Saverio subió a la terraza con una taza humeante de café en la mano y se sentó en un sillón de mimbre encendiéndose un cigarrillo. Ahora se había acostumbrado ya al olor a gasolina, aceite quemado y asfalto, y lo aspiraba con voluptuosidad, como una droga. Se quedó en aquella posición largo rato, escuchando los ruidos de la ciudad que se despertaba, las bocinas de los camiones que pasaban por la nacional, abandonado a la deriva de los recuerdos. Le devolvió a la realidad Mark, quien había salido también a la terraza de su habitación.
—¿Has dormido bien? —le preguntó.
—De mierda —respondió Saverio.
—También yo. Pero podría haber sido peor. Dentro de diez minutos te veo abajo para desayunar. ¿Qué te pido?
—Huevos revueltos con beicon —respondió Saverio.
—Bien. Hoy hemos de llegar a Flagstaff, pero antes hemos de hacer que Oscar se divierta un poco. He pensado tomar mi pequeño desvío hacia el Gran Cañón. Sé que es su gran pasión. —Me parece una buena idea— respondió Saverio —y también a mí me gustaría hacerme perdonar por ese estúpido arranque que tuve ayer. Os invito a comer.
—No te preocupes —le tranquilizó Mark—. Oscar no es ningún resentido. Ya lo ha olvidado todo.
Hicieron la primera parada en Holbrook donde se veía por todas partes el saqueo del bosque petrificado. Había fragmentos de árboles fosilizados por doquier: para delimitar las zonas verdes, dispuestos a modo de asientos en torno a mesitas de picnic de cemento, hasta los jardines públicos.
—¿Sabes? —dijo Oscar—. Desde hace unas horas no pienso ya en el Buick gris.
—Tampoco yo, si es por eso —respondió Mark—. Tanto más cuanto que Saverio nos invita a comer. ¿Y sabes dónde? En el Gran Cañón. Vamos, sube que nos vamos, en una hora estamos comiendo allí, comemos, luego nos volvemos en otra hora y empleamos un rato aún para llegar a Flagstaff con una hora y media de adelanto respecto a la salida de tu avión.
—¿Estás seguro? —preguntó Oscar—. Mira que no quiero perderlo.
Y su voz tenía un tono de particular determinación.
—No lo vas a perder, ¿por qué ibas a hacerlo? Es que Saverio quiere hacer un poco de fiesta, ahuyentar los malos pensamientos y estar seguro de que no se la guardas por ese bofetón. Se le escapó, no era su intención. Le sabe mal, te lo aseguro.
—Lo sé —dijo Oscar—, estamos todos alterados. Solo que no quisiera perder ese avión, eso es todo.
—Por supuesto que no lo perderás. Saverio se ha ido a tomar unas cervezas y ahora partimos ligeros. Mira, ahí llega.
Saverio metió un paquete de latas de cerveza en la nevera y se sentó al volante.
—No recuerdo si en el restaurante sirven bebidas alcohólicas —dijo—. Así vamos sobre seguro.
Llegaron a la entrada del parque nacional, giraron a la izquierda y aparcaron, al cabo de un par de kilómetros, en el Mountain Castle, un hotel restaurante con una magnífica terraza panorámica sobre el cañón. El camarero preguntó si querían comer dentro con aire acondicionado o afuera en la terraza, y los tres se decidieron por la terraza. El sol pegaba bastante, pero corría un poco de brisa y sobre todo la vista era encantadora.
Mark fue el primero en sentarse, Saverio volvió al coche donde había olvidado la tarjeta de crédito y Oscar se fue al cuarto de baño a lavarse las manos. Entró en el aseo, pero apenas hubo abierto la puerta se quedó inmóvil, paralizado por el miedo. Delante de él, colgada de la percha, había la chaquetilla vaquera con el distintivo de los Fightin’ Irish. Volvió lentamente la mirada hacia los váteres y vio, por la parte inferior de la portezuela, las Reebok marrones y no tuvo ya dudas. Retrocedió como si hubiera visto al mismísimo diablo y corrió hacia el pasillo. En el fondo había una puerta de servicio que daba a la trasera del hotel. Un empleado le vio y gritó a sus espaldas:
—¡Eh, alto! ¡No se puede pasar por ahí!
