Primera parte

Mi inestimable Varvara Aleksiéyevna:

¡Ayer me sentí yo feliz, extraordinariamente feliz, como no es posible serlo más! ¡Con que por lo menos una vez en la vida usted, tan terca, me ha hecho caso! ¡Al despertarme, ya oscurecido, a eso de las ocho (ya sabe usted, amiga mía, que, terminando mi trabajo en la oficina, de vuelta a casa, me gusta echar una siestecita de una o dos horas), encendí la luz, y ya había colocado bien mis papeles y sólo me faltaba aguzar mi pluma, cuando, de pronto, se me ocurre alzar la vista, y he aquí que…, lo que le digo, que me empieza a dar saltos el corazón! ¡Ya habrá usted adivinado lo que ocurría! Pues que un piquito del visillo de su ventana estaba levantado y prendido en una maceta de balsamina, exactamente como yo otras veces hube de indicarle. Así que me pareció como si contemplara su adorado rostro asomado un instante a la ventana y que también usted me miraba desde su gabinetito, que usted también pensaba en mí. Y ¡cuánta pena me dio, palomita mía, el no poder distinguir bien su encantador semblante! ¡Hubo un tiempo en que también yo tenía buena vista, hija mía! ¡Los años no proporcionan ningún contento, amor mío! ¡Ahora suele ocurrirme que me baila todo delante de los ojos! En cuanto escribo un ratito, ya amanezco al día siguiente con los ojos ribeteados y lacrimosos, hasta el punto de darme vergüenza que me vea nadie. Pero en espíritu veía yo muy bien, hija mía, su amable y afectuosa sonrisa, y en mi corazón experimentaba sensación idéntica que en aquel tiempo, cuando la besé aquella vez, Várinka. ¿Lo recuerda usted aún, mi ángel? ¿Sabe usted, palomita mía, que me parece verla en este instante amenazándome con el dedo? ¿Será verdad, mala? La primera vez que vuelva a escribirme, me lo ha de decir sin remisión y con detalles.

Bueno, vamos a ver: ¿qué piensa usted de nuestra idea, me refiero al visillo de su ventana, Várinka? Magnífica, ¿no es verdad? Cuando yo me siente para escribir, o me acueste, o me levante, siempre podré saber así si usted me lleva todavía en el pensamiento y se acuerda de mí, y también si está usted buena y alegre. Si deja caer el visillo, querrá decir: «Buenas noches, Makar Aleksiéyevich, ¡ya es hora de irse a la cama!». Si lo vuelve a levantar, será para decir: «¡Buenos días, Makar Aleksiéyevich! ¿Cómo pasó la noche, Makar Aleksiéyevich? ¡Yo, gracias a Dios, estoy muy bien y muy contenta!».

Ya ve usted, amiguita, qué delicada resulta la idea. ¡De este modo no necesitamos escribirnos! ¿Verdad que está muy bien pensado? ¡Pues he sido yo el inventor de esta idea tan sutil! ¿Y ahora, Varvara Aleksiéyevna, dirá usted todavía que no tengo imaginación?

Tengo que decirle aún, nena, que la noche última la he pasado en un sueño, muy bien, contra lo que me esperaba, por lo que también yo estoy ahora muy contento, sobre todo teniendo en cuenta que, por lo general, en una habitación nueva, por la falta de costumbre, no se suele coger el sueño; por lo visto, no siempre pasan las cosas como habrían de pasar. Al levantarme hoy me sentía enteramente…, tan, vamos, tan ligero de cuerpo y de espíritu…, tan alegre y despreocupado. ¡Es que hoy también ha hecho una mañana…! Abrí la ventana, y entró por ella el sol a raudales, rompieron a cantar los pájaros, impregnóse el aire de aromas de primavera, y toda la Naturaleza revivió…; bueno, también todo lo demás estaba como es debido, exactamente como debe estar cuando es primavera. ¡Con decirle a usted que yo me puse a soñar también un poquitín, claro que pensando sólo en usted, Várinka! La comparaba mentalmente con un angelito del Cielo, creado tan perfecto para alegría de los hombres y ornamento de la naturaleza. Y pensaba también que nosotros Várinka, nosotros, los hombres, que pasamos la vida entre angustias y sobresaltos, podíamos envidiar, por su despreocupada e inocente alegría, a los pajarillos del cielo…, y algo más también, todo por este estilo, me parece. ¡Quiero decir, que sólo hacía esas comparaciones remotas! Tengo aquí, Várinka, un librito en el que se habla de esas cosas, y todo se describe muy al pormenor. Digo esto para que se vea que, aunque siempre discrepan las opiniones, ¿no es verdad, querida Várinka?, ahora que es primavera, se le ocurren a uno exactamente ideas iguales de placenteras y espirituales y fantásticas e idénticos ensueños de ternura. Todo el mundo se muestra a nuestros ojos con un viso rosa. Por eso precisamente he escrito yo todo lo que antecede. Aunque en su mayor parte lo he sacado todo del librito que le digo. En él expresa el autor el mismo deseo que yo, sólo que en verso:

¡Oh, quién fuera un ave, un ave de rapiña!

