CUARTO DÍA

Volvieron a partir después del desayuno directos hacia Alburquerque, donde había otra parada de su peregrinaje, el Dinners 66, y Mark tuvo la extraña sensación de que tal vez en aquel local podía esperarles el hombre de las Reebok y del distintivo de los Fightin’ Irish en el ojal, pero no vio nada por el estilo cuando, tras entrar el primero, miró a su alrededor escrutando cada rincón del mítico local. Vio que el camarero preparaba una porción de helado; tres enormes bolas de colores muy vivos de fresa, menta y crema sobre las que puso nata, chocolate líquido, granulado de cacahuetes, otra bola di chocolate y luego más nata, chocolate, granulado y, por último, una abundante porción de cerezas confitadas, de un rojo absurdo. Saverio miraba incrédulo aquella operación insensata sin conseguir refrenar su curiosidad.

—¿Para quién es esta enorme porción de helado? —preguntó al barman.

Éste indicó con un gesto a dos chicas sentadas aparte de una mesa, increíblemente macizas y pesadas. Las sillas no podían contener sus opulentas posaderas, que caían en pliegues por todas partes.

—Esas dos chicas son ya desesperadamente obesas —prosiguió vuelto hacia Mark— y sin embargo piden una cantidad de grasas y azúcares como para matar a un elefante. ¿Por qué, según tú?

—Porque quieren morir.

—Oh, no, es porque quieren gozar.

—Que viene a ser lo mismo —dijo Mark—. Eros y Tanatos.

—¿Acaso los fumadores no hacen lo mismo? —observó Oscar.

Y mientras pronunciaba aquellas palabras, extrañamente, se sentía observado, como un insecto bajo la lente de aumento. La cosa no escapó a Mark, que tenía la misma sensación, habría querido que se mostrase, que apareciera sin tapujos para verle la cara, aunque solo fuera una vez, aun a riesgo de perder el pellejo. Y seguía mirando en torno a él, escrutando también más allá de la cristalera la carretera invadida por un sol de justicia. Inútilmente.

Llegaron a Santa Fe hacia las dos y aparcaron cerca de la catedral. La ciudad, casi completamente terminada, era una especie de lunapark indio, no obstante agradable de ver, con sus porches, terrazas, balcones y patios de aire vagamente español con tiestos de geranios de todos los colores y tiendas de souvenirs abarrotadas de turistas. Comieron mal en un local muy caro que daba a la plaza principal, pero sobre todo de mala gana. Sólo cuando visitaron el mercadillo de objetos de plata y de artesanía indígena parecieron tranquilizarse y Oscar se permitió alguna frase. De repente, mientras dejaban el mercadillo para volver hacia el coche, Saverio notó un reflejo luminoso con el rabillo del ojo y dijo:

—Alguien nos está fotografiando.

—¿Dónde? —preguntó Mark sin disimular un cierto tono de alarma.

—Vamos —dijo Oscar—, aparte de los perros y gatos, aquí todos tienen una cámara, y por tanto todos fotografían a todos y todo; una especie de orgía iconográfica.

—Ése era un objetivo de 300 milímetros y estaba apuntado sobre nosotros —insistió Saverio—. Algo entiendo del tema.

—¿Y dónde está ahora tu misterioso personaje? —preguntó Mark.

—Ha desaparecido por esa esquina.

—Como otros veinte o treinta —comentó Oscar con un encogimiento de hombros—. Hay un paso de gente como en Piazetta, en Capri, durante el mes de agosto. Vamos, muchachos, no nos dejemos llevar por la paranoia persecutoria. No estamos en una película de Hitchcock.

—¿Ah, no? —dijo Mark—. Y entonces, ¿cómo es que Zorro está en la cámara frigorífica en espera de que le confeccionen un bonito traje de pino?

Oscar hizo un gesto como de querer ahuyentar esa imagen angustiosa, mientras Saverio doblaba la esquina de la calle para ver si había un hombre con un teleobjetivo en la dirección contraria; no vio más que un Buick gris que salía del aparcamiento y avanzaba lentamente en ligero descenso como empujado por el viento.

—¿Qué? —preguntó Oscar, que estaba ya a sus espaldas.

Saverio meneó la cabeza con un gesto de fastidio.