Pero Oscar solo oyó las primeras palabras y se echó a correr más rápido todavía, sin siquiera volverse para mirar. El empleado corrió tras él y llegó a la explanada trasera atesta da de carretillas llenas de botellas de agua mineral, comida preparada de diverso tipo, recipientes de detergentes y otros tipos de mercancías para las necesidades del hotel y del restaurante. Tropezó e hizo rodar una pila de siropes de arce provocando un estruendo infernal. Oscar, más aterrorizado aún, oía confusamente los gritos del hombre que le decía que se detuviera y que para él solamente eran como un sonido amenazador. Ignoró los carteles que advertían: «Prohibido el paso más allá de la valla». Salvó la valla de protección y cayó del otro lado en el borde del sendero panorámico. El terreno estaba en parte desmoronado, probablemente por algún tipo de infiltración de agua o por una lluvia particularmente intensa, y había arrastrado consigo una parte de la barandilla de protección. Trastabillando por el salto, Oscar perdió el equilibrio y se precipitó en el abismo. Cuando el empleado llegó jadeante a la valla no vio nada, solamente oyó el eco, reverberado, de un grito ya apagado.
En aquel momento el hombre calzado con las Reebok salió de los aseos, se puso su chaquetilla vaquera y bajó por la escalera que daba al aparcamiento público del parque. Recorrió a pie los casi doscientos metros de sendero arbolado tomando de vez en cuando algunas fotos a su paso. Luego se encendió un pitillo, entró en el coche y salió del aparcamiento tomando la carretera que llevaba a Holbrook.
Saverio llegó con su tarjeta de crédito y, mientras se sentaba delante de Mark, le preguntó si había pedido ya o si convenía esperar a Oscar. Pero la mirada de Mark estaba llena de inquietud.
—Ha pasado algo —dijo.
—Joder, no es posible…, no será…
Mark se levantó, seguido por Saverio, y los dos corrieron hacia el lugar al que acudía deprisa el personal del hotel, pero cuando estuvieron delante de la puerta de servicio un agente de seguridad les paró.
—No se puede pasar —dijo—, ha ocurrido una desgracia. Un hombre ha caído ahí abajo.
—Yo no sé qué le ha cogido —dijo uno de los empleados del hotel—. Ha salido de los aseos corriendo como un loco y se ha dirigido hacia la puerta de servicio. Le he gritado que se detuviera y él corría todavía más. Cuando hemos llegado a la explanada yo he tropezado; él en ese momento había saltado ya la valla de protección…
—No puede haber sido él —murmuró Saverio—. No puede haber sido Oscar.
—Llevaba una sudadera azul con un eslogan en italiano o en español —dijo el empleado—, no sé… y unos pantalones negros. Ni siquiera se ha vuelto, parecía que el diablo le pisara los talones. De veras que no sé qué le ha cogido…, yo solo quería…
—Es él, por desgracia —dijo Mark—. Ven, vayámonos.
—Pero ¿dónde? Hemos de esperar a la policía…
—¿Para hacer qué? Él debe de andar aún por aquí.
—Pero ¿no has oído lo que ha dicho el empleado?
—Precisamente. Oscar tenía un susto de muerte. Ése le perseguía, se ha sentido en una trampa… Vamos, movámonos Tú ve hacia la terraza panorámica, yo voy a los aparcamientos. Nos encontraremos en el coche dentro de diez minutos, ni uno más… Si tienes miedo, quédate aquí, donde estés en lugar seguro. Yo vendré a buscarte luego.
—No, me voy —respondió con decisión Saverio, y se di rigió hacia la terraza panorámica.
