Oscar y Mark se sintieron muy decepcionados cuando vieron llegar a dos en vez de a tres, pero se resignaron por ser una cuestión de fuerza mayor. Habían alquilado una furgoneta y se presentaron con dos hamburguesas chorreantes de grasa en la mano.
—Hemos de hacernos al ambiente —dijo Oscar sosteniendo en la otra mano una lata de Seven Up. Los demás les miraron asombrados; Oscar era un fanático de la comida bien preparada, un catador muy exigente de vinos raros y buenos, un amante de la cocina tradicional.
Poder de sugestión, pensó Saverio. Y deseó para sus adentros un bocadillo de jamón con berenjenas, mayonesa hecha en casa, palmitos y funghi porcini, una receta del bar Nuvola Rossa de Scandiano. Habían sido recogidos todos los equipajes, y subieron a la furgoneta; Zorro iba al volante y a su lado Oscar, con lo que llamaba «El Evangelio» en la mano, o sea, una guía recién publicada por Feltrinelli de la 66 y un mapa detallado del itinerario sacado de un viejo número del National Geographic.
—¡En marcha! —exclamó exultante Saverio, y repartió a todos un puñado de carísimas nueces de macadamia, mientras Zorro, desafiando las leyes locales, abría la pequeña nevera de viaje sacando una botella de Krug para el brindis.
—Muchachos, no me lo puedo creer —recalcó Oscar, que llevaba para la ocasión un uniforme tipo American graffiti con pantalones años setenta y camiseta con un eslogan hippy. Mark puso en el radiocasete un CD de Bob Dylan.
—¿Eh? —dijo guiñando un ojo—. No está mal como comienzo.
En la euforia que contagiaba a todos, Zorro se equivocó enseguida de carretera sometiendo a la compañía a una extenuante vuelta en el tráfico absurdo de las cercanías del aeropuerto; luego, por fin, consiguió tomar «la mítica».
E misi me per l'alto mare aperto
sol con un legno y con quella compagna
picciola da la qual no fui diserto[1].
Declamó enfático Saverio citando a Dante.
—¡Mira! ¡Mira allí! —le indicó Zorro señalando con el dedo hacia una zona de aparcamiento de autobuses—. ¡Allí es dónde recogeremos a Mark, apenas baje de un greyhound!
—Es cierto —respondió Mark—, teníais esa mierda de Pontiac de segunda mano, pero no podíamos permitirnos nada mejor y tuvisteis que poner al mal tiempo buena cara.
—Nada de quejarse —intervino Oscar—. Aún las había de peores. Y también tú estabas hecho un cristo; parecías el estropajo de una cocina china.
Nadie reparó en un Buick gris que entraba en la nacional en aquel momento, uno de las muchos coches que confluían del tráfico local y que se situó delante de ellos a una buena distancia, pero sin perder el contacto. En él iba un hombre al volante, de unos cincuenta años y con el pelo entrecano, que encendió un cigarrillo, un señorita mentolado. En el asiento de al lado descansaba una bolsa negra y en el salpicadero había la foto de una escena de amor del Pájaro espino.
La furgoneta siguió viento en popa a sesenta millas por hora hasta la primera parada; Joliet. Con una visita obligada a la cárcel, «el joint», ya lugar de culto por la localización de la primera escena de Blues Brothers. Oscar y Mark quisieron hacerse unas fotos con unas polaroids al lado de dos maniquíes que representaban a Jake y a Elwood en actitud de bailar desenfrenadamente.
—Éstos no estaban entonces —comentó Saverio—. Pensé que haríamos el mismo itinerario cultural.
—Y una leche —replicó Mark—. Los Blues Brothers son los Blues Brothers. ¿Recuerdas cuando Elwood pasa a recoger a Jake con el coche de segunda mano de la policía?
Se pusieron a representar la escena.
—Where is the Bluesmobile?
—I traded it.
—You traded the Bluesmobile for this?
—No, for a microphone[2].
Y se echaron a reír como tarados mentales agarrados a las mutuas de plástico de Jake y Elwood.
—Yo empiezo a carburar —dijo Oscar—. A esta hora habría hecho ya cuatro horas de oficina, recibido once llamadas no, dieciséis…
—¡Y un par de polvos a la secretaria! —interrumpió d Zorro.
—Pensé que no se tocaría la jodienda —amonestó Saverio.
—Sí, ¿y cómo es eso posible? —replicó Zorro—. Yo estoy ya en crisis de abstinencia.
