El teléfono le despertó a las ocho y media; todos estaban ya sentados a la mesa para el desayuno y no faltaba más que él.
—Pero ¿bajas o no? —le despertó la voz de Saverio—. Hay crepes y bollos con mantequilla salada; una verdadera gozada.
—¡Ya voy! —respondió Mark con escaso entusiasmo Vosotros empezad mientras tanto.
Llegó cuando ya los otros habían casi terminado y se comió sin gran apetito una crepe con un poco de zumo.
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Saverio.
—Un poco de desfase horario. Me dormí tarde.
—Ah, oye —dijo Oscar—, a mí eso me trae sin cuidado, me tomo una pastilla y duermo como un angelito. Al cabo di dos días he recuperado el ritmo y no pienso más en ello.
—Por ello estás, en compensación, cada vez más agilipollado —comentó Zorro—. Pero da igual. Entonces, ¿nos movemos o vamos a echar raíces en Springfield, Illinois?
No fue posible partir antes de las nueve y media y atravesar Saint Louis llevó aún más de una hora. Cuando final mente reaparecieron los carteles con la indicación «Historic Route 66», Oscar sacó la Polaroid y obligó a todos a parar en cada letrero algo herrumbroso, en cada gasolinera que tu viese más de cincuenta años. Cuando llegaron a Springfield, Missouri, eran las dos de la tarde y no había más elección que un bistec en una churrasquería en la calle Mayor castigado por un sol de justicia. Zorro notó que Mark seguía mirando alrededor.
—Pero ¿qué te pasa, es el desfase horario o te ha picado una pulga?
—Vete a saber —respondió con sequedad Mark, y se quedó con la nariz metida en el plato.
—Pero ¿qué pasa, joder? —preguntó Oscar a Zorro, en voz baja.
—¿Y quién sabe? —respondió Zorro—. Está así desde esta mañana. Habrá dormido mal.
Reanudaron el viaje a primeras horas de la tarde a escasa distancia de Joplin, lugar consagrado a la memoria de famosos gángsteres, como Machine Gun Nelly. Zorro propuso organizar un atraco a un banco apenas llegaran a la ciudad para mimar un poco la escena del viaje, pero el humor extraño de Mark había contagiado un poco a todos; las ocurrencias eran cansinas, la conversación languidecía. Oscar incluso se había puesto a leer.
—No digáis chorradas —le respondió Saverio—. Cuidado, que aquí se las toman todas en serio. Esta gente dispara al primer movimiento extraño que ven. Será mejor que pongamos gasolina, pues tenemos el depósito seco.
Zorro, que era quien conducía, se acercó a un self Service y, mientras él llenaba el depósito, los otros se diseminaron un poco por los alrededores para curiosear. Oscar se puso a litografiar a un par de chicas gordas en vaqueros de peto que daban vueltas en monopatín como ballenas en unos dibujos animados de Walt Disney, pero mientras movía el objetivo encuadró en el campo visual la figura de Mark. Le vio desaparecer detrás del tronco de un roble y no le vio reaparecer por la otra parte.
—Oh, esta además… —dijo quitando el ojo del visor.
Trató de convencerse de que se había equivocado. Alguna forma de ilusión óptica, pensó. Pero en el momento de volver a partir Mark no estaba. Saverio comenzó a llamarlo; Zorro preguntó si alguien lo había visto. Entonces Oscar pensó que, después de todo, lo que había visto disiparse bien podía haber sido Mark.
—Por esa parte —dijo—. Le he visto desaparecer detrás de ese roble y ya no le he visto reaparecer.
—Tragado por otra dimensión —comentó Zorro—. En un universo paralelo.
—Chorradas —dijo Saverio—. Simplemente ha cambiado de dirección después de haber llegado a la altura del árbol. Se ha ido hacia el sur.
Oscar se puso de nuevo a rastrear la zona con el teleobjetivo.
—Bien, hay un cementerio por esa parte —dijo—, el Mount Hope Cemetery; ¿existe una razón, según vosotros, para que fuera a un cementerio?
—No —respondió Saverio—, pero echemos un vistazo al cementerio.