—Vamos, movámonos, que para esta tarde quisiera estar en Gallup.

La conversación continuó en el coche, pero Saverio mantenía en todo momento la mirada clavada en el espejo retrovisor para descubrir una sospecha o un presentimiento. Cuando el itinerario abandonó la nacional para volver a la antigua Route se sobresaltó ante una vista imprevista. Le parecía haber advertido por un instante el Buick gris que hacía la misma maniobra a pesar de mantenerse a notable distancia. Cogió instintivamente la Polaroid que había dejado en el asiento y sacó una foto al retrovisor.

—¡La he bloqueado, hostia! —dijo mientras observaba ansioso la cartulina impresionada salir por la ranura de la cámara. Una imagen fugaz le cegó la mente; durante una fracción de segundo tuvo la clarísima impresión, casi la certeza, de haber visto materializarse en aquella pequeña placa la imagen sonriente de Jennifer; Dios Santo…, como una corazonada.

—¿Qué? —preguntó Oscar, alarmado.

Saverio volvió a la realidad, se hizo una composición de lugar.

—Creo que alguien nos sigue.

—¿Estás seguro? —preguntó Mark—. Yo no veo a nadie.

Saverio esperó a que la imagen apareciese en la cartulina y se la pasó a su amigo.

—Va, no es que se vea gran cosa. Es algo mayor que un sello.

—¿Hacemos una prueba? Párate, vamos, arrímate al arcén y levantamos el capó como para hacer una revisión. Estoy seguro de que ha dado la vuelta detrás de nosotros y que por tanto ha de adelantarnos por fuerza.

Mark aparcó a un lado más para contentar a su amigo que por verdadero convencimiento, pero vio que Oscar estaba extremadamente alarmado. La tensión que impregnaba el habitáculo parecía descargarse principalmente sobre él.

—Pero ¿quién nos manda hacer eso? —protestó—. Os ha entrado la paranoia, os lo digo yo, os ha entrado la fijación del cazador de cabelleras y veis fantasmas por todas partes. Un poco más y se os aparecerá la Virgen. ¿Y todo porque esa se dejó follar como se merecía hace veinte años? Pero qué pasa, ¿vamos a montar un cacao?

Saverio se volvió de golpe ante aquellas palabras y le golpeó con el dorso de la mano.

—¡Corta el rollo! —vociferó—. Calla, joder, cierra esa bocaza de mierda, ¿entendido? ¿Entendido?

Mark le miró estupefacto, luego abrió la puerta, bajó como un autómata, sin decir nada, y abrió el capó del coche.

Oscar lloraba. Saverio se le acercó.

—Perdona —dijo—, perdona, Oscar, vamos, no llores. Lo siento. Se me ha escapado. Lo siento, ¿está bien? He dicho que lo siento.

¿Cómo podría haberle explicado que el rostro de Jennifer había sido vivo y totalmente real ante sus ojos un instante antes?

Oscar alzó la cara; tenía una expresión patética de dolor y de espanto. La expresión de alguien que hubiera querido estar en cualquier otra parte en vez de en el lugar donde se encontraba. Saverio bajó del coche, le abrió la puerta y le hizo bajar a su vez.

—Dime que no me guardas rencor, por favor —insistió.

Oscar asintió y Saverio le abrazó, dándole una palmadita en la espalda. Habría dado cualquier cosa en aquel momento por no haberlo hecho.

—Con todo este follón, si ese coche ha pasado no le habremos visto —rezongó Mark—. Entonces, ¿qué? ¿Esperamos a que se haga de noche?

—Estoy seguro de que era el mismo Buick gris que he visto en Santa Fe y…

—Un Buick gris —repitió Mark—. Saverio, el mundo está lleno de Buick grises. Y además, muchachos, tratemos de no perder los nervios, ¿os parece? ¿Está bien? Ahora os enseñaré algo bonito. ¿Os acordáis de la Laguna? Está aquí, delante de nosotros.

Condujo la furgoneta por las calles polvorientas de la pequeña ciudad, adelantando a una furgoneta llena de indios navajos y se detuvo delante de una iglesuela encalada en la que destacaba la copa verdísima de un algarrobo.