—¡No, basta! Una vez se empieza se vuelve una pesadilla y no se habla de otra cosa; esa vez que yo y esa vez que tu. Y yo la tengo más larga y él la tiene más corta; creedme, se vuelve un verdadero suplicio insoportable, una regresión a la adolescencia de cuatro agilipollados de mediana edad. Sursum corda, arriba los corazones.
—Yo creía que significaba «arriba la cuerda», lo contrario de «abajo la cuerda» —rió sarcásticamente Zorro—. Eh, ¿llamamos a Ravarino, para provocarle un derrame de bilis?
—Hazlo, hazlo, llámale —le incitaron los otros.
Zorro marcó el número.
—¿Oiga? Soy Montegros, quisiera saber adonde mandar la corona fúnebre por el alma del señor Ravarino…
—¡Seréis cabrones, hijos de puta! —bramó la voz de Ravarino—. Os aprovecháis porque estoy postrado en la cama, pero cuando os vea juro que me meo en vuestros zapatos.
—¡Diviértete! —gritó Zorro haciéndole escuchar las pedorretas de todos los demás compañeros de viaje.
—Entonces, ¿próxima etapa el Cozy Dog? —propuso cuando hubo cerrado la comunicación.
—Esperemos que nos quede aún estomago —comentó Oscar—. Primero mandemos por delante a Mark, que es indígena, si sobrevive, lo intentaremos también nosotros.
El Cozy Dog estaba aún allí, pero se había convertido ya en un museo de sí mismo; un jukebox en un rincón que ofrecía discos de época, un fuerte olor a grasa quemada y aún más fuerte olor a donuts, las rosquillas fritas que solo unos estómagos muy jóvenes e íntegros eran capaces de digerir. Miraron a su alrededor para descubrir que no había nadie en el local a aquella hora del día y pidieron cuatro cafés, solos, sin azúcar, lo mejor para ponerse a tono. Allí estaba permitido también fumar, y Oscar se encendió un Marlboro light, uno de los pocos que se permitía al día. Saverio se acercó al jukebox y seleccionó una canción de Joan Báez, y, como por arte de magia, les asaltó de improviso la extraña conciencia a todos de que aquel viaje sería un aburrimiento mortal, un estúpido peregrinaje sentimental que defraudaría cualquier expectativa. ¿Qué diablos había aún a lo largo de la 66 aparte de ellos cuatro?
—¡Al infierno la 66! —espetó Mark—. Yo propongo irnos todos a Las Vegas; jugamos, ligamos, follamos y nos emborrachamos en las barbas de las memorias históricas. Yo, si he de ser sincero, estoy hasta los cojones.
—¿Te apetece? —replicó escandalizado Oscar—. Hemos jurado llegar hasta Los Ángeles, cueste lo que cueste.
—¿Y qué? Juramos que nos importa un rábano y nos vamos a Las Vegas.
—¡Mark, no me esperaba eso de ti! —intervino Zorro—. Sometámoslo enseguida a votación. ¿Quién está de acuerdo en seguir adelante?
Se alzaron tres manos. Mark se encontró en minoría. Volvieron a subir a la furgoneta con el compromiso de una variante; parada en Las Vegas durante tres días una vez que hubieran llegado a la altura de Williams, en el límite entre Arizona y California.
Llegaron a Springfield hacia la tarde y Saverio comprobó satisfecho que el programa de actividades era respetado; estaba prevista la primera parada para hacer noche en la capital de Illinois, lugar natal de Abe Lincoln. Saverio sacó el diario que había escrito en aquellos lejanos días.
—Aquí dice que fuimos los cuatro a visitar la casa del presidente y que Mark nos explicó todo con pelos y señales, todo cuanto había que saber sobre el héroe de la guerra contra el esclavismo.
—Vosotros los americanos os salís siempre con la vuestra —comentó—. Inventasteis el esclavismo y luego salváis vuestra alma con Abe Lincoln. ¿Y qué me dices de los indios? Os los cargasteis a casi todos y luego hacéis las películas de Peckinpah.
—¿Y los bisontes? —dijo Zorro echando leña al fuego—. ¿Qué me decís de los bisontes? Primero ese gilipollas de Buffalo Bill los extermina a casi a todos, y luego se inventan los parques nacionales, Yellowstone, Yogui y Bubu y los rangers que protegen a las mariquitas y así no tienen que pensar más en ello.
—Una cara que se la pisan —comentó lacónico Oscar.
—¡Oh! —exclamó Mark—. ¿Qué es esto?, ¿un proceso? América es un país imperial. Y punto. ¿Acaso los romanos no exterminaron a los celtas y a los cartagineses y a un montón de desgraciados en el Coliseo? Y tú, Zorro, ¿qué coño dices? Los españoles no dejaron a ningún inca ni azteca y destruyeron todas las civilizaciones precolombinas. Aquí el más sano llene la roña —concluyó—. Entonces, ¿queréis ver esta casa de Lincoln u os importa un bledo?
—Yo quiero verla —respondió Oscar—. Y quiero también haceros una foto con la Polaroid, si lo logro.
—Y yo también —confirmó Zorro—. Tengo una nueva digital que funciona hasta con poca luz.
Al final se pusieron todos de acuerdo y deambularon por el parque de alrededor de la casa histórica relajándose después de las varias horas de viaje metidos en la furgoneta. Cenaron en el hotel, en el Hilton, sin gran satisfacción, luego Oscar y Saverio salieron de nuevo en busca de un helado. Zorro se puso a leer el periódico en el hall. Mark subió a la habitación y enchufó el televisor mirando un poco las absurdos chistes de Larry King en El show de Larry King. Cuando se cansó enchufó su portátil, se conectó a internet y se dedicó durante una hora a su actividad preferida, secretísima y comprometedora para un importante directivo de una sociedad Informática: la de hacker. En aquel espacio de tiempo relativamente corto consiguió consultar el expediente médico del Papa y darse cuenta de que el pontífice estaba bastante más robusto de lo que parecía. Al final abrió el correo electrónico y miró sus mensajes; los primeros siete, todos de trabajo, luego los tres siguientes, todos de Jessica, todos de amor y de sexo. Por último, quedaba uno mandado por un remitente de nomine extraño: Father Ralph, un personaje, le parecía recordar, de una famosa novela de Colleen McCullougn, El pájaro espino, adaptada con éxito en una serie de televisión… El mensaje era muy conciso, en inglés. Decía:
WELCOME BACK
Mark se quedó impresionado por aquellas palabras trató inmediatamente de remontarse al remitente y a su posible identidad echando mano de todas sus astucias de profundo conocedor de la red, del sistema informático y de los trucos de hacker. En vano. Father Ralph permanecía oculto en su inexpugnable anonimato. Lo máximo que consiguió fue obtener una cadena en código, una secuencia de letras y números, que es como decir nada, o casi nada. Mark apago el ordenador, se quitó la ropa y se metió bajo la ducha dejando correr por encima el agua apenas tibia, y junto con el agua comenzaron a fluir también los recuerdos. Recuerdos que no habría querido reexhumar. ¿Por qué se había sentido inducido a recorrer aquella ruta con sus amigos? En el fondo no existía un motivo tan especial, ni una necesidad inmediata; habría podido seguir diciéndose: «Una vez u otra debíamos hacerlo, una vez u otra se parte». Y luego no se parte para nada.
Le entró una sospecha; cerró la ducha, se secó y volvió a la mesa del ordenador. Se sentía cansado por el desfase horario, pero perfectamente despierto; cogió una coca-cola fría de la nevera para tomar un poco más de cafeína y abrió uno tras otro los mensajes con los que habían sido restablecidos los contactos entre los cinco amigos a distancia de varios años y organizado el viaje. Trabajó con ahínco durante casi dos horas hasta que estuvo en condiciones de reconstruir todo el trazado; una especie de extraña cadena de san Antonio que ninguno de ellos había iniciado. La propuesta había partido de la misma y única mano, del código BSSXW4509THQ, correspondiente al remitente que firmaba como Father Ralph. El mismo de los mensajes, fechado el 15 de marzo, dirigido a Oscar Molteni, decía:
Querido Oscar:
Sé que este mensaje será para ti una sorpresa ya que no hace mucho que hemos hablado, pero he recibido un e-mail de los chicos con la propuesta, verdaderamente apasionante, de un viaje a la mítica Route 66 para repetir nuestros viejos tiempos gloriosos. Ellos están de acuerdo y también yo. Me parece una idea formidable. ¿Qué te parece?
Da señales de vida, viejo amigo,
MARK
Oscar había respondido con un devuélvase al remitente dando su asentimiento al mismo código BSSXW4509THQ, es decir al supuesto Father Ralph, quien le había escrito enseguida a él, Mark, diciendo que Oscar había tenido esta brillante idea y que todos los demás estaban de acuerdo. Y había llamado Saverio; y así sucesivamente.
El cansancio se dejó sentir de golpe y Mark se arrastró hasta la cama cayendo dormido.