Echó una rápida ojeada alrededor, pero todos los cliente, estaban apiñados en el pretil y miraban abajo. Los observo con calma, uno por uno, observó su indumentaria y su calzado; si Oscar lo había reconocido, era porque él debía de n vestido de ese modo. Pero no vio a nadie que llamase su atención; eran predominantemente jubilados en pantalón corto y ancianas señoras vestidas de colores pastel. En un determinado momento notó que algunos se iban y no pudo dejar de acercarse al pretil en el sitio que habían dejado libre. Echó una mirada al fondo y vio el cuerpo inerte de Oscar sobre un peñasco rocoso un centenar de metros más abajo. Se estaba acercando un helicóptero de la policía descendiendo lentamente a lo largo de la pared cortada a pico. Por la portezuela abierta un agente se aprestaba a descender con el cabrestante. Saverio se secó las lágrimas susurrando: «Pobre amigo mío» y regresó al aparcamiento del hotel. Mark llegó al poco jadeando.
—He mirado también en el aparcamiento del jardín, abajo, cerca de la entrada, pero no había nadie. El encargado me ha dicho que ha visto a un hombre que responde a esas características salir hace unos pocos minutos en un Buick negro o gris. Lo recordaba porque le había dado propina. Se queda tan pancho el hijo de puta, por lo que parece. Yo creo que si ponemos la directa, podemos incluso darle alcance. Déjame conducir a mí.
Mark se lanzó en dirección a Holbrook manteniendo el pie en el acelerador a noventa, cien millas. Saverio iba sentado al lado, mudo y con el rostro pálido, y de vez en cuando se volvía para mirar atrás como si esperase ver aún a Oscar sentado en su sitio comiendo nueces o leyendo una revista. Poco antes de Holbrook una patrulla de la policía los detuvo por exceso de velocidad y la persecución de Mark acabó de modo caro y banal.
Dejaron atrás Flagstaff sin siquiera detenerse y siguieron adelante en dirección a Williams. Pasaban por delante de su vista pitahayas, que levantaban al cielo sus brazos espinosos, y el desierto de Arizona se desplegaba hasta el horizonte en toda su inmensidad, punteado de yucas y de secos matojos de amaranto que a la luz del sol resplandecían como el oro.
, Se detuvieron en un motel para comer un sándwich y Saverio fue a coger una cerveza de la nevera. Mark trataba de meditar sobre toda la absurda peripecia que se volvía cada vez más enredada, pero no conseguía de ningún modo dar con la madre del cordero. El asesino, Father Ralph, que le había mandado la primera misiva al ordenador, ¿era verdaderamente el hombre de las Reebok? ¿Y había tratado de matar a Oscar? Oscar tenía una personalidad bastante inestable, fácilmente influenciable. ¿Era posible que se hubiera equivocado, que hubiera visto lo que no era? Fuera como fuese, la tragedia era ahora de proporciones absurdas y sin duda había sido un error irse de aquel modo. ¿Podía la policía relacionar una cosa con otra, establecer conexiones, quizá también formular acusaciones? Extrañamente, llegado a aquel punto, no le importaba ya nada. Estaba seguro de que aquel bastardo daría de nuevo señales de vida para matarle a él, o a Saverio, o a los dos juntos, y que en aquel momento no solo le vería la cara, finalmente, sino que le ajustaría las cuentas.
Saverio llegó con la cerveza y dejó delante de él una aun fresca.
—Has hecho bien, aquí no tienen licencia para servir bebidas alcohólicas.
—A la salud de Oscar —dijo Saverio levantando la lata. —Para que pueda terminar en un paraíso alternativo con un montón de bonitas muchachas que le entretengan durante toda la eternidad.
—Tienes razón, nuestro paraíso es de un aburrimiento mortal, cantar salmos per saecula saeculorum, pero mucho me temo que Oscar no estaba ni siquiera circuncidado.
—¿Y ahora qué hacemos, esperar a que llegue y que nos elimine, primero a mí y luego a ti o primero a ti y luego a mí? ¿Tú qué dices? ¿Y no le decimos nada a la familia de Oscar?
—¿No era soltero?
—Creo que tenía una madre muy anciana que está en un asilo.
—Deja en paz a la pobre anciana…, déjala en paz. Ya hablaremos con ella a nuestro regreso.
—A nuestro regreso, sí.
—¿Por qué lo dices?, ¿acaso tienes dudas?
—Bueno, hasta ahora las bajas son del cincuenta por ciento.
