí! —Paró el coche en el arcén y miró en la guantera hasta encontrar el botiquín de primeros auxilios—: Gasa, tiritas, agua oxigenada, pomada antihemorrágica…, ¡joder! ¡Coño, no hay! Pero no te preocupes, ahora mismo llegamos a Kingman, dentro de poco estamos, ¿okey? Resiste, trata de resistir. Unos pocos kilómetros… —Volvió a intentarlo con el móvil—. ¡Finalmente lo cogen! ¡Pero una voz grabada responde: «El número marcado no es correcto»!

—¡Cómo que no es correcto, joder!, pero si está escrito aquí… ¡Saverio…, Saverio!

Un Buick pasó como una exhalación sin ser visto mientras Mark buscaba dentro de la bolsa de primeros auxilios, y cuando Mark se volvió a poner al volante ya había desaparecido por una curva de la 66.

Kingman aparecía ahora ya en lo alto de la colina como un espejismo bajo el sol cenital, pero Saverio no vio nada. El cigarrillo se le había caído sobre la alfombrilla del coche y él estaba dulcemente abatido contra el respaldo del asiento, como si durmiera. Mark alargó una mano hacia él; no tenía ya pulso, ni carótida. Saverio estaba muerto. Rompió a llorar, pero no quitó el pie del acelerador y siguió subiendo por cerradas curvas que llevaban a la pequeña ciudad del Oeste. Llegó a ella hacia el mediodía y la encontró completamente desierta. Había solo un tipo a caballo, vestido de cowboy con un gran cinturón y pistolas, que desapareció a su llegada por un callejón lateral. Paró el coche a la sombra de una acacia en el aparcamiento del único hotel y echó una larga mirada a su amigo, como una caricia hecha con los ojos. Vio que a su lado descansaba el diario de viaje del 73, en el que a veces le veía hacer anotaciones, y se lo guardó en el bolsillo. Luego se metió la pistola en el cinto debajo de la sahariana y entró.

Se registró en la recepción con el nombre de George Mac-Cabe, cogió la llave y subió a darse una ducha. Se secó y se vistió con ropa cómoda, siempre pensando en Saverio, que estaba inerte en su asiento como un durmiente. Un hombre sin sueños, sin tormentos, sin remordimientos. Pensó en una frase de Platón que él citaba a menudo: «La noche más hermosa es aquella en la que no se sueña». Bajó para el lunch.

Había un bufet y se servía cada uno. Un camarero estaba ante la plancha para cocer los huevos, si uno quería, al plato o revueltos. Mark se sirvió ensalada, patatas, jamón ahumado y un poco de mostaza y comenzó a comer, masticando lentamente, con la cabeza sobre el plato. Cogió el diario de Saverio de su bolsillo y se puso a leer, deteniéndose de vez en cuando para tomar un sorbo de agua; le parecía que tenía en la garganta toda la sequedad de aquel desierto abrasador, de aquella negra hondonada que se extendía delante de la colina de Kingman, un lugar en el que todavía era posible morirse de sed y de privaciones de haber osado aventurarse fuera de la 66.

De repente oyó un ruido de pasos que se acercaban, vio delante de sí dos pies calzados con unas Reebok, unos pantalones caquis, un cinturón de basto cuero. Levantó lentamente la mirada a la chaquetilla también vaquera con el distintivo de los Fightin’ Irish en el ojal y la mano se le fue a la culata de la pistola que tenía metida en el cinto. Por fin.

Le miró a la cara, por último, con una expresión de desencanto y de rabia más que de asombro.

—¿Tú? Habría tenido que imaginarlo. ¿Quién podía firmar Father Ralph si no alguien que siempre ha pensado en parecerse a Richard Chamberlain?

—Cada uno tiene sus debilidades —respondió su interlocutor.

—Y fuiste tú quien me mandó ese mensaje… El sistema de defensa de tu buzón de correo no podía más que venir de un software mío…, ¡qué idiota he sido!…, y ese muñeco que se ríe… Vimos Parque Jurásico en televisión esa noche.

Davide Ravarino le respondió con una sonrisa ambigua.

—¿Puedo sentarme?

—¿Qué coño haces tú aquí? —preguntó Mark con rostro sombrío.

—Bueno, ¿no pensarás que os iba a dejar solos en esta aventura?; solo que he querido seguiros a distancia para captaros sin ser visto, sin que vosotros lo supierais. Una idea que me pareció original, un viaje de cuatro vips por la mítica 66, tras las huellas de unos misteriosos recuerdos de juventud. Una noche que estaba achispado Oscar me confió algunos detalles picantes…

Mark dejó la pistola sobre la mesa y la cubrió con la servilleta.

—Eh, ¿qué significa esto? —dijo Ravarino poniendo unos ojos como platos.

—Significa que has matado a Zorro, para empezar…

—¿Has perdido la cabeza?

—En absoluto. Y tendrás que explicarme el porqué, si no quieres que salga accidentalmente un disparo de esta arma.

Sacó de la cartera una reproducción que había sacado de la tarjeta de memoria de la cámara fotográfica de Pablo, la dejó sobre la mesa y la empujó hacia él.

Ravarino la miró y meneó la cabeza.

—Estás loco…, ¿no pensarás que…?, pero si fue precisamente todo lo contrario. Estaba fotografiando a Zorro a escondidas cuando él perdió el equilibrio. Y yo entonces me precipité para cogerle…, una fracción de segundo demasiado tarde. ¡Dios mío, qué tragedia!

