Segunda parte

Me escribe usted que teme comunicarme la verdad, pues quizá se expone con ello a enajenarse mi cariño y que durante mi enfermedad, desesperado, lo vendió usted todo para poder sufragar los gastos y evitar que me llevasen a un hospital, y que se entrampó usted hasta los ojos, por lo que su patrona le da ahora escándalos todos los días... Pero, al ocultarme a mí todo eso, hacía usted lo peor que pudiera hacer. Usted quería evitarme el saber que era yo la causa de sus apuros; pero ahora, con decírmelo, me causa usted doble pena. Todo esto casi acaba conmigo, querido Makar Aleksiéyevich. ¡La desdicha es una enfermedad contagiosa, amigo mío! A los pobres y a los desgraciados debían tenerlos lejos los unos de los otros para que no se agravasen mutuamente sus miserias. Yo le he proporcionado a usted un contratiempo cual nunca lo experimentó tan grave en toda su vida. Esto me atormenta lo indecible y me quita todo brío.

Escríbame todo con sinceridad, todo lo que le sucede y cómo ha podido usted abandonarse hasta ese extremo. Tranquilícese usted si le es posible. No hablo por egoísmo, sino por el afecto y el cariño que le tengo, y que nada en el mundo podrá ahuyentar de mi corazón.

Le quiere de todas veras,

Varvara Dobroselov.

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28 de julio.

Mi apreciable Varvara Aleksiéyevna: Sí; ahora que ya todo pasó y quedó conjurado, y de nuevo poco a poco vuelve el agua a su cauce, puedo ser sincero con usted, hija mía. Bueno; ¿conque le inquieta a usted lo que la gente piense y diga de mí? Pues me apresuro a manifestarle que en la oficina me muestran más aprecio que antes. Y después de contarle a usted mis calamidades y contratiempos, puedo comunicarle ahora que de todo eso no se ha enterado aún ninguno de mis jefes; así que todos ellos me siguen teniendo en la misma favorable opinión. Sólo una cosa temo: los chismorreos. Aquí, en casa, gritaba la patrona; pero como yo ya le he pagado, gracias a sus diez rublos de usted, parte de mi deuda, se limita ahora a gruñir por lo bajo. Y por lo que a los demás se refiere, no va peor la cosa: con no pedirles dinero, en todo lo demás son buena gente. Pero, para remate de mis explicaciones, diré a usted aún, hijita, que para mí su estimación vale más que todo el mundo, y que con no haberla perdido me consuelo en los apuros presentes. Gracias a Dios ya pasaron el primer golpe y los primeros sinsabores, y que usted es tan buena que se hace cargo de todo y no me tiene por un mal amigo y un hombre egoísta al haberme empeñado en retenerla aquí con nosotros y engañarla, pues yo la quería y no tenía valor para separarme de usted, ángel mío. Me he aplicado de nuevo con todo fervor a mi tarea, y me afano para reparar mi yerro cumpliendo fielmente mis deberes burocráticos. Yevstafii Ivánovich nos dijo ayer palabra al pasar yo a su lado.

No quiero ocultarle a usted, hijita, que mis deudas y el mal estado de mi traje me contrarían grandemente; pero esto ya se arreglará, y, entre tanto, yo le suplico a usted no se preocupe de cosas menudas.

Me envía usted otro medio rublo, Várinka, este medio rublo me ha traspasado el corazón. ¡De modo que así anda ahora la cosa y así se han vuelto las tornas! No soy yo, el viejo imbécil, quien le ayuda a usted, angelito, sino usted, mi pobre huerfanita, quien me ayuda a mí. Hay que dar gracias a Fiodora, que procuró el dinero. Yo no tenía la menor idea de poder hacer nada en ninguna parte, hija mía; pero usted, en cuanto sepa de alguna posibilidad, dígamelo, y yo le escribiré más detalladamente. ¡Los chismorreos, sólo los chismorreos me inquietan!

Quede usted con Dios, hija mía. Beso sus manecitas y le suplico rendidamente que haga por ponerse del todo buena. Le escribo con tanta brevedad, porque debo darme prisa para ir a la oficina, pues quiero, con el celo y la aplicación, compensar mis faltas y tranquilizar poco a poco mi conciencia. Un relato más detallado de mis incidentes, así como de aquel lance con los oficiales, son cosas que dejo para esta noche. Ahora no tengo tiempo.

Su amigo que la respeta y quiere,

Makar Dievuschkin.

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28 de julio.

Mi querida Várinka: ¡Ah Várinka, Várinka! Ahora la culpa es suya, y habrá de pesar sobre su conciencia. Con su carta ha acabado usted con las últimas fuerzas de superioridad que me quedaban y me ha aturdido por completo; hasta este momento, en que he podido pensar en ello con toda calma y arrojar una mirada hasta lo más profundo de mi corazón, no he podido ver y darme perfecta cuenta de que yo tenía razón. Razón sobrada. No hablo ahora de mis tres días terribles (sea buena, hijita, ¡no hablemos más de eso), sino que me limito a insistir en que yo le tengo a usted cariño y en modo alguno era absurdo que yo la quisiese a usted; ¡no, señor; en modo alguno lo era! Pero usted, hijita, no sabe aún de la misa la media. ¡Si usted supiese cómo fue eso, cómo llegué yo a tomarle cariño, se expresaría usted de otro modo! Usted dice ahora eso, y yo estoy convencido de que en su corazón piensa otra cosa.

Mire, hijita: si le he de decir la verdad, yo mismo no sé exactamente qué fue lo que me ocurrió con aquel oficialete. Debo confesarle, ángel mío, que hasta ese momento me encontraba yo en la situación más espantosa. Imagínese usted, hija mía, que yo llevaba ya todo un mes pendiente, como quien dice, de un cabello. Mis apuros eran tan grandes, que yo no sabía ya que iba a ser de mí. A usted se lo ocultaba yo, y aquí, en casa, también conseguía disimularlo; pero la patrona se encargaba de decírselo a todo el mundo. Yo no me habría apurado por eso mucho, y la habría dejado gritar cuanto quisiese a esa tía escandalosa; pero, en primer lugar, era eso una vergüenza, y, en segundo, tenga usted en cuenta que, no sé por dónde, se había enterado ella de nuestra amistad y se ponía a decir tales cosas en la casa respecto a nosotros, que yo me mareaba y tenía que taparme los oídos. Pero los demás huéspedes no se los tapaban, sino que, muy al contrario, los abrían de par en par. Tampoco sé yo ahora, hijita, dónde esconderme de ellos...

Pues bien; mire usted, angelito mío: yo no estaba hecho a semejante turbión de desdichas de toda índole. Y he aquí que de pronto hube de enterarme por Fiodora de que un tipo insignificante se había presentado en vuestra casa y díchole a usted no sé qué cosas ofensivas. Que usted debía de haberse dolido mucho de la ofensa eso podía yo, hija mía, juzgarlo por mí mismo, pues también a mí me había lastimado en los más vivo. Bueno...; pues nada, hijita: que perdí el juicio, perdí la cabeza y me perdí yo también. Me entró, Várinka, una cólera tan fuerte como en toda mi vida experimentara. Inmediatamente quise correr en busca de aquel tío, de aquel seductor, para el que nada había sagrado en este mundo. Aunque, a decir verdad, ni yo mismo sé lo que quería. Pero sí; lo que yo quería era que nadie la ofendiese a usted, ángel mío. ¡Bueno!... ¡Qué tristeza! Lluvia y fango fuera, y dolor y pesar dentro, ¡en el alma!... Ya pensaba yo en volverme... Pero en aquel instante sucedió lo fatal. Me di de manos a boca con Yemelia, con Yemelia Ilich..., el cual es un compañero de oficina, es decir, lo era, porque ahora ya no lo es, pues lo han dejado cesante por no sé qué causa... Ignoro en qué se ocupará ahora... Ya habrá sabido meter la cabeza en algún sitio... Bueno. Yemelia se pegó a mí, y seguimos juntos luego... Sí; hay que decirlo todo, Várinka, aunque no habrá de causarle ninguna alegría enterarse de los malos pasos y yerros de su amigo... y escuchar el relato de todas mis aventuras. Al tercer día, a eso del oscurecer..., Yemelia, Dios le perdone, había estado azuzándome... Me fui, por último, a ver al tenientito. Yo me había enterado de sus señas por nuestro criado. Ya hacía tiempo..., ahora viene a pelo decirlo..., que yo tenía entre ceja y ceja a ese pollo; le había observado muy bien cuando estaba de huésped en casa. Ahora comprendo, sin embargo, que no me conduje correctamente, pues no estaba nada despejado cuando le hice anunciar mi visita. Y luego, luego, hijita, ya no sé, francamente, lo que sucedió. Sólo recuerdo que estaban con él muchísimos oficiales, aunque es posible, vaya usted a saber, que yo lo viera todo doble. Tampoco sé apunto fijo lo que yo hiciera allí; sólo creo recordar que me puse a hablar por los codos y poseído de una indignación honrada. Luego, finalmente, me echaron entre todos y rodé escaleras abajo, aunque no es verdad, en último término, que me echasen literalmente, sino que yo me eché a mí mismo. Cómo pude volver a casa, eso sólo Dios los sabe. ¡Ahí tiene usted todo, Várinka! Yo, naturalmente, me he comprometido mucho, y con ello ha padecido no poco mi reputación; pero nadie sabe del todo lo ocurrido, ninguna persona extraña, nadie, quitándola a usted; de modo que, en fin de cuentas, es como si no hubiese pasado nada. ¿Será quizá así, Várinka de mi alma? ¿Qué le parece a usted? Lo único que me consta de fijo es que el año pasado Aksentii Osípovich le puso las manos encima a Piotr Petróvich; pero no lo hizo públicamente, sino a solas. Le rogó que pasara al cuarto de guardia; pero yo lo presencié todo por casualidad; bueno; pues cuando allí lo tuvo, la emprendió con él como creyó oportuno, pero guardándole todos los respetos, pues, como le digo, nadie se enteró del lance... sino yo. Sólo que yo, claro..., no soy nadie, es decir, que si me preguntaran me limitaría a decir que nada había oído, por lo que es absolutamente igual que si de nada me hubiese enterado. Bueno; pues luego de eso, Piotr Petróvich y Aksentii Osípovich han continuado tratándose como si tal cosa. Piotr Petróvich es, como usted sabe, muy orgulloso, y ha tenido buen cuidado de no decirle a nadie nada, y ahora ambos, cuando se encuentran, se saludan y hasta se san las manos, cual si nada hubiera sucedido entre ellos.

No le digo que no, Várinka; no me atrevo a contradecirla; comprendo yo mismo que he caído muy bajo, y hasta, lo que es más horrible, que he perdido mucho de mi dignidad. Pero probablemente todo esto estaría escrito desde el día que nací; ése sería mi sino..., y al sino, como usted sabe, no hay quien pueda darle esquinazo.

Conque ya tiene usted aquí, Várinka, la relación circunstanciada de cuanto hubo de ocurrirme en mis apuros y desventuras. Como usted ve, son de una índole tal, que más vale no hablar de ello. Estoy enfermo, Várinka, y han huido de mí todos los buenos sentimientos. Pongo fin a estas líneas reiterándole a usted, Varvara Aleksiéyevna, la seguridad de mi afecto, aprecio y estimación, y quedo su servidor más fiel,

Makar Dievuschkin.

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29 de julio.

Mi querido Makar Aleksiéyevich: He leído su carta y batido palmas. ¡Dios mío, Dios mío! Mire usted, amiguito: o me oculta usted algo, o sólo me ha escrito una parte de sus calamidades, o..., verdaderamente, Makar Aleksiéyevich, será que yo no acabo de entender bien su carta... Venga usted hoy a verme, ¡por lo que más quiera! Y oiga usted: venga, sencillamente, a comer con nosotras. Yo no sé qué vida hace usted ahí ni cómo está ahora con la patrona. Usted no me dice nada de eso en sus cartas, y no parece sino que lo hace con toda intención, como si no quisiera decírmelo.

Conque hasta la vista, amiguito; venga usted hoy sin falta. Pero sería lo mejor que viniese a comer con nosotras, Fiodora guisa muy bien. Hasta luego, pues. Suya,

Varvara Dobroselov.

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1 de agosto.

Mi querida Varvara Aleksiéyevna: Usted se alegra, hijita, de que Dios Nuestro Señor le ofrezca hoy una oportunidad de pagar bien con bien y demostrar su gratitud. Creo en esto, Várinka, y creo en la bondad de su corazón, y no he de dirigirle a usted ningún reproche; pero usted tampoco me los habrá de dirigir como en otro tiempo, tildándome de dilapidador. Yo incurrí en ese pecado una vez... ¡Qué hemos de hacerle!... Si es que usted se empeña en sostener que eso sea pecado. Aunque, créalo usted, Várinka, ¡duele oírle decir a usted precisamente esas cosas!

Pero no me tome usted a mal el que yo le hable así. ¡Tengo todo dolorido el corazón, hijita! Los pobres somos tercos... Lo ha dispuesto así la naturaleza. Yo lo había observado y sentido así ya antes de ahora. El pobre es susceptible; ve el mundo de otro modo, mira a cada transeúnte de soslayo, con recelo, y coge al vuelo la menor palabra... ¿Si estarán hablando de él? ¿Si será que están comentando en voz baja su desastrado aspecto? ¿Si no se estarán preguntando qué es lo que hace ahora? ¿Quién sabe si inquirirán también cómo se las bandea, cómo sale del paso? Todos sabemos, Várinka, que un hombre pobre es peor que un pingajo y que, dígase lo que se quiera, no puede merecerle a nadie la menor estimación. Porque por más que escriban esos literatuelos, un pobre siempre será un pobre con todas sus consecuencias. Y ¿Por qué ha de ser siempre un pobre? Pues porque en un hombre pobre, todo, por decirlo así, debe estar con el lado izquierdo hacia afuera, no puede tener nada guardado en lo más íntimo, ningún orgullo, por ejemplo, ni otro sentimiento análogo, pues no se lo tolera. No hace mucho decíame Yemelia que una vez hicieron para él una colecta no sé dónde, y que por cada céntimo que le dieron tuvo que sufrir poco menos que una investigación. Aquellos tíos pensaban que no debían darle, así como así, sus limosnas... ¡Nada de eso! Pagaban para que les enseñasen a un pobre. Hoy, hijita, resultan muy particulares los beneficios... ¡Quizá lo hayan sido siempre, quién sabe! O será que no lo entiende la gente, o que lo entiende ya de sobra... Una de las dos cosas.

¿Ignoraba usted esto, por ventura? ¡Pues no lo olvide ahora! Créame usted, Várinka, que si sobre otras muchas cosas no sé absolutamente nada..., lo que es sobre ésta sé más que muchos. Pero ¿de dónde puede un individuo saber estas cosas? Y, sobre todo, ¿por qué, piensa así? Sí, ¿de dónde lo sabe?... Pues... por experiencia. Exactamente igual que ese señorito que camina a su lado y dentro de un instante entrará en un restaurante, ya pensando para sus adentros: «¿Qué tendrá para comer este mediodía ese empleaducho? Yo voy a pedir ahora mismo sauté aux papillotes, mientras que él es posible que tenga que contentarse con una papilla sin manteca.» Pero ¿qué le importa a él que yo sólo tenga para comer una papilla sin manteca? Sí, hay hombres así, Várinka; existen verdaderamente esos hombres que sólo piensan esas cosas. Y se mueven entre nosotros esos tipos inútiles, esos fisgones y chismosos, y por todas partes se cuelan, mirando a ver si pisa uno con toda la planta o sólo con la punta del pie, tomando nota de si este empleado o aquel otro de tal o cual oficina llevan botas por las que se les asoma el dedo gordo, o tienen rozadas las mangas del uniforme por los codos, todo lo cual lo escriben luego sin omitir detalle, y sin más preámbulo lo dan a la imprenta, y allá te va... Pero ¿qué les importa a ellos que yo tenga gastadas las mangas de mi uniforme por los codos? Sí; si usted me perdona lo fuerte de la expresión, le diré, Várinka, que un pobre en ese estado siente una vergüenza idéntica al pudor virginal de usted. Usted -perdone este burdo ejemplo- no se desnudaría delante de todo el mundo, ¿verdad? Pues vea: exactamente igual, con el mismo desagrado, ve el pobre que meta nadie la nariz en su perrera para fisgar cómo viven él y lo suyos. ¿Qué razón existe, Várinka, para ofenderme a mí justamente con mis enemigos, que han faltado al honor y a la buena reputación de un hombre honrado?

Bueno; pues esta mañana estaba o sentadito en mi oficina, completamente callado y absorto, cuando me hube de imaginar mi propia figura cual la de un gorrión sin plumas, de suerte que llegué a sentir deseos de morirme de puro avergonzado. ¡Me daba vergüenza, Várinka! Es que sin querer pierde uno el valor cuando sabe que por los sietes de las mangas se le ven los codos y que los botones de la chaqueta está pendientes de un hilito. ¡Y yo lo tendía todo como maleficiado y en completo abandono! Y sin querer pierde uno el valor. Sí, ¿qué de raro tiene? El mismo Stepán Kárlovich, al hablarme de algo relacionado con el servicio, empezó, sí, hablándome de eso, y luego, de pronto, sin darse cuenta, exclamó: «¡Ay Makar Aleksiéyevich!»; pero no llegó a decir lo otro, lo que pensaba en sus adentros; sólo que yo lo adiviné todo y me puse colorado, hasta el punto de que la calva misma se me debió de teñir de rosa. Eso, en el fondo, no significa nada, pero siempre causa cierta inquietud y le da un rumbo melancólico a nuestro pensamiento. ¿Ha sentido usted alguna vez algo semejante? Sí, verdaderamente, hablándole con franqueza, tengo vehementes sospechas acerca de cierto individuo. ¡Con esos bandidos no hay quien pueda! ¡Lo despojan a uno sin más ni más! ¡Son capaces de vender de balde su vida, Várinka! ¡Para ellos no existe nada sagrado!

¡Yo sé ya de quién fue esa hazaña; fue obra de Ratasayev! Este debe de tener amistad con alguno de nuestro oficina, y habrá ido allá y le habrá dicho algo al interesado, probablemente poniendo en el relato algo de su cosecha. Si no es que lo ha contado en su oficina y de allí se ha corrido el cuento por otras dependencias de la casa, hasta llegar a nuestro negociado. En casa están todos perfectamente enterados y hasta señalan con el dedo a su ventana de usted. Me consta que lo hacen. Y ayer a mediodía, al dirigirme a su casa de usted para comer con ustedes, se escondieron detrás de las ventanas, asomando la cabeza con mucho cuidado para que no los viéramos, y la patrona decía que el diablo había hecho un pacto con un niño de pecho, y luego se explayaba de un modo aún más indecente a cuenta de usted.

Pero todo esto no es nada comparado con el escandaloso designio de Ratasayev de sacarnos a ambos en una de sus noveluchas y describirnos en una donosa sátira. Así lo ha dicho él mismo y así me lo han advertido algunos buenos amigos de la oficina. Yo no puedo pensar ya en otra cosa, hijita, y no sé qué partido tomar. Sí..., aunque haya uno olvidado ya sus pecados, hemos enojado mucho a Dios ambos, ¡ángel mío!

Quería usted, hijita, enviarme un libro para que no me aburriese. Déjelo usted por ahora, nena; ¿para qué lo necesito? Y ¿de qué libro se trata? ¡No será todo de cosas de la realidad! Pero también las sátiras y las novelas son disparates, escritas con propósito de decir desatinos, y para que las personas ociosas tengan algo que leer. Crea, hijita, lo que le digo: haga usted caso de mis muchos años de experiencia. Y si empezamos por Shakespeare -¡vea usted, la literatura cuenta con un Shakespeare!-, ¡ese mismo Shakespeare es un puro disparate y nada más que un disparate, un puro librejo de burla y escarnio, escrito por esos garrapateadores para divertir al público!

Suyo,

Makar Dievuschkin.

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2 de agosto.

Mi querido Makar Aleksiéyevich: Por favor, ¡no se inquiete usted! Dios nos dará su ayuda y ya verá cómo todo se arregla. Fiodora ha encontrado para las dos mucho trabajo, y en seguida, muy contentas, nos hemos puesto a hacerlo. Quizá con esto tengamos para poner de nuevo todas las cosas en orden. Me ha dicho Fiodora que ella cree que Ana Fiodórovna está muy enterada de todos mis contratiempos últimos; pero a mí me es de todo punto indiferente. Yo estoy hoy resueltamente alegre.

Conque quería usted tomar dinero a rédito... ¡Dios le libre de hacer tal cosa! Con eso no haría usted más que agravar sus males, pues tendría que pagar luego mayor cantidad, y ya sabe usted lo difícil que es eso. Haga usted ahora una vida más económica, venga con más frecuencia a vernos y no se preocupe usted por lo que diga su patrona. Cuanto a sus otros enemigos y todas las demás personas que piensan mal de usted, convencida estoy de que usted se tortura con aprensiones totalmente infundadas. Makar Aleksiéyevich.