—Pero aún no se ha ido a la cama el que ha de pasar una noche de perros.
—¿Qué quieres decir?
—Que ahora voy a comprarme una del calibre 9 y apenas le vea le meto el cañón en la boca y veremos si le quedan ganas de hacerse el gracioso.
—Admitiendo que se deje ver.
—Yo diría que sí. Hay un hotel en Kingman. ¿Sabes dónde está Kingman?
—En las montañas, antes de Needles, ¿no?
—Así es; es como la antesala del infierno. Bajo una bolsa de lava petrificada, un infierno fósil, me parece un buen lugar para una cita con la Señora de Negro, o con Father Ralph o como coño se llame.
Saverio pagó los sándwiches y los dos volvieron al coche.
—Tomémonoslo con calma —dijo Mark—. Llegaremos mañana a la puesta del sol, alquilamos una habitación en el hotel, el único que hay si mal no recuerdo, y le esperaremos allí, hasta que llegue.
—¿Cómo en Duelo de titanes?
—O Río Bravo…, la que tú quieras.
—En resumen, todo o nada.
—Más o menos.
Avanzaron en silencio durante varios kilómetros en medio de un paisaje cada vez más agreste e imponente, hasta que comenzaron a aparecer los suburbios de Seligman y los primeros letreros que indicaban Las Vegas.
Mark aparcó en una gran gasolinera y dejó las llaves a Saverio.
—Que llenen el depósito —dijo— y tómate un café en el bar; yo vuelvo dentro de media hora. No entables conversación con nadie. Ya sabes, esto está lleno de pirados, veteranos del ejército que andan borrachos desde la mañana y todos armados. Viven vagabundeando por el desierto, dentro de mi roulotte o furgoneta y pueden ser muy peligrosos.
Saverio asintió y él se alejó a pie dirigiéndose hacia la calle mayor de la ciudad. Volvió puntual al cabo de treinta y cinco minutos exactos y llevaba bajo el brazo un envoltorio de franela gris.
—Listo —dijo—. ¿Nos vamos?
Saverio se sentó al volante y arrancó el coche.
—¿La has comprado de veras? —preguntó.
—Claro. Échale una ojeada.
Saverio abrió el envoltorio y descubrió una Beretta calibre 9 de guerra, nueva flamante, con dos cargadores de dieciocho balas.
—Cada una te hace un agujero por el que puede pasar un tubo de estufa. Y ahora vamos a descubrir qué cartas tiene en la mano ese hijo de perra.
—¿Dónde dormimos?
—Aquí, en Seligman, conozco un motel de bungalow en el que cocinan bastante bien. Pero esta noche no quiero sorpresas. Tomamos una habitación de dos camas y montamos la guardia por turno, ¿te parece bien?
—Por mí está muy bien —dijo Saverio.
—Pero ¿la sabes usar?
—Me las apaño. Voy algunas veces al polígono de tiro con una vieja Astra Llama 6,35.
—No es lo mismo, pero es mejor que nada. Y además, cuando me toque a mí, dormiré con un ojo abierto.
—¿Sabes que en Kingman se ocultó durante un tiempo ese desequilibrado que hizo saltar por los aires ese rascacielos de Oklahoma City? —preguntó Saverio.
—Ya te lo he dicho, Kingman es la puerta del infierno, pero sus paisajes son únicos en el mundo, el sol es allí más rojo y la luna más blanca cuando asoma por detrás de las colinas de lava petrificada.
Se detuvieron en el motel y cenaron sin muchas palabras una chuleta con patatas fritas. Luego pidieron un café solo como si fueran a estar despiertos los dos.
Subieron juntos hacia las diez llevándose las tazas de café y vieron un poco la televisión mientras fumaban. Estaban casi relajados.
—En tu opinión, ¿están aquí con nosotros? —preguntó en un determinado momento Mark.
—¿Quién, Oscar y Zorro? No. Hay solo dos fiambres en un depósito de cadáveres, si es que están aún ahí. Eran dos capullos, pero los echo mucho de menos. Sí, Zorro podría estar allí cerca de la nevera y estaría seguramente con la coctelera para preparar uno de sus asquerosos brebajes, mientras que Oscar…
—Déjalo estar, por favor. Déjalo estar —le interrumpió Saverio—. Y ahora enséñame cómo funciona ese chisme.