Mark le escrutó mientras hacía resbalar la mano debajo de la servilleta y el dedo índice en el gatillo.

—Y no dijiste nada, no nos diste señales de vida, desapareciste, por las buenas… Eres un cerdo.

—Un profesional, me parece más apropiado. Un viaje de cuatro amigos, unas vacaciones de absoluta despreocupación y de pronto irrumpe la tragedia. Una ocasión irrepetible; quería ver qué haríais. Si os hubierais embarcado en el primer aeropuerto para volver a casa os habría alcanzado, me habría mostrado y habría vuelto con vosotros. Pero os vi proseguir y no podía dejar de documentar una cosa semejante; ¿qué os empujaba a seguir adelante después de un acontecimiento tan traumático? ¿Qué se escondía detrás de cada curva de la mítica Sixty Six? Una primicia excepcional, una peripecia digna de la fantasía de Hitchcock.

—Lo has hecho por dinero. Eres un cínico bastardo y creo que deberías morir… ¿Y Oscar? Tú estabas en el Mountain Castle, estoy seguro. Él se llevó un susto de muerte, escapó y…

—Es cierto. Pero yo a Oscar no lo vi, lo juro. Ni siquiera me tomé un bocadillo; fui solo a los aseos.

—Trata de ser convincente, Ravarino, si no quieres morir. ¿A qué hora fuiste a los lavabos?

—A la una exacta. Lo recuerdo bien porque me quité el reloj para lavarme las manos. Es un viejo Piaget, no es sumergible.

Todo coincidía. Mark recordaba muy bien el momento en que Oscar había ido a los lavabos y les había dejado a ellos encargados de que pidieran.

—Él, quiero decir Oscar, ¿había visto esa foto? —preguntó Ravarino indicando la reproducción que Mark le había puesto delante encima de la mesa.

—Sí, por supuesto.

—Pues, entonces, pudo haber visto mi chaquetilla colgada de la percha de los lavabos…, se asustó…, no sé. Luego solo oí un gran jaleo…

Mark le miró con expresión extraviada; las cuentas cuadraban, ¡maldita sea!… Pero ¿entonces? ¿Era posible una semejante secuencia de coincidencias absurdas?

—Y fuiste tú quien forzó el cartel que avisaba de la presencia de serpientes de cascabel en la estación de servicio Mobil. No lo niegues —dijo capciosamente—, vi las huellas de los neumáticos de tu Buick gris en el polvo del aparcamiento de la entrada.

—Bueno, sí, me hacía reflejo en el objetivo y además…, oh Dios, olvidé volver a ponerlo como antes, pero ¿por qué me haces esta pregunta? —De repente pareció darse cuenta de algo que no había tenido en cuenta hasta aquel momento—. ¿Dónde está Saverio?

Los ojos de Mark relucieron, tal vez de ira, tal vez de lágrimas y de desesperación.

—Está en el coche —respondió con estudiada lentitud, observando las reacciones de su interlocutor, las gotas de sudor que le corrían a lo largo de las sienes—. Está en el coche durmiendo.

Ravarino dejó escapar un suspiro de alivio.

—Para siempre —concluyó Mark.

—Oh Dios, no. Yo, yo…

—Ahora vete.

—Mark, yo no…

—Vete he dicho, antes de que cambie de idea.

Ravarino salió, subió al coche y buscó la cinta con el concierto de violín y orquesta de Brahms que había escuchado obsesivamente desde el comienzo del viaje, pero no la encontró; debía de haberla olvidado en el Walkman que había perdido en alguna parte de Oklahoma City. Descargó con rabia un puñetazo sobre el volante y pisó violentamente el acelerador. Mark le vio pasar poco después en su Buick gris. Cogió del bolsillo el diario de Saverio y leyó las últimas líneas:

Jennifer ha hecho el amor con Mark y Pablo y también con Oscar: yo creo… Mejor dicho, estoy seguro. Para castigarme, para hacerme sufrir o para leer en mi sufrimiento la prueba de un amor que no he tenido el valor de darle. Solo Ravarino no la ha tocado. Jennifer me dijo en cierta ocasión: «Para mí no es problema hacer el amor con un compañero ocasional, pero he de reconocer en él al menos una pizca de humanidad, aunque solo sea un destello. Ravarino es puro cinismo: si hubiera hecho el amor con él, me habría sentido una puta».

Mark pareció volver a la realidad como por una imprevista iluminación y se dirigió hacia la furgoneta.

Y así él ha sido el único excluido de las mercedes de una diosa, pensó mientas se sentaba en el asiento del conductor.

—Así, pues, queda una posibilidad que debemos comprobar sin falta —dijo vuelto hacia el cuerpo inerte de Saverio—. Y solo hay una manera de hacerlo; bajar hacia Needles, atravesar las puertas del Infierno.

Y se puso en marcha.

Hizo ademán de devolver el diario al salpicadero y se percató de que en la última página Saverio había escrito en letras de imprenta una frase en latín con el rotulador azul que tenía aún en el bolsillo de la camisa.

DEUS CONFUNDIT QUOS VULTPERDERE

—Dios confunde a aquellos que quiere destruir —susurró para sí, poniendo la marcha.

Vamos —dijo al compañero dormido—, volvamos a la 66.