Se miraron a la cara los unos a los otros, luego Zorro dejó la furgoneta en un área de aparcamiento y los tres se dirige ron hacia el Mount Hope. El espectáculo que se ofreció a su vista era singular; cada una de aquellas tumbas era una especie de pequeño sagrario. Un cierto número de arabescos eran monumentales y se remontaban al siglo XIX o a principios del XX. Eran de caliza gris y recordaban los cementerios ingleses de época romántica en el estilo de las inscripciones y de las esculturas, pero también las esculturas más modestas, formadas por una simple lápida, estaban adornadas de composiciones florales hechas con sumo arte y sus inscripciones eran muy elaboradas, algunas habrían podido calificarse de poéticas, por la intensidad de sentimientos que expresaban. Saverio, pensando en determinados epigramas funerarios latinos del Corpus, se quedó impresionado y notó que también sus amigos lo estaban.
—Dividámonos —propuso—, pues de lo contrario no le encontraremos nunca, ya que este lugar es más bien grande.
En cualquier caso, la cita es en la furgoneta dentro de veinte minutos.
Se dividieron y cada uno de ellos tomó un sendero distinto. Oscar por la derecha, Zorro por la izquierda, Saverio por el centro. Oscar atravesó un prado verdísimo donde destacaban unas banderitas con estrellas y franjas sobre las tumbas de los soldados caídos en las varias guerras libradas por el Imperio americano, recuerdo del reciente Memorial Day, y les echó una ojeada distraída. Luego, de repente, derecho en un montículo al que daba sombra un roble inmenso, vio a Mark cabizbajo delante de una lápida y a su vez se quedó impresionado por una súbita conciencia, un frío relámpago cruzó por su mente y un nombre en el corazón: Jennifer…
Tuvo la impresión de que le observaban y se volvió de golpe, pero no vio a nadie. Oyó un susurro y tal vez el ligero ruido de unos pasos que se alejaban, pero no habría sabido decir de dónde venían ni adonde iban, como si fuesen los pasos de un fantasma. Vio a Mark volver atrás, con rostro sombrío, y pasar por su lado a lo largo del sendero. Esperó a que hubiera desaparecido de la vista e hizo amago de acercarse a la lapida para cerciorarse de la exactitud de su presentimiento, pero en ese mismo instante el sonido de un violín que se expandía por el aire quieto y abrasador disipó cualquier duda. Miró a su alrededor para descubrir de dónde venía aquel sonido, pero el lugar parecía completamente desierto, ni siquiera un soplo de brisa que hiciera susurrar las copas, ni siquiera el canto de las cigarras. Y en aquel silencio sepulcral el sonido de aquel violín penetraba hasta el cerebro, como una hoja en el corazón. Luego el sonido calló de improviso, interrumpido por una especie de sorda zambullida. El zumbido de un motor que se desvanecía; quizá sus compañeros se iban dejándole solo en aquel lugar de paz insoportable, de ensordecedor silencio. Volvió sobre sus pasos, entonces, deprisa, como cuando de niño huía de una habitación vacía, y alcanzó a Mark en el momento en que los demás estaban a punto de subir al coche.
—¿Entonces? ¿Dónde te habías metido? —pregunto Oscar—. Has desaparecido de improviso sin decir nada.
—He ido a echar un vistazo a ese cementerio —respondió—. Es uno de los más interesantes de la zona, ¿no lo sabíais?
—Es muy cierto —respondió Saverio llegando de repente en aquel momento.
—Puede ser todo lo cierto que tú quieras, pero los cementerios traen mala pata —replicó Zorro con su acento castellano.
—Se dice mala suerte —le corrigió Oscar—. Y ahora pongámonos de nuevo en camino, que la carretera es aún larga.
Se puso él mismo al volante y arrancó a buena marcha. Tenía a su lado a Zorro con el mapa y detrás a Mark y a Saverio. Notó que Saverio de vez en cuando miraba a su compañero de reojo, como para espiar su humor, mientras Mark parecía enfrascado en sus pensamientos fingiendo observar el paisaje que poco a poco comenzaba a cambiar tomando los colores y las atmósferas de la América profunda. La autopista coincidía en aquel tramo con el itinerario de la Route y viajaban por ella gigantescos vehículos rutilantes de cromados y de colores chillones. A su paso producían fortísimos desplazamientos de aire y sus bocinas parecían las trompetas del Juicio Final en medio de aquella llanura inmensa, bajo aquel cielo vacío.
Saverio cogió el diario y comenzó a leer:
Tulsa, Oklahoma, 5 de agosto de 1973.