Mark cogió la pistola de su bolsa de franela, sacó el cargador y lo metió nuevamente haciéndolo saltar con gran habilidad una, dos, tres veces, luego accionó el resorte de retroceso y puso la bala en la recámara.
—Así está preparada para disparar; tiene el gatillo muy suave, basta con rozarlo. Tiene dieciocho balas en el cargador y aquí otras dieciocho en el de reserva. Para sustituirlo basta con tocar este interruptor y el vacío cae al suelo por sí solo.
—Como Keanu Reeves en Matrix —dijo Saverio.
—Exactamente. Pero no pasará nada. Del primer turno ya me encargo yo. Puedes tomarte tu somnífero sin problemas.
—Medio. Cuando te toque a ti, no quiero estar atontado.
—Como quieras, pero ahora duerme. Será mañana cuando empiece todo.
—¿Has echado una ojeada al aparcamiento?
—Sí. No hay ningún Buick gris. Se mantiene a distancia. Le gusta jugar al gato y al ratón. Pero quién sabe si esta vez lo pagará caro. Ahora duerme.
Apagó la tele y se fue hacia el balcón a fumarse un cigarrillo mientras miraba en la lejanía la 66 con su tráfico cada vez más escaso. Hacia el oeste había aún una franja bermeja perfilando el contorno de las colinas, el último reflejo del sol que moría dentro de la hondonada de Needles. Volvió a la habitación y oyó que Saverio estaba descansando; el somnífero y el agotamiento unidos a la certeza de que la guardia era fiable debían de haberle ayudado a conciliar el sueño. O bien le importaba ya todo un bledo. También esto era posible, después de lo ocurrido.
Sacó su portátil de la maletita, lo enchufó al alimentador y al teléfono y reanudó su duelo con la puerta inexpugnable tras la cual se ocultaba la dirección postal de Father Ralph. Luego, cuando era ya medianoche pasada, tuvo una fulgurante intuición y se puso a teclear furiosamente gruñendo: «Esta vez te la meto por el culo, asqueroso hijo de puta, pedazo de mierda…» y a medida que las defensas cedían una tras otra su excitación iba cada vez más en aumento. Ahora estaba ya a un par de pasos del golpe decisivo; tecleó las últimas órdenes seguro de la inminencia de la revelación final cuando apareció en la pantalla, en lugar del directorio completo del disco duro, una imagen animada del Fightin’ Irish que hacía burletas y se reía a mandíbula batiente. Una escena que ya había visto, muy parecida, en Parque jurásico, pero ¿cuándo, y en qué ocasión?
Mark apagó el ordenador con un gesto brusco y se fue hacia el balcón a mascar su rabia y su frustración. Se quedó largo rato rezongando, elaborando sospechas. Cada vez le parecía estar cerca de una hipótesis plausible, pero luego el hilo del razonamiento se le escapaba y toda su construcción se venía abajo. Volvió a la habitación y se sentó tratando de relajarse hasta el momento del cambio de guardia, pero Saverio había puesto el despertador, cuando sonó le hizo botar en la silla.
—Me toca a mí —dijo Saverio—. Acuéstate, puedes dormir cuanto quieras.
Mark se quitó las botas y se tumbó en la cama mirando largamente el techo. De repente soltó un largo suspiro y luego dijo:
—¿Querías a Jennifer?
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿La querías sí o no, coño?
—Sí.
—También yo.
—Ahora duerme. Yo estoy bien despierto y si hay que disparar, disparo, tú tranquilo.
El resto de la noche pasó sin ningún problema y Saverio se secó varias veces la mano que le sudaba al contacto con la culata de la pistola antes de que la luz del amanecer comenzara a filtrarse por debajo de los visillos. Esperó a que Mark se hubiera despertado y se diera una ducha antes de devolverle el arma y entrar a su vez en la cabina para una rápida ablución con agua casi fría.