También podía usted estimar un poquito más su estilo; no es ésta la primera vez que le digo que escribe usted de un modo incomparable. Bueno, hasta la vista. Conste que le espero sin falta. Suya.

V. D.

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3 de agosto.

Angelito mío, Varvara Aleksiéyevna: Me apresuro a comunicarle, alma mía, que vuelvo a tener nuevas perspectivas y nuevas esperanzas. Pero antes permíteme usted, alma mía, que le diga una cosa: ¿opina usted que yo no debo tomar dinero a rédito? ¡Pero si no es posible salir adelante de otro modo, palomita mía! A mí me va la cosa mal; pero ¿y ustedes, a las cuales puede ocurrirles algo de improviso? ¡Anda usted siempre tan delicadita! Por eso digo que es imprescindiblemente necesario el tomar algún dinero a rédito. Y ahora, escúcheme usted.

Debo hacerle presente, ante todo, que yo tengo mi asiento en la oficina al lado de Yemelia Ivánovich. Este Yemelia no es aquel otro individuo del mismo nombre del que ya la hablé a usted. Es, lo mismo que yo, un funcionario del Estado. Ambos somos los más antiguos del negociado, los veteranos, como nos suelen llamar. El tal Yemelia es un hombre bonísimo, sin pizca de egoísmo, pero apenas si habla dos palabras seguidas, y para que usted vea lo que son las cosas, tiene todo el aspecto de un verdadero oso. Trabaja a conciencia en la oficina, escribe con buena letra inglesa y, si he de decir la verdad, no lo hace peor que yo. Es, además, un hombre verdaderamente honrado. Nosotros no hemos tenido nunca lo que se dice intimidad, limitándonos al cambio de saludos: «¡Buenos días!», y «¡Quede usted con Dios!»; pero suele ocurrir a veces que yo, por ejemplo, necesito un cortaplumas, y entones voy y le digo: «Querido Yemelia Ivánovich, ¿podría usted dejarme su cortaplumas un momentito?» Verdadera conversación no la hemos sostenido nunca; pero, no obstante, hemos cambiado esas palabrillas que es costumbre se crucen entre empleados que trabajan en la misma mesa. Bueno, pues verá usted. Hoy, el tal Yemelia hubo de decirme de pronto: «Makar Aleksiéyevich, ¿por qué está usted tan pensativo?»

Yo pude advertir que él me hablaba con la mejor intención y... fui y me confié a él. Abríle el pecho y se lo conté todo, de pe a pa; es decir, todo no se lo conté..., y, naturalmente, si Dios me tiene de su mano, no se lo contaré nunca a nadie, porque me faltaría el valor. Várinka; pero sí le referí algunas cosas; en otras palabras: que le confesé que me encontraba en un apuro de dinero, etc., etc.

-Pero, padrecito -me dijo Yemelia Ivánovich-, usted podría encontrar quien le diese dinero a rédito, por ejemplo Piotr Petróvich, que presta con su tanto por ciento. También yo le he tomado dinero a préstamo. Y puedo asegurarle a usted que no me lleva un interés muy elevado, ¡no, señor!

Ahora bien: Várinka, al oírle, empezó a darme saltos el corazón de puro alegre... ¡Cómo me palpitaba! Pensaba, y pensaba, y ponía toda mi confianza en Dios, que, ¡quién sabe, quizá le inspire a Piotr la idea de prestarme dinero! Y en seguida me puse a echar la cuenta, a ver la forma como podría yo pagarle a la patrona y ayudarle algo a usted, y darme yo una vueltecita también para adquirir de nuevo aspecto humano..., pues estoy hecho ya una verdadera vergüenza, y me la da a mí de sentarme en mi sitio, eso sin contar con que los jóvenes se están siempre riendo de uno... ¡Dios los perdone! Pero es que también Su Excelencia pasa algunas veces junto a nuestra mesa, y si alguna vez... ¡Dios nos libre y nos guarde!... al pasar, le diera por echarme una miradita y fijarse en que voy vestido de una manera impropia..., porque ha de saber usted que Su Excelencia considera el primor y el orden como lo más importante en el mundo. Probablemente no diría nada, pero yo, Várinka, yo creo que me moriría de vergüenza en el acto... Como se lo digo a usted. Así que hice acopio de valor, disimulé todo lo que pude mi susto y me fui a ver a Piotr Petróvich, lleno, por una parte, de esperanza, y por otra, de inquietud...

Bueno; pues todo esto, Várinka, paró en... nada. Estaba el sujeto muy ocupado, hablando, por cierto, con Fedosei Ivánovich. Yo me acerqué a él y le di un golpecito con mucha discreción en el brazo, como dándole a entender que tenía necesidad de hablarle. Él se volvió a mirarme, y... entonces fui yo y, poco más o menos, le dije lo siguiente: «Tal y cual, etc. Piotr Petróvich, si puede ser, aunque sólo sea unos treinta rublos...» Él, a lo primero, pareció no haberme comprendido; pero yo volví a explicárselo todo. Y entonces él fue y se echó a reír, pero sin decirme palabra. Yo empecé de nuevo con mi retahíla, y entonces él me preguntó: «¿Tiene usted alguna garantía?»; luego volvió a abismarse en sus papeles y continuó escribiendo, sin siquiera dirigirme una mirada. Todo lo cual hubo de cohibirme un poco. «No -le dije-, garantía no tengo, Piotr Petróvich.» Y le expliqué: «Pero yo le devolveré el dinero, en cuanto cobre mi sueldo de este mes, y eso será lo primero que haga y mi primera obligación.» En aquel momento lo llamó no sé quién y salió de la oficina, donde yo me quedé aguardándolo. No tardó en estar de vuelta. Se sentó, aguzó su pluma... y, a todo esto, sin reparar en mí. Pero yo volví a la carga, diciéndole: «Conque, Piotr Petróvich, ¿no habría modo de arreglar el asunto?»

Él no decía nada, y parecía como si no me hubiese oído, en tanto yo permanecía de pie, está que está... «Bueno -pensaba yo-, lo intentaré otra vez, la última», y volví a tocarle en una manga. Pero él no despegó los labios, Várinka; quitóle un pelillo a la pluma y siguió escribiendo. Entonces yo me retiré de allí.

Mire usted, hijita: puede que estos sujetos sean muy honorables; pero como soberbios, sí que lo son, y no poco... ¡A ellos no hay forma de llegar, Várinka! Y para que usted lo sepa es por lo que le he contado este episodio.

Yemelia Ivánovich se echó al punto a reír y movía la cabeza; pero el pobre, como es muy bueno, no quería quitarme las esperanzas. Yemelia Ivánovich es realmente un hombre bueno. Me ha prometido recomendarme a cierto individuo que vive en la parte de Viborg[13] y que también presta dinero. Dice Yemelia Ivánovich que ese individuo me dará el dinero sin falta. ¿Qué le parece a usted? ¡Sin dinero no hay forma de salir adelante! Mi patrona me ha amenazado ya con echarme de la casa y con no dejarme sentar a la mesa. Y tengo las botas en un estado deplorable, hijita, ¡y me faltan la mar de botones y quién sabe cuántas cosas más! ¡Y si le diera por fijarse en mí alguno de los jefes!... ¡Una verdadera desdicha, Várinka; una verdadera desdicha!

Makar Dievuschkin.

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4 de agosto.

Querido Makar Aleksiéyevich: ¡Por el amor de Dios, Makar Aleksiéyevich, procúrese usted tan pronto como pueda el dinero! Yo, naturalmente, en las actuales circunstancias, no reclamaría su ayuda a ningún precio, ¡pero si supiera usted en qué situación me encuentro...! ¡No puedo continuar en este piso, necesito mudarme! ¡He sufrido los más desagradables contratiempos y no puede usted figurarse qué excitada y desesperada estoy!

Imagínese usted, amigo mío; esta mañana presentóse en casa inopinadamente un señor extranjero, un hombre ya de edad, casi un anciano, con una condecoración al pecho. Yo estaba muy asombrada y no comprendía qué era lo que deseaba. Fiodora había salido a comprar no sé qué. El visitante empezó a hacerme preguntas: que qué vida hacía yo; que en qué me ocupaba, y luego..., sin aguardar contestación..., salió diciendo que era el tío de aquel oficial de marras y que le había disgustado mucho la incorrecta conducta de su sobrinillo; sobre todo, que hubiera puesto mi buena reputación en entredicho... Que su sobrino era un tarambana, que en nada reparaba; pero que él, como tío suyo, se creía obligado a compensar sus faltas y a tomarme bajo su protección. Me aconsejaba, además, que no les hiciese caso a los jovencitos; que él, en cambio, sentía por mí la compasión de un padre y un amor paternal y estaba dispuesto a ayudarme en todos sentidos.

Yo me puse encarnada, mas no sabía qué pensar de aquello, pues, naturalmente, no estaba entonces para pensar en nada. Él me cogió la mano y me la estrechó sin soltármela; por más que yo hacía para zafarme, me dio unas palmaditas en las mejillas, diciendo que era muy bonita y que le gustaba mucho, encantándole, sobre todo, los hoyuelos que se me formaban en los carrillos. Siguió hablando por los codos..., y, finalmente, hizo intención de darme un beso... «¡Como soy ya un viejo!» decía. ¡Qué baboso estaba!... En aquel instante llegó de la calle Fiodora. El caballerete se quedó un poco cortado, insistió en que estimaba, sobre todo, mi modestia y mi buena educación, y añadió que celebraría mucho que yo le perdiera el miedo. Luego llamó aparte a Fiodora y quiso ponerle dinero en la mano, con no sé qué pretexto. Fiodora, naturalmente, se lo rechazó.

Visto lo cual, despidióse él; volvió a repetir que lo sentía mucho, y prometió hacerme de allí a poco otra visita y traerme unos pendientes (creo que a lo último estaba un poco cohibido). Me aconsejó, además, que me mudase a otra casa, recomendándome una que es muy mona y no me costaría nada. Repetía que yo le había inspirado un afecto especial, por ser una muchacha honrada y discreta. Luego volvió a encarecerme que tuviese mucho cuidado con los jóvenes libertinos, y, finalmente, explicóme que conocía a Anna Fiodórovna y que ésta le había encargado me dijera que no tardaría en hacerme una vivita. ¡Entonces lo comprendí todo! No puedo dar razón de lo que me sucediera... Era la primera vez que sentía eso y también la vez primera que en tal situación me encontraba: ¡estaba fuera de mí! Yo le eché en cara su proceder..., y Fiodora se puso a mi lado y lo echó materialmente del cuarto. Todo esto es, naturalmente, obra de Anna Fiodórovna... Pero ¿por dónde habrá podido enterarse de estas cosas nuestras?

Pero yo me dirijo a usted, Makar Aleksiéyevich, y le ruego me proteja. ¡Ayúdeme usted; por el amor de Dios, no me deje en este apuro! Por favor, procúrenos usted dinero, aunque sea poco, pues no tenemos absolutamente con qué costear los gastos de una mudanza y por ningún concepto podemos seguir viviendo aquí. Fiodora piensa sobre esto lo mismo que yo. Necesitamos, por lo menos, veinticinco rublos. Yo le devolveré a usted esa cantidad, ¡que ganaré con mi trabajo! Fiodora me traerá de aquí a unos días labor; así que no se vaya a asustar de que el interés sea muy elevado; no se fije usted en ello y acepte todas las condiciones. ¡Todo, todo se lo devolveré yo a usted; pero no me abandone usted ahora, por el amor de Dios! Me cuesta un gran esfuerzo irle a usted con esta súplica en las circunstancias actuales; pero usted es mi único amparo, ¡mi única esperanza!

Siga usted bien, Makar Aleksiéyevich, piense en mí y que Dios le atienda.

V. D.

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4 de agosto.

Varvara Aleksiéyevna, palomita mía: Mire usted, son esos golpes inesperados precisamente los que me desconciertan. ¡Esas plagas espantosas son exactamente las que dan en tierra conmigo! Esos pisaverdes insulsos y esos vejetes despreciables acabarán por llevarnos al lecho del dolor, no sólo a usted, ángel mío, con tantos sofocos como le proporcionan, sino también a mí, a quien le darán la puntilla los muy tunos. ¡Lo harán como se lo digo, hijita! ¡Pero primero me dejaría yo matar que no ayudarla a usted! Porque si yo no pudiera ayudarla, Várinka, eso sería para mí la muerte, mi verdadera muerte. Pero en cuanto la haya podido yo acorrer, huya usted de mí en seguida, Várinka, como un pajarillo, pues sólo así se verá libre de esa partida de avechuchos y aves de rapiña que ahora rondan su nido. Aunque esto, hija mía, es lo que más me atormenta. Pero yo también sufro por su culpa, Várinka. ¿Cómo puede usted ser tan cruel? ¡Cómo puede serlo! A usted atormentan, a usted la ofenden, a usted, pajarito mío, corazoncito mío, la hacen sufrir continuamente y, por consecuencia..., todavía se crea usted preocupaciones que también me traen desazonado a mí y me promete devolverme y sacarlo de su trabajo, lo cual quiere decir, en realidad, que usted, con lo delicada que está, va a ponerse a trabajar a destajo, a fin de poderme dar el dinero en el plazo convenido. ¿Ha pensado usted bien, Várinka, en lo que promete? ¿Por qué ha de coser y trabajar y torturarse su pobre cabecita con preocupaciones y estropearse la salud? ¡Ah Várinka, Várinka!

Mire usted, palomita mía: yo no valgo nada, absolutamente nada; me consta que para nada valgo, pero y ame las arreglaré de forma que algo valga. Yo venceré todas las dificultades, yo me buscaré trabajo particular, haré copias para nuestros literatos, iré a verlos, sí; iré a verlos y les pediré trabajo, pues necesitan buenos copistas, ¡me consta que los andan buscando! Pero usted es preciso evitar que de tanto trabajar se ponga enferma; ¡por nada del mundo lo consentiré!

Yo buscaré, sin duda alguna, buscaré dinero y lo hallaré; que me muera antes de no hacerlo así. Me escribe usted, palomita mía, que no me asuste por lo elevado del interés; segura puede estar de que no me asustaré por ello; ¡resueltamente no me asustaré ya por nada! Tomaré prestados cuarenta rublos, hijita. ¿No será poco, Várinka? ¿Qué le parece a usted? ¿Me prestarán a mí cuarenta rublos sin más garantía que mi palabra? Lo que yo deseo saber, hija mía, es si usted me cree capaz de inspirarle confianza a cualquiera sólo a la primera mirada. Por la expresión del semblante quiero decir, y, sobre todo..., ¿podrán formar de mí con sólo verme una opinión favorable? Piénselo usted bien, angelito mío, piénselo bien. ¿Puedo hacer yo una buena impresión en quien me ve por vez primera? ¿Soy yo un hombre así? ¿Qué le parece? Mire usted: siento, a pesar de todo, una angustia..., ¡una angustia enfermiza, verdaderamente enfermiza!

De los cuarenta rublos le daré a usted veinticinco, Várinka: dos a la patrona, y el resto me lo reservaré yo para mis gastos.

Verdaderamente, a la patrona debería yo darle más dinero; sí, debería dárselo sin remisión, pero piense usted bien hijita; haga la cuenta de las cosas que necesito más imprescindiblemente, y verá cómo no es posible que de ningún modo pueda darle más dinero... Así que no hay que preocuparse más ni hablar más del asunto, sino dar por resuelta la cuestión. Por cinco rublos me compro un par de botas. Porque le confieso, en verdad, que no sé si mañana me atreveré a presentarme en la oficina con las que llevo puestas. También me vendría muy a pelo una corbata, pues la que ahora tengo lleva ya casi un año de uso; pero como usted de un delantal viejo no sólo me hizo una pechera, sino también una corbata, no hay que pensar por ahora en comprar una nueva. De modo que tenemos ya botas y corbata. Ahora nos faltan los botones, hijita. Usted convendrá conmigo en que de los botones no puedo prescindir y a mi casaca de uniforme se le han caído ya más de la mitad. Yo tiemblo cuando pienso que pudiera suceder que Su Excelencia se fijase en semejante muestra de abandono y dijese con mucha razón... cualquier cosa. No tendría que decirme más de una, pues de fijo que me quedaba muerto en el acto, pero muero de repente, pues de vergüenza, sólo de pensarlo, creo exhalar el ánima. Sí, hija mía, no podría sobrevivir a ese bochorno... De modo que, después de satisfechas esas atenciones, me quedan sus buenos tres rublos para vivir y para comprarme una librita de tabaco, pues el tabaco para mí es la vida, y hoy hace ya nueve días que mi pipa no echa humo. Con franqueza le confieso que yo habría comprado el tabaco, aun sin decírselo a usted antes, sólo que me avergüenzo de ello ante mi conciencia. Usted es una desdichada que se priva de todo y yo voy a procurarme deleites. Así que se lo prevengo a usted para evitarme remordimientos de conciencia. Le confieso sinceramente, Várinka, que me encuentro actualmente en una situación sumamente desesperada; es decir, como nunca la había experimentado en mi vida. La patrona me desprecia; de estimación o respeto, ni pizca. Por todas partes faltas, por todas partes deudas; pero en la oficina, donde los compañeros nunca me bailaron el agua de nieve...., bueno, de la oficina más vale no hablar. Yo lo disimulo todo, procuro el primero ocultarlo todo y hasta ocultarme yo mismo; cuando entro en la oficina hago todo lo posible por pasar inadvertido y me escurro por entre los compañeros. Yo sólo tengo valor para contárselo a usted todo francamente... Pero ¿y si no me dieran el dinero?

No; es mejor, Várinka, no pensar en ello y no atormentarse con semejantes figuraciones, que ya por adelantado le quitan a uno el valor. Yo sólo le escribo a usted estas cosas para prevenirla y ponerla en guardia, a fin de que no piense en ello ni se atormente con otras ideas tristes. ¡No lo haga usted así! Pero, Dios mío, ¡qué sería de usted! Seguramente no podría mudarse de cuarto y tendría que seguir siendo mi vecina..., pero no, no podría resistir ese golpe; sencillamente, en ese caso, me metería debajo de la tierra, ¡desaparecería, sucumbiría!

Aquí tiene usted otra epístola larga, y en vez de garrapatear tanto hubiera mejor afeitándome, pues afeitado parece uno más primoroso y respetable, lo cual significa mucho y siempre ayuda no poco a allanarle a uno el camino para encontrar lo que busca. ¡Conque sea lo que Dios quiera! Yo pediré el dinero y luego... me abriré camino.

Makar Dievuschkin.

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5 de agosto.

Querido Makar Aleksiéyevich: ¡Si usted por lo menos no desesperase! Tenemos ya sin eso tantas preocupaciones... Le envió a usted treinta copeicas, que es todo lo que puedo. Cómprese usted con ellas lo que le haga más falta para poder tirar por lo menos hasta mañana. Nosotras eso es casi lo único que tenemos... ¡Qué va a ser mañana de nosotras!... No lo sé. ¡Qué tristeza, Makar Aleksiéyevich! Pero no debe usted quebrarse la cabeza con preocupaciones. Que no le han dado a usted nada, bueno, ¡qué le vamos a hacer! Dice Fiodora que, después de todo, no estamos tan mal, que todavía podíamos seguir aquí un poco..., y que aun cuando nos trasladásemos a otro cuarto no habríamos ganado gran cosa, pues quien se lo propusiera siempre daría con nosotras. Desde luego que, a pesar de todo, no es nada agradable continuar aquí. Si no tuviera tanta pena, le escribiría a usted de otras cosas más.

Pero ¡qué carácter más raro el suyo, Makar Aleksiéyevich! Todo lo toma usted muy a pecho, por lo cual ha de ser usted el más desdichado de los hombres. Leo con toda atención sus cartas y veo por ellas que usted se preocupa y atormenta por mí hasta un punto como usted mismo nunca se preocupó ni apuró por su persona. Naturalmente, todo el mundo diría que eso es que usted tiene muy buen corazón. Pero yo digo que lo tiene demasiado bueno. Si me atreviera, le daría a usted un consejo afectuoso, Makar Aleksiéyevich. Yo le estoy a usted agradecida, muy agradecida por todo cuanto por mí ha hecho; créame que le guardo agradecimiento profundo. Pero juzgue usted mismo cómo me sentará ver que usted, después de todos esos sinsabores y contratiempos, cuya causa involuntaria he sido yo...; que usted todavía sólo para mí vive y en cierto modo sólo por mí vive, pues mis alegrías son las suyas; mis penas, sus penas, y mis sentimientos tienen más fuerza para usted que los suyos. Pero si usted toma tan a pecho los ajenos dolores y tanta compasión es capaz de sentir, ¡cuánta razón no hay para que sea usted el más desdichado de los mortales! Cuando hoy, de paso para la oficina, entró usted a saludarnos, a mí me dio verdadero susto verlo. Estaba usted tan pálido, tan decaído y postrado, tan preocupado y desesperado, que, palabra, apenas si parecía usted temía confesarme su fiasco, dándome con ello un disgusto y una inquietud. Pero al ver usted que yo tomaba la cosa a risa, respiró a sus anchas. ¡Makar Aleksiéyevich! No se preocupe usted de ese modo, no se desespere así, sea usted razonable. ¡Se lo ruego, se lo imploro! Ya verá usted cómo todo se arregla, cómo las cosas toman otro rumbo mejor. Usted se ensombrece innecesariamente la vida con tanto preocuparse y afligirse eternamente por los ajenos dolores.