Hoy hemos conocido a Jennifer. Estaba a un lado de la carretera sentada en una boca de riego y hacía autoestop. Nos hemos parado a recogerla; olía a marihuana, pero era indudable que se había tomado un LSD. Ha dicho que se dirigía a una comuna hippy de Kingman, donde tenía intención de pararse al menos hasta llegar a Thanksgiving.
Jennifer tiene unos ojazos gris verdoso, una boca muy dibujada, y debajo de sus ropas de gitana se intuye un cuerpo estupendo. Tenía, cuando se ha acercado, el sol a sus espaldas que volvía su falda de gasa casi transparente. Y era no menos evidente que bajo la camiseta no llevaba nada. Se ha sentado detrás conmigo y con Mark, para gran desencanto de los demás, y se ha puesto a rebuscar en su bolsa despreocupada de la tempestad que había desencadenado. Probablemente tenía hambre. Le hemos dado unos crackers y una manzana. Al terminar de comer ha preguntado si nuestro coche tenía radiocasete y nos ha dado una cinta para que la pusiéramos. Música clásica, el concierto opus 77 de Brahms para violín y orquesta. Ha dicho que había frecuentado el conservatorio en Viena durante dos años. Tal vez es cierto; por su manera de imitar el gesto de pasar el arco sobre las cuerdas y de ejecutar las notas del concierto.
Saverio cerró el diario, pero Jennifer volvía a aflorar sin embargo con fuerza en la memoria, así como la música de aquel violín, la misma que resonaba entre los cipreses y los robles del Mount Hope Cemetery. Pero ¿cómo podía saber Mark que Jennifer estaba allí, debajo de aquel roble colosal, debajo de aquella pesada lápida de caliza gris? ¿Y cómo es que los amigos habían aceptado hacer aquel itinerario? ¿Era posible que nadie hubiera tenido miedo de los fantasmas de aquellas tórridas y desgraciadas vacaciones de tantos años antes? ¿Acaso habían pensado que daba igual afrontarlos de una vez por todas para ahuyentarlos de su mente? ¿Todos habían pensado lo mismo? Pero ¿de quién había sido la idea de partir? Pensó varias veces en la cena que habían tenido todos juntos en una trattoria de Grazzano Visconti dos meses antes. Todos contentos, todos de acuerdo, incluido él. Todos conscientes, probablemente. Y por tanto era inútil echarse atrás. Pensó que aquella noche iría a ver a Mark a su habitación después de la cena y le pediría que desembuchase, que le dijera qué le había llevado a aquel cementerio.
Oklahoma City estaba desierta y abrasadora; un puñado de rascacielos en medio de la nada y unos pocos edificios de ladrillo, «Brick City».
—El barrio de moda —dijo Zorro mientras aparcaba—. Os he traído al sitio más guay de la ciudad. Que es un restaurante italiano de primera donde la pasta es al dente, las servilletas y los manteles son de holanda y el vino se sirve en copas adecuadas.
Saverio guardó el diario en la mochila y Mark volvió a la realidad. De improviso eufórico, entró el primero y eligió la mesa sin tener que hacer cola. El local estaba medio vacío, el aire acondicionado estaba a tope hasta el punto de dar una sensación inmediata de frío.
Pidieron unos espaguetis a la carbonara y una botella de Chianti y, mientras todos hundían los tenedores en el plato humeante, Saverio dijo:
—Muchachos, hace poco, en el coche, me rondaba por la cabeza un pensamiento curioso…
—¿Pedir Coca-Cola en vez de Chianti? —trató de adivinar Zorro.
—No —respondió Saverio tranquilo—. ¿Quién fue el primero que tuvo la idea de organizar este viaje?
—Quienquiera que haya sido es un genio —respondió Oscar—. Yo me lo estoy pasando bomba. Esta atmósfera road side, estos moteles, estos locales y nosotros cuatro hijos de puta juntos después de tanto tiempo. Lástima por el pobre Kavarino…
—Fui yo —dijo Mark—. ¿Quién si no?
—¿Tú? —preguntó Saverio—. Nunca lo hubiera dicho.
—¿Y por qué? —preguntó Mark.
Llegó la camarera con la ensalada y Oscar cambió inmediatamente de tema de conversación haciendo referencia a los atributos de la chica, impresionantes.
—Igual te manda a tomar por culo —le paró Zorro.
—Eso lo dirás tú. Vas a ver.
—¡Señorita! —dijo levantando el dedo para llamar su atención. La muchacha se dirigió hacia él con una sonrisa complaciente—. Mi amigo sostiene que yo le soy totalmente indiferente y que usted no me tendría en absoluto en cuenta para una aventura sentimental o, mejor aún, para una noche de sexo.
La muchacha, con la misma sonrisa, respondió: —Your friend is absolutely right[3].
Y se fue hacia la cocina.
—Ya te lo dije —comentó Zorro, y añadió otras ocurrencias falaces que Saverio no consiguió oír porque estaba enfrascado de nuevo en sus pensamientos.
Oklahoma City…, fue precisamente allí cuando cayó en la cuenta de que deseaba a Jennifer como no había deseado a nadie más en el mundo. Su aire ausente y ensoñado, aquella sombra de indefinible melancolía en la mirada incluso cuando reía y cantaba, su cuerpo nunca exhibido ni ostentado, apenas velado, de irresistible, arrolladora belleza, aunque confundido en unas ropas modestas, humildes, ingenuas. Estaba allí, en Oklahoma City, cuando decidió que la quería para él, no para una relación duradera, sino para aquellas vacaciones, era, ciertamente, antes de que lo hiciera uno cualquiera de sus compañeros de viaje. Porque ella estaba seguramente disponible, era promiscua, hippy en una palabra. Haz el amor y no la guerra; sexo libre, ninguna inhibición, revolución de los cuerpos más que de las almas. ¿Por qué, si no, habría aceptado ella subirse a un coche en el que viajaban cinco jovenzuelos? ¿Y era posible que no se hubiera dado cuenta de cómo la miraban todos, de que se había convertido en pocos instantes en el centro de gravedad de aquella situación ya no tranquila, inquieta, insegura?
Trató de ahuyentar de sí aquellos pensamientos cada vez más apremiantes, cada vez más angustiosos y atormentadores. ¿Era posible que aquella chica hubiera sido el único amor verdadero de toda su vida? ¿Que hubiera seguido echándola de menos para el resto de sus días, incluso después de casado, incluso después de haber hecho carrera, incluso después de haber deseado inútilmente tener hijos? Pero eso ahora no significaba ya nada. O tal vez sí. Volvió a pensar en el violín y le pareció oír de nuevo sus notas; eran las mismas que las del concierto de Brahms que ella había puesto en el radiocasete del coche cuando la llevaron.
—Come, que se te enfría todo —dijo Oscar dándole un golpecito con el codo, y él se dio cuenta de que la camarera había traído la pasta; espaguetis a la carbonara, seguramente preparados por un napolitano, como tuvo ocasión de comprobar después del primer bocado. Zorro sacó un papel y comenzó a trazar el programa para el día siguiente.
—Un leche merengada en el Rock Café de Stroud y luego seguimos, directos como flechas hasta Amarillo; ¡si entra en la topografía de Tex!
—De Texas, querrás decir —le corrigió Mark.
—No, de Tex. ¿No conoces Tex? No me lo puedo creer.
—Tex —explicó pacientemente Saverio—, es un cómic del Oeste italiano muy popular en nuestra provinciana península, escrito y dibujado por dos tipos de Gorgonzola, o de Viandante…, no recuerdo bien. Este personaje, un ranger se mueve en la reserva de los indios navajos de Nuevo México y tiene como radio de acción todo el Oeste hasta Los Ángeles, pero el centro de sus aventuras está en Amarillo, Gallup y Santa Fe. Tiene una mujer india y un hijo mestizo y se hace llamar en navajo «Águila de la Noche», una verdadera gilipollez dado que las águilas no vuelan de noche. Si en Italia preguntas al primero que te encuentras por la calle dónde está Bangkok, no lo sabe, pero casi seguro que sabe dónde está Gallup.
—Efectivamente. Yo tampoco veo la hora de llegar—dijo Oscar.
Dieron una vuelta en coche después de cenar por las desertas calles del centro de Oklahoma City y a duras penas consiguieron encontrar un bar abierto para tomar un café y charlar un poco antes de irse a la cama.
Llegaron al hotel a eso de las once. Saverio se lavó los dientes y luego, tras haber esperado en torno a un cuarto de hora, fue a llamar a la habitación de Mark.
—¿Quién es?
—Saverio.
—Entra.
Saverio entró y fue a sentarse cerca de la ventana, esperando que Mark saliera del baño. Encima de la mesa su portátil encendido y la pantalla estaba llena de símbolos abstrusos, aparentemente indescifrables.
—¿Qué es? —preguntó Saverio distraídamente.
—Un programa de búsqueda que me permite llegar donde pocos llegan.
Mark cerró la puerta del cuarto de baño y fue a sentarse en la cama enfrente de Saverio.
—Siéntate —dijo—. Y despáchate a gusto.
—Hoy has dicho que fuiste tú quien organizó esta salida. Y luego te he visto en el cementerio de Mount Hope delante de una tumba. Si no estoy equivocado, había escrito In love memory of Jennifer Lawson.
—No te equivocas.
—Y he oído el violín. También tú lo has oído, imagino.
—Lo he oído.
—A mí todo esto me parece inquietante y me pregunto qué sentido tiene.
—No obstante, aceptaste venir, igual que todos los de más. ¿Te he preguntado yo por qué? ¿Un deseo inconsciente de celebrar todos juntos un ritual catártico?
—No tengo nada que reprocharme.
—Eso lo dirás tú. Hay una tumba en ese cementerio, de una chica de veintidós años. Y el sonido de ese violín dice que alguien no la ha olvidado y no solo eso, es ese alguien quien nos ha convocado aquí. No yo.
Bromeas.
—Por desgracia no. Puedes verlo tú mismo.
Se acercó al ordenador y empezó a teclear una serie de órdenes en el teclado y apareció escrito Welcome back.
Saverio le miró, cortado.
—Pero puede significar cualquier cosa…
—Yo no diría eso. Como ves, firma Father Ralph, un Hombre convencional, evidentemente. Yo, de todos modos, me he metido en la red y he conseguido llegar al directorio de donde provenía este mensaje; es él quien escribió la primera carta a Oscar con mi firma, y luego el mecanismo se autoalimentó hasta el asentimiento de los cinco para emprender el viaje. Por esto él dice Welcome back, Bienvenidos.
—No quiere decir que la tenga tomada con nosotros.
—¿Ah, no? ¿Y qué otra explicación cabría a un comportamiento semejante?, ¿que trabaja para una agencia de viajes?
—No digas bobadas, Mark. No hay razón para bromear.
—Es lo mismo que creo yo. Por esto estoy tratando de ponerme en contacto con él.
—¿Y cómo, si no sabemos quién es?
En ese momento un camarero llamó a la puerta.
—Su camomila, señor.
Mark retiró la bandeja y cerró la puerta.
—¿Quieres un poco? —preguntó—. Sienta muy bien.
—No, gracias. Continúa, por favor.
—Primero he buscado el camino más fácil, un devuélvala al remitente. Tal como hice la primera vez, respondí al remitente, pero mi mensaje me fue devuelto. Debe de haber activado cualquier mecanismo por el que el correo de vuelta es desviado a una dirección equivocada y por tanto automáticamente reexpedido al remitente del servidor.
—¿Y luego?
—Bien, he pasado a métodos más expeditivos. Conozco un truquillo o dos y lo primero que he logrado es entrar en su directorio, como te he dicho. Ahora se trata de entrar en el disco duro de su ordenador. Si lo logra tal vez consiga encontrar datos suficientes para identificarlo. Luego intentaré saber qué persigue y si podemos discutir sobre ello.
—Pero, en tu opinión, ¿quién puede ser y qué quiere?
—Podría tratarse del padre, o un hermano, o un novio, o un marido. ¿Quién puede decirlo? En el fondo, ¿qué sabemos de ella? Lo único cierto es que tenemos los cinco la conciencia sucia.
—¿Por qué? Le iba la marcha y le dimos satisfacción.
—Los cinco.
—¿Y qué? No la violamos. Era adulta y experta, perfectamente consciente de lo que hacía y quería. Y nosotros éramos jóvenes como ella.
—Es verdad, pero hay otras maneras de violar a una persona: está la violación moral, está el abuso del fuerte sobre el débil, del grupo sobre la persona sola e indefensa. Está el chantaje de la droga, por ejemplo… Ella era frágil, inestable, dependiente…, quizá también ingenua, y nosotros nos aprovechamos de ello. Ésta es la verdad, y emprendimos el viaje para un baño colectivo en la memoria, para un ritual liberador…
—¿También Oscar? ¿También Zorro?
—También ellos. ¿Por qué no? Por lo demás, no hace falta mucho para saberlo. Basta con preguntárselo. A Ravarimi ya se lo he preguntado, antes de que tú entrases, por teléfono, y no ha sido agradable, te lo aseguro.
—¿Qué pretendes decir?
—Que primero se ha hecho el desenvuelto, luego ha comenzado a temblarle la voz y finalmente se oía muy bien que lloraba.
—¿Cómo está?
—No muy bien; su respiración era entrecortada, jadeante.
—¿Y tú? ¿Qué hacías en Mount Hope? ¿Cómo sabías que ella estaba allí?
—Cuando leí en la prensa la noticia de su muerte, cuatro días después del final de nuestro viaje, me enteré de que era de Joplin y, algún tiempo después, al pasar por ese lugar fui a echar un vistazo. Ayer, cuando paramos, sentí ganas de volver.
—¿A decir una oración? —preguntó Saverio en tono irónico.
—Sí —respondió con sequedad Mark—, por mí.
Saverio inclinó la cabeza sin saber ya qué decir. Permanecieron así en silencio unos instantes, pero cuando Saverio hizo ademán de seguir hablando: «Oye, te propongo que…» sus palabras fueron interrumpidas por un grito horripilante.
Los dos se miraron consternados a la cara y, antes de que hubieran podido darse cuenta de lo que había sucedido, oyeron el ruido de un gran bullicio, gente que acudía, gritos, llamadas. Mark se acercó a la ventana y miró abajo, luego se dio la vuelta hacia Saverio, que se le había acercado.
—Alguien se ha tirado por la ventana.
Miraron abajo y vieron confusamente a un grupo de personas apiñadas en torno a un cuerpo que yacía sobre el asfalto del tramo que llevaba al garaje. Luego, inmediatamente después, se oyó un aullido de sirenas reverberado en mil ecos por las paredes de cristal de los rascacielos y la oscuridad se animó con los destellos azules de las luces de una ambulancia y de un coche de la policía.
Saverio y Mark intercambiaron una mirada elocuente de miedo y de espanto, luego bajaron precipitadamente la esca lera de emergencia lanzándose a la carrera por las rampas Llegaron a la calle, a la parte trasera del hotel donde estaba la puerta de servicio del restaurante y corrieron hacia la entrada del garaje, y casi arrollaron a Oscar, que llegaba igualmente a la carrera desde el hall.
—¿Dónde está Zorro? —preguntó Mark.
—No lo sé —respondió Oscar—. Estará en su habitación Cuando he oído el grito y todo este follón, he corrido aquí sin esperar a nadie más.
—Llámalo —dijo Mark.
—Pero yo no creo que…
—¡Llámalo! —repitió—. Ve al hall y haz que llamen a su habitación.
Oscar volvió atrás mientras Saverio y Mark se acercaban al círculo de personas, clientes del hotel y transeúntes, que se agolpaban en torno al lugar en el que había caído el desconocido. Trataron de abrirse paso, pero la empresa era poco menos que imposible y por si fuera poco los policías estaban llegando a donde estaba el cadáver abriéndose paso con enérgicos codazos.
—Pongámonos detrás de ellos —dijo Saverio.
Salieron de entre el gentío, dieron media vuelta y trataron de ponerse detrás de los policías. Mientras tanto llegaban dos enfermeros con una camilla de la ambulancia y otros policías en un segundo coche comenzaron a dispersar a la gente.
—Atrás —decían—. Dejen paso, no hay nada que ver. ¡Vuelvan al hotel, por favor, no entorpezcan las operaciones!
Cuando el gentío se hubo aclarado lo suficiente, Mark se acercó bastante como para reconocer, a la luz de los proyectores, el cuerpo de Zorro tendido en el asfalto. La sangre le salía por las orejas, por la boca, por la nariz y por una espinosa fractura en el cráneo. Mark se volvió hacia atrás para descubrir en los ojos de Saverio, llenos de lágrimas, la misma angustia y la misma desesperación que habían invadido su ánimo.
Oscar llegó a la carrera en aquel momento diciendo:
—¡No está, no responde en su habitación! —pero en su interior presentía que estaban a punto de confirmarse sus sospechas y, cuando vio a sus amigos bañados en lágrimas, no fue siquiera a mirar.
Se limitó a susurrar:
—¡Oh, Dios mío, no!
Y se tapó la cara con las manos.
—Dame un cigarrillo —dijo Saverio a Oscar, que estaba sentado junto a él en el borde de la jardinera que había a lo largo de la calle.
—Lo habías dejado.
—Pues entonces lo retomo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Mark sentado en el otro lado.
—¿Qué quieres que hagamos? Vamos a la policía, hagamos nuestra declaración, las gestiones para el envío del cadáver y luego nos volvemos a casa.
—¿Así? —preguntó Mark haciendo chasquear los dedos.
—Así —respondió Oscar haciéndolos chasquear a su vez—. Porque, ¿qué otras opciones hay?
—No sé —dijo Mark—. Por ejemplo, qué le decimos a la policía. ¿Que ha sido un accidente? ¿Un suicido?
—¿Qué más?
Mark miró a los ojos a Saverio con una mirada de inteligencia y Saverio dijo:
—Hay muchas probabilidades de que Zorro haya sido víctima de un asesinato. Mark ha descubierto que alguien nos ha atraído hasta aquí…
—Pero ¿cómo, no fue él quien organizó el viaje? Me ha dicho que…
—Luego te lo explicamos, pero las cosas no han sido así. Alguien ha entrado en nuestras direcciones y correos electrónicos y nos ha atraído hasta aquí. Y todo esto está relacionado con la muerte de Jennifer Lawson…, hace muchos años.
—¡Oh, mierda! —exclamó Oscar—. Pero ¿qué tenemos nosotros que ver? ¡No hicimos nada!
—No propiamente —dijo Mark.
—La experiencia que vivió con nosotros podría haberla inducido a un estado depresivo que luego…
—¡Paparruchas! —replicó Oscar—. Nosotros no tenemos nada que ver. Y si hay algún loco que quiere jugar al justiciero de la noche, que se prepare. El que os habla suelta amarras y se vuelve a casa. Esto no se discute.
—Como quieras, Oscar—dijo Mark—. Nadie te retiene.
—¿Queréis decir que vosotros os quedáis?
Mark asintió.
—Creo que sí —confirmó Saverio.
—Pero…, ¿con qué fin?
—Queremos encontrar a ese hombre, quienquiera que sea, y hablar con él.
—Pero habéis perdido la chaveta. Si es cierto que ha matado a Zorro, eso significa que es un paranoico asesino. No se razona con esa gente.
—Ni que decir tiene. No obstante, nosotros queremos intentarlo.
—Sois muy dueños de hacerlo. Pero yo me voy a hacer las maletas y a cambiar la reserva de mi avión. ¿Vosotros qué hacéis?
—Iremos a la policía y harías bien en venir también tú, si no quieres que te paren en el aeropuerto para interrogarle. Y luego habrá que reconocer el cadáver, pagar el traslado, telefonear a la familia y todo lo demás.
Oscar inclinó la cabeza.
—Está bien —dijo—, está bien, pero luego me voy, lo antes posible.
Llamaron a un taxi y se hicieron llevar a la comisaría.
—Dejadme hablar a mí —dijo Mark—. Diré que no sabéis inglés. Si fueran a poneros un intérprete para interrogaros por separado, decid simplemente la verdad, es decir, que no sabéis nada, que todo iba muy bien hasta hace unas pocas horas. El resto, el asunto del correo electrónico, por ahora queda entre nosotros, de lo contrario no saldremos de esta. ¿Está bien? ¿Todos de acuerdo?
Los otros dos asintieron, resignados más que convencidos.
El interrogatorio se prolongó por espacio de casi dos horas. Cada uno de los tres fue interrogado por separado y no se encontró ningún elemento que pudiera inducir a pensar en ningún tipo de responsabilidad de aquellos tres respetables profesionales evidentemente trastornados por la muerte del amigo. Por otra parte, el señor Antonelli estaba en su habitación con Mr. Wayne en el momento de la desgracia, como había atestiguado el camarero que había llevado una camomila.
Y el señor Molteni estaba en el bar tomándose un bourbon con hielo, tal como había atestiguado el barman. Ninguna señal de violencia había sido encontrada en el interior de la habitación. Ningún objeto personal había sido sustraído, ningún indicio de pelea; por otra parte, las cristaleras eran irrompibles y no había ventanas que pudieran abrirse. No había caído desde su habitación sino desde la ventana de un pasillo de servicio utilizado para la limpieza de los cristales exteriores.
—Una sola cosa ha llamado nuestra atención, esto —dijo el funcionario—. ¿Creen que puede tener algún significado? —y apretó la tecla PLAY de una grabadora portátil y en seguida se difundió en la habitación el sonido de aquel violín, las notas sobrecogedoras del concierto de Brahms.
—Le gustaba la música clásica —dijo al punto Mark, antes de que sus compañeros mostraran la menor reacción ante aquel sonido intensísimo en el exiguo espacio de aquella oficina. Y añadió—: Mire, estamos destrozados. Éramos amigos de toda la vida, desde los tiempos de la universidad. Y hacía años que soñábamos con hacer este viaje.
—¿Y cómo explican este hecho, un suicidio? ¿Tienen motivos para creer que se ha tratado de esto?
En aquel momento la mirada de Mark se sintió atraída por una bolsita de plástico en la que habían sido recogidos los efectos personales encontrados en el cuerpo; unas llaves y una pequeña cámara fotográfica digital, hecha pedazos. Luego respondió:
—La explicación probablemente es muy simple, era un maníaco de la fotografía. Ha buscado una ventana que se pudiera abrir para evitar el reflejo de los cristales, ha perdido el equilibrio y ha caído al vacío.
—No puede excluirse —hubo de admitir el funcionario—. Ahora, si quieren seguirme, hemos de proceder a las formalidades de costumbre.
Abrió la puerta e hizo pasar a Oscar. Pero mientras Mark era tapado por Saverio, metió la mano en la bolsita y cogió la tarjeta de memoria que medio asomaba fuera del cuerpo de la cámara de Zorro y se lo metió en el bolsillo.
Se volvieron a encontrar todos en el hotel hacia las tres de la noche, con los ojos enrojecidos, dolor de cabeza y el estómago encogido por los calambres.
—Así que ha llegado el momento de decirnos adiós —dijo Saverio—. Oscar nos deja. Si no me equivoco.
Oscar suspiró.
—Por desgracia todavía no…, no exactamente. El portero del hotel ha consultado internet; no quedan plazas para los vuelos interiores y ni siquiera aceptan para la lista de espera. La mejor solución que me han aconsejado es un vuelo el viernes por la tarde desde Flagstaff, donde ha conseguido hacer la reserva.
—Y por tanto te vienes con nosotros hasta allí —concluyó Mark—. Bien. Al menos nos haremos compañía. Ah, el agente de policía ha pedido nuestros números de móvil y nos ha dicho que estemos a su disposición para cualquier eventualidad. Se los he dado, naturalmente.
—Naturalmente.
—Pobre Zorro —dijo Oscar—. Cuando nos lo han hecho ver, no podía creérmelo. Hacía solo unas pocas horas que estábamos en ese restaurante diciendo chorradas… Y pobre familia suya. Su madre no se resignaba; gritaba, lloraba, parecía fuera de sí.
—Era hijo único —dijo Saverio—. Lo cual empeora las cosas… Bien, me voy a dormir unas pocas horas. Propongo salir muy pronto, no después de las ocho en cualquier caso, si queremos estar en Flagstaff el viernes por la noche para el avión de Oscar. Dormid un poco también vosotros, si lo conseguís.
Se separaron y subieron cada uno a su habitación. Apenas hubo entrado, Mark fue a sentarse a la mesa, enchufó su portátil e insertó la tarjeta de memoria de la cámara digital de Zorro. Unas tras otras aparecieron las carpetas de fotos que había hecho y comenzó a abrirlas. Había muchas de road side muy especiales, como le gustaban a él; sobre todo carteles años cincuenta, viejos moteles, hasta semáforos, viejos graneros, motores de viento, depósitos de agua. En cambio, la última era interesante; se veía la imagen en parte desenfocada de un hombre que llevaba unas snicker Reebok, pantalones caquis y una chaquetilla azul estilo vaquero. No se le veía la cabeza, la imagen estaba cortada a la altura del cuello. Sin embargo, Mark advirtió algo en el ojal de la chaquetilla y comenzó a aumentar, cada vez más, hasta que pudo distinguir un distintivo de los Fightin’ Irish. No era mucho como pista, pero era mejor que nada. ¿Era aquel Father Ralph, el homicida? ¿Y su pobre amigo había intentado sacar la foto de su asesino mientras lo empujaba al vacío? ¿Y dónde estaba ahora Father Ralph? ¿Dónde se escondía? ¿Quién sería su próximo objetivo? ¿Por quién habría sonado esta vez el violín?
Echó el cerrojo a la puerta, se lavó los dientes, tomó un somnífero y se dejó caer exhausto en la cama.