Etcétera. Luego vienen también otros pensamientos distintos, pero… ¡le hago gracia de ellos! Pero dígame, Varvara Aleksiéyevna: ¿adónde iba usted esta mañana? Aún no había salido para la oficina, cuando ya atravesaba usted, tan pizpireta, el portal, y como un pajarillo de primavera había dejado su nidito. ¡Y cómo se me alegró el corazón al verla! ¡Ah Várinka, Várinka! ¡No se aflija usted! Las lágrimas no quitan las penas, créame a mí, que harto lo sé, y por experiencia propia. Ahora lleva usted una vida muy alegre y distraída, y también está mejor de salud. Bueno…, pero a todo esto, ¿qué hace su Fiodora? ¡Ah y qué buena es la pobre! ¡Usted debería escribírmelo todo con todos sus detalles, Várinka, cómo se lleva usted con ella y si está usted contenta del todo! ¡Fiodora es a veces algo gruñona, pero usted no se lo debe tomar en cuenta, Várinka! ¡Dios sea con ella! A pesar de todo, es un alma de Dios.

Ya le escribí a usted hablándole de nuestra Teresa: es también una criatura buena y fiel. ¡Cuánto me han dado que hacer nuestras cartitas! ¿Cómo hacerlas llegar a su destino? Hasta que quiso Dios que viniera Teresa, como enviada propiamente por Él. Es una chica buenaza, modesta y de buen genio. Pero nuestra patrona, ni que decir tiene, muestra carecer de toda piedad al esquilmarla como lo hace. La pobre chica no puede con tanto trabajo.

¡Pero en qué estoy pensando, Varvara Aleksiéyevna! ¡Todavía no le he dicho que vivo ahora en compañía! Antes vivía yo en soledad completa, bien lo sabe usted, con una paz y silencio que cuando volaba una mosca se la sentía. ¡Mientras que ahora…, todo es barullo, algazara y estruendo en torno mío! Pero usted no puede formarse la más remota idea de lo que es esto. Imagínese usted un corredor interminable, muy oscuro y muy sucio. A la derecha está la acitara, sin ventanas ni puertas; pero a mano izquierda, extendiéndose, como en un hotel, muchas puertas, una al lado de la otra. Y detrás de cada puerta hay su correspondiente habitación, número tantos, y en cada una de esas habitaciones viven juntas dos o tres personas, que entre todas pagan el alquiler. Cuanto a orden, no se le ocurra pedirlo; ¡esto es el arca de Noé! A pesar de todo los inquilinos son buena gente, en mi concepto, y educados y hasta cultos, sí señor. Tenemos aquí, entre otros, cierto empleado… que es un hombre muy leído: le habla a usted de Homero y de otros muchos escritores, y le habla en una palabra, de todo…; nada ¡que es un hombre de talento! Tenemos también dos ex oficiales que se pasan la vida jugando a las cartas. Y, además, un marino, que da lecciones de inglés. Aguarde un poco, que voy a contarle algo de risa: ¡en mi próxima carta le describiré en estilo satírico a toda esta gente, pintándole a usted con todos sus detalles el modo como viven!

Nuestra patrona es una vieja muy pequeñita y muy sucia, que anda todo el día por la casa en chancletas y envuelta en una bata de dormir, y está constantemente insultando a la pobre Teresa. Yo vivo en la cocina, o, mejor dicho…, ya se lo figurará usted: contiguo a la cocina hay un cuarto (debo decirle a usted que la tal cocina está muy limpia y es muy clara y apañadita), un cuartito muy chico, un rinconcito muy discreto… o, mejor dicho, que lo será, la cocina es grande y tiene tres ventanas, y paralelo al tabique me han colocado un biombo, de modo que resulta así un cuartito, un número supernumerario, como suele decirse. Todo muy espacioso y cómodo, y tengo hasta una ventana, y lo principal, que…, como le digo, todo está muy bien y muy confortable. Este es mi rinconcito. Pero no vaya usted a imaginarse, hija mía, que yo lo diga con segunda intención, porque, al fin y al cabo, ¡esto no es más que una cocina! Es decir, hablando con exactitud, yo vivo en la misma cocina, sólo que con un biombo por medio, pero esto no significa nada. ¡Yo me encuentro aquí muy contento y a gusto, en completa modestia y placidez!

He colocado en este rinconcito mi cama, una mesa, una cómoda, dos sillas, sí, señor, un par nada menos, y he colgado de la pared una imagen piadosa. Cierto que hay habitaciones mejores y hasta mucho mejores, pero lo importante en este mundo es la comodidad; sólo por esto vivo yo aquí, porque me encuentro así más cómodo…, no vaya usted a pensar que lo hago por otra razón. Su ventanita de usted cae enfrente de mi cuarto, por encima del vestíbulo, y el vestíbulo es también muy pequeñito, de modo que se la ve a usted ir y venir con toda claridad…, con lo que siempre estoy, pobre de mí, más acompañado, y también me resulta más barata esta combinación. En esta casa, el cuarto más pequeño cuesta, incluyendo la comida, treinta y cinco rublos al mes. ¡Y eso no lo podría soportar mi bolsa! Pero mi rinconcito me viene a salir sólo por siete rublos, y por la comida a costarme todo, en números redondos, treinta rublos, para pagar los cuales tenía que renunciar a muchas cosas: no podía, por ejemplo, tomar té siempre, y ahora, en cambio, me sobra dinero para azúcar. Así como se lo digo a usted: no puede usted figurarse la vergüenza que uno pasa cuando no puede tomar té, Várinka. En esta casa sólo viven personas que cuentan con ingresos seguros, y eso encocora un poco. Y para que lo sepa, sólo porque el otro toma té, sólo por el qué dirán, tiene uno que tomarlo, Várinka; porque aquí eso forma parte del buen tono. Si así no fuera, a mí me daría exactamente igual, que no soy hombre que conceda mucha importancia a los placeres.