—El gran carnaval de Billy Wilder —dijo Oscar recordando una de sus películas favoritas—. Ésta es la iglesia adonde va a rezar la madre del minero atrapado en la mina que se viene abajo.

—Ya, esta exactamente —respondió Mark.

Aparcaron y entraron en la pequeña anteiglesia circundada por el recinto también de una blancura cegadora. En lo alto de la fachada descollaba una cruz blanca como las nubes que navegaban por el cielo. Oscar observó que al lado había un cementerio, un pequeño recuadro de piedras y polvo, sin una brizna de hierba.

—¿Os acordáis de esto? —preguntó.

Saverio se le acercó.

—No, tal vez no lo vimos la vez pasada, y además, ¿quién puede acordarse? Han pasado tantos años.

Mark echó un vistazo a las tumbas. Eran sepulturas miserables, señaladas con una cruz de madera y unas letras descoloridas que recordaban el nombre de los difuntos. En total dos, caídos en la Segunda Guerra Mundial.

—Mirad esto de aquí —observó—, si lo hubiéramos visto, lo recordaríamos.

El escrito en la cruz rezaba:

FRANK B. SARRACINO 1919-I945

—Es un paisano —comentó Saverio.

—Del sur, con ese apellido —añadió Oscar—: Pero piensa en el pobre cenizo; vino a dar con los huesos en este lugar olvidado por Dios y por los hombres.

—Cosas que pasan —dijo Mark.

Y pensó que era preferible el descanso eterno de Frank B. Sarracino, a la sombra de aquella iglesuela inmaculada escuchando el canto del viento occidental, que el de Pablo, si es que alguna vez había estado. Pensaba en el frío inclemente de la cámara frigorífica y en el instrumental del forense y notaba que se le encogía el corazón.

Sintió un sobresalto.

—Vamos, larguémonos, hemos de estar en Gallup esta tarde.

En su itinerario Gallup era una especie de lugar mágico, una especie de Meca del viajero de la Route 66, y muy especialmente para los dos italianos, Saverio y Oscar, que, a pesar de todo, recordaban su entusiasmo de chavales por su cómic de culto, el mítico Tex, precursor de los spaghetti western, ranger concebido en las nieblas paduanas, alimentado de bistecs y patatas fritas de Bonelli y Galleppini, sus padres y creadores. Gallup seguía siendo un punto decisivo para Tex y para sus compañeros Kit Carson y Tigre Jack, un oasis de paz con sus salones después de sus interminables cabalgatas por el desierto. Y he aquí el local no menos mítico, el hotel El Rancho, ya reservado desde Chicago porque Oscar no habría querido perdérselo por nada del mundo. El gran porche de madera blanca sombreaba la fachada inferior de piedra sin labrar y en el área de aparcamiento había alineados los medios de transporte de los aviadores: jeeps, todoterrenos, motocicletas resplandecientes como joyas, pegasos de acero que parecían bajados del mismo cielo más que llevados hasta allí por una cinta de asfalto.

Mark cerró la furgoneta y abrió el capó trasero mientras Oscar y Saverio descargaban los equipajes. El asfalto emanaba un olor a aceite quemado y a goma junto con la llamarada de calor almacenado durante la tórrida jornada. Entraron para registrarse: el hall seguía siendo el que recordaba, atestado de gadgets de la Route, pero sobre todo de la epopeya del Oeste. Fotos gigantes de John Wayne, Richard Widmark, Jimmy Stewart, Kirk Douglas, todos relacionados con una película en concreto; Río Bravo, La batalla del Álamo, De entre los muertos (Vértigo)

—Kirk Douglas es el de El gran carnaval —dijo Saverio—. ¿No es cierto, Oscar?

Oscar aceptó el intento de su amigo de restablecer una situación normal y respondió:

—Te equivocas, ahí hace de Doc Holiday en Duelo de titanes.

—Te digo yo que es El gran carnaval, ¿qué te juegas?, ¿no ves la camisa que lleva?, ¿te parece ropa de western? Y además en Duelo de titanes llevaba chaleco.

—Me juego la cena de mañana antes de mi vuelo desde Flagstaff —insistió Oscar.

—Pero qué Flagstaff ni qué porras, tú no te vas. Te quedas aquí —replicó Saverio.

Era solo una invitación, pero Oscar se lo tomó como algo distinto y quizá también siniestro, o así le pareció a su amigo, pero la situación era tal que ya nadie parecía actuar o reaccionar de modo normal.

—¿Queréis comer aquí o salimos? —preguntó Mark.

—Yo estoy cansado. Para mí está bien aquí —respondió Oscar.

—También para mí —dijo Saverio—. Es más, yo no voy ni siquiera a la habitación. Tengo un hambre canina. Me lavo las manos y me siento; si queréis, pido también para vosotros.

—Sí, estupendo, hazlo —dijo Mark—, venimos enseguida.

—¿Y qué os pido?

—¡Qué preguntas! —exclamó Oscar patéticamente eufórico—. ¡Un bistec con una montaña de patatas fritas!

—¿Como Tex?

—¡Como Tex, joder!

Trataban de volver a ser unos chavales aunque solo fuera por un momento, de exorcizar el fantasma del amigo desaparecido, el convidado de piedra que se sentaba invisible a la mesa, en cualquier local y en cualquier ambiente que se encontrasen.

Comieron con un apetito discreto y nadie sacó a relucir la historia del Buick gris, pero estaba claro que todos pensaban en él. Mark se imaginaba que al volante iba el hombre de las Reebok y del distintivo de los Fightin’ Irish en el ojal de la chaquetilla, y que tal vez escondiese en el maletero del coche alguna arma mortífera e implacable comprada en una de las muchas reventas, en uno de los escaparates abrasados por el sol de la calle principal.

Después de cenar Oscar quiso retirarse porque se sentía cansado; Mark y Saverio dieron una vuelta con el coche por la ciudad. Gallup estaba al fondo, agazapada en el desierto, pero palpitante de luces de todos los colores. Eran los neones los que le daban vida, hubiera podido decirse que sin ellos no habría tenido ninguna relevancia y tal vez tampoco una verdadera existencia. Gasolineras, moteles, locales de fast food de todo tipo: Taco Bells, KFC, Pizza Hut, White Castle, McDonald’s, Burguer King, varios salones, salas de juego y hasta iglesias; todo era anunciado por fantasmagóricos neones animados, brillantes, parpadeantes. En su ingenua arrogancia parecían desafiar las constelaciones del cielo que se curvaba sobre el desierto y sobre sus aromas secos e intensos.

—Hoy, cuando le has pegado a Oscar, me he quedado de piedra —dijo de golpe Mark—. Pero ¿qué te ha pasado?

—¿De veras no puedes entenderlo?

—¿Quieres decir que esa aventura con Jennifer te ha marcado tanto que aún te sientes un maduro caballero andante que debe defender el honor de su dama? Vamos, Saverio, no resulta creíble al cabo de tantos años, y aunque esto no basta para salvar nuestra alma, admito que tenemos una y que está en peligro de condenación.

Saverio no dijo nada más y Mark trató de desdramatizar.

—¿Te apetece una cerveza? —preguntó, y aparcó, sin esperar la respuesta, en la acera de una cervecería. Saverio echó una mirada al espejo retrovisor y su expresión no pasó inadvertida a su amigo.

—De noche todos los gatos son pardos, Saverio. Eso decimos en Italia, ¿no? Tranquilo, no atacaría nunca a nadie estando en un local público.

—Ha atacado en un hotel.

—En un pasillo aislado y donde no le ven a uno es distinto.

Se sentaron a una mesa y pidieron por el teléfono que había en el centro.

—Lo siento —dijo Saverio—, le tengo cariño a Oscar. Ha sido una reacción incontrolada, no me había pasado nunca.

Una camarera con minifalda y chaleco de piel con flecos, botas vaqueras, trajo dos Buds bien frías con las gotitas escarchadas deslizándose por la jarra. Mark tomó un largo trago.

—¿De veras crees que atacará de nuevo? —le pregunto Oscar.

—Sí —respondió Mark—, creo que sí. Y, después de todo, ese Buick gris podría ser también el coche del asesino; tal vez el hermano, o un novio. Alguien que conoce el asunto y ha sabido esperar mucho tiempo.

—Veinte años. No parece creíble.

—En cambio, lo es —replicó Mark—. Y qué si lo es. No sería el primer caso. He buscado en internet sobre casos judiciales. Para esa gente es como si el tiempo se hubiera detenido; son unos psicópatas, pero solo desde ese punto de vista. Por lo demás, son perfectamente normales; gente que trabaja, que tiene familia, que va al cine y paga regularmente sus impuestos.

—¿Has conseguido entrar en la memoria de ese ordenador?

—Lo estoy intentando, ¡maldita sea!, pero el sistema de acceso parece inexpugnable. Funciona como un tipo avanzado de antivirus por el que mi intento de alcanzar el fichero que contiene la contraseña de acceso es detectado por el sistema como si fuera un virus; mis órdenes son detectadas y desactivadas. Quien ha creado ese sistema defensivo es alguien que entiende, ¡maldita sea!, casi podría decirse que es un genio de la informática.

Saverio echó varios tragos; esas palabras le habían secado el paladar y su lengua parecía un estropajo.

—Pero si las cosas son así, ¿para qué continuar?

—Ya, ¿para qué continuar?

—Quizá sería mejor embarcarse con Oscar en Flagstaff, ¿no crees?

—Puedes hacerlo. Pero si quieres mi bendición, olvídate de ella. Yo quiero continuar, pase lo que pase, y tarde o temprano entraré en ese jodido disco duro y descubriré la identidad de ese bastardo.

—¿Y luego?

—Y luego le joderé vivo, aunque sea el presidente de Estados Unidos. ¡Zorro era amigo mío, qué cojones!

Saverio asintió sin decir nada, luego de golpe pareció volver a la realidad.

—Tal vez es mejor regresar; Oscar podría estar en peligro.

—Tranquilo, no pasa nada, pero si te hace sentirte mejor, vamos.

Aparcaron pocos minutos después delante de El Rancho y pasaron a retirar la llave del mostrador de la recepción.

—Piénsatelo esta noche —dijo Mark—. Si quieres embarcarte desde Flagstaff, no te andes con cumplidos. Nos vemos en Milán en cualquier caso…, eso espero.

Saverio le miró a los ojos.

—¿Y dejarte solo haciendo el Rambo desde aquí hasta Los Ángeles? Deberías conocerme, no soy un león, pero tampoco un manso cordero.

—Muy bien. Pues entonces continuamos juntos. Peor para Oscar, que se pierde la parte mejor del viaje.

—Sí, peor para él. Buenas noches, Mark.

Y se fue hacia la escalera.

Mark se dirigió al portero de noche, un jovenzuelo cuadrado de hombros como un armario.

—Si llega un tipo bastante bien plantado, con una chaquetilla vaquera y un distintivo de los Fightin’ Irish en un Buick, despiérteme, por favor, aunque sea en plena noche. Es un amigo que espero desde hace mucho.

—Así lo haré, señor —respondió el portero.

Mark se reunió con Saverio y subió con él al primer piso donde estaban las habitaciones. Él tenía la de Lee Marvin, Saverio la de Yul Brynner.

Los dos intercambiaron una última mirada y luego hicieron girar la llave en la cerradura al unísono. Mark fue a sentarse delante de su portátil y empezó a teclear.

Saverio cogió el diario y se sentó en el balcón a la luz exterior. Se encendió un pitillo y aspiró una profunda bocanada. El aire era tibio, una brisa apenas perceptible que hacía ondear ligeramente la bandera americana colgada de su asta. A su vez en cuando miraba abajo, hacia la calle, como si esperase poder distinguir el Buick gris entre aquellas formas relucientes todas iguales, solo visibles por las luces amarillas delanteras y las rojas traseras.

23 de junio de 1973.

Hoy Jennifer me ha dicho que me quiere y he tenido miedo. Siento que también yo la quiero, pero estoy confuso; tal vez no sea más que el deseo que siento de ella, un deseo totalizador y exclusivo, tan fuerte y avasallador capaz de nublarme la razón. Pero yo estoy a punto de casarme con la hija del director de mi periódico; una unión sólida y sensata, destinada a durar en el tiempo, y este sentimiento no puede ser más que una forma de enfermedad, una fiebre que induce a una especie de delirio. Jennifer puede haberle dicho lo mismo a Mark y a Oscar o a Davide y pensar en ello me hace enloquecer de celos. Todo, por lo tanto, es absurdo, improbable; ningún porvenir, ningún futuro.

Me ha preguntado si podía concebir mi vida a su lado y yo le he respondido que no, que ni pensaba en ello y que se lo quitara de la cabeza. Me ha preguntado si me importaría que se fuera a la cama con Mark o con Oscar o con Pablo o con Davide. Le he dicho que no, que el amor es libre, que la pareja cerrada es un vestigio medieval, que solo se vive una vez y que hay que divertirse, qué diablos, que hiciera lo que mejor le pareciera.

Se ha echado a llorar y yo no he resistido. La he abrazado, le he quitado la ropa y la he besado largamente, por todas partes. Y he hecho el amor con ella diciéndome que era la última vez.

El perfume de sus cabellos…, un perfume natural y sin embargo tan inequívoco e intenso, como de rosas marchitas. Un perfume que se me sube a la cabeza como un vino fuerte, y dentro de mí le decía mil veces que la quería, que no la dejaría por nada del mundo, pero la voz no me salía en ningún momento, estaba seguro. La he seguido después bajo la ducha. Nos hemos quedado largo rato en ese baño de vapor muy caliente y yo he continuado acariciándola y buscando su boca, pero cuando ella se ha dado cuenta de que aún la quería ha salido, se ha echado una toalla encima y ha atravesado el pasillo del motel.

Ha entrado en la habitación de Mark. O de Oscar. No recuerdo, ¿qué más da?

Me he tomado un ácido y he viajado a otras partes durante el resto de la noche con el fin de recuperarme. Lejos de ella, o dentro de ella como un feto aún informe, ¿quién puede decirlo? Solo, en un determinado momento, he oído el sonido de su violín. Conmovedor y suave como una serenata. ¿De dónde venía? ¿Y cómo era posible a esas horas de la noche?

24 de junio de 1973.

Me he despertado esta mañana con la boca pastosa y los ojos enrojecidos. Sobre la mesilla de noche había una hoja con un par de versos escritos con mi letra.

El fondo del infierno es una gran losa ardiente, es, como mi frente, de acero incandescente.

No seré nunca poeta, mucho me temo que no. Hace falta alma para ser poeta y yo, la mía, creo haberla vendido al diablo.

Saverio cerró el diario con un suspiro y se fue de nuevo hasta la ventana que daba sobre el área de aparcamiento con la esperanza, quizá, de ver el Buick gris, pero solo había un par de furgonetas, un jeep y una Harley color naranja con la cabeza emplumada de un indio pintada sobre el depósito de gasolina. Se asomó afuera mirando a su izquierda y vio que la luz en la habitación de Mark estaba aún encendida. ¿O era de Oscar? No se hizo más preguntas; se tomó un somnífero y se metió en la cama. Si pasaba durante la noche el ángel de la muerte no quería verle la cara, por temor a que tuviera el rostro de Jennifer; quería estar profundamente dormido, sumido en una dicha inconsciente.

El portero de noche de El Rancho terminó su turno a las cinco, subió a su furgoneta y giró hacia el oeste pasando por delante de un motel Holiday Inn. Vio un Buick gris en el aparcamiento, pero no consideró que la cosa tuviera relevancia y además no podía ciertamente pararse para preguntarle a su colega del Inn si el dueño de aquel coche iba calzado con unas Reebok y llevaba una chaquetilla vaquera con el distintivo de los Fightin’ Irish en el ojal, no consideró oportuno volver atrás para avisar a aquel señor que a esa hora debía de dormir a pierna suelta. Ya se encontrarían de cualquier forma si aquel Buick era el del amigo que estaba esperando. Alboreaba, y las primeras luces del día blanqueaban las colinas calizas que delimitaban el horizonte. Las luces de Gallup palidecían en una lenta agonía y en el profundo silencio de la mañana un gallo elevó su canto al disco solar que se asomaba en aquel momento con un único punto luminoso, un rayo de luz en los escabrosos contornos de las colinas. El rayo invadió los aparcamientos de los árboles y de los moteles e incendió los cromados de los camiones y de las motocicletas, mientras la brisa de la mañana hinchaba las banderas americanas.