Adiós, amigo mío. ¡Le suplico una vez más no se apure por mí!

V. D.

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5 de agosto.

Palomita mía, Várinka: ¡Bueno, angelín, bueno! Usted ha llegado a la conclusión de que no es ninguna desdicha que no me hayan querido dar el dinero. Bueno; pues yo también estoy tranquilo y contento. Hasta alegre estoy al ver que usted no abandona a este pobre viejo y se queda en el cuarto. Eso es, y si le he de decir todo, lo confesaré que se me llenó el corazón de alegría al leer las cosas tan lindas que de mí decía en su carta y los elogios que tenía para mis sentimientos. No lo digo por orgullo, sino porque veo que usted me quiere de veras cuando de ese modo se desvive por tranquilizarme el corazón. Bueno, ¿hasta cuándo se va a estar hablando de mi corazón? Mi corazón debe quedarse para mí; pero a eso dirá usted, Várinka, que no debo ser humilde. Sí, angelín mío; tiene usted razón que está de más, que realmente no hace falta alguna... la timidez, digo. Pero, entre paréntesis, hijita, ¿quiere usted decirme qué botas voy a ponerme mañana para ir a la oficina?... Ese es el quid, para que usted vea... Esa idea tiene poder para dar en tierra con un hombre, para aniquilarlo sencillamente. La raíz de todo está en que yo no me cuido de mí, ni de mí me duelo. A mí, personalmente, me da igual, y con la mayor tranquilidad del mundo iría por esas calles sin capa y sin botas; a mí me resultaría indiferente, de nada me cuidaría, pues soy un hombre sencillo y modesto. Pero ¿qué diría la gente?... ¿Qué dirían mis enemigos y todas esas malas lenguas si me ven sin capa? Se lleva capa sólo por la gente, y sólo por ella se llevan también botas. Las botas son, en este caso, corazoncito mío, hija mía, únicamente necesarias para la conservación del honor y la buena reputación de uno. Quien lleva las botas rotas pierde el uno y la otra... Créame usted lo que le digo, hijita; haga usted caso de este viejo, abandónese usted a mis largos años de experiencia, preste usted oídos a un viejo que conoce a los hombres y no a ningún petimetre.

Pero todavía no le he contado a usted al detalle, hijita, cómo está hoy todo. Yo, en esta sola mañana, he tenido que aguantar tanto, pasar por tantas torturas de espíritu, como quizá otros hombres en todo un año. Escúcheme, que le voy a referir lo que pasó.

Yo salí de casa muy tempranito con objeto de saludarla a usted y luego irme a la oficina y poder llegar a tiempo. ¡Qué lluvia hacía hoy y cuánto barro! Bueno. Me envolví en mi capita, angelín mío, y pian piano seguía mi camino en tanto pensaba para mis adentros: «¡Dios mío! ¡Perdóname todas las infracciones de tus mandamientos y haz que se cumplan mis deseos!» Al pasar por la iglesia de ***, me santigüé e hice acto de contrición de todos mis pecados, pero al mismo tiempo pensé que no estaba bien que yo conversase así con Dios Nuestro Señor. De suerte que volví a abismarme en mis pensamientos y seguí adelante, sin mirar a ningún lado, sin fijarme en el camino que llevaba, siempre adelante. Las calles estaban desiertas, y los transeúntes que de cuando en cuando me encontraba parecían preocupados y pensativos... Lo que nada tenía verdaderamente de extraño, porque ¿quién sale a paseo a esa hora y con un tiempo así? En esto, tropecéme con una pandilla de sucios obreros, los cuales me dieron un recio codazo al pasar, los insolentes. Entonces volvió a acometerme la timidez, y, para serle franco, no quería acordarme del dinero... Vayamos a la aventura, eso es: a la buena de Dios.

Precisamente al pasar por el puente Vosnesenskii se me desprendió la suela de una de las botas, de suerte que, a partir de aquel momento, no acabo de comprender con qué he ido pisando. Y precisamente en ese sitio hube de encontrarme con nuestro ordenanza Yermoleyev, el cual se paró y me siguió con la vista, como pidiéndome una propina. «Anda por Dios, hermanito -pensé yo-; una propinilla. ¿Qué es una propina?»

Yo estaba horriblemente cansado: así que me detuve con objeto de descansar un poco, y luego seguí camino adelante. Ahora lo miraba yo todo deliberadamente, con la idea de encontrar alguna cosa en la que detener el pensamiento para distraer la imaginación y recrearme; pero no le encontré; y por si era poco el no poder detener en nada el pensamiento, me había puesto de barro hasta un punto que me daba vergüenza. Por último, divisé a lo lejos una casa amarilla, de madera, con un frontispicio: una especie de villa. «Ahí es -me dije-: ésa es la casa que Yemelia Ivánovich me describió... La casa de Márkov.» (Así se llama ese individuo que presta dinero a rédito.) Bueno; en aquel instante acudieron a mi imaginación todos los pensamientos juntos; yo sabía que aquélla era la casa de Márkov; pero, sin embargo, preguntéle al vigilante de la Comisaría de quién era realmente esa casa; es decir, quién vivía en ella. Pero el vigilante, un grobiano, me respondió de mala gana, ni más ni menos que si estuviera disgustado conmigo, y refunfuñó entre dientes: «¡Esa casa es propiedad de un tal Márkov!» Esos guardias son todos hombres tan faltos de sentimientos...; pero a mí, después de todo, ¿qué más me daba? Sin embargo, me hizo aquello una impresión mala y desagradable. En una palabra: que la decoración cambió para mí por completo. En todo se encuentra algo que corresponde exactamente a la situación en que uno se halla o que uno siente en cierto modo relacionada con ella; siempre sucede así... Yo pasé por delante de la casa tres veces; pero cuanto más la rondaba, tanto peor. «No -pensaba-; no me va a dar nada ese hombre; decididamente, no me va a dar nada. ¡De fijo que nada me da! Yo soy para él un extraño, un individuo totalmente desconocido; el asunto es muy engorroso, y mi aspecto no es nada recomendable.» «Bueno... -me decía-; que sea lo que Dios quiera; por lo menos, no tendré después que lamentarme de no haber intentado el remedio. ¡El intentarlo no me va a costar la cabeza!» Y en esos dimes y diretes conmigo mismo, abrí muy suavemente la puerta de la casa. Pero entonces me ocurrió otra desdicha: no bien había penetrado en el portal, cuando se abalanzó a mí un estúpido perrillo, que se puso a ladrar como un desesperado, con tal furia, que le atronaba a uno las orejas. Y mire usted: incidentes de tan poca trascendencia como aquél son siempre, hija mía, los que lo desconciertan a uno y vuelven a llenarlo de timidez, aniquilando en un instante toda aquella resolución que habíamos podido formarnos. Yo entré en la casa más muerto que vivo... Pero allí hube de tropezar con otra calamidad nueva, y fue que no veía bien por dónde iba, y cuando estaba parado un momento junto al umbral..., vine a tropezar inesperadamente con una mujer, puesta en cuclillas, que estaba llenando cántaros de leche, tomándola de una cuba de ordeñar, y fue tal el envite que le di, que se vertió toda la leche. La sandia de la mujer empezó a gritar y a gruñir y a apostrofarme, diciendo: «Pero ¿es que no ve usted bien por dónde va, hombre? ¿Por qué no abre bien los ojos? ¿Qué es lo que se le ha perdido a usted aquí?», y otras muchas cosas por el estilo, sin parar. Le escribo a usted todo esto, hija mía, se lo escribo a usted, porque a mí, en casos como el de marras, siempre me ocurre algún tropiezo por el estilo; se diría que me lo tiene así deparado la suerte. Siempre he de chocar con alfo secundario que se me atraviesa en el camino.

A los gritos de la mujer llegó una vieja bruja, una finlandesa. Inmediatamente me volví hacia ella y le pregunté si vivía allí el señor Márkov:

-No -me contestó con malos modos; pero se quedó allí plantada, y luego, a su vez, me preguntó displicente-: ¿Para qué lo quiere usted ver?

Yo entonces se lo expliqué todo: que tal y que cual, que Yemelia Ivánovich...; en fin, que se lo conté todo... «Sintetizando; vengo para asuntos de negocios.» Al oír esto, llamó la vieja a una hija suya..., la cual acudió al punto: una muchachona descalza.

-Llama a tu padre. Está con los arrendadores... Acérquese, haga el favor.

Yo me acerqué. El cuarto era..., bueno, como son, por lo general, tales cuartos: en las paredes, cuadros, en su mayoría retratos de generales; un sofá, una mesa redonda, tiestos de reseda y balsamina. Yo no hago más que pensar: «¿No debería retirarme todavía, que es tiempo?» Y en verdad lo digo, hijita, que estuve ya a punto de tomar las de Villadiego. Yo pensaba: «Será mejor que venga mañana, mañana, que hará mejor tiempo. ¡Aguardaré hasta mañana! Hoy le he vertido a esa mujer la leche, y esos generales me miran con muy malos ojos...» Y ya me encaminaba, se lo confieso, a la puerta, cuando hubo de presentarse él... Un tipo enteramente vulgar, un tío pequeñito, canoso, con unos ojillos, ¿sabe usted?, un poco atravesados, embutido en una bata pringosa, ceñida por un cordón en torno a la cintura.

Se informó de mi deseo y en qué podía servirme; y yo le hice presente, pues, que tal y cual, y que Yemelia Ivánovich...

-Total, unos cuantos rublos que me hacen falta -le dije. Pero no terminé de hablar, pues en sus ojos comprendí que había errado el golpe.

-No -me dijo él-; lo siento mucho, pero no dispongo de dinero. ¿Cuenta usted con alguna garantía?

Yo empecé a explicarle que, verdaderamente, no disponía de ninguna, pero que Yemelia Ivánovich me había dicho... En una palabra: le expliqué todo lo que había de explicar. Él me oía en silencio.

-Ya, sí -dijo-. Yemelia Ivánovich no sirve aquí de nada. No tengo dinero.

«Claro -pensé yo-: eso ya me lo sabía, ya lo veía venir, ya lo tenía tragado.» En verdad, Várinka, que habría sido mejor que la tierra me hubiera tragado en ese instante, pues tenía los pies helados y me corrían escalofríos por la espalda. Yo le miraba a él y él me miraba a mí, como diciendo: «Bueno; vete ya, rico; no sé qué guardas aquí»; de suerte que, en otras circunstancias, habría yo sentido una vergüenza mortal.

-¿Y para qué quería usted ese dinero? -¡me preguntó de veras esto, Várinka! Yo abrí la boca sólo para no estar de pasmarote; pero él ni siquiera se dignó escucharme-. No -dijo-, no tengo dinero; en otro caso, tendría mucho gusto en...

Yo me puse a porfiarle, le hice presente que no era tanto el dinero que necesitaba, que estaba decidido a pagárselo religiosamente en el plazo convenido, que podía encargarme el interés que quisiese, y que yo, repetíle, estaba dispuesto a pagárselo todo. En aquel instante pensaba yo en usted, hijita, en sus contratiempos y sus apuros, y pensaba también en sus cincuenta copeicas.

-No -dijo él-. ¿Quién habla aquí de interés? Pero si tuviera usted una garantía... Yo, de momento, no dispongo de dinero; Dios es testigo de que no lo tengo; en otro caso, tendría mucho gusto en...

¡Sí hasta por Dios me lo juraba el muy bandido!

Bueno; en resumidas cuentas, hija mía, que no sé cómo salí de allí y me volví a encontrar en el puente de Vosnesenskii.

Estaba horriblemente cansado y muerto también de frío, arrecido del todo, y serían ya las diez cuando llegué a la oficina. Yo quería limpiarme algo la ropa, quitarme el barro de encima; pero el ordenanza se empeñó en negarme el cepillo, diciendo que lo iba a echar a perder y que los cepillos eran propiedad del Estado. ¡Para que vea usted, hija mía, qué trato le merezco ahora a esa gente! ¡Peor que si fuera una esterilla vieja en la que todo el mundo puede limpiarse los pies! ¿Qué es lo que así me deprime, Várinka?... No es el dinero que me falta, sino esos sinsabores y el tenerme que rozar con los hombres; todos esos chismorreos, y esas risitas y esas burletas... ¡Y diz que a cada instante puede Su Excelencia dirigirse a mí casualmente o fijarse en mi exterior! ¡Ay hijita, pasó ya mi edad de oro! Hoy he vuelto a releer todas sus cartas... ¡Qué pena, hijita! ¡Adiós, palomita mía, que Dios la guarde!

M. Dievuschkin.

P. S. - Quería, hijita, contarle a usted medio en broma mis desdichas; pero veo que no se me ha logrado, quiero decir, la broma. Yo aspiraba a distraerla. Ya iré a visitarla, ya iré.

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11 de agosto.

¡Varvara Aleksiéyevna! ¡Palomita mía! ¡Estoy perdido, perdidos estamos los dos; irremisiblemente perdidos! Mi buena reputación, mi honor... ¡Todo perdido! ¡Yo soy la causa de la perdición, hijita! Me hace todo el mundo blanco de sus desprecios y sus burlas, y la patrona me insulta ya a gritos y delante de la gente. Hoy se puso otra vez a gritar y a alborotar y a llenarme de injurias, ¡cual si fuera yo un don nadie! Y por la tarde un individuo de la tertulia de Ratasayev se puso a leer en voz alta una de mis cartas dirigidas a usted: una carta que yo no había acabado de escribir y me guardé en el bolsillo, de donde se me debió de caer luego. Y ¡cómo les ha hecho reír esa carta, hijita! ¡Cómo nos han puesto y las cosas que decían de nosotros los muy traidores! Yo no pude contenerme, y me fui hacia ellos, y acusé a Ratasayev de desleal, y le dije que era un falso. Pero Ratasayev me contestó que el falso era yo y que no me dedicaba a otra cosa que a hacer conquistas. Según él, yo les había dado chasco a todos, porque, en el fondo, era un Don Juan. ¡Y ahora, hija mía, todo el mundo aquí me llama el Don Juan, y no hay quien me nombre de otro modo! Mire, angelín mío; mire usted... Se han enterado de lo concerniente a nosotros; están al tanto de todo, y también de todo lo suyo están enterados. ¡Pobrecita mía! ¡De todo lo que a usted se refiere!... Y hasta Faldoni se ha puesto de su parte. Yo quise mandarlo hoy a la tienda para que me trajese un trozo de salchicha, y fue y me dijo con toda frescura que no podía ir, que tenía mucho que hacer.

-Eso, sin embargo, es obligación tuya -le dije.

-Bueno, bueno... ¡Obligación mía! -murmuró-. Usted no le paga a mi ama; así que yo no tengo obligación ninguna.

Yo, hija mía, no puedo soportar tales ofensas de parte de un sujeto ignaro e insolente como ése; así que le dije:

-¡Animal!

Pero él me contestó muy tranquilo:

-Vaya una cosa. ¡Eso me lo dice aquí todo el mundo!

Yo pensé a lo primero si estaría bebido, y así se lo di a entender, preguntándole:

-Pero ¿es que estás borracho?

A lo que él me replicó:

-¿Acaso me ha dado usted para que me emborrache? ¡Cuando ni siquiera tiene usted para echarse un vaso! -y luego refunfuñó todavía-. ¡Vaya un señor!

Ya ve usted, hijita, hasta dónde hemos llegado. ¡Siente uno vergüenza de vivir, Várinka! Estoy perdido, sencillamente perdido! ¡Irremisiblemente perdido!

M. D.

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13 de agosto.

Querido Makar Aleksiéyevich: A nosotros nos persigue la desdicha, y no sé ya qué hemos de hacer. ¿Qué va a ser de nosotras? Con mi trabajo no puedo ya contar. Hoy me he quemado con la plancha la mano izquierda; la solté inadvertidamente, y me lastimé y me quemé, ambas cosas a un tiempo. De modo que no puedo trabajar, y Fiodora lleva también tres días enferma. ¡Oh, cuántos apuros y sobresaltos!

Le envío a usted treinta copeicas; esto es casi todo cuanto tenemos. Bien sabe Dios cuánto querría poder ayudarle en sus apuros. ¡Me dan ganas de llorar!

¡Quede con Dios, amigo mío! Me proporcionaría usted una gran tranquilidad si viniese hoy a vernos.

V. D.

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14 de agosto.

Makar Aleksiéyevich: ¿Qué le sucede a usted? ¿Es que ha perdido ya el temor de Dios? Y a mí me hace usted perder el juicio. ¿No le da a usted vergüenza? Usted va derecho a su ruina. ¡Piense usted en su reputación! Es usted un hombre honrado, respetable, laborioso... ¿Qué dirá la gente cuando se vaya enterando? Y usted mismo, Makar Aleksiéyevich, usted mismo se morirá de vergüenza. ¿O es que no hace usted ya aprecio de sus canas? ¡Pues tema usted siquiera a Dios!

Dice Fiodora que ya no le ayudará más a usted, y tampoco yo, en esas condiciones, le enviaré más dinero. ¿Qué ha hecho usted de mí, Makar Aleksiéyevich? ¡Usted se figura que me es indiferente el que usted se conduzca tan mal!

¡No sabe usted todavía lo que por usted he soportado yo! No puedo ya asomarme a la escalera, pues todos me miran y me señalan con el dedo, y dicen unas cosas... Sí; para que usted lo sepa: dicen que yo estoy liada con un borracho. ¿Cree usted que a mí puede sentarme bien oír esas cosas? Y cuando viene usted a vernos, todo el mundo dice despectivamente: «Ya está otra vez ahí el empleado.» Pero yo... Yo me abochorno mentalmente por su culpa. Le juro que me mudo del cuarto. Y aunque tenga que ponerme a servir..., ¡lo que es aquí no sigo!

Le escribí a usted diciéndole que lo esperaba; pero usted no vino. ¿Tan indiferente le son a usted, Makar Aleksiéyevich, mis llantos y mis súplicas? Pero dígame usted una cosa: ¿de dónde saca el dinero para eso? ¡Por amor de Dios, téngase usted en más! De otro modo, puede ya darse por perdido, ¡seguramente perdido! Y ¡qué bochorno, qué asco! Ayer no le dejó a usted entrar la patrona y se pasó la noche en la escalera... Estoy enterada de todo. ¡Si usted supiese qué dolor es el mío cuando me cuentan esas cosas de usted...!

Venga usted a vernos; aquí siempre lo pasará mejor; podremos leer juntos y hablar de los tiempos pasados. También Fiodora nos contará cosas de su vida, Makar Aleksiéyevich; haga usted por no perderse, que me pierde también a mí, ¡créalo! Yo sólo vivo para usted: sólo por usted continúo en esta casa. Y usted se porta de ese modo. Sea usted una persona decente, tenga carácter y genio aun en la desgracia. Usted sabe de sobra que ser pobre no es una vergüenza. Y ¿por qué entonces desesperar? Todo esto es pasajero. ¡Dios nos ayudará, y se arreglará todo con sólo que usted ponga algo de su parte!

Le envío a usted veinte copeicas; cómprese usted con ellas tabaco o lo que quiera; pero, por Dios, no las gaste usted en nada malo. Vuelva usted en sí. ¡Venga a vernos sin falta! Quizá volverá usted a sentir vergüenza, como la última vez... Pero no haga usted caso, que eso es falsa vergüenza. ¡Si usted se arrepintiese sinceramente...! Tenga confianza en Dios. Ya verá cómo todo se arregla.

V. D.

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V. D.

Varvara Aleksiéyevna, palomita mía: Avergonzado estoy, lucerito mío, avergonzado estoy. Aunque, después de todo, ¿qué hay en ello, hijita, de particular? ¿Por qué no hemos de poder alegramos un poco el corazón? Mire usted: yo ya no me acuerdo para nada de las suelas de mis botas. Una suela no es nada, y nunca pasará de ser un simple suela, vulgar y sucia. ¡Ni tampoco son nada las botas! Los sabios griegos andaban descalzos. ¿Por qué nosotros nos hemos de preocupar por una cosa tan poco importante? ¿Por qué me han de ofender y menospreciar a mí por eso? ¡Ay, hijita, por fin se le ocurrió algo que escribirme!... Pero esa Fiodora dígale usted que es una loca y una sin juicio, con la cabeza a pájaros, y, por añadidura, estúpida, ¡increíblemente estúpida! Por lo que se refiere a mis canas, se equivoca usted rica, pues todavía no soy ningún viejo como usted se figura.

Yemelia le envía a usted mis saludos. Me escribe usted que al leer mi carta le entraron ganas de llorar, y yo le digo a usted que también yo me he llevado un gran disgusto y he llorado. Para termina le deseo a usted salud completa, y soy siempre, angelín mío, con mis mejores saludos, su amigo,

Makar Dievuschkin.

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21 de agosto.

Distinguida señorita y querida amiga Varvara Aleksiéyevna: Siento que soy culpable; siento que tiene usted que perdonarme muchas cosas; pero, a mi juicio nada se adelanta, hijita, con que yo sienta todo eso. Todo eso lo sentía yo ya ante mi conciencia, sólo que hasta ahora no me he dado cuenta cabal de mi culpa.

Hija, hijita mía, yo no soy duro de corazón ni malo. Pero para poder desgarrarle a usted su corazoncito, palomita mía, sería preciso ser un tigre sediento de sangre. Mientras que yo tengo el tierno corazón de un corderillo y, como usted debe saber, no siento inclinación alguna a hacer de fiera voraz. Por lo que, en rigor, no soy yo, angelín mío, verdaderamente culpable ante mi conciencia, como tampoco son culpables mi corazón ni mis pensamientos. Siendo esto así, yo mismo no sé a punto fijo quién es aquí el verdadero culpable. ¡Es ésta una cosa muy embrollada, hijita!

Me envió usted treinta copeicas primero, y después veinte; mi corazón vertía lágrimas, en tanto tenía yo en mis manos ese dinerillo suyo, de una huérfana. Se había usted quemado las manecitas y lastimádoselas, y no tardaría en sentir las punzadas del hambre. Y, no obstante, me escribía usted diciendo que me comprase ya, con ese dinero, tabaco. Pero dígame usted: ¿qué había de hacer yo? Sencillamente, como un bandido, y sin remordimientos de conciencia, ¿ponerme a despojarla a usted, pobre huerfanita?

A mí me faltó el valor para ello, hijita; es decir, al principio sólo sentí, involuntariamente, que no valgo para nada y que, a lo sumo, soy un poquito mejor que la suela de mi zapato. Bueno; a mí me pareció indecoroso tenerme por algo de importancia, por modesto que fuese, y comencé a descubrir en mí algo de indigno y hasta cierto punto de vulgar y vil. Bueno; pues habiendo ya perdido de ese modo la legítima propia estimación, y entregádome a la negación de mis buenas cualidades y a desmentir mi dignidad de hombre, podía ya darlo todo por perdido y podía sobrevenir la ruina, ¡lo irremediable! Pero yo no tengo la culpa de eso. Salí de casa con la sola intención de tomar un poco el aire. Pero resultó que éramos tal para cual; y es que también el tiempo estaba lluvioso y frío. Y, de pronto, vea usted, voy y me tropiezo con Yemelia. Este se había gastado ya, Várinka, todo lo que tenía, y llevaba dos días de no probar la gracia de Dios; de modo que estaba dispuesto a empeñar cosas que no pueden venderse, porque nadie las toma.

Bueno, Várinka; que le acompañé, más por compasión a la Humanidad que por propio gusto. Y así caímos en aquella culpa, hijita. ¡Nosotros llorábamos los dos, Várinka! ¡Hablábamos de usted! Él es muy bueno, todo corazón, y muy sensible. Todo esto lo comprendía yo, hijita, y por eso precisamente ocurrió aquello; por comprenderlo yo todo.

¡Ya sé, muchas gracias, hijita, que estoy en culpa con usted! Al conocerlo, empecé yo a conocerme mejor a mí también, y a tomarle a usted cariño. Pero hasta ahora, angelín mío, yo viví siempre solo, y llevé una vida oscura, y no viví en este mundo como los demás hombres. Esos individuos malos que siempre estaban diciendo que yo tenía un aspecto ruin y se avergonzaban de llevarme a su lado, hicieron en mí tanta impresión, que yo mismo concluí por encontrarme ruin y avergonzarme de mí mismo. Decían que yo era romo de entendimiento, y yo pensaba serlo verdaderamente. Pero, desde que usted surgió en mi vida, me la llenó usted de claridad, de suerte que tanto en mi corazón como en mi alma se hizo la luz. Pude, por fin, empezar a gustar algo así como la paz del alma y a comprender que no era inferior a los demás. Que soy como soy, que no brillo por nada, que carezco de garbo y no tengo formas sociales: todo eso es la pura verdad. Pero con todo y con eso, ¡soy un hombre, todo un hombre, en cuanto a razón y pensamiento! Ahora bien: al darme cuenta de que me perseguía el sino, al permitirme yo, humillado por la suerte, rebajar mi propia dignidad de hombre; al ceder bajo el peso de mis desdicha, estaba demostrando que había perdido el valor, ¡y ésa era la verdadera desgracia!

Pero, puesto que ya lo sabe usted todo, hijita, con lágrimas en los ojos le ruego que no me pregunte nunca nada relativo a ese incidente ni me hable de ello siquiera, pues no necesito eso para tener el corazón desgarrado y para que la vida me resulte dura y amarga.

Le presento mis respetos, hijita, quedo su fiel amigo.

Makar Dievuschkin.

*

3 de septiembre.

Dejé sin terminar, Makar Aleksiéyevich, mi carta anterior, porque me costaba trabajo escribir. A veces tengo ratos en que me alegra estar sola para poder abandonarme a mis anchas, a mis penas, y saborear yo sola mi tortura; tales estados de espíritu son cada vez para mí más frecuentes. Perdura en mis recuerdos algo misterioso, que a mí, sin resistencia por mi parte, me cautiva, y verdaderamente, hasta el punto que me estoy las horas muertas insensible para cuanto me rodea, y olvidada por completo del presente, de todo lo presente. Sí: no hay en mi vida actual impresión alguna, de la clase que fuere, que no me recuerde algo semejante de mi vida anterior, sobre todo de mi infancia, de mi dorada infancia. Pero, después de tales ratos, me entra siempre una melancolía indecible. Me siento totalmente sin fuerzas, agotada por mis desvaríos, y cada vez peor de salud.

Pero esta mañanita de otoño, tan fresca, clara y brillante, como ya van siendo raras, me ha infundido hoy nueva vida y comunicado a mi alma una alegría total. ¡Oh, cómo me gustaba a mí el otoño en el campo! Claro que en aquel tiempo era yo una chiquilla: pero lo sentía y percibía todo con gran intensidad. Verdaderamente, me gustaban más las tardes de otoño que las mañanas. Me acuerdo todavía. A dos pasos no más de nuestra casa, al pie de la montaña, estaba el lago. Ese lago... A mí me parece ahora que lo estoy viendo... ¡Tan claro y puro como cristal! Estaba la tarde muy serena, todo se reflejaba en el lago. Ni una hoja se movía en los árboles de la orilla; el lago, terso e inmóvil, asemejaba un espejo. ¡Limpio y frío! En la hierba destellaba el rocío. En una choza, lejos, humeaba ya una fogata pastoril, y los pastores aguijaban el rebaño... Yo me escapaba secretamente de casa y me iba a la orilla del lago, y me ponía a mirar, y a mirar, y me olvidaba de todo, hasta de mí misma. Un montón de ramas ardía junto a los pescadores, junto a la orilla, y el fuego se prolongaba en una larga raya en el agua, en mi dirección. Azul pálido y frío se mostraba el cielo, y al Oeste, en el horizonte, extendíanse rojas bandas ígneas, que poco a poco se iban tornando más pálidas, hasta perder, finalmente, todo color. Salía la luna. El aire es tan diáfano, tan sereno y plácido... Pronto levanta un pájaro su vuelo o susurran los juncos quedamente, estremecidos por un soplo del aire... Todo, hasta el más leve rumor, se percibe claramente. Por sobre el agua azul elévase, lenta, una blanca neblina, leve y transparente. A lo lejos está oscureciendo; es decir, parece como si todo lo envolviese la niebla; pero, de cerca, ¡qué bien se ve todo!... La barca, la orilla, la isla... Un tonel viejo que quedó olvidado en el bote, apenas si hace algún gorgoteo perceptible en el agua; una rama de sauce con las hojas secas, está caída no lejos de allí, entre los juncos. Una gaviota rezagada revolotea, roza las aguas y vuelve a remontar el vuelo, hasta desaparecer en la niebla... Y yo me estaba así mirando y escuchando todo aquello, ¡tan maravilloso! ¡Y, sin embargo, era yo por aquel tiempo una chiquilla!

A mí me encantaba el otoño, sobre todo el final del otoño, cuando ya se segó el trigo, terminaron las faenas del campo y los labradores se recogen en sus chozas y se preparan ya para el invierno. Entonces se vuelven más oscuros los días, cúbrese de nubes el cielo, tórnanse amarillos los bosques, cae la hoja de los árboles, y éstos se quedan pelados y negros..., especialmente al caer la tarde cuando se levanta todavía una bruma más húmeda, y luego se dejan ver como oscuros e informes gigantes, como pavorosos espectros. Y cuando nos hemos rezagado en el paseo y nos hemos quedado detrás de los demás..., ¡qué prisa nos damos por alcanzarlos y qué miedo nos entra tan grande! Temblamos como la hoja del álamo. ¡Quién sabe si... detrás de aquel tronco de árbol... no se esconderá algún monstruo que, al pasar nosotros, se nos abalanzará! Y a todo esto, el viento corre por el bosque, y ruge, y silba, y a veces creemos oír voces que aúllan y se quejan, y las hojas revolotean por los aires y se arremolinan en el viento, y de pronto pasa, zumbando con estridente chillido, un bando entero de aves de rapiña. El miedo aumenta a pasos agigantados, y nos parece que... le oímos decir a alguien, que escuchamos una voz extraña que murmura: «¡Corre, corre, criatura; no te rezagues, que de un momento a otro va a llenarse esto de espanto; hijo mío, corre!...» y el susto se apodera de nuestro corazón, y corremos y corremos hasta llegar a casa desolados. Pero en casa encontramos la vida y la alegría; a los niños nos han encomendado una tarea: la de mondar guisantes o sacar de sus cápsulas los granos de adormidera. En el horno chispea el fuego; madre mira riendo nuestra alegre labor, y la vieja solterona, Uliana, nos cuenta historias medrosas de brujos y bandoleros. Y nosotros, los chicos, nos acercamos más unos a otros; pero la risa no se nos cae de los labios. Y de pronto todo queda en silencio... «Pero, oye: ¿pues no parece que llaman a la puerta?..» ¡Ca, no! Es el ruido que hace la rueca de la tía Frolovna. ¡Y hay que ver cómo se ríen todos! Pero luego viene la noche, y el miedo no nos deja dormir, y pavorosas visiones y pesadillas ahuyentan el cansancio. Y nos despabilamos y no nos atrevemos a movernos y nos estamos despiertos y temblando hasta que apunta la aurora, con la cabeza metida bajo la sábana. Pero cuando ya el sol entra en el cuarto nos levantamos despejados y alegres, y miramos curiosamente por la ventana, y en la rastrojería reluce una argéntea banda otoñal, y todos los árboles y arbustos están llenos de escarcha. El hielo ha formado como un tenue disco cristalino sobre el lago, y los pajarillos gorjean contentos. Y el sol, por doquiera el sol, rompe cual cristal el fino hielo con sus calientes rayos. ¡Qué claridad, cuánta luz..., qué delicia!

En el horno vuelve a chispear el fuego; nos sentamos a la mesa, en la que ya murmura el samovar, y al través de la ventana mira hacia adentro nuestro negro perro Polkan, y nos mueve la cola adulador. Un campesino pasa por delante de la casa con dirección al bosque, en busca de leña. ¡Qué contentos y de buen humor están todos!... En los hórreos hay apiladas montañas de trigo, y al sol rebrilla, con destellos de un amarillo oro, la cubierta de paja de los almiares de heno... ¡Es un verdadero deleite contemplar todo eso! Y todos están tan tranquilos, tan felices; todos sienten la bendición de Dios, que los hizo partícipes de la cosecha; todos saben que en el invierno no pasarán apuros, y podrán darles a sus hijos pan para que coman de él hasta hartarse. Por eso se escuchan por la tarde las canciones de las mozas, que alegres danzan en rueda, y por eso se les ve a todos, el domingo, darle gracias a Dios en la iglesia con sus oraciones... ¡Ah, y qué maravillosa, qué maravillosa fue mi infancia!...

Aquí me tiene usted llorando como una chiquilla. Y de ese llanto tienen la culpa mis recuerdos. Lo he visto todo con tanta claridad y tanta vida delante de mí, revivía de tal modo el pasado, que ahora el presente se me aparece doblemente turbio y oscuro... ¿Cómo acabará esto?, ¿qué será de nosotros? Mire usted: tengo el raro presentimiento o, mejor dicho, la convicción, de que he de morir este otoño. Me siento enferma, muy enferma. Pienso a menudo en mi muerte; pero, verdaderamente, no quisiera morir así... No quisiera descansar en esta tierra... Quizá vuelva a caer enferma, como ya lo estuve esta primavera, pues enteramente de aquella enfermedad todavía no me he repuesto.

Fiodora salió hoy; así que estoy yo sola. Hace algún tiempo que le temo a quedarme sola; me parece siempre que hay alguien conmigo en la casa, que me habla alguien, y, especialmente, cuando me abandono a estas ensoñaciones en que se sumen los recuerdos, haciéndome olvidar la realidad; de pronto me despierto y miro en torno mío. Entonces siento la misma impresión que si hubiera algo siniestro escondido en la casa. Mire usted: por eso le escribo a usted con tanta extensión; porque cuando estoy escribiendo me olvido de todo... Quede usted con Dios, amigo mío. Ha hecho usted muy bien en darle dos rublos a la patrona; con eso, una temporada lo dejará tranquilo... Pero procure usted, sea como sea, ponerse mejor de ropa. Bueno; adiós, que estoy cansada... No me explico cómo puedo estar tan débil. El menor esfuerzo me rinde. Si Fiodora me trae labor..., ¿cómo podré trabajar? Esto es lo que me quita los ánimos.

V. D.

*

5 de septiembre.

Palomita mía, Várinka: Hoy, angelín mío, he recibido yo muchas impresiones. Todo el día me ha dolido la cabeza. Y para ver si se me pasaba la jaqueca, decidí echarme a la calle; por lo menos, tomaría un poco el aire a lo largo de la Fontanka. Hacía una tarde nublada y húmeda. ¡Y ahora oscurece ya a las seis! No llovía; pero el cielo estaba cubierto de nubes, lo que suele ser todavía más desagradable que una lluvia franca. Corrían las nubes por el cielo en largas y anchas fajas. Había mucha gente en el muelle. Eran rostros claros, espantosos, los que yo veía; caras como para ponerlo a uno triste: tíos borrachos, mujeres finlandesas, y de narices romas, con botas de hombre y los cabellos despeinados; artesanos y cocheros, paseantes de todas edades, algún aprendiz de cerrajero con su blusa manchada, entre ellos un chico delgadito y paliducho, de cara morena y brillante de tizne y una cerradura en la mano, o algún soldado cumplido, de colosal estatura, que ofrecía a los paseantes cortaplumas y anillos falsos a bajo precio... Ese era el público. ¡Debía de ser precisamente la hora en que sólo se encuentran allí esos tipos!

Es la Fontanka un canal ancho y profundo por el que pueden navegar incluso barcos. Hay allí lanchas de transporte en tal número, que no se explica uno cómo hay sitio para tantas... Pues, al fin y al cabo, no pasa la Fontanka de ser un canal y no un río. En el puente había mujeres sentadas, unas mujerucas viejas y sucias, con alfajores mojados y manzanas podridas. ¡Ahí es nada, salir a pasear por la Fontanka! El granito húmedo; las casas, altas y oscuras; por abajo, los pies hundidos en la niebla; por arriba, niebla también sobre la cabeza... ¡Qué triste, qué turbia, qué oscura la tarde de hoy!

Al desembocar yo en la calle próxima, la Gorojovaya, ya era totalmente de noche. Empezaban a encender las luces de gas. Hacía mucho tiempo que no iba yo por la Gorojovaya..., y ojalá no lo hubiera hecho hoy. ¡Qué calle tan ancha y populosa! ¡Cuánto comercio, cuánto escaparate!... Todo muy alumbrado y brillante... Telas y trajes de sedas y flores entre cristales... Y ¡qué sombreros con cintas y lazos! Parécele a uno que todo aquello está allí para adorno de la calle; pero no, que hay hombres que compran esas cosas para regalárselas a sus mujeres. ¡Sí; hermosa calle! Tienen allí sus panaderías muchos alemanes... Debe de ser gente opulenta. Y ¡cuántos coches están continuamente pasando por allí!... ¡Cómo podrá resistirlo el pavimento! Y ¡qué lindos los tales coches, con las ventanillas como espejos, y por dentro todo de terciopelo y seda, y con los cocheros y lacayos tan orgullosos, con trencillas y galones en los uniformes y espadín al costado! Yo miraba al pasar a todos aquellos coches, y siempre veía en ellos señoras sentadas, muy lujosas y huecas. ¡Quién sabe si serían princesas y condesas! Era precisamente la hora en que se trasladan en sus coches a los bailes, comidas y saraos. Debe de ser algo muy especial eso de ver de cerca alguna vez en la vida a una señorona. Sí; debe ser una cosa muy agradable. Yo jamás vi a ninguna de cerca; lo más así, yendo ella en coche y de paso. ¡Cuánto tuve que acordarme hoy de usted, Várinka! ¡Ay palomita mía, angelín mío! ¿Es usted quizá más mala que ellas? No; usted es buena, linda, instruida. ¿Por qué le ha de haber tocado a usted esa suerte? ¿Por qué están arregladas las cosas de este mundo en forma que un hombre de bien haya de vivir pobre y miserable, en tanto a otros la felicidad se les entre ella sola por las puertas? Ya sé, ya sé, hijita, que no está bien pensar así; eso se llama librepensamiento. Pero, hablando honradamente y con franqueza, cuando reflexionamos sobre la justicia de las cosas..., ¿por qué, sí, por qué unos están destinados a ser felices ya desde el vientre mismo de su madre para toda la vida, mientras que otros pasan de la Inclusa al mundo de Dios? Y, sin embargo, así es la vida, y es lo más frecuente que la suerte le toque a un poco Ivanuschka.

«Tú, loco Ivanuschka, mete la mano cuanto quieras en el bolso de tu padre; come, bebe, refocílate. ¡Pero tú, y tú, y tú, relameos los labios, pues no habéis merecido otra cosa que ser lo que sois!»

Es pecaminoso, hijita, es pecaminoso, ya lo sé, pensar de este modo; pero, cuando se reflexiona, se le introducen a uno, sin querer, los pecados en el pensamiento. Sí; ¿por qué no habíamos de ir también nosotros, angelín mío, en un cochecito? Encopetados generales y funcionarios del Estado se disputarían una mirada benévola de sus ojos de usted..., no de los míos. No iría usted entonces vestida con un traje viejo de algodón, sino que vestiría de seda y luciría piedras preciosas en su cuerpo. No estaría usted tampoco tan delgadita y enfermucha como ahora, sino que parecería una pepona de fresca y sonrosada y sanota. Pero yo sería también dichoso con sólo poder mirar desde la calle sus ventanas iluminadas y distinguir alguna vez su sombra. Sólo de imaginármela a usted así de feliz y contenta, a usted, mi pajarita encantadora, me pongo yo también feliz y contento. Pero ahora... ¡No basta que la mala gente la haya hecho desgraciada, sino que es menester todavía que un grosero venga a insultarla! Pero, sencillamente, por ser su traje de un corte elegante y por poderla él mirar a usted con unos impertinentes de cerco de oro, sólo por esto le es permitido al muy desvergonzado todo cuanto quiera, y sólo por eso viene usted obligada a escuchar con paciencia sus insolentes palabras. ¿Dónde está, pues, la justicia? Y ¿por qué ha de ser esto? Pues porque es usted una huérfana, Várinka; porque no tiene quien la defienda; porque no cuenta usted con ningún amigo de poder, capaz de salir en su defensa y asegurarle a usted amparo y protección.

Pero ¿qué clase de hombre es ése, qué hombres son ésos que no tienen reparo alguno en ofender a una huérfana?... No son ni siquiera hombres; son hampones, sencillamente rufianes, gentecilla despreciable que sólo pesa algo junta, como un concepto, como un vago no se sabe qué, que es lo que es realmente, no valiendo nada cuando se la descompone en sus individuos... De eso no me cabe la menor duda. Mire usted: ¡eso es lo que es esa gente! Y a mi juicio, hijita, el mendigo que vi esta tarde en la Gorojovaya es más digno de estimación de los hombres que esa canalla. El tal mendigo se arrastraba por allí penosamente en busca de unas cuantas copeicas con que proveer a su manutención; pero, en el fondo, es señor de sí mismo y se busca él solo la pitanza. Ni pide, sin más ni más, limosna, sino que toca el organillo para distraer a la gente, y se está toca que toca, como una máquina a la que le han dado cuerda... Es decir, que es útil a los demás con lo que puede. Es un pobre, es un mendigo, cierto; y pobre sigue; pero es por esto mismo un hombre honrado; está cascado y decrépito, y transido de frío; pero, no obstante, trabaja y aun cuando su trabajo no sea igual al de los otros, con todo eso, trabaja. Y de esta clase hay muchos hombres honrados, hija mía, muchos que, en relación con la índole de trabajo que hacen, ganan muy poco; pero que, sin embargo, no necesitan por ello inclinarse ante nadie, ni saludar humildemente al prójimo, ni pedirle a nadie tampoco un pedazo de pan por caridad. Y como ese mendigo soy yo también; es decir, yo soy, por naturaleza, algo totalmente distinto. Pero, en sentido figurado, yo soy exactamente igual que él, pues también yo hago lo que mis fuerzas me permiten. No será mucho; pero, de todos modos, es más que nada.

Me he extendido a hablarle de aquel mendigo, hijita, porque, merced a su encuentro, sentí agravada mi pobreza. Me había quedado parado mirándole. Cruzáronme por la cabeza unos pensamientos tan peregrinos..., que me estaba allí tan embobado y lo miraba para ahuyentar aquellas ideas. Y también se habían parado allí algunos cocheros, y luego se detuvo también una mocita, y después otra, más jovencita, horriblemente sucia. El mendigo se había colocado al pie de una ventana. Y, entre la gente, hube de fijarme en un muchacho como de unos diez años, que habría sido un chico guapo de no tener aquel aspecto enfermizo, de no estar tan flaco y con aquella apariencia de famélico. Llevaba puesta algo así como una camisilla y unos pantaloncillos muy finos. Así, y descalzo por añadidura, estaba oyendo, con la boca abierta, la música... ¡Los niños son siempre niños! Al parecer, tenía concentrada toda su atención, con pueril asombro, en los muñecos que bailaban sobre el organillo del mendigo; pero tenía las manecitas y los piececitos amoratados de frío, y tiritaba con el cuerpo todo, y mascaba un jirón de la manga que retenía entre los dientes... En la otra mano tenía un papel... Pasó por allí un señor y le echó una monedilla al mendigo, que fue a caer precisamente sobre la tabla donde bailaban los muñecos. Apenas oyó el chico el retintín de la moneda, salió al punto de su ensimismamiento, miró con timidez en torno suyo, y se figuró que era yo quien había arrojado la moneda... Y, temblandito todo él, llegóse a mí corriendo, y mostrándome el papel, con vocecilla que temblaba, díjome: «¡Una limosnita, señor!»

Yo tomé el papelito, lo desdoblé y lo leí... Bueno; decía lo de siempre: «Almas caritativas, etc... Tres niños muertos de hambre, la madre a punto de morir. ¡Tened piedad de nosotros! Cuando me encuentre delante del trono de Dios, no olvidaré jamás en mis oraciones a aquellos que ayudaron a mis pobres hijos.»

No hay que ponderar el caso, que es claro y corriente. ¡Pero... sí! ¿Qué iba yo a darle? Pues no le di nada. Y, sin embargo, ¡me inspiraba tanta compasión...! ¡De modo que aquel pobre chico estaba completamente amoratado de frío y con aspecto de sufrir hambre, y, sin embargo, nadie le daba nada! ¡Vive Dios, nadie lo socorría...! ¡Lo que esto es lo sé yo! Lo malo es que aquella madre no pudiese mantener a sus hijos y hubiese de echarlos a la calle a pedir, medio en cueros y con aquel frío. Seguramente su madre sería una imbécil que no sabe cumplir con su deber; quizá nadie se preocupa de ella, y así se está sentadita en su casa sin hacer nada... Pero ¡puede que también sea verdad que esté enferma! Sí; pero, de todos modos, ya podía dirigirse a una institución de Beneficencia o presentarse a la Policía, como se procede en tales casos. Quizá se trate, sencillamente, de una embaucadora que echa a la calle a un niño hambriento y enfermo para darle el timo al público, hasta que el pobre chico coja una enfermedad y reviente. Y ¿qué es lo que el chico aprende en esta vida de mendigueo? Su corazón se le volverá duro y cruel. Desde por la mañana hasta la noche no hace más que ir de acá para allá pidiendo. Muchos son los transeúntes que pasan junto a él; pero nadie repara en su personilla. La gente tiene el corazón duro y el hablar cruel.

-¡Largo, vete de aquí, golfo! -esto es todo lo que llega a escuchar, y el corazón se le encoge al pequeño, y en vano tirita el pobre, asustado, arrecido de frío. Tiene manos y pies entumecidos. Mucho tiempo aún, y, miren..., ya tose... Le rondará la enfermedad como un gusano sucio y horrible, en el pecho, y antes que pueda advertirlo se abalanzará a él la muerte, y el pobre chico irá a caer herido mortalmente en algún lóbrego, sucio y hediondo tabuco, sin cuido ni asistencia..., ¡y se habrá terminado su vida! Sí; así suele ser con frecuencia... una vida humana. ¡Ay Várinka, y qué doloroso resulta oír un «Por el amor de Dios», y no poder dar nada y tenerle que decir al hambriento: «¡Que Dios le ampare!»

Cierto que de más de un «Por el amor de Dios» no tiene uno por qué conmoverse. (¡Hay muchas clases de «Por el amor de Dios», hijita!) Los unos son un pedigüeño rutinario, en un tono arrastrado, salmodiante, indiferente. Pasar junto a esos mendigos sin darles nada, piensa uno que no es tan malo; ése es el mendigo de profesión, que saldrá adelante siempre, pues sabe ya cómo se medra. Pero hay otros «Por el amor de Dios» que formulan voces inexpertas, atormentadas, exaltadas, y que le producen a uno un siniestro escalofrío por la espalda y por las piernas... Y así me ocurrió a mí hoy con el chico del papelito, que, por cierto, según dijo uno que estaba allí..., no se dirigía a todo el mundo... «¡Una limosnita, caballero, por el amor de Dios!»; así dijo, con una voz tan vacilante y hueca, que yo, sin querer, me estremecí... por efecto de una impresión de espanto. Y, sin embargo, no le di limosna, pues no tenía un ochavo. Y eso que hay gente rica que no quiere que los pobres se quejen de su mala suerte..., diciendo que son una vergüenza pública y unos molestos, nada más que molestos. ¿Será que el quejido de los hambrientos no deja dormir a esos hartos?

Quiero confesarle, amor mío, que si le he escrito todo esto ha sido en parte para desahogar mi corazón y en parte también, a decir verdad, en grandísima parte, para darle a usted una muestra de mi buen estilo. Pues seguramente habrá notado usted ya, hijita, que en los últimos tiempos ha ido mejorando mi estilo de un modo considerable. Pero en vez de desahogar así mi corazón, lo que me ha pasado es que me ha entrado tal pena en tanto escribía, que empiezo realmente a sentir, desde el fondo, desde el mismísimo fondo de mi corazón, piedad de mis propios pensamientos, aunque harto sé, hijita, que con esta piedad nada se consigue... ¡Pero por lo menos se hace uno a sí mismo justicia, en cierto modo!...

Sí, efectivamente, amor mío; se humilla uno a sí mismo completamente sin razón; se considera uno como si ni siquiera valiese una copeica, se estima en menos que a una simple viruta. Pero eso quizá se deba, metafóricamente hablando, a que nos asustamos y achicamos exactamente lo mismo que aquel niño que hoy me pidió limosna.

Seguiré hablándole en metáfora, hijita, poniéndole una parábola, vamos al decir. Escúcheme, pues:

Suele sucederme, cariño mío, que cuando yo me levanto por las mañanas temprano para ir a la oficina, me olvido en el trayecto, contemplando el aspecto de la ciudad, viendo cómo ésta se despierta y poco a poco se va levantando, y empieza a echar humo, a bullir, a murmurar y barbotar; me olvido, repito, de mí mismo, y ante ese espectáculo me siento todo pequeñito e insignificante, cual si alguien me hubiera dado en las curiosas narices un papirotazo... ¡Y voy y me escurro muy encogidito y sin armar ruido y sin atreverme ya ni siquiera a pensar nada! Pero considere usted una vez siquiera lo que sucede en el interior de esas grandes y renegridas casas, intente usted imaginárselo, y luego juzgue usted misma si está bien que nos tengamos a nosotros mismos en tan poco y nos dejemos acoquinar tan indignamente... No olvide usted, Várinka, que yo hablo en sentido figurado, solamente en parábola.

Pero veamos ahora qué es lo que sucede en el interior de esas casas.

Allí, en el mohoso rincón de un húmedo sótano, que sólo la necesidad pudo convertir en vivienda humana, acaba de despertarse un obrero. Todo el tiempo que estuvo dormido no hizo más que soñar con un par de botas, que ayer, por descuido, cortó de un modo defectuoso... ¡Como si un hombre sólo debiese soñar en tales pequeñeces!... Bueno..., es que ese obrero es un zapatero; en él se explica ese sueño. Tiene el tal zapatero hijos pequeñitos y una mujer famélica. Por lo demás, no crea usted, hijita, que sólo a los zapateros les ocurren esas cosas. Esto, de por sí, no sería nada y no valdría la pena detenerse en ello; pero vea usted, hija mía, lo que tiene, sin embargo, de notable. En la misma casa, sólo que en otro piso más alto y en un dormitorio lujosísimo, ha estado esa misma noche cierto caballero soñando todo el tiempo con otro par de botas, el mismo par de botas, sólo que de otra clase naturalmente, de otra hechura más elegante, pero en fin, un par de botas. Pues... según el sentido de mi parábola todos somos algo zapateros. Pero tampoco esto tendría nada de particular en sí mismo, siendo lo malo que no haya junto a ese ricacho ningún hombre, ni uno solo, que pudiera susurrarle al oído: «Déjate de eso, no pienses en ello; piensa sólo en ti mismo, en ti, que no eres un pobre zapatero y tienes a tus hijos con perfecta salud y una mujer que no se queja de hambre; mira en torno tuyo a ver si no encuentras algo distinto, algo más noble y elevado por qué preocuparte que no un par de botas.»

Vea usted, Várinka: eso era lo que yo quería explicarle mediante una parábola. Puede que esto sea librepensamiento, pero a veces se le ocurre a uno esta idea y entonces se le escapa del corazón una palabra fuerte. Y por esto digo también yo que hacemos mal en apocarnos de ese modo tan sin motivo, toda vez que sólo se asusta uno de rumores y runrunes. De lo cual deduzco yo, hija mía, que usted no debe pensar que sea ninguna insinuación maligna la que aquí expongo, ni que la he copiado de ningún libro. ¡No, hijita; no es nada de eso; tranquilícese usted; yo no sé pintar con negros colores las cosas, ni tampoco cojo grillos, ni, finalmente, lo he copiado esto de libro alguno..., para que usted lo sepa!

Yo volví muy triste a casa, me senté a la mesa, puse a calentar un poco de agua, y me disponía a echar en ella una tacita de té, cuando de pronto, ¿qué es lo que veo? Pues que Gorschkov, nuestro pobre compañero de hospedaje, entra en mi cuarto. Ya me había asaltado por la mañana la sospecha de que el tal Gorschkov andaba a lo largo del pasillo, atisbando las puertas de los otros cuartos, y hasta una vez parecióme que tenía intenciones de dirigirse a mí. Dicho sea de pasada; hija mía, su situación es peor, mucho peor que la mía. ¡No es posible establecer comparación entre ambas! Él tiene mujer e hijos que mantener... Así que si yo fuera Gorschkov... Bueno... ¡No sé qué es lo que haría en su caso!... Pues como iba diciendo, entra el bueno de Gorschkov en mi cuarto, me saluda... Como de costumbre, le cuelga una lágrima del ojo... Y hace así como un ruido con la boca, pero sin articular palabra alguna. Yo le brindo una silla, por cierto rota, pues es la única que tengo. También le ofrecí té. Él se disculpó, se disculpó muy largamente, pero al cabo aceptó la taza de té. Luego empeñóse en que se lo había de tomar sin azúcar... Volvió a excusarse una vez y otra, al decirle que se lo había de tomar con azúcar... Insistió en sus pretextos y disculpas, me dio las gracias, tornó a disculparse... Echó por último el terroncito de azúcar en su taza y me aseguró que el té resultaba empalagoso de puro dulce. ¡Ya ve usted, Várinka, adónde puede la miseria conducir a un hombre!

«-Bueno, ¿y qué hay de nuevo, padrecito? -preguntéle.

-Pues tal y cual etc. Es preciso que sea usted nuestro protector, Makar Aleksiéyevich; ayúdeme usted, sea usted el amparo de una familia que se halla en la miseria. ¡Mis hijos y mi mujer...! ¡No tenemos absolutamente nada que llevarnos a la boca!... Pero yo, como padre que soy... ¡Póngase usted en mi lugar, comprenda lo que sufro!...»

Yo me disponía a contradecirle, pero él me interrumpió:

«-Yo les tengo miedo aquí a todos, Makar Aleksiéyevich; es decir, no es precisamente que les tenga miedo, pero ya lo comprende usted, me da vergüenza... ¡Son todos tan orgullosos y estirados! Tampoco a usted lo molestaría, padrecito -añadió- si no fuera... Yo sé que usted ha tenido contratiempos, y también sé que no puede usted darme gran cosa, pero quizá pueda usted, por lo menos..., prestarme alguna cantidad... Sólo esto me atrevo a suplicarle, porque conozco su buen corazón y sé que usted también sabe lo que es necesidad, que es usted también un pobre..., y por eso es capaz de sentir compasión...»

Y, por último, me rogó que le perdonase su atrevimiento y desvergüenza. Yo le respondí que con el alma y la vida estaba dispuesto a ayudarle, pero que no tenía nada que darle o poco menos que nada.

«-Padrecito Makar Aleksiéyevich -díjome-, no crea que voy a pedirle mucho -y se puso encarnado hasta la frente-, pero es que mi mujer..., mis hijos tienen hambre... ¿No tendría usted diez copeicas solamente, Makar Aleksiéyevich?...»

¡Qué iba a decirle, Várinka! El corazón me sangraba al escuchar aquella petición de las diez copeicas. ¡En comparación con él resultaba yo opulento! En realidad, sólo poseía yo veinte copeicas, con las que contaba para el otro día, a fin de ir tirando hasta el día de cobrar. Así que le contesté que realmente no podía... Y le expliqué la situación.

«-Diez copeicas, diez copeicas nada más, padrecito, que nos morimos de hambre, Makar Aleksiéyevich...»

Entonces fui yo y saqué el dinero del cajón y le entregué mis últimas veinte copeicas, hijita... Siempre era aquélla una buena obra. Sí, la miseria... ¡Quién la conoce! Luego se entabló entre nosotros una breve conversación y yo le pregunté de pasada cómo era que había venido a verse en tanto apuro, y cómo, además, vivía en un cuarto cuya renta mensual era de cinco rublos de plata, nada menos.

Entonces fue el hombre y me explicó su situación. Había tomado el cuarto por seis meses y pagado tres por adelantado. Pero luego se pusieron sus cosas tan malas, que no pudo pagar ya los otros tres meses ni tampoco reunir el dinero necesario para mudarse de habitación. Entre tanto, aguardaba inútilmente el desenlace de su expediente. ¡Pero un expediente es cosa tan complicada, Várinka! Sepa usted que nuestro hombre aparece complicado en las irregularidades de cierto comerciante que en los suministros a la Corona cometió no sé qué abusos. Estos abusos se descubrieron, y el comerciante dio con sus huesos en la cárcel, pero entonces buscó modo de complicar a Gorschkov en el asunto. Verdaderamente, sólo se puede acusar a Gorschkov, en todo caso, de cierta negligencia, de no haber inspeccionado los intereses de la Corona. Pero sea como fuere, el asunto lleva ya dos años tramitándose y todavía no se ha hecho plena luz en él, por lo que no acaban tampoco de reconocer la inocencia de Gorschkov. «Pero del deshonor que me atribuyen -dice el propio Gorschkov- y del engaño y encubrimiento no soy culpable, en absoluto.» Lo cual no ha sido óbice en modo alguno para que lo dejaran cesante por esa razón, no obstante no podérsele demostrar, como ya dije, concretamente su culpabilidad. Tampoco ha podido recuperar una cantidad, no despreciable, de dinero que le pertenece y que el comerciante le reclama ahora, siendo esto tanto más de sentir cuanto que al mismo tiempo se le dilata también la hora de reconocer su inocencia.

Yo creo lo que él me dice, Várinka; pero el Tribunal piensa de otro modo. Es ése, como digo, un asunto tan enrevesado, que no se podrá desembrollar en cien años. En cuanto se ha aclarado un poquito, va el comerciante y vuelve a arrojar en él nueva oscuridad, con lo que otra vez cambia el cariz de todo. Yo compadezco de todo corazón la desdicha de Gorschkov, cariño mío; yo me identifico en esto con él. Un hombre sin colocación no la encuentra nunca, pues ya se corrió la voz de su ineptitud. Lo que el pobre Gorschkov tenía ahorrado ya se lo ha comido. El asunto se puede dilatar aún quién sabe cuánto..., Pero ellos tienen que vivir... Y de pronto, en circunstancias tan poco propicias, se le ocurre venir al mundo a un nene... Lo cual, naturalmente, causó gastos. Luego el niñito se puso enfermo y se murió... Nuevos gastos. También la mujer está enferma, y él mismo padece no sé qué mal contagioso. En una palabra: que su suerte es muy triste, muy triste. Por lo demás, dice él, la cosa tiene que resolverse dentro de unos días, y seguramente a favor suyo, de esto no hay que dudar. Sí; me da compasión, pero mucha compasión, hijita mía. Yo lo he tratado en términos de la mayor afectuosidad. El pobre se ha vuelto la mar de tímido, anhela una palabra de aliento, algo bueno y afectuoso. Yo, como digo, le he tratado en términos de la mayor afectuosidad.

Bueno: quede usted con Dios, hija mía; Cristo sea con usted y consérvese buena. ¡Palomita mía! Cuando pienso en usted me parece cual si vertiese bálsamo sobre mi alma dolorida, y cuando por usted me preocupo, esos desvelos mismos me resultan un placer.

Su sincero amigo,

Makar Dievuschkin.

*

9 de septiembre.

Mi querida hijita Varvara Alesksiéyevna: Le escribo a usted completamente fuera de mí, como estoy. Este incidente me ha excitado, tanto me ha excitado como para perder el sentido. En la cabeza todo me da vueltas aún. Siento realmente que todo gira en torno mío. ¡Ay nena mía, cómo podré contárselo todo! ¡Si ni siquiera pudiéramos haberlo soñado! ¡Aunque... yo creo haberlo presentido todo, sí; haberlo presentido todo! Me lo daba el corazón tal y como ha ocurrido... ¡Y verdaderamente hace poco tuve un sueño en el que vi algo semejante!

¡Ahora oiga usted lo que me ha sucedido!... Se lo contaré todo, sin cuidar esta vez del estilo; con toda sencillez, según me inspire Dios.

Bueno; pues esta mañana me dirigí, como de costumbre, a la oficina. Voy allí, me siento y me pongo a escribir. Ya sabe usted, hijita, que también escribí ayer. Precisamente ayer fue cuando se acercó a mi mesa Timofei Ivánovich y me dijo: «Aquí tiene usted un importante documento que ha de copiar a la carrera. Así que póngase a ello enseguida... ¡Buena letra y mucho cuidado! Su Excelencia quisiera tenerlo hoy mismo a la firma...» Empezaré por advertirle, hijita, que ayer no estaba yo como es preciso estar... Es decir, yo no dejaba traslucir nada, pero me abrumaban el dolor y la pena. Sentía frío en el corazón y tinieblas en el cerebro. Pero mis pensamientos iban todos hacia usted, palomita mía. Bueno; pues voy y me pongo a copiar..., a copiar con buena letra y con mucho cuidado, cuando... No sé verdaderamente cómo explicárselo a usted exactamente, si fue que él..., ¡alabado sea Dios!, en persona me condujo la mano o cualquiera otra fuerza misteriosa, o si sencillamente no tenía más remedio que ocurrir aquello..., lo cierto es que al copiar me salté todo un renglón. De lo que Dios sabe el desatino que se originó en el texto, probablemente un absurdo. Pero el documento quedó listó ayer a última hora, y esta mañana fuéle presentado a Su Excelencia a la firma.

Bueno; pues hoy por la mañana... voy, como de costumbre, y ocupo mi sitio junto a Yemelia lvánovich. Debo hacerle observar, hija mía, que desde hace algún tiempo siento más vergüenza y tiendo más que antes a esconderme. Sí; en estos últimos tiempos ya he perdido el valor para mirar a la gente a la cara. Apenas oigo moverse una silla, cuando ya me tiene usted más muerto que vivo. Pues en ese estado de ánimo me encontraba hoy: yo me hacía un ovillo, y me estaba muy quietecito en mi sitio, como un erizo, de suerte que Yefim Akímovich (el tío más burlón que hay bajo la capa del cielo), de repente fue y me dijo en voz alta, de modo que todos lo oyeran:

«-Hombre, Makar Aleksiéyevich, ¿por qué estás sentado de ese modo, que pareces una U?»