Hay que contar, además, con que se necesita llevar algún dinero en el bolsillo, pues siempre hace falta alguna cosa; pongamos, por ejemplo, un par de botas, un corte de tela para un traje y teniendo esto en cuenta, ¿qué le queda a uno libre? Así que a mí se me va todo el sueldo. Aunque no me quejo de que así sea, sino que, por el contrario, estoy la mar de contento. A mí me basta con lo que tengo. ¡Muchos años hace ya que me basta! Bien es verdad que de cuando en cuando tenemos alguna que otra gratificación…

Bueno, ángel mío, quede usted con Dios por hoy. Me he comprado un par de plumas, dos tiestos, uno de balsamina y otro de geranio… baratitos. ¿Le gusta a usted por ventura el reseda? Pues bastará que me lo diga por carta para que en seguida esté aquí el reseda. Pero escríbame sin omitir detalle, ¿no? Por lo demás, no creo, hija mía, que deba servirle de disgusto… nada de lo que haga ni el que me haya agenciado un cuartito tan cuco. Sólo lo he hecho por la comodidad, únicamente me he dejado guiar en esto por la consideración de encontrarlo tan confortable… Pero debo confesarle también, hija mía, que he ahorrado algún dinero y puesto aparte alguna cantidad: ¡Oh, sí; poseo ya mis ahorrillos! No piense usted que soy pacato y tímido que una mosca pudiera derribarme con sus alas. No, hija mía, no soy tan poca cosa y tengo precisamente el carácter que debe tener el hombre que tiene la conciencia tranquila y esa entereza que comunica el sentimiento del propio decoro. Pero adiós, ángel mío. Ya he llenado dos cartillas enteras y es la justa hora de ir a la oficina. Beso sus deditos, Várinka, y quedo suyo devotísimo servidor y fidelísimo amigo.

Makar Dievuschkin.

P. S. — Perdone, vuelvo a rogarle que me escriba extensamente, ángel mío. Le envío adjunto un cucurucho de dulces, Várinka; que los saboree con felicidad y, por Dios, no se preocupe de mí y no me mire con malos ojos. Y esta vez de veras, adiós, hija mía.

*

8 de abril.

Mi estimado Makar Aleksiéyevich:

¿Sabe usted que va a haber que retirarle a usted la amistad? Le juro, mi buen Makar Aleksiéyevich, que a mí me cuesta la mar de trabajo el aceptar sus obsequios. Sé lo que le cuestan y la brecha que abren en su bolsa, a cuántas privaciones le obligan y cómo tiene usted que escatimarse lo necesario. ¿Cuántas veces no le habré dicho que a mí no me hace falta nada, absolutamente nada, y que no está en mi mano el corresponder debidamente a las atenciones con que usted me abruma? La balsamina, todavía pase, pero ¿a qué viene también el geranio? ¿Es que basta que yo suelte una palabra impremeditada, como, por ejemplo, que me gustan los geranios, para que usted vaya en seguida a comprarme un tiesto? ¿Encuentra usted algo caro? ¡Qué maravillosas son las flores! ¡Qué brillo tan rojo tienen y cuántas son! Pero dígame usted, hombre: ¿dónde ha podido usted encontrar un ejemplar tan hermoso? He colocado la maceta en el alféizar de la ventana, en el sitio más visible. En el banquito que hay al pie de la ventana pondré también otras flores, ¡pero deje usted que me haga rica! Fiodora no acaba de hacerse lenguas de nuestro cuartito, que es ahora un verdadero paraíso, de limpio y claro y acogedor. Pero ¿a qué venía también eso de los dulces?

Además, inmediatamente deduje de la lectura de su carta que había algo de por medio, no del todo bien; la primavera, los aromas, el canturrear de los pajaritos…, nada, que pensé: ¿a que va a endilgarme una poesía? Porque a decir verdad, sólo versos faltaban en su carta, Makar Aleksiéyevich. Los sentimientos que en ella expresa son muy tiernos, y las ideas teñidas de rosa…, ¡todo como es debido! En lo del visillo no tuve yo parte. Ese piquito que dice debió quedarse prendido de una rama al trasladar yo las macetas. ¡Y eso es todo!

¡Ah Makar Aleksiéyevich!, ¿a qué me habla usted y me hace la cuenta de sus ingresos y sus gastos para tranquilizarme y hacerme creer que todo lo que usted gasta lo gasta por gusto? Lo que es a mí no me puede usted engañar. Yo sé muy bien que usted se priva por mí de lo más necesario. ¿Quiere decirme con toda claridad por qué se le ha ocurrido a usted alquilar ese cuarto? Ahí lo molestan y distraen a usted; el cuarto es, como si lo viera, demasiado chico, incómodo y feo. Usted gusta del silencio y de la soledad, pero…, ahí en esa casa, ¿qué vida va a llevar usted? Y con arreglo a su sueldo podía usted procurarse una habitación mucho mejor. Dice Fiodora que usted antes vivía incomparablemente mejor que hoy día. ¿Ha pasado usted realmente toda su vida así siempre solo, siempre con privaciones, sin disfrutar de nada, sin escuchar una palabra amiga; siempre en su chiribitil alquilado, entre gente extraña? ¡Ah amigo mío, si viera usted cómo le compadezco! Pero por lo menos, cuide usted de su salud, Makar Aleksiéyevich. Dice usted que no anda muy bien de los ojos…, ¡pues no escriba usted con luz artificial! ¿Por qué y qué es lo que usted escribe? Sin necesidad de eso, ya sus superiores deben conocer el celo que usted se toma por el servicio.

Se lo vuelvo a suplicar a usted, no gaste tanto dinero en mí. Ya sé que usted me quiere, pero usted no es rico… Hoy estaba yo de tan buen humor como usted al despertarme. ¡Si viera qué contenta estaba! Fiodora se había puesto a trabajar y me había preparado también a mí faena. Y esto me ponía la mar de alegre. Sólo salé de casa para comprar seda y en seguidita me puse a trabajar. ¡Y toda la mañana y toda la tarde he estado tan contenta! Pero ahora…, otra vez vuelven las ideas imprecisas y tristes a atormentarme el corazón.

¡Dios mío, qué será de mí, cuál será mi destino! ¡Lo peor es que ni sabe una nada, nada absolutamente de lo que le tiene reservado la suerte, que no dispone del porvenir y ni remotamente puede adivinar lo que ha de ser de una! Esta consideración me produce tanto dolor y tanta pena, que sólo con pensarlo quiere saltárseme el corazón. Toda mi vida he de quejarme con lágrimas en los ojos de las criaturas que labraron mi desgracia. ¡Qué seres tan horribles!

Se hace ya oscuro. Es hora de aplicarme de nuevo a la tarea. De buena gana le escribiría a usted más; el trabajo tiene que estar acabado para fecha fija. Así que tengo que aligerar. Claro que siempre gusta recibir cartas: de lo contrario, ¡se aburre una tanto! Pero ¿por qué no viene usted a visitarnos personalmente? ¿Quiere decirme por qué, Makar Aleksiéyevich? ¡Vivimos tan cerca, y usted debe de tener tanto tiempo libre! Así que…, nada, ¡que tiene que hacernos una visita! He visto hoy a su Teresa. Parece muy delicada de salud. Me dio tanta lástima de ella, que le di veinte copeicas[2].

Sí, es verdad, casi se me había olvidado; escríbame usted, lo más detalladamente posible…, qué genero de vida hace, qué pasa en torno suyo… ¡todo! Qué clase de individuos son los que ahí viven y si se lleva usted bien con ellos. Yo quisiera saberlo todo. Así que no se le olvide a usted escribirme todo, con toda clase de detalles. Hoy no dejaré engancharme involuntariamente al pico del visillo. Váyase a acostar más temprano. Anoche vi luz en su cuarto alrededor de la media noche. Y ahora, quede usted con Dios.

Hoy ha vuelto todo de nuevo: pena, sobresalto y tedio. ¡Ha sido un diíta! Pero, en fin, ¡quede usted con Dios! Suya,

Varvara Dobroselov.

*

8 de abril.

Mi estimadísima Varvara Aleksiéyevna:

Sí, hija mía; sí, amor mío, debe de haber sido un día como a menudo nos depara la suerte. ¡Se ha divertido usted a costa mía, pobre viejo, Varvara Aleksiéyevna! ¡Aunque después de todo, soy yo quien tiene la culpa, yo y nadie más que yo! ¿Quién me manda a mí, a mi edad, con el pelo que me queda en la cabeza, meterme en aventuras?… Y, sin embargo, es menester que se lo confiese, hija mía; el hombre es a veces una cosa rara, pero que muy rara. ¡Oh Dios santo! ¿Qué es lo que a veces no se propasa uno a decir? Pero ¿y las consecuencias, las consecuencias últimas? Si, pese a lo que luego ocurrir pueda, por lo pronto suelta uno tales desatinos, ¡que Dios nos libre y nos guarde! Sí, hija mía, yo no me enfado en modo alguno; pero me resulta, sin embargo, muy desagradable reflexionar ahora en todas esas cosas que con tanta despreocupación y tan poco juicio le escribí a usted… Y hasta la oficina he ido hoy lleno de arrogancia y presunción; fulgían tales luces en mis ojos, llevaba tal fiesta en el alma, y todo esto sin el menor motivo… ¡Me sentía tan feliz! Ansioso de desplegar actividad, me puse al trabajo entre mis papeles…; ¿y en qué paró al fin todo ello? Pues en que, al tender luego la vista en torno mío, todo volví a encontrarlo como antes…, gris e insípido. Por todas partes las mismas manchas de tinta, las mismas mesas y los mismos papeles, e incluso yo mismo me había quedado como era antes, exactamente igual… ¿Qué motivo había habido, pues, para cabalgar en el Pegaso? ¿Y de dónde procedía todo aquello? Sencillamente de que el sol había sonreído por entre las nubes, y el cielo teñíase de un color más claro. ¿Acaso se debía todo sólo a eso? Y ¿qué tienen que ver los aromas primaverales cuando mira uno a un patio en el que se puede encontrar toda la basura del mundo? Verdaderamente, todas esas cosas me las he debido yo de imaginar de puro estúpido. Pero sucede a veces que el hombre se pierde en sus propios sentimientos y otea la lejanía y profiere disparates. Lo que sólo es efecto de una estúpida calentura, en la que tiene su parte el corazón. No volví luego a casa como los demás mortales, sino que me escurrí en ella; la cabeza me dolía. Me suele suceder así. Y es que debo de haber cogido frío a la espalda. ¡Me había estado alegrando exactamente igual que un burro viejo con la llegada de la primavera, y me eché a la calle con una capita muy fina! ¡También esto! Pero tocante a mis sentimientos, se equivoca usted, amor mío. Ha tomado usted en un sentido totalmente distinto mis palabras. Se trata únicamente de una inclinación paternal, Várinka, pues yo vengo a ocupar, en la triste orfandad en que se encuentra, el puesto de un padre, se lo digo con toda mi alma y con un corazón puro. Pero sea como fuere, después de todo, soy algo pariente suyo, aunque muy remoto, acaso como dice el refrán: la última palabra del credo, pero al fin y al cabo, un pariente suyo, y ahora hasta puedo añadir que su mejor pariente y único protector. Porque aquí, donde parecía lo más natural que encontrase usted ayuda y protección, tan sólo encuentra traición y desvío. Pero tocante a los versos, debo decirle a usted, hija mía, que no me está a mí bien, a mis años, ponerme a rimar coplas. ¡Las poesías son disparates! Hoy castigan a los chicos en las escuelas cuando los cogen haciendo versos. ¡Con que vea usted, amor mío, lo que es la poesía!

¿A qué viene todo eso que me dice usted en su carta de comodidad, descanso y no sé cuántas cosas más, Varvara Aleksiéyevna? Yo no soy exigente, hija mía, no he vivido jamás mejor que hoy vivo; ¿por qué habría ahora de echarme a perder? No me falta que llevarme a la boca, estoy bien de ropa y calzado…, ¿qué más se puede desear? No nos está bien meternos Dios sabe en qué aventuras. ¡Yo no soy de noble linaje! Mi padre no era ningún aristócrata, y mantenía a toda su familia con sueldo tan modesto como el mío. Yo no estoy mal acostumbrado. Por lo demás, si he de decirle a usted la verdad plena, es cierto que estaba mucho mejor en mi anterior alojamiento. Disfrutaba allí de más libertad e independencia, es verdad, hija mía. Desde luego que también mi actual vivienda resulta buena y hasta en cierto sentido tiene sus ventajas: se pasa aquí la vida más alegre, si se quiere, y hay más cambio y distracción. No niego que así es; sólo que a mí, a pesar de todo, me da pena haber dejado mi habitación antigua. Así somos nosotros, los viejos; es decir, los que ya empezamos a ser viejos. Miramos las cosas viejas a que ya estamos acostumbrados casi como si fueran de la familia. Aquel cuarto era, ya lo sabe usted, pequeño pero mono. Yo tenía una habitación para mí solito… Las paredes eran…, pero, ¡ay, a qué hablar de eso! Las paredes eran como todas las paredes del mundo pero no se trata de las paredes, sino de los recuerdos que en mí despiertan y me ponen triste… Verdaderamente, tales recuerdos me afligen; pero, no obstante, me resultan como si me alegrasen, como si pensase ya con placer en todas las cosas de antaño. Incluso lo desagradable, aquello de que a veces me quejaba, hasta eso mismo aparece ahora en mis recuerdos como purificado de todo lo malo, y ya sólo lo veo con el espíritu, como algo familiar y bueno. Tanto mi patrona, la buena viejecita, como yo llevábamos allí una vida muy tranquila, Várinka. Sí, hasta en la pobre vieja pienso yo ahora con tristeza. Era una buena mujer y no me cobrara caro por el cuartito. Estaba siempre haciendo colchas con retales viejos, que cortaba en tiras estrechas, y empleaba en su labor unas agujas enormes. Esta era su única ocupación. La luz la utilizábamos los dos en común, por lo que trabajábamos ambos por la noche en la misma mesa. Vivía con ella una sobrinita, Mascha, y todavía recuerdo lo pequeñita que era… Ahora tendrá sus trece años, toda una mujercita ya. Y era tan desgarbada, tan indolente, que nos hacía reír. De suerte que formábamos un trío, y en las largas veladas de invierno nos sentábamos los tres en torno a la mesa redonda, nos tomábamos nuestro té, y luego volvíamos a reanudar nuestro trabajo. A menudo, la vieja se ponía a contarnos historias, con el fin de que no se aburriera Mascha, y también para ilustrarla un poco. Y ¡qué cuentos nos contaba la vieja! No sólo podía oírlos un niño, sino también, sí señor, hasta un hombre adulto y razonable. Y ¡cómo nos los contaba! Yo mismo muchas veces, al darle una chupada a mi pipa, me quedaba escuchándola con la mayor atención y me olvidaba por completo de mi trabajo. Pero la chica, nuestra pequeña, se ponía muy pensativa, apoyaba su rosada mejilla en la mano, abría la boquita y se estaba oyendo a la vieja con tamaños ojos; y cuando el cuento era de miedo, entonces se iba acercando cada vez más a la vieja, muy despacito, hasta pegársele a las faldas, toda medrosita. Pero para nosotros era un contento mirar a la muchacha, de suerte que, con unas cosas y con otras, nos estábamos las horas muertas sentados a la mesa y no nos dábamos cuenta de cómo se iba el tiempo, y nos olvidábamos por completo de que afuera estaba nevando.

Sí, era aquélla una buena vida, Várinka, y dizque la hemos hecho en común por espacio de casi veinte años… Pero ¡a qué hablar de eso! A usted quizá no le agraden estas historias, y a mí me pesan aún estos recuerdos…, especialmente en esta hora del crepúsculo. Teresa está armando ahí ruido con los cacharros…, y a mí me duele la cabeza y también un poquito la espalda, y se me ocurren unos pensamientos tan raros, que parecen dolerme también; ¡estoy la mar de triste, Várinka!

¿Qué me dice usted de visitas, hija mía? ¿Cómo puedo yo ir a su casa? ¿Qué diría la gente si tal hiciera, palomita mía? Tendría yo que cruzar el portal y no dejarían de verme y de curiosear… ¡y menudo revuelo se armaría y menudas historias forjarían las comadres, alterando completamente las cosas!… No, ángel mío; mejor será que la vea yo mañana, a la hora de la misa de la tarde; esto será más discreto y para ambos más inofensivo. No me guarde usted enojo por haberle escrito una carta semejante. Al repasarla ahora veo bien las incoherencias de su texto. Soy un viejo y sin ilustración, Várinka; de joven no acabé de aprender ninguna cosa, y a la edad que tengo sería una locura empeñarse en volver a empezar los estudios. Debo confesarle, desde luego, hija mía, que yo no soy ningún pendolista, y sin necesidad de indicaciones ajenas ni de observaciones zumbonas, sé muy bien que, cuando me da por sentirme bromista, no hago más que soltar despropósitos… La vi a usted hoy a la ventana, la vi cuando dejaba caer el visillo. Y adiós, finalmente, Varvara Aleksiéyevna.

Su amigo, que desea serlo sin el menor interés,

Makar Dievuschkin.

P. S. —No volveré, amor mío, a escribir sátiras de nadie. Soy ya lo bastante viejo para permitirme bromas con el solo fin de pasar el tiempo. Si así lo hiciese, daría motivo para que los demás se riesen de mí, pues podrían aplicarme el refrán que dice: «¡Quien a otro cava una zanja… en ella cae!».

*

9 de abril.

Makar Aleksiéyevich:

¿No se avergüenza usted, amigo y protector mío, de dar cabida en su cerebro a tales ideas? ¿De verdad se considera ofendido? ¡Ah, suelo ser tan irreflexiva en mis apreciaciones! Pero conste que esta vez ni siquiera pensé que usted pudiese tomar como una burla el tonillo de chanza inofensiva con que me expresaba. Tenga usted la seguridad de que jamás me propasaría a hacer chistes con su edad ni con su carácter. Todo eso se lo escribía yo, ¿cómo decirlo?…, pues únicamente llevada de mi buen humor, de mi aturdimiento o, mejor dicho, debido al tedio que me rodeaba, un tedio horrible… ¿Qué es lo que no hacemos a veces por sacudirnos el aburrimiento? Además, que yo creía que usted mismo en su carta se expresaba con cierto buen humor… Pero ahora me contrista mucho pensar que usted esté enojado conmigo. No, mi leal amigo y protector; se engaña usted si me tilda de insensible e ingrata. Yo sé cuánto usted ha hecho por mí, cómo me ha defendido del tedio y la persecución de hombres execrables, y sé estimarlo en su verdadero valor. Eternamente pediré a Dios por usted, y si hasta Él llegan mis preces y se digna a escucharlas ha de ser usted enteramente dichoso.

Me siento hoy malísima. Escalofríos y fiebres alternados no me dejan en paz un instante. Fiodora está muy asustada. Por lo demás, carece de todo fundamento lo que usted escribe a propósito de su visita y de sus temores… ¿Qué importa la gente? ¡Usted es nuestro amigo y basta!

Quede usted con Dios, Makar Aleksiéyevich. No tengo más que escribirle ni tampoco podría; me siento verdaderamente muy mal. Una vez más le ruego no se enoje conmigo y tenga la seguridad de mi respeto y afecto inalterables.

Su devota y agradecida,

Varvara Dobroselov.

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12 de abril.

Mi estimada Varvara Aleksiéyevna:

¡Ay, amor mío!, ¿qué le ocurre ahora? ¡Me asusta usted, hijita! En todas mis cartas le recomiendo siempre bien que no salga a la calle cuando haga mal tiempo, que use en todo de mucha precaución… ¡pero usted, ángel mío, no hace caso de mis advertencias! ¡Ay palomita mía, es usted verdaderamente aún una niña pequeña! Tan delicada como una pajita, harto lo sé. Basta con que sople un poco de viento para que en seguida se me ponga enferma. Razón por la cual debe usted cuidar más de su personita, procurar no exponerse a los peligros, aunque sólo sea por no dar a quienes la queremos motivos de inquietud, dolor y sobresalto.

En su penúltima carta expresaba usted, hija mía, el deseo de conocer más al pormenor mi género de vida y todo cuanto me rodea y concierne. Con mucho gusto voy a satisfacer ese deseo suyo. Empezaré, pues…, por el principio, hija mía, que así habrá más orden en el relato.

Así, pues, en primer lugar, las escaleras de nuestra casa son bastante medianas; la escalera principal está todavía en buen estado, incluso en muy buen estado, si usted quiere: limpia, clara, ancha, toda de hierro fundido y con el pasamanos de una madera que reluce como caoba. En cambio, la escalera interior es de tal índole la pobre, que preferiría no hablar de ella: húmeda, sucia, con los peldaños desgastados y las paredes tan pringosas, que al apoyarse uno en ella se le quedan pegadas las manos. En cada tramo de la tal escalera hay cofres, sillas y armarios viejos, todos derrengados y en tenguerengue, ropa puesta a secar, los cristales de las ventanas rotos; tropieza uno, si se descuida, con los cubos de la basura, llenos de toda la inmundicia imaginable, con cortezas y desperdicios, cáscaras de huevos y restos de comida…; en una palabra: que eso no está bien.

La situación de mi cuarto ya se la he descrito; resulta —no se puede decir otra cosa— realmente cómoda, es verdad, pero también se respira en él un aire algo húmedo; es decir, no quiero yo dar a entender que huela mal en las habitaciones, pero sí que… vamos, que echan un cierto tufillo a podrido, si me puedo expresar así, un tufillo penetrante y empalagoso a moho o algo por el estilo… La primera impresión no es por lo menos agradable; pero esto no quiere decir nada; pues a los dos minutos de estar en la casa ya no se nota el referido olorcillo y al cabo empieza uno ya a oler también y le huelen las ropas y las manos y todo huele a lo mismo…, de suerte que acaba uno por acostumbrarse, y en paz. Pero entre nosotros no se logran las oropéndolas. El marido ya lleva compradas cinco, pero está visto que no pueden vivir en este ambiente, sin que pueda hacerse nada para evitarlo. La cocina es grande, espaciosa y clara. Por las mañanas se pone algo neblinosa, cuando asan carne o pescado en ella, y entonces huele a humo y a grasa, pues siempre se vierte algo, por lo que también el suelo está por las mañanas algo húmedo; pero en cambio por la tarde se está en nuestra cocina como en el paraíso. En la cocina suelen tender ropa a secar en unas cuerdas, y como mi cuartito no está lejos de allí, pues está pegando casi con la cocina, suele molestarme a veces no poco ese olorcillo de la colada. Pero esto no tiene ninguna importancia; en cuanto lleve viviendo aquí un poco más de tiempo ya me acostumbraré.

En cuanto amanece ya empieza entre nosotros la vida, Várinka; ya está todo el mundo levantándose y armando ruido y dando golpes, hasta que poco a poco se van levantando todos; los unos para irse a la oficina o a otro sitio, otros por gusto, y entonces dan comienzo las libaciones de té. Los samovares[3] son casi todos propiedad de la patrona, pero todos ellos no pasan de unos cuantos, por lo que tenemos que conformarnos y aguardar que nos toque la vez; al que se sale de la fila antes que le toque con su vaso, se le amonesta y muy enérgicamente. Así me ocurrió a mí una vez, el primer día que amanecí en la casa… ¡pero de eso había mucho que hablar! En aquella ocasión me hice yo amigo de todos. Con el primero que trabé amistad fue con el marino, el cual es un hombre de corazón abierto y me ha contado toda su historia, diciéndome que tiene padres y una hermana, casada en Tula con un asesor, y cómo ha vivido mucho tiempo en Cronstadt. También se me ofreció muy atentamente para lo que pudiera necesitar de él, y por lo pronto, me invitó a acompañarle en el té de la tarde. Yo fui a buscarle a esa hora…, y lo encontré en la misma habitación, que entre nosotros hace veces de timba. Él me obsequió con té, y luego me instó para que tomase también parte en sus juegos. ¿Sería que únicamente querían reírse de mí o que se proponían otra cosa? Lo cierto es que estuvieron jugando toda la noche y que al entrar yo ya estaban liados con las cartas. Por todas partes se veían trozos de yeso, naipes, y había en el cuarto una humareda que, con toda verdad, le escocían a uno los ojos. Claro que yo no quería jugar, y al manifestarlo así, salieron diciendo que ya se veía que yo era un filósofo. Con esto, ya nadie volvió a fijarse en mí ni a cambiar conmigo una sola palabra en todo el tiempo. Pero, no obstante, si he de decir la verdad, yo me encontraba allí muy a gusto. Ahora ya no aporto nunca por allí, pues entre esa gente no hay más que azar, puro azar. Pero por las noches suelo reunirme con el empleado, que, dicho sea de pasada, es también algo literato. Y en su habitación es todo muy distinto, pues reinan en ella la modestia, la inocencia y el decoro: una vida de austeridad la de nuestro hombre.

Pero, Várinka, quisiera confiarle a usted, entre paréntesis, una cosa, y es que nuestra patrona es una tía muy mala, una verdadera bruja. Usted conoce a Teresa…, de modo que puede juzgar…; ¿qué es lo que le pasa a la pobre chica? Está flaca como una tísica, como una gallina pelada. Y además, sólo tiene la patrona dos criados; la susodicha Teresa y Faldoni. Si he de decir la verdad, no sé a punto fijo cómo se llama este último, y pudiera ser que tuviera otro nombre; pero sea como fuere, el caso es que acude cuando lo llaman así, y ésa es la razón de que Faldoni lo llame todo el mundo. Es pelirrojo y parece un finés o un grobiano de ojos bizcos con unas narizotas enormes; se pasa la vida insultando a Teresa, y poco le falta para sentarle la mano. Debo declarar, desde luego, que la vida aquí no es tal que se la pueda calificar precisamente de buena… Por ejemplo, eso de que todo el mundo se recoja y se acueste a la misma hora…, ni por asomo reza con esta casa. Siempre hay en ella alguien despierto y jugando, sea la hora que fuere, y a veces suceden también cosas que sólo imaginarlas se avergüenza uno. Yo estoy aclimatado y poco me asusto, pero me maravilla el que incluso matrimonios como Dios manda puedan vivir en esta sucursal de Sodoma. Tenemos aquí en una de las habitaciones pero no formando serie con los demás números, sino al otro lado, en un cuartucho que hace rincón; es decir, algo más allá, una pobre familia que da lástima. ¡Qué gente tan callada! Nunca se los oye. Y viven todos juntos en el mismo cuarto, sin más separación que un pequeño biombo. El padre, según parece, es un empleado cesante…, que hará unos siete años perdió el destino no se sabe por qué. Se apellida Gorschkov. Es una hombrecillo bajito y canoso, que va vestido con ropas viejas ya deterioradas, hasta el punto que da grima mirarlo… ¡Va mucho peor vestido que yo! Es un sujeto pusilánime, enfermizo…; suelo encontrármelo en el pasillo. Le están siempre temblando las rodillas y también le tiembla la cabeza por efecto de alguna enfermedad o quién sabe por qué otra razón. Es la mar de tímido y le teme a todo el mundo, y se aparta a un lado, todo medroso, y se escurre a lo largo de la pared en cuanto se tropieza con alguien. Yo también soy algo tímido, pero no tengo comparación con él. Su familia se compone de la mujer y tres hijos. El mayor es el vivo retrato, en todo, del padre, y tiene también el aspecto enfermizo. La mujer no debe de haber sido fea, pues todavía está de buen ver…, ¡pero va tan mal vestida, con ropas de desecho…, tan viejas! Según he oído decir le deben el mes a la patrona; ésta, por lo menos, no los trata muy bien. También se susurra que Gorschkov ha debido de cometer algún acto feo para que lo despidieran de la oficina… Lo que se ignora es si hay de por medio algún proceso o cosa por el estilo, quizá una denuncia o un expediente. De lo que no puede dudarse es de que están en la miseria, ¡pero en la miseria más horrible! Jamás se oye ruido alguno en su cuarto, como si allí no viviese nadie. Ni siquiera se les oye a los chicos. Nunca se da el caso de que alboroten o jueguen…, y no hay peor señal que ésa. Una tarde hube yo de pasar por delante de la puerta —reinaba en aquel instante en la casa inusitado silencio— y pude percibir un sollozar apagado, seguido de un quedo murmullo, y luego más sollozos, exactamente como si allí dentro estuviera llorando alguien, pero tan quedo, con tal tristeza y desesperanza, que a mí se me quiso saltar el corazón… y estuve hasta la madrugada sin poder apartar de mi pensamiento a esas pobres criaturas, y tardé mucho en conciliar el sueño.

Pero quede usted con Dios, Várinka, amiguita mía. Ya se lo he descrito a usted todo, según mi leal saber y entender. Hoy me he pasado todo el día pensando únicamente en usted. El corazón se me encogía por su culpa. Porque, mire usted, ya sé que no tiene usted abrigo. Y yo conozco muy bien esta primavera petersburguesa, estos ventarrones primaverales y las lluvias, que a veces se complican hasta con nevadas… Esto es la muerte, Várinka. