Volvieron a partir poco después de las nueve y cada uno de ellos miró a su alrededor con la inconsciente intención de descubrir algo o a alguien anómalo, una pista cualquiera de la maldición que sentían cernirse sobre ellos. La furgoneta salió del garaje con un chirriar de neumáticos y diez minutos después estaba de nuevo en la 66.
Oscar se volvió hacia Mark, que iba al volante.
—¿Por qué no vas por la nacional? Se llega mucho antes.
—El viaje continúa —respondió con sequedad Mark—, como se dijo. Estaremos de todas formas en Flagstaff con tiempo suficiente para tu avión.
—Pero, digo yo, ¿es que os habéis vuelto locos? Estamos casi seguros de que Zorro ha sido arrojado por la ventana por algún exaltado paranoico justiciero de los cojones ¿y vosotros insistís en ir a divertiros como unos turistas? ¿Habéis perdido el juicio? Eh, Saverio, ¿también tú estás de acuerdo? Mira que me bajo y me pongo a hacer autoestop.
Mark pisó el freno y abrió la puerta.
—Venga, vamos —dijo—. Pero cuidadito de no subirte a un coche equivocado que te lleve al infierno.
Oscar se detuvo, helado por aquella frase.
—¿Qué pretendes decir? —preguntó, inquieto.
—Lo que he dicho. ¿Cómo vas a saber quién es el que m detiene para que te lleve? ¿Y si fuera él?
—¿Él, quién?
—Ése de las Reebok y la chaquetilla vaquera que Zorro fotografió antes de haber sido empujado abajo, contra el empedrado del Hilton. Le sacó una foto antes de caer, yo birle la tarjeta de memoria de su cámara en la oficina de la policía, pero por desgracia falta la cara y, además, a estas horas podría haberse cambiado de ropa, es más, es muy probable. ¿Así qué?
Oscar volvió a cerrar la puerta.
—Vamos, ¡maldita sea!
Mark puso el indicador de dirección de la izquierda y se incorporó de nuevo al tráfico, luego abrió la guantera, sacó una reproducción en blanco y negro y se la alargó a Oscar.
—Aquí tienes la foto —dijo— por si quieres echarle una ojeada. Observa el brazo del hombre desenfocado porque está demasiado cerca del objetivo; Zorro consiguió disparar unos instantes antes de que esa mano le empujara al vacío.
—Me parece evidente —respondió Oscar—. Pero ¿por qué no se la has devuelto a la policía?
—¿Bromeas? Enseguida se habría planteado la hipótesis del homicidio, habrían comenzado a indagar, y nos habrían retenido durante días, quizá semanas. Éste es un asunto que hemos de solucionar nosotros.
—Mark tiene razón —dijo Saverio—. No nos habrían dejado irnos todavía y sabe Dios cómo habrían ido las cosas. Yo no olvido nunca que en este país está vigente la pena de muerte y que se dan errores judiciales, por lo cual, cuando viajas por estos lugares, si por casualidad acabas encontrándote en el lugar equivocado en el momento equivocado, siempre hay una remota posibilidad de que acabes achicharrado en una silla eléctrica.
Oscar suspiró y se apoyó en el respaldo echándose el sombrero sobre los ojos para echarse una cabezadita. Debía de haber pasado la noche en blanco.
Se despertó cuando oyó que la furgoneta se detenía.
—¡Hydro! —dijo Saverio—. ¡Hay que bajarse!
—¿A hacer qué? —preguntó Oscar.
—¡A saludar a la vieja y buena mamá Lucille! ¿Es que te has olvidado de ella? ¿No te acuerdas de que nos hizo unas crepes y nos enseñó toda su colección de objetos de recuerdo de la Route 66?
Oscar meneó la cabeza; todo le parecía algo propio de pirados, algo completamente sin sentido. Pero ¿qué querían hacer aquellos dos?
El quiosco de Lucille seguía allí con su letrero que rezaba: Lucille's Historie Highway. Las vides americanas trepaban por todas partes, la estación de servicio seguía allí, pero parecía completamente cerrada.
Saverio se acercó y vio detrás del cristal de la ventana frontal un cartel escrito a mano y algo descolorido. Decía:
LUCILLE MURIÓ EN MAYO DEL AÑO 2000.
SU FAMILIA SE ESTÁ ORGANIZANDO
PARA REABRIR ESTE SITIO HISTÓRICO
LO MÁS PRONTO POSIBLE.
CONTACTAR CON WWW.LUCILLE.HYDRO.COM
—Murió —dijo Mark.
—¿Qué os esperabais? —replicó Oscar—. Tenía casi no venta años. Lo encuentro normal, ¿no? Vamos, larguémonos de aquí, que este sitio me da grima.
Saverio no le hizo caso y se entretuvo largo rato por los alrededores del pequeño quiosco sacando fotos y dio un lar go vistazo al pequeño motel de las cercanías. Era allí donde había hecho el amor por primera vez con Jennifer; a cambio de una dosis de hachís. Ella tenía lágrimas en los ojos mientras él se la tiraba aún medio vestida en la camita de su habitación, pero a él no le interesaba el porqué de aquello, en el fondo no era cosa suya. Pero evidentemente aquel maldito Father Ralph no pensaba del mismo modo. Evidentemente los consideraba por el mismo rasero que a los asquerosos violadores, bastardos hijos de puta, y se había preparado para saldar cuentas con ellos. Tal vez tenía razón Mark al querer hacerle salir al aire libre para descubrirlo y luego resolver el problema de un modo u otro. Hacerle entrar en razón, a set posible, o bien quitarle las ganas de hacerse el ingenioso.
Mark estaba fumando aparte; tan pronto como se le ocurriera la idea acertada, volvería a intentar entrar en la memoria de aquel maldito ordenador y saber un poco más sobre el tal Father Ralph.
—Entonces, ¿movemos el culo sí o no? —insistió Oscar—. Está bien, está bien —respondió Saverio—. Ahora nos vamos.
Miraron de nuevo los tres en torno a ellos, pero no vieron más que a un motociclista vestido con piel negra y tachones pasar como una exhalación en una Electra Glyde reluciente como una patena y desaparecer a lo lejos en la nada…
Dejaron atrás Sayre y luego Erick, atravesaron magníficas praderas por las que galopaban manadas de bellísimos appaloosas y sobre ellos, en el cielo diáfano, unos blancos cirros empujados por el viento del este. Por la vía férrea pasaban trenes interminables con el nombre de «Santa Fe». Oscar no podía dejar de contar los vagones como un insomne que cuenta ovejitas, pero no servía para calmar su agitación. No veía la hora de llegar a Flagstaff.
En aquella zona había cobertura para el móvil y se pasaba largo rato charlando con quien fuera del otro lado del océano para engañar la angustia, también con Ravarino, que dijo sentirse un poco mejor y que la fiebre estaba disminuyendo por efecto de los antibióticos. A bordo de la furgoneta la conversación por lo general languidecía. Saverio leía su maldito diario o un tratado de Hauser sobre el arte antiguo… Mark estaba pendiente del volante, pero cruzaban por su mente evidentemente modelos de programas, sistemas de ecuaciones que le permitieran expugnar aquel maldito ordenador remoto.
Llegaron a Amarillo hacia el mediodía y lo atravesaron de una punta a otra bajo el sol, que caía a plomo. Estaba casi desierta; la gente se hallaba recluida en los bares para el lunch o en los gimnasios para eliminar anticipadamente la grasa sobrante que acumularían con los snacks y los drinks de las cinco. Una gigantesca bandera con estrellitas y franjas ondeaba indolentemente sobre una alta asta en el cruce principal, signo omnipresente del patriotismo americano y del poderío del Imperio.
—¿Tomamos algo? —preguntó Mark—. ¿El Big Texan os parece bien?
Alia quarta levar la poppa in suso
e la prora iré in giù, com'altrui piacque…
—Infine che il mar fu sopra noi richiuso[4] —concluyo Oscar.
—Es cierto que el aspecto original está enormemente cambiado —observó Mark—. Habría que imaginarse estos coches recién salidos de fábrica, con sus salpicaderos y tapicerías en el interior, la pintura reluciente, todos sus órganos, mecánicos funcionando perfectamente, siendo metidos en un cofre de hormigón hasta la altura de la puerta trasera. Un efecto muy distinto. Los graffiti que los recubren por completo tienen un aire festivo que mata el significado original del monumento.
—¿Qué sería? —preguntó Oscar.
—El suicidio de nuestro mundo presuntuoso y arrogante —respondió Saverio.
—Qué gilipollez —concluyó Mark sin medias tintas.
Oscar sacó algunas fotos, una también con el disparador automático, tomada de espaldas, y volvieron a partir a través del Panhandle, el estrecho territorio texano enclavado entre Oklahoma y Nuevo México. A medida que el inmenso espacio abierto del Midwest discurría ante sus ojos, la tragedia tan reciente tendía de algún modo a esfumarse. Cada uno de ellos trataba de ahuyentarla de sí, pensaban que Zorro no habría querido que estuvieran tan apenados y trastornados, que aquel viaje habían deseado hacerlo todos y que él habría decidido sin duda continuar. Tanto Mark como Saverio, en su fuero interno, esperaban, sin un motivo especial, que Oscar no tomara aquel vuelo desde Flagstaff y que prosiguiera el viaje hasta el final. Dondequiera y cualquiera que fuese.
Tucumcari…, el monumento a la 66 era una síntesis delirante entre pirámide azteca y oropel automovilístico.
—¿Vale la pena fotografiarlo? —preguntó Oscar.
—No —respondió Mark.
Oscar disparó igualmente. La cámara digital convertía la fotografía en una opción completamente virtual y gratuita, efímera, posible pero no definitiva. Frustrante, en última instancia.
Durmieron en Tucumcari en un motel hecho de muchos pequeños bungalós y pasaron la tarde jugando desganadamente a las cartas en el bar y discutiendo el itinerario que les conduciría a partir del día siguiente a lo profundo del Gran Oeste.