Y al decir esto hizo un mohín tal, que todos los presentes se caían de risa, naturalmente, a mi costa, no a la suya. Bueno; ¡pues así me dijo el tío! Yo me apreté las orejas y me tapé los ojos y no hice el menor movimiento. Eso es lo que hago siempre cuando los otros empiezan con sus bromas; y así es como le dejan a uno más pronto en paz. Pero de pronto oigo unas voces excitadas, unos pasos presurosos, carreras y voces. Oigo..., ¿pero no será que se engañan mis oídos?... Oigo que me llaman, que me llaman por mi nombre, que llaman a Dievuschkin. ¡El corazón me palpita y siento que por el cuerpo todo se me mete un miedo como nunca lo he pasado en mi vida! Continúo sentado en mi silla, cual si hubiera brotado de ella..., ¡sin moverme, yo no era yo! Pero los gritos siguen cada vez más cerca, encima mismo. «¡Dievuschkin! Pero ¿dónde anda Dievuschkin? ¡Dievuschkin!» Yo abro los ojos; delante de mí está Yevstafii Ivánovich..., y yo le oigo decir todavía: «Makar Aleksiéyevich, que le llama Su Excelencia, pronto. ¡Nos ha proporcionado con su copia un trastorno terrible!» Esto fue todo lo que me dijo, pero era bastante. ¿No es verdad, hijita, que era suficiente? Yo me quedé tieso, muerto; sencillamente, no sentí nada más, y fui hacia el despacho del ministro... ¡Es decir, iban mis pies, porque lo que es yo estaba más muerto que vivo! Me condujeron por una habitación, luego por otra y otra más..., hasta el despacho de Su Excelencia... Y entonces fue cuando me di cuenta de dónde estaba. No puedo decirle a usted nada en absoluto sobre lo que yo pensase en aquel momento. Sólo veía que allí estaba Su Excelencia en pie, y, a su alrededor, todos los demás. Creo que ni siquiera le hice una reverencia; se me olvidó hacérsela. Tan emocionado estaba, que me temblaban los labios y las piernas. ¡Pero no me faltaba motivo para ello, hijita! En primer lugar, porque sentía mucha vergüenza, y luego, que al volver casualmente la vista a la derecha y verme en un espejo, tuve motivo sobrado para haberme desplomado en tierra. Añádase a eso que yo he procurado siempre conducirme de un modo cual si no existiera, por lo que no era ni remotamente de suponer que Su Excelencia tuviese noticia alguna de mí. Puede que alguna vez Su Excelencia hubiese oído de pasada que allí, en la sala cuarta, tiene su mesa un empleado que se llama Dievuschkin, pero de ahí no habría pasado la referencia.

Bueno; pues de pronto exclamó Su Excelencia muy enojado:

«-Pero ¿se puede saber qué desatino ha puesto usted aquí, hombre? ¿En dónde tenía usted los ojos? ¡Un documento tan importante, que hay que enviarlo urgentemente! ¡Y va usted y pone en él semejante despropósito! ¿En qué estaba usted pensando, hombre?»

Y al mismo tiempo volvíase Su Excelencia a Yevstafii Ivánovich. Yo sólo cogía palabras sueltas que parecían venir del más allá: ¡Descuido! ¡Negligencia!... ¡Sólo sirve para dar desazones!...

Yo abrí la boca, pero no dije nada. Quería disculparme, pedir perdón, pero no podía. Echar a correr... En eso no había que pensar; pero... bueno, de pronto ocurrió algo..., algo, hijita, que aun ahora mismo me avergüenzo de referir..., y fue que mi botón..., ¡el diablo se lo lleve!..., mi botón, que se sostenía pendiente de un hilo, fue y saltó de pronto (probablemente le tocaría yo ni sé cómo) y dio en el suelo y, rodando, rodando, fue a caer en los mismos pies de Su Excelencia, rodando, rodando, en medio del silencio sepulcral que allí imperaba. ¡Aquella fue toda mi justificación, toda mi disculpa, todo cuanto tenía que decir a Su Excelencia! Las consecuencias fueron inmediatas. En seguida, Su Excelencia fue y se fijó atentamente en mi aspecto y en mi traje. Yo pensé que me miraba en el espejo... Con esto está dicho todo... Y de repente, me agaché para coger el botón y de nuevo colocar en su sitio al desertor inoportuno. ¡Yo había perdido de todo punto el juicio! Me agaché y tendí la mano para coger el botón, pero éste seguía rodando como una peonza, siempre en redondo, y yo, por más que hacía, no podía alcanzarlo... ¡De suerte que, hasta en punto a habilidad, me estaba luciendo! Y de pronto sentí que me abandonaban mis últimas energías y que todo estaba perdido. ¡Toda dignidad había desaparecido: el hombre estaba aniquilado en mí! Al mismo tiempo empezaron a zumbarme los dos oídos y me parecía como si por detrás de la pared escuchara los insultos de Teresa y Faldoni, según los estoy oyendo siempre insultarme en la cocina. Finalmente, logré atrapar el botón, me incorporé... Pero en vez de reparar entonces en cierto modo mi necedad y mantenerme con el cuerpo rígido y las manos en la costura del pantalón..., en vez de eso, voy y me pongo a querer sujetar el botón en el sitio de donde se había desprendido y de donde ahora sólo colgaban dos hilachos, ¡como si pudiera adherirse allí!, y todavía me reía yo del lance, sí, señor; ¡tenía la frescura de reírme!

Su Excelencia se volvió primero a un lado, pero luego tornó a reparar en mí... y yo le oí decir a Yevstafii Ivánovich:

«-Hombre..., mire usted... ¡Fíjese qué facha!... ¿Cómo es que va así? ¿Qué le sucede?»

¡Ay cariñito mío!, ¿qué más se podía pedir? Su Excelencia me había caracterizado de un modo insuperable. Yo oí a Yevstafii Ivánovich contestarle:

«-No hay motivo para culparlo de nada, Excelencia; hasta ahora siempre observó una conducta modelo... Tiene buena letra... Cobra su sueldo...

«-Bueno..., pues entonces vea usted la forma de ayudarle -repuso el ministro-. Déle usted algún anticipo...

-Es el caso que ya se le ha dado ese anticipo con exceso; tiene ya cobrado el sueldo de no sé cuántos meses. Por lo visto se halla ahora en unas condiciones especiales... Pero, por lo demás, su conducta, como digo, es ejemplar, irreprochable...»

Yo me sentía, angelín mío, como si estuviera en el centro de un círculo de llamas infernales, ¡que me quemaban y achicharraban vivo! Yo... Nada, sencillamente había exhalado el último suspiro, sí; me había muerto y muerto estaba.

«-Bueno -dijo de pronto Su Excelencia en voz alta-, esto hay que volver a copiarlo. Dievuschkin, venga acá; va usted a copiarme esto otra vez, sin una falta; y ustedes, señores...»

Al decir esto volvióse Su Excelencia a los demás y empezó a encargarles distintas cosas, después de lo cual se fueron ellos retirando. Pero apenas había salido el último, cuando de pronto sacó Su Excelencia su cartera y de ella extrajo un billete de cien rublos.

«-Mire, esto es todo lo que puedo... Tómelo usted... Acéptelo...»

Y así diciendo, me ponía el billete en la mano.

Yo, angelín mío, me estremecí con el alma toda conmovida; no sé decir más de aquello. Intenté cogerle la mano para besársela, pero él se puso encarnado, palomita mía, y..., no me aparto en esto ni un pelo de la verdad, hijita..., y me cogió esta mano indigna y me la estrechó; nada, que me la cogió sencillamente y me la estrechó exactamente cual si hubiera sido la mano de un su igual, de algún personaje empingorotado como él.

«-Bueno, retírese ya -dijo-. En lo que pueda servirle... Cópieme esto otra vez, pero procure no cometer ninguna falta. Y esta otra copia se puede ya romper...»

Bueno; pues ahora, hijita, escúcheme usted lo que he pensado: rogarles a usted y a Fiodora, como se lo ordenaría a mis hijos, si los tuviera, que al dirigirse en sus oraciones a Dios no le pidan por su padre carnal, sino por Su Excelencia; pero que por éste le recen todos los días, hasta el último de su existencia. Y aún tengo algo que decirles, y se lo voy a decir solemnemente... Así que esté atenta, hija mía, pues le juro que yo..., por grande que fuera mi necesidad y por mucho que me hiciese sufrir nuestra falta de dinero, cuando pensaba en su necesidad, y en los apuros de usted y, por ende, en mi humildad de condición y mi inutilidad..., no obstante todo eso, le juro que estos cien rublos no tienen para mí tanto valor como ese rasgo de Su Excelencia al darme a mí, al borracho, ruin entre los ruines, su mano y dignarse estrechar esta indigna mano mía. ¡Con este rasgo me ha restituido Su Excelencia en mi verdadero ser! ¡Con eso me ha resucitado de entre los muertos, me ha endulzado para siempre la vida, y estoy firmemente convencido de que por pecador que yo pueda resultar a los ojos del Altísimo..., han de llegar hasta el trono de Dios y han de ser oídas mis preces por la dicha y la prosperidad de Su Excelencia!...

¡Cariñito mío, hija mía! Estoy ahora en una gran excitación, cual nunca la experimenté. El corazón me palpita y da saltos, y me siento tan rendido cual si fueran a abandonarme todas mis fuerzas.

Le incluyo 45 rublos; 20 le he dado a la patrona y los otros 35 me los reservo; 20 para emplearlos en comprarme algunas piezas de ropa, y los otros 15 para seguir tirando. Bueno; todas esas impresiones de esta mañana me han dejado tan rendido, que me encuentro muy débil. Tendré que acostarme. Estoy ahora, por lo demás, completamente tranquilo, absolutamente tranquilo. No tengo más que cierto peso en el corazón, y allá, no sé dónde, en lo hondo, siento como si el alma me temblase y aleteara. Ya iré a verla a usted. Estoy aún como trastornado por todas esas impresiones... ¡Dios lo ve todo, hijita; todo!

Su digno amigo,

Makar Dievuschkin.

*

10 de septiembre.

Mi queridísimo Makar Aleksiéyevich: Me alegro infinitamente de su dicha, y sé estimar en cuanto vale la ayuda de su superior. Así podrá usted, por fin, respirar y descansar de sus preocupaciones. Pero he de hacerle ahora una súplica: ¡Por Dios, no vuelva usted a gastar el dinero en cosas inútiles! ¡Haga usted una vida tranquila y ordenada, lo más económica posible, y, se lo ruego, empiece usted desde mañana a apartar todos los días algún dinerillo para que no vuelva usted a encontrarse en tanto apuro! De nosotras, a decir verdad, no tiene usted que preocuparse. Nosotras ya nos arreglaremos ¿Por qué nos ha mandado usted tanto dinero, Makar Aleksiéyevich? ¡Si no nos hace falta!... Tenemos bastante con el que ganamos. Cierto que dentro de poco necesitaremos alguna cantidad para la mudanza; pero Fiodora espera que, de aquí para entonces, le habrán pagado una deuda antigua. De todos modos, me reservo, por si acaso, veinte rublos, y le devuelvo a usted lo demás. ¡No considere usted el dinero como cosa superflua, Makar Aleksiéyevich!

¡Adiós, amigo mío! Viva usted tranquilo y consérvese sano y alegre. Por mi gusto, prolongaría más esta carta; pero me siento muy cansada. Ayer estuve en cama todo el día. Está muy bien eso que dice de visitarnos. No tarde en hacerlo, Makar Aleksiéyevich. Mire que le espero.

Suya,

V. D.

*

11 de septiembre.

Mi querida Varvara Aleksiéyevna: le suplico, cariñito mío, no vaya a olvidarme ahora que soy completamente feliz y todo lo hallo a medida de mi deseo. ¡Palomita mía, no haga caso de Fiodora! Yo le prometo a usted hacer todo cuanto quiera. Yo me conduciré bien en adelante, pues aunque sólo fuere por atención a Su Excelencia, me he portar de una manera digna y decorosa. Volveremos a escribirnos cartas alegres y a comunicarnos mutuamente nuestros pensamientos y también nuestras alegrías y preocupaciones..., si es que hemos de tener estas últimas..., y de nuevo volveremos a vivir una vida feliz y en buena armonía... Nos dedicaremos a la literatura... ¡Angelín mío! Todo en mi vida tiende ahora hacia lo mejor. Mi patrona vuelve a admitirme al diálogo. Teresa se ha puesto mucho más inteligente, y hasta Faldoni es ya más servicial. Me he reconciliado con Ratasayev. La alegría que experimentaba me llevó a él de nuevo. Es un chico realmente bueno, hijita, y todo lo malo que de él han dicho es un puro error y un disparate: ahora he podido comprobar muy bien que todo era una odiosa calumnia. No es verdad que pensase nunca en hacer una sátira a costa nuestra. Él mismo me lo ha asegurado. Me ha leído su nueva obra. Y respecto a eso de que me hubiese puesto el apodo de Tenorio, bueno..., pues eso no es nada malo, ni tampoco ninguna denominación ofensiva. Él ha explicado su significación. Eso de Don Juan es una palabra extranjera, y viene a significar, poco más o menos: un chico listo, o, para expresarnos en un lenguaje más pulido, más literato, por decirlo así: un bravo caballero. Eso es, para que usted vea lo que significa, y no nada... ¡distinto! De modo que no pasaba de ser una broma suya inofensiva, ¡angelín mío! ¡Y yo, ignorante de mí, que lo había tomado por una ofensa! Bueno; pero ya le he dado hoy mis excusas...

¡Qué tiempo tan hermoso el que hace hoy, Várinka! Verdad que por la mañana hemos tenido su poquito de hielo; pero eso no importa: así está más fresco el aire. Yo fui y me compré un par de botas..., unas botas verdaderamente lindas, irreprochables, las que me he comprado... Luego fui a darme un paseo por la Nevskii. Después me leí el periódico. Eso es, ¡y me olvidaba de contarle a usted lo más importante!

Pero escúcheme usted, que voy a contárselo:

Sabrá usted que esta mañana me enredé en conversación con Yemelia Ivánovich y con Aksentii Mijaílovich; hablamos de Su Excelencia. Sí, Várinka; porque Su Excelencia no me ha hecho a mí sólo objeto de sus bondades. Se las ha prodigado a otros también, y su bondad de corazón es a todo el mundo notoria. Muchos, muchos son los individuos que ensalzan esa bondad suya y vierten lágrimas de agradecimiento al recordar el bien que les hizo. Su Excelencia se hizo cargo de una huérfana y le dio educación en su casa, y luego la casó con un alto empleado que pertenece al número de los que trabajan bajo sus inmediatas órdenes, y no contento con eso, le señaló también Su Excelencia una buena dote. Además, Su Excelencia ha colocado en una cancillería al hijo de una pobre viuda, y no paran aquí todas las cosas buenas que se pueden contar de Su Excelencia. Yo consideré deber mío, hijita, meter baza en la conversación, y saqué a relucir lo que por mí había hecho Su Excelencia, y lo conté todo, sin omitir detalle. Me guardé mi timidez en el bolsillo. ¡Qué timidez ni qué miramientos, tratándose de una cosa así! Yo lo conté todo en voz alta, de modo que todos pudieran oírlo; sí, muy alto, a fin de pregonar a los cuatro vientos las nobles acciones de Su Excelencia. Hablé con celo y entusiasmo, y no se me subieron los colores a la cara, sino que, muy al contrario, me sentía orgulloso de poder contar un episodio semejante.

Y lo referí todo (de quien, por fortuna, no dije palabra fue de usted, hijita; a usted la pasé por alto muy discretamente), todo lo concerniente a la patrona, y a Faldoni, y a Ratasayev, y Márkov, y lo de mis botas... Todo eso conté con todos sus detalles... Algunos se burlaron de mí un ratillo, o, por mejor decir, todos me tomaron el pelo... Pero, por lo menos, ¡todos reían! Por lo visto encontrarían en mí algo risible. Quizá se rieran solamente de mis botas... ¡Sí; seguramente que sólo se reían de mis botas! Pero, desde luego, no es posible que se riesen con mala intención, pues son incapaces de hacerlo. Lo más probable es que riesen por ser jovencillos..., o porque andan bien de fondos. Pero repito que no hay que pensar que con ninguna mala y hostil intención... se rieran de mí ni de mis palabras. Porque creo que Su Excelencia... No; de Su Excelencia en ningún caso se habrían propasado a burlarse... ¿No digo bien, Várinka?

Todavía no he vuelto en mí del todo, hijita. ¡Me han trastornado tanto todos estos acontecimientos! ¿Tiene usted leña para la lumbre? ¡Procure usted; hijita, no enfriarse, cual con frecuencia ocurre! Yo le pido a Dios, hija mía, que vele por usted y la proteja. ¿Tiene usted, por ejemplo, medias de lana o esas otras prendas de abrigo que durante el invierno se necesitan? Ande usted con cuidado, ¡angelín mío! Si le faltase a usted algo de eso, no ofenda a este pobre viejo; acuda a mí en seguida. ¡Ya pasaron para nosotros los tiempos malos, y la vida se nos muestra radiante y hermosa!

¡Pero fueron muy tristes aquellos tiempos, Várinka! Aunque, ¡a qué hablar de ellos, puesto que ya pasaron!...

Cuando se haya cumplido el año podremos recordar esos tiempos sonriendo. ¿No es verdad, lo mismo que hoy recordamos nuestra infancia? ¡Cuánto pasamos entonces! A veces no tenía uno ni una sola copeica en el bolsillo. Pasaba frío y hambre; pero siempre estaba contento.

Por la mañana se iba uno a la Nevskii, se tropezaba con una cara bonita..., y ya se le habían acabado las penas para todo el día. ¡Hermosos tiempos, maravillosos tiempos, a pesar de todo, hija mía! ¡Da gusto vivir en este mundo, Várinka! Sobre todo en Petersburgo. Ayer hice acto de contrición delante de Dios, con lágrimas en los ojos, para que me perdone todos los pecados que en esta temporada lamentable cometí, y que se condensan en pensar libre, aturdimiento y juego. Y de usted también, hija mía, me acorde con emoción en mis oraciones. Usted, angelín mío, ha sido mi único consuelo, y mi única energía; usted, la única criatura que me ha dado buenos consuelos y ayudándome a salir con bien de todos los apuros. ¡Esto, hija mía, no lo olvidaré nunca! ¡Hoy he besado sus cartas, una por una, palomita mía, angelín mío! ¡Pero, bueno...; adiós!

He oído decir que por estos alrededores hay quien vende un uniforme. Bien; pues me adecentaré también por fuera. ¡Adiós, angelín mío; consérvese buena; hasta más ver!

Su devotísimo,

Makar Dievuschkin.

*

15 de septiembre.

Mi querido Makar Aleksiéyevich: Estoy en un estado de agitación espantoso. Diga usted lo que me ocurre. Me da el corazón algo fatal. Juzgue usted por sí mismo, mi mejor amigo: ¡el señor Bukov está en Petersburgo!

Fiodora se lo ha encontrado. Él pasó en coche junto a ella; la reconoció, mandó en seguida parar, se dirigió a ella y le preguntó dónde vivía. Fiodora, naturalmente, no se lo dijo. Y entonces él insinuó, sonriendo, la observación... que él ya sabía quién vivía con ella (Por lo visto se lo ha contado todo Anna Fiodórovna.) Fiodora, al oír aquello, se puso furiosa y empezó a hacerle cargos en plena calle, diciéndole que era un inmoral y que él solo tenía la culpa toda de mi desgracia. A lo que él contestó que, cuando no se tiene una copeica, fuerza es ser desdichado.

Dice Fiodora que ella le explicó que yo me gano muy bien la vida con mi trabajo; que puedo casarme o, en último caso, buscar una colocación; pero que mi felicidad la perdí para siempre; que estoy muy enferma y no tardaré en morir.

A esto respondióle él que todavía era yo muy joven, que aún tengo la cabeza a pájaros y que mis buenas cualidades se habían enturbiado un poquito (así mismito lo dijo).

Fiodora y yo creíamos que él ignoraba dónde vivíamos, cuando, de pronto, ayer..., apenas había yo salido a comprar algunas casillas en el Gostinyi Dvor, ¡paf!, va y se presenta en casa. ¡Por lo visto, no quería encontrarse aquí conmigo! Empezó a hacerle a Fiodora un sinfín de preguntas relativas a nuestro género de vida, observándolo todo con mucha atención, incluso mis labores. Y luego, de pronto, preguntó:

-¿Y quién es ese empleado amigo vuestro?

En aquel crítico instante cruzaba usted el portal, y Fiodora fue y se lo indicó; él se asomó en seguida a la ventana, y luego se echó a reír. A la intimación de Fiodora de que se fuese, pues yo ya sin eso estaba bastante delicada de salud a causa de mis penas, y no me sería nada agradable encontrármelo en casa al volver, no dijo nada, permaneció un instante silencioso, manifestando luego que había ido a casa por ir, porque no tenía nada que hacer, y, finalmente, se empeñó en darle a Fiodora veinticinco rublos, que ella, naturalmente, no aceptó.

¿Qué querrá decir todo esto? ¿Por qué y para qué habrá venido a nuestra casa? No acabo de explicarme cómo ha podido enterarse de dónde vivimos. Me pierdo en conjeturas. Dice Fiodora que Axinia, su cuñada, que nos visita de cuando en cuando, es muy amiga de Nastasia, la lavandera, la cual tiene un primo colocado en la misma oficina en que lo está uno de los más íntimos amigos del sobrino de Anna Fiodórovna. ¿No habrán llegado hasta él por ese conducto los chismorreos? Nosotras no sabemos a qué carta quedarnos. ¿Volverá a poner los pies en nuestra casa? ¡El solo pensamiento me subleva! Al contarme ayer Fiodora lo ocurrido me entró tal susto, que casi me desmayé... de angustia. ¿Qué querrá de mí ese hombre? ¡Yo, que no quiero saber nada de toda esa gente! ¿Qué les importo yo a ellos? ¡Ay, si usted supiera con qué temores vivo! A cada instante me parece que Bukov va a presentarse ante mi vista. ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué es lo que me aguarda? ¡Por el amor de Dios, venga usted en seguida, Makar Aleksiéyevich! ¡Se lo suplico; venga usted!

*

18 de septiembre.

Mi querida Varvara Aleksiéyevna:

Hoy ha ocurrido en nuestra casa algo infinitamente triste, inexplicable y de todo punto inesperado. Pero yo voy a contárselo a usted todo por su orden:

Lo primero fue que a nuestro pobre Gorschkov le declararon inocente en el proceso. Hace ya tiempo que se había fallado aquél; pero hasta hoy no ha sido firme la sentencia. El asunto concluyó, por tanto, de un modo muy favorable para él. Todas aquellas cosas de que lo acusaban...: descuido, negligencia, etcétera, han resultado sin fundamento. El Tribunal reconoció su honorabilidad absoluta y condenó al comerciante a pagarle a Gorschkov aquella importante cantidad que le dije, de suerte que de un golpe mejoró su situación extrema, ya que el dinero se lo sacarán, seguramente, por la vía judicial, al comerciante. Pero lo más importante, naturalmente, es que el pobre se veía ya libre de aquella mancha en su honra que la denuncia le había echado. En una palabra: que se le habían logrado todos sus deseos.

A eso de las tres de la tarde vino a casa. Trabajo costaba conocerlo. Venía con la cara blanca como la pared. Le temblaban los labios y, al mismo tiempo, se sonreía..., y así fue abrazando a su mujer y a los chicos. Nosotros, todos, formando una piña, nos dirigimos a él para felicitarle. Creo que nuestra actitud le conmovió mucho, pues se deshacía dándonos las gracias y nos estrechó la mano a cada uno varias veces. Sí; hasta parecía que había crecido, pues por lo menos se mantenía más estirado que de costumbre, y tampoco le lagrimeaban ya los ojos, sino que materialmente le resplandecían. ¡Qué emocionado estaba el pobre! No se estaba quieto ni dos minutos en el mismo sitio; cogía una cosa para soltarla en seguida, y tan pronto se apoyaba en el respaldo de la silla, sonreía y daba las gracias, como se sentaba y volvía a levantarse y a sentarse de nuevo, y murmuraba no sé qué. Una vez dijo: «Mi honra, sí, mi honra, una buena reputación... puedo dejarles ya a mis hijos...» ¡Y había que ver cómo lo decía! Tenía los ojos llenos de lágrimas, y también a nosotros nos faltaba poco para llorar. Ratasayev quiso disimular, y por eso fue y dijo:

«-¡Bah, la honra! ¿Qué importa la honra, padrecito, cuando no hay qué comer? ¡Dinero, padrecito, dinero; eso es lo principal! ¡Por el dinero, por eso es por lo que debe usted darle gracias a Dios!»

Y le sacudió una palmadita en el hombro.

A mí me pareció que aquello le había ofendido en cierto modo a Gorschkov. No es que él pusiera semblante de haberse resentido; pero miró de un modo muy particular a Ratasayev y, por toda contestación, apartó de su hombro la mano del literato. Antes no hubiera hecho eso, hijita. Por lo demás, no todos los caracteres son iguales. Yo, por ejemplo, en medio de mi alegría, no me la había dado de orgulloso. A veces, cariñito mío, a veces dice uno cosas de todo punto innecesarias, y las dice sin motivo alguno, simplemente por un exceso de ternura o en una efusión de cordialidad... Pero esto no se refiere a mí...

«-Sí -dijo Gorschkov después de una pausa-; también el dinero está bien... ¡Gracias a Dios!... ¡Gracias a Dios!...»

Y repitió varias veces para su capote: «¡Gracias a Dios!... ¡Gracias a Dios!...» Su mujer le sirvió una comida algo más abundante y mejor que de costumbre. Nuestra patrona misma la había aderezado. Hay que reconocer que, en el fondo, nuestra patrona es buena. Hasta la hora de comer no pudo Gorschkov estarse sentado un momento. Daba vueltas por la habitación de acá para allá, acercándose a todos nosotros como si lo hubiéramos llamado. Se acercaba sencillamente, sonriendo a su manera; se sentaba en un silla, decía cualquier cosa, o no decía nada..., y luego se iba. En la habitación de nuestro marino, donde estaban jugando a la sazón, tomó los naipes en la mano, y los otros lo admitieron al juego. Y allí se estuvo, juega que te juega, pero de un modo que a todos los demás los trastornaba: gracias que a las tres o cuatro rondas volvió a dejar los naipes.

«-No, yo sólo tengo esto -dicen que dijo-; yo sólo tengo esto.»

Y se salió del cuarto.

Yo me encontré con él en el pasillo. Me cogió las dos manos y me miró largo rato a los ojos, pero de un modo muy especial. Luego me apretó las manos y se fue, sin dejar de sonreír, con aquella sonrisita tan extraña, tan impasible y deprimente como la sonrisa de un loco. Su mujer lloraba de alegría. El día de hoy ha sido para ellos una verdadera fiesta. No tardó en terminarse la comida. Y entonces, después de comer, díjole de pronto a su esposa:

«-Ahora quisiera descansar un poco...»

Y fue y se acostó en el lecho.

Al poco rato llamó a su hijita, púsole las manos en la frente y empezó a acariciarla. Luego volvióse de nuevo a su mujer:

«-¿Dónde está Pétinka? ¿Nuestro Pétinka? -preguntó-. Nuestro Pétinka...»

La mujer se santiguó y díjole que Pétinka se había muerto.

«-Sí, es verdad; ya lo sé. ¡Pétinka está en el cielo!»

La mujer notaba que no era el mismo de antes; que los acontecimientos de aquel día habían hecho en él honda impresión, y por esto aconsejóle que hiciera por dormirse y descansar.

«-Sí..., sí... Voy a ver si duermo... sólo un poquito...»

Y al decir esto echóse de costado, estuvo así un ratito e hizo ademán de querer decir algo. La mujer le preguntó;

«-¿Qué es ello, hombre?»

Pero él ya no le contestó. «Se habrá dormido», pensó la mujer, y se salió del cuarto para decir algo a la patrona. Al cabo de una hora volvió a la habitación... Su marido no se había despertado todavía, seguía durmiendo a pierna suelta, sin moverse. Ella se dijo: «Bueno; que duerma bien para que cobre bríos para el trabajo.»

Dice que estuvo sentada a su cabecera más de media hora, pero que no puede precisar en qué pensaba, aunque estaba sumida en reflexiones; pero que sí puede decir que se había olvidado por completo del marido. Pero de pronto volvió en sí, despabilada de su ensimismamiento por cierta intranquilidad, y que entonces sorprendióla el silencio sepulcral que había en la habitación.

Miró a la cama, y vio que su marido seguía acostado como hacía hora y media. Entonces acercóse a él y lo tocó... Pero lo encontró ya frío, porque estaba muerto, hijita; se había muerto Gorschkov de repente, como herido del rayo ¡Sólo Dios sabe cuál habrá sido la causa de su muerte!

Este acontecimiento me ha hecho tanta impresión, Várinka, que aún no me he dado cuenta cabal de él. No puedo creer que un hombre pueda morirse así... ¡tan sencillamente! ¡Pobre desdichado Gorschkov! ¿Por qué había de morirse hoy, que precisamente era para él un día de alborozo? ¡Sí; el sino, el sino! Su mujer está casi deshecha en llanto, toda trastornada todavía por efecto de la espantosa impresión. Pero la nena se ha acurrucado en un rincón, asustada. En su habitación hay ahora un ir y venir constante. Hay que practicar ahora una inspección facultativa... No sé si se llama así... ¡Qué pena, hijita, qué pena! Es muy triste pensar que de un momento al otro... ¡se muere uno sin más ni más, y se acabó!...

Suyo,

Makar Dievuschkin.

*

19 de septiembre.

Mi querida Varvara Aleksiéyevna: Me apresuro a comunicarle, hija mía, que Ratasayev me ha proporcionado trabajo, trabajo de un escritor... Hoy vino uno a verle y le trajo un manuscrito enorme... Gracias a Dios, mucho trabajo. Sólo que están las cuartillas escritas de un modo tan ilegible, que no sé cómo voy a descifrar la letra, y, además, quiere el trabajo en seguida. Por si fuera poco, se trata de cosas difíciles, tanto, que cuesta mucho entenderlas. Cuanto al precio, nos hemos puesto de acuerdo ya: cuarenta copeicas por pliego. Le escribo a usted todo esto, hija mía, para hacerle saber más pronto que ahora ya cuento con un extraordinario sobre mi sueldo. Y ahora quede con Dios, angelito mío. Voy a poner en seguida manos a la obra.

Su fiel,

Makar Dievuschkin.

*

23 de septiembre.

Mi fiel amigo Makar Aleksiéyevich: Llevo tres días sin escribirle, amigo mío, y, sin embargo, no me han faltado preocupaciones e inquietudes en este tiempo.

Hace tres días estuvo aquí Bukov. Me encontraba sola, pues Fiodora había salido.

Le abrí la puerta, y me asusté al verle, de tal modo, que no podía moverme del sitio. Me sentía palidecer. Él entró en casa, riendo, según costumbre; cogió, sin más cumplimientos, una silla y se sentó, yo tardé un rato en recobrar la serenidad. Por último, volví a sentarme junto a la ventana a trabajar. Cuanto a él, dejó bien pronto de reírse. Por lo visto hubo de sorprenderle mi aspecto. Me he desmejorado mucho en los últimos tiempos: tengo hundidos los ojos y las mejillas, y estaba, además, pálida como una muerta... Sí; debe de darles mucha pena verme a los que me vieron hace un año...

Él me estuvo observando largo rato con mucha atención, y, por último, se le alegró el semblante. Hizo no sé qué observación..., a lo que yo ni siquiera recuerdo lo que contesté... Y volvió a sus risas. Una hora entera se estuvo ahí sentado junto a mí, mareándome a preguntas y charlando con toda desenvoltura. Finalmente, antes de irse, me cogió la mano y me dijo (reproduciré textualmente sus palabras):

«-Varvara Aleksiéyevna, voy a decirle en confianza una cosa: Anna Fiodórovna, su parienta de usted y mi antigua amiga, es una mujer sumamente vulgar. (La calificó, además, con una palabra indecentísima.) Ahora ha apartado a su prima del camino recto, y también a usted quiso conducirla a la perdición. Sí; pero yo también me porté en esta ocasión como un infame; pero, en fin, no perdamos el tiempo en hablar de cosas inútiles, que ése es el pan nuestro de cada día, cosas que la vida trae consigo...»

Y volvió a reír alto. Luego hizo observar que no tenía nada de orador brillante; que lo único que tenía que decir era lo que su decoro le impedía sencillamente callar, y eso ya lo había dicho, y que, por tanto, se limitaría a explicar el resto en dos palabras. Y así lo hizo: explicóme que seguía solicitando mi mano, que consideraba deber suyo devolverme mi honra, que es rico, y, después de la boda, me llevaría consigo a sus posesiones de la región esteparia. Allí pensaba él cazar liebres; pero tenía propósito de no volver nunca a Petersburgo, pues le repugnaba la vida en las grandes capitales. Además, que tiene aquí un sobrino, un holgazán que nada bueno promete, según él dice, y se ha jurado a sí mismo dar al traste con sus esperanzas de heredarlo. Por todo lo cual ha resuelto contraer matrimonio, es decir, que quiere dejar herederos directos. Luego extendióse en consideraciones sobre nuestro cuarto; dijo que no tenía nada de particular que yo estuviera enferma viviendo en tal tugurio, y me profetizó una muerte próxima si seguía viviendo aquí. «En Petersburgo todas las viviendas son malas», dijo, y luego preguntóme si no sentía yo ningún deseo de alguna cosa.

Yo estaba tan sobrecogida por su proposición, que, de pronto..., sin yo misma saber por qué..., rompí a llorar. Él atribuyó aquellas lágrimas a mi agradecimiento, y salió diciendo que hacía tiempo estaba convencido de que yo era una buena chica, sensitiva e ilustrada; pero que no se había decidido hasta entonces a hacerme aquella proposición, pues había querido antes informarse al pormenor de mí y de mi género de vida. Añadió que usted era un hombre de bien y que él no quería quedarle debiendo nada... ¿Se contentaría usted con quinientos rublos por todo cuanto por mí ha hecho? Al contestarle yo que usted había hecho por mí cosas que no se pagan con dinero, díjome que eso era absurdo; que esas cosas están bien en las novelas; que yo soy joven todavía y miro la vida al través de los libros; pero que las novelas sólo sirven para inculcarles a las muchachas ideas extravagantes, y, en general, según él, los libros sólo conducían a corromper las costumbres, por lo que él no podía sufrirlos. Me aconsejó aguardase a tener sus años para poder juzgar a los hombres: «Sólo entonces -dijo- podrá usted decir que los conoce.»

Luego invitóme a meditar sobre su proposición y pesar maduramente todas las razones, pues no le parecía bien que yo diese, sin reflexionarlo bien, paso tan importante, y añadió todavía que el aturdimiento y las resoluciones precipitadas suelen ocasionar la perdición de las jóvenes inexpertas; y que, a pesar de todo, era su mayor deseo obtener de mí una respuesta afirmativa, ya que en otro caso se vería en la precisión de casarse con la hija de cierto comerciante de Moscú, porque, como ya dijo, había hecho juramento formal de no dejarle sus bienes a aquel sobrino tan inútil. Después de todo esto, se levantó y puso quinientos rublos en mi bastidor para alfileres, según dijo, y, casi valiéndose de la fuerza, me obligó a no levantarme del asiento. Para terminar, díjome todavía que allá en sus posesiones del campo habría de ponerme como una torta de gorda y sanota, y que allí podría dormir cuanto quisiese. Según parece, tiene aquí muchísimo que hacer; los negocios le llevan casi el día entero, por lo que sólo había venido a verme unos minutos... Y diciendo esto, se fue...

Yo he reflexionado mucho ya sobre todo esto, y le he dado vueltas en todos sentidos, y, por último, amigo mío, he tomado mi resolución: sí, me casare con él; debo aceptar su proposición. Si alguien puede salvarme de mi vergüenza, devolverme mi honra y tenerme en lo por venir a cubierto de la pobreza y los apuros y la desdicha, es él únicamente. ¿Qué otra cosa puedo esperar del porvenir ni pedirle al Destino? Dice Fiodora que no hay que gastar bromas con la suerte; sólo que se pregunta, sollozando, si a esto puede llamarse suerte. Yo tampoco encuentro otra solución para mí, amigo mío. ¿Qué debo hacer?

Con la labor he perdido ya la salud. Trabajar sin interrupción... es cosa superior a mis fuerzas. ¿Servir a extraños? Me moriría de pena, y tampoco satisfaría a ningún amo. Soy enfermiza por naturaleza, y por eso sólo sería un carga para los extraños. Claro que no es ningún paraíso a donde voy a ir ahora; pero ¿qué debo hacer, amigo mío, qué debo hacer? ¿Por qué decidirme?

No le he pedido a usted consejo, porque quería meditarlo bien todo yo sola. Mi resolución, que ya le he comunicado, se mantiene firme, y voy en seguida a escribirle a Bukov, que estará impaciente aguardando mi respuesta, participándole que acepto. Él me dijo que sus negocios apenas le dejaban tiempo libre, que tenía que partir, y por estas minucias no podía diferir su marcha. Sólo Dios, en su sagrado e inescrutable Poder sobre mi destino, sabe si voy a ser feliz; pero mi resolución está ya tomada. Dicen que Bukov es buena persona; si es así, me cobrará afecto, y puede que yo también se lo tome a él. Y ¿qué más se puede esperar de nuestra boda?

Se lo comunico a usted todo, Makar Aleksiéyevich, porque sé que podrá comprender mi dolor. No intente usted disuadirme de mi propósito. Sus esfuerzos serían in fructuosos. Pese usted más bien en su corazón todas las razones que me han conducido a dar este paso. A lo primero pasé yo gran agitación; pero ya estoy más tranquila. Lo que me aguarde... lo ignoro. Lo que haya de ser, será, según Dios disponga...

En este momento llega Bukov, y no puedo terminar esta carta. Tenía aún muchas cosas que decirle. Ya está aquí Bukov.

*

23 de septiembre.

Mi muy estimado Makar Aleksiéyevich:

Hija mía Varvara Aleksiéyevna: Me apresuro a contestarle. Sí, hijita, me apresuro a explicarle que..., que no salgo de mi asombro. Todo esto, supongo, será seguramente algo distinto... Ayer dimos sepultura a Gorschkov. Sí; ésta es la verdad, Várinka, la pura verdad; Bukov se ha portado muy honradamente; pero dígame sólo una cosa, hijita: ¿Le dio usted ya el sí? Naturalmente que en todo esto se manifiesta la voluntad de Dios. Es así, y así tiene que ser sin remisión, es decir, aquí..., también aquí tiene que cumplirse irremisiblemente la voluntad de Dios. La providencia del Divino Hacedor, aunque inescrutable, no tiene nunca más objeto que la felicidad de los mortales, y la suerte procede exactamente, exactamente igual que Dios.

Fiodora toma también parte en sus sentimientos. Claro; como que ahora va usted a ser feliz, hijita; a vivir en la riqueza y la abundancia, palomita mía, lucerito mío; no me harto de nombrarla, angelín mío... Pero dígame una cosa, sólo una, Várinka: ¿Por qué tan pronto?... ¡Ah, sí, los negocios!... El señor Bukov tiene negocios... Naturalmente... ¿Quién no tiene negocios? También él puede tenerlos, Yo tuve ocasión de verlo al salir de su casa de usted. Es un hombre imponente, incluso excesivamente imponente, es decir, que impone con su presencia, que tiene un aspecto la mar de imponente. Sólo que todo eso..., no, no es de lo que se trata. Yo, mire usted, yo no soy ya el mismo. ¿Cómo vamos a poder escribirnos en el futuro? Y yo..., sí, yo..., ¿cómo voy a poder seguir aquí tan solo? Yo, mire usted, angelín mío, yo lo peso todo, como usted me decía, en mi corazón; es decir, peso las razones, etcétera. Llevo ya copiados cerca de veinte pliegos, cuando surge de pronto ese acontecimiento. ¡Hijita, hijita! Si usted se va a de aquí, tendrá que comprarse antes una porción de cosas; varios pares de zapatos y varios trajes, ¿no es verdad? Bueno; pues yo me he acordado de que conozco un buen almacén en la Gorojovaya... ¿Recuerda usted la descripción que le hice de esa calle?... Pero, no. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué se le ocurrirá a usted, qué pensará usted, hija mía? No; usted no debe, es completamente imposible; usted no puede ponerse en camino sin más ni más. Usted tiene que hacer compras importantes; tiene usted que alquilar un coche. Además, ¡hace ahora tan mal tiempo! Ya lo ve usted: no hace más que llover a cántaros, sin parar un momento, y, además..., que va a hacer frío, angelín de mi alma, y va a enfriársele el corazoncito, se le va a helar a usted. ¡Y dice usted que le teme a la gente extraña y quiere usted viajar ahora con ese señor desconocido! ¡Cómo es posible que me deje aquí solo a mí! ¡Sí! Dice la Fiodora que la aguarda a usted una gran suerte... Pero esa Fiodora es una desalmada y quiere arrebatarme lo último que me queda. ¿Irá usted hoy al templo, a la misa de la tarde? Yo también iré allá, hijita, con tal de verla un poquito.

Es verdad, es verdad, hija mía, que es usted una joven buena, culta, sensitiva, sólo que, mire usted..., mejor sería que ese tío se casara con la hija del comerciante. ¿Qué le parece, hijita? ¡Que se case con esa señorita de Moscú!... Yo iré a verla a usted, Várinka, en cuanto oscurezca; de aquí a una hora me tienen ahí... Ahora ya oscurece muy pronto, y en seguidita voy. ¡Dentro de una hora sin falta! Ahora está Bukov ahí, ya lo sé; pero en cuanto se vaya... Así que usted espéreme, nena, que sin falta voy...

Makar Dievuschkin.

*

27 de septiembre.

Mi muy estimado Makar Aleksiéyevich:

Querido Makar Aleksiéyevich: Dice el señor Bukov que debo llevar allá, por lo menos, tres docenas de camisas de Holanda. Así que necesito buscar a toda prisa costureras de blanco que me hagan dos docenas, pues tenemos el tiempo tasado. El señor Bukov se lamenta de no haber tenido presente las molestias que los dichosos trapos ocasionan.

Nuestra boda se celebrará de aquí a cinco días, y al otro partimos. El señor Bukov tiene mucha prisa y dice que no se debe perder tanto tiempo en estas fruslerías. Yo estoy tan cansada de todo este trajín, que apenas me puedo tener en pie. Tengo todavía que despachar una montaña de trabajo y, sin embargo, sabe Dios si sería preferible que no hiciesen falta tantas cosas. Y no es eso todo: no tenemos encajes bastantes y hemos de comprar algunos más, pues dice el señor Bukov que no quiere que su mujer vaya vestida como una cocinera y que es menester que deje en pañales a todas las señoras de los propietarios vecinos; éstas son sus palabras.

De suerte que, querido Makar Aleksiéyevich, es preciso que vaya usted a casa de madame Chiffon (ya sabe usted, en la Gorojovaya) y le diga que me envíe lo antes posible algunas costureras, esto lo primero; y, en segundo lugar, que también usted despache a toda prisa mi encargo, para lo cual tomará usted un coche. Yo estoy malucha. En este nuestro piso hace tanto frío y está todo en un desorden que mete miedo. La tía del señor Bukov apenas si puede respirar de puro vieja y achacosa. Mucho me temo que exhale el último suspiro antes de emprender nosotros el viaje de bodas. Pero el señor Bukov dice que no es de temer tal cosa, que ya se repondrá.

En casa anda todo, lo que se dice, manga por hombro. Como el señor Bukov no vive aquí, las criadas van de un lado para otro y hacen lo que se les antoja. A veces sólo contamos con Fiodora para nuestro servicio. El ayuda de cámara del señor Bukov, que es quien debe meter aquí en cintura a la servidumbre, lleva tres días sin aparecer. El señor Bukov viene en coche todas las mañanas y se indigna, y ayer le sentó la mano al criado, por lo que ha tenido sus dimes y diretes con la Policía... No tengo de momento aquí a nadie con quien enviarle a usted esta carta. Así que la echo al correo. ¡Ah, como siempre, se me olvidaba lo más importante! Dígale a madame Chiffon que cambie los encajes y busque otros nuevos que le vengan bien a la muestra que elegí ayer y que luego venga a verme para enseñarme los que haya escogido. Y dígale usted también que, con respecto a la guarnición, he mudado de idea: la quiero también bordada. ¡Ah!, y encárguele usted también que las iniciales de los pañuelos las hagan caladas y no sencillas... ¿Comprende? ¡Caladas! ¡No se le olvide a usted: caladas! ¡Ah, y todavía se me olvidaba a mí otra cosa! Dígale usted que las hojitas que lleva la pelerina deben estar muy bien cosidas, los pámpanos en cordoncillo, y que a la gorguera le ha de poner encaje o un falbalá ancho. ¡Que se lo explique usted bien todo, Makar Aleksiéyevich!

Suya,

V. D.

P. S. - Me da vergüenza volverlo a molestar a usted con mis encargos. Anteayer lo tuve a usted corriendo de acá para allá toda la tarde. ¡Pero qué le voy a hacer! En nuestra casa no hay pizca de orden, y a mí me coge enferma. ¡Así que no se enfade usted conmigo, Makar Aleksiéyevich! ¡Si viera qué pena me da! ¿Qué va a ser de mi amigo, de mi bueno y querido amigo Makar Aleksiéyevich? Miedo me da de sólo pensar en el futuro. Me acometen mil presentimientos malos y tengo la cabeza como atontada.

PP. S. - Por Dios, amigo mío, no olvide usted nada de cuanto le encargo diga a madame Chiffon. Temo que todo lo hagan al revés. Así que fíjese usted bien: ¡calados y no bordado sencillo!

V. D.

*

27 de septiembre.

Mi querida Varvara Aleksiéyevna: He cumplido a conciencia sus encargos. Dice madame Chiffon que ya había pensado en hacer las letras caladas; que así es más distinguido o... No sé si fue esto exactamente lo que me dijo, pues no lo entendí bien, pero sí fue algo por el estilo. Bueno; usted me hablaba algo de un falbalá; pues también ella me ha hablado de él. Sólo que, por desgracia, se me ha olvidado ya lo que me dijo de tal falbalá. Sólo recuerdo que me dijo muchas cosas de él. ¡Qué mujer tan torpe! ¿Qué fue lo que me dijo? Pero, en fin, ya se lo dirá ella misma hoy. Yo estoy, hijita, yo estoy completamente fuera de mí. Esta mañana no he ido a la oficina. No se preocupe usted, hijita; no ha sido por nada grave. Con tal de procurarle a usted paz y sosiego, estoy yo dispuesto a visitar todas las tiendas de Petersburgo. Me escribe usted que le da miedo mirar al porvenir o pensar en él.

Pues hoy, a las siete, ha de salir usted de dudas. Madame Chiffon va a ir a verla a usted personalmente... Así que tenga usted paciencia. Piense que quizá todo acabe en bien. Ese dichoso falbalá es el que no se me quita de la cabeza, y los oídos me zumban... ¡Falbalá, falbalá, falbalá!...

Dentro de un ratito iré a verla, angelín mío; tengo que pasar, sin falta, un ratito a echar con usted un párrafo; ya por dos veces me he aproximado a su puerta; pero Bukov, es decir, el señor Bukov, tiene muy mal genio y no le haría mucha gracia... ¿Verdad?.. Suyo,

Makar Dievuschkin.

*

28 de septiembre.

>Mi querido Makar Aleksiéyevich: Por el amor de Dios, dése usted prisa a ir a la joyería. Dígale usted al dueño que no me haga ya los pendientes con perlas y esmeraldas. Dice el señor Bukov que son muy caros y van a abrir brecha en su bolso. Está muy enfadado. Dice que sin eso ya le estoy saliendo por un ojo de la cara y que lo estamos desplumando. Y ayer fue y dijo que si hubiera podido presumir estos gastos no habría precipitado tanto las cosas. Dice que inmediatamente después de la boda tenemos que emprender el viaje, y que no vaya a hacerme ilusiones: que a la boda no ha de haber invitados ni se ha de bailar en ella, que las fiestas se han de celebrar allá en el campo, pero que no imagine que vaya poder bailar en seguida. ¡Así mismo me lo soltó! Y Dios sabe hasta qué punto pienso yo en esas cosas. El señor Bukov es quien todo lo ha dispuesto. Yo no me atrevo a contradecirle en nada: ¡es tan vivo de genio! ¿Qué va a ser de mí, Dios mío?

V. D.

*

28 de septiembre.

Palomita mía, mi querida Varvara Aleksiéyevna: Yo, es decir, el joyero, dice que... está bien. Yo, por mi parte, sólo quería decirle que estoy malo y que no puedo tenerme en pie. Precisamente ahora que hay que hacer tantas cosas y tanto necesita usted de mi ayuda, tenía yo que coger este enfriamiento. ¿No es esto un absurdo? Tengo también que participarle que, para colmo de desdicha, a Su Excelencia le ha dado el naipe por estar hoy de muy mal humor; se enfadó con Yemelia Ivánovich y le regañó mucho, tanto, que a lo último parecía rendido, de forma que a mí me inspiraba la mar de compasión. Ya ve usted cómo se lo cuento todo.

Quería escribirle más; pero temo quitarle a usted tiempo, que puede dedicar a otras cosas. Yo, hijita, soy un hombre lerdo, sin instrucción, un ignorante que escribe a la pata la llana, según se le ocurre, de suerte que usted a veces notará algo... No sé qué quiero decir... ¡Ah sí; con tanto como ahora tenemos que hablar!

Suyo,

Makar Aleksiéyevich.

*

28 de septiembre.

Varvara Aleksiéyevna, corazoncito mío; hoy he visto a Fiodora y he estado hablando con ella, palomita mía. Me ha dicho que mañana es su boda de usted y que pasado mañana se marcha. El señor Bukov ha encargado ya los caballos.

Le hablaba a usted ayer de Su Excelencia, hijita. Bueno; he repasado las cuentas de madame Chiffon y están bien, sólo que resulta todo muy caro. Pero ¿por qué se enfada el señor Bukov con usted? Bueno; que sea usted muy feliz, hija mía. Yo me alegro mucho de su suerte. Sí; me alegraré siempre de su felicidad, hija mía. Yo iría mañana a la iglesia; pero no puedo, hija mía; me pesa mucho mi cruz.

Pero ¿qué vamos a hacer de nuestras cartas?... Insisto otra vez en ello... ¿Cómo vamos a seguir escribiéndonos, quién se va a encargar de entregárnoslas, vida?

Sí; eso era lo que yo quería decir; ¡se ha portado usted muy espléndidamente con Fiodora! Ha hecho usted así una buena obra, digna de usted. El Señor nos bendice por cada buena acción que realizamos. Nada queda sin recompensa, y la virtud está siempre segura de recibir el galardón divino.

¡Hija, hija mía! Le escribiría a usted todavía muchas cosas; pero temo me pasaría los minutos, las horas todas, escribiéndole; por mi gusto, le estaría escribiendo siempre. Tengo aquí todavía un librito de su propiedad: los Cuentos de Bielkin, que olvidé devolverle. Pero mire usted, hijita: déjemelo usted, no me lo quite usted, regálemelo, ¡palomita mía! No es que yo vaya a tener gusto en leer otra vez esas historias, sino que, ya sabe usted, hijita, se echa encima el invierno; las tardes serán largas; se pondrá uno triste..., y entonces me hará mucho bien tener un libro que leer... Yo, hija mía, voy a mudarme de este cuarto al de ustedes, donde Fiodora me alquilará una habitación. De esta honrada viejecita no habrá en adelante quien me pueda separar. Además, ¡es tan trabajadora!... Ayer estuve yo revistando la habitación que usted deja. Allí estaba todavía su bastidorcito con la labor empezada; todo lo hemos dejado intacto, según estaba. También estuve viendo sus bordados. Han quedado allí algunos zurcidillos. En un trocito de una de mis cartas había usted empezado a liar hilo. En su mesita encontré aún un pliego de papel de cartas en el que usted había escrito: «Mi querido Makar Aleksiéyevich: Me apresuro...» Y nada más. Por lo visto, no había hecho usted más que empezar la carta cuando alguien vino a interrumpirla. En el rincón, detrás del biombo, está su camita... ¡Angelín mío!

Bueno, hijita; que lo pase usted bien, muy bien. Por lo que más quiera, escríbame algo como respuesta a mi carta, ¡y pronto!

Makar Aleksiéyevich.

*

30 de septiembre.

Amigo, querido amigo Makar Aleksiéyevich: ¡Ya está todo! ¡Se decidió mi suerte! No sé lo que me reservará el porvenir; pero desde ahora me remito a la voluntad de Dios. Mañana partimos.

Por última vez me despido de usted, mi único, mi fiel, querido y buen amigo. ¡Usted es mi único pariente, el único que me ha ayudado en mis apuros!

¡No se inquiete por mí, viva dichoso, recuérdeme alguna vez y que Dios lo bendiga! Yo pensaré mucho en usted y no lo olvidaré en mis oraciones. ¡Ya pasaron aquellos tiempos! Pocos son los recuerdos gratos que del pasado llevo a mi vida futura; pero, por eso mismo, me es más y más preciado el recuerdo de usted y más estimable todavía usted mismo para mi corazón. Usted es mi único amigo, usted quien únicamente me ha tenido aquí afecto. Yo no soy ninguna ciega, he podido ver cuánto me quería usted. Mi sonrisa bastaba para hacerlo a usted feliz, y una línea mía lo reconciliaba a usted con todo. Ahora va a tener usted que acostumbrarse a pasarse sin mí. ¿Cómo va usted a poder vivir ahí tan solo? ¿Quién estará a su lado, mi bueno, inestimable y único amigo?

Le regalo a usted el libro, el bastidor y la carta iniciada. Al leer esos renglones empezados, siga usted leyendo, hágase cuenta que lee en mi pensamiento, que lee todo aquello que hubiera leído o escuchado de mí con gusto, todo lo que yo hubiera podido..., ¡y ahora ya no podré escribirle! No olvide usted a su pobre Várinka, que sincera y cordialmente le ha querido. Sus cartas las tiene todas Fiodora en la cómoda, en el gavetín.

Me escribe usted que está malo. De buena gana iría a verlo; pero el señor Bukov no me deja salir hoy. Le escribiré a usted, amigo mío; se lo prometo; pero sólo Dios sabe lo que puede ocurrir. Así que despidámonos para siempre, amiguito mío, palomito mío, como usted me llama a mí, rico mío. ¡Para siempre!... ¡Ay, qué abrazo le daría yo ahora! Siga usted bien, amigo mío; que sea muy feliz; mucho, mucho, ¡mucho! Que se conserve con salud. No olvidaré nunca rezar por usted. ¡Oh, si usted supiera qué pena tengo, qué doloridamente agobiada tengo el alma!

El señor Bukov me está llamando.

La que siempre lo querrá.

V.

P. S. - Tengo el alma tan llena, tan llena, tan llena de lágrimas... ¡Amenazan con ahogarme, con destrozarme! ¡Siga usted bien, Makar Aleksiéyevich! ¡Adiós! ¡Qué tristeza!

No me olvide, no olvide nunca a su pobre Várinka.

V.

*

Hija mía, Várinka; palomita mía, corazoncito mío: Se la llevan a usted, se va. Sí, sería preferible que me arrancasen a mí el corazón del pecho antes que quitármela a usted. ¿Cómo es posible que esto sea? ¿Cómo puede usted consentirlo? Acabo de recibir ahora mismo su carta, que en muchos sitios está salpicada de lágrimas. ¿Es que por su gusto no viajaría usted? ¿Acaso se la llevan a usted por la fuerza? ¿Es que siente compasión de mí? Sí, pero... ¡entonces es que me tiene cariño! ¡Cómo puede ser! ¡Entonces...! ¿Qué va a suceder hora? Su corazoncito no va a poder resistir aquello; allí todo es feo, horrible, frío. La nostalgia la va a enferma la pena va a acabarla. Allí se morirá usted, la enterrarán en la tierra húmeda y no habrá nadie que la llore. El señor Bukov estará siempre cazando liebres... ¡Ah hija mía! ¿Qué resolución tomó usted? ¿Cómo pudo usted avenirse a nada semejante? ¿Qué ha hecho usted, qué ha hecho usted contra sí misma? La llevarán a usted al sepulcro, hija mía; sencillamente, darán cuenta de usted, ¡angelín mío! ¡Usted es una niñita, tierna y débil como una pluma! Pero ¿dónde estaba yo, hombre? ¡Yo, torpe de mí, dormía con los ojos abiertos! ¡No veía yo que una cabecita de niña se había propuesto algo imposible, no sabía yo que a la niñita solamente le faltaba juicio! Yo habría debido, sencillamente... ¡Pero no! Yo me he portado como un verdadero idiota; no pensaba ni veía nada, como si eso fuera lo justo, como si a mí no me interesase el asunto, y hasta me bebía los vientos en busca de falbalás... No, Várinka; yo despertaré; hasta mañana puede que continúe dormido; pero luego me despertaré sencillamente. ¡Y entonces iré, sin más ni más, a arrojarme bajo las ruedas de su coche! ¡No la dejaré a usted partir! ¿Cómo, qué es eso, adónde conduce? ¿Con qué derecho ocurre todo esto? ¡Yo partiré con usted! ¡Correré a la zaga de su coche, si no quiere usted admitirme en su interior, y correré, correré hasta que no pueda más, hasta que me falte el aliento y exhale el último suspiro!

Pero ¿sabe usted bien, hija mía, lo que le aguarda allí a donde la llevan? ¡Pues si no lo sabe, pregúntemelo a mí, que sí lo sé! Allí sólo la aguarda la estepa, angelín mío, la estepa llana, pelada e infinita, ¡tan desnuda como mi mano! Allí sólo verá usted campesinos brutales, sin sentimiento, y rústicos, zafios y borrachines. Ahora, ya por este tiempo, no encontrará allí árbol con hoja, estará lloviendo y hará frío... hará frío... ¡Ahí tiene adónde la llevan!

Desde luego, el señor Bukov tendrá en qué entretenerse: va a cazar liebres. Pero ¿y usted? ¿Qué va usted a hacer allí? ¿Es que le gusta eso de ser propietaria rural? Pero ¡hija mía! Pero ¿es que eso la atrae, que está lampando por serlo?

¿Cómo es posible, Várinka? ¿A quién voy a escribirle en lo sucesivo? ¡Eso es! Reflexione y pregúntese a sí misma solamente una cosa: ¿a quién va ahora el pobre a escribirle cartas? ¿Y a quién voy a poder llamar desde ahora hija mía; a quién podré, en adelante, darle este tierno nombre; a quién podré dirigirle esa dulce invocación? ¿Dónde volveré a encontrarla a usted, angelín mío? ¡Me moriré, Várinka; de fijo que me moriré! ¡No; mi corazón no podrá sufrir tal desdicha!

Yo la he querido a usted como a la luz del sol, como a una verdadera hija mía la he querido, y he querido todo lo suyo, ¡palomita mía! Sólo por usted vivía yo. He trabajado y escrito, he pasado y reflejado después mis impresiones en mis cartas, sólo porque usted, nena, era mi vecina. ¡Usted, quizá no lo comprendiera; pero era así, era realmente como se lo digo!

Pero hágame caso, hija mía; reflexione usted y considere, palomita mía, si está bien que ahora me abandone... ¡No, hija mía; esto no es posible y no lo será! ¡Eso no hay ni que pensarlo! Está lloviendo y usted está tan delicada... ¡No tendrá más remedio que coger un enfriamiento! ¡Se mojará el coche en que viaje, que un coche no es una casa..., y usted también se calará, y apenas haya salido de la población se le romperá al coche una rueda, o se hará trizas todo él! ¡Aquí, en Petersburgo, hacen unos coches muy malos! Yo conozco a todos los constructores de coches; los hacen de relumbrón, muy bonitos, sí, pero de solidez no hablemos. Créame usted, se lo juro: esos cochecitos no valen absolutamente nada.

Yo me echaré, hija mía, a los pies del señor Bukov y se lo diré lodo, todo. ¡Y también usted, hijita, tratará de convencerlo! Se lo contará usted todo, discretamente, y lo convencerá. Dígale, sencillamente, que usted se queda aquí, que no puede acompañarle en su viaje... ¡Ah! ¿Por qué no se habrá casado con la hija de aquel comerciante de Moscú? ¿Por qué no habrá optado por eso? Habría sido mejor para todos, y más propio para él, ¡me consta! Entonces usted habría continuado aquí, a mi lado. Pero ¿qué relación tiene con usted ese señor Bukov? ¿Cómo es que tan de repente se enamoró de usted y le tomó tanto cariño? ¿Quizá la trastornó a usted con esos falbalás que le regaló..., o por qué, en suma? Pero ¿para qué sirven, después de todo, esos falbalás? Un falbalá, al fin y al cabo, hija mía, no es más que un pedazo de tela. Lo que aquí se ventila es la vida de un hombre, hija mía, y esos falbalás son sencillamente trapos..., trapos sin importancia alguna, y nada más. Aunque yo también puedo regalarle a usted falbalás de ésos; sólo necesito esperar a la próxima paga y entonces ya verá hijita, cómo se los compro, que ya sé dónde los venden y conozco la tienda: sólo que ha de tener usted paciencia hasta que cobre mi sueldo, angelín mío, Várinka!

¡Dios mío, Dios mío! ¿De modo que se va usted de veras con el señor Bukov, a la estepa, para siempre? ¡Ay hija mía!... ¡No, usted tiene que volver a escribirme, aunque sólo sea por una vez, contándomelo todo, y si es que ya emprendió la marcha, entonces me escribe desde allí! ¡De otra suerte, hija mía, ésta sería la última carta, y eso no es posible, no puede ser que ésta sea la última carta! ¿Cómo, cómo podría ser eso, tan de pronto?... ¡La última, verdaderamente la última! Pero no; yo he de escribirle a usted muchas cartas todavía, y usted a mí también... ¡Si ahora es cuando empiezo a tener estilo!... ¡Ah hija mía!, pero ¿qué hablo de estilo? Yo le escribo a usted al tuntún, sin saber lo que escribo porque no lo sé, no, señor, y no repaso lo que escribo, ni lo enmiendo, ni nada. ¡Yo escribo únicamente por escribir, por escribir cada vez más!... ¡Oh palomita, mi nena, mi hijita, mi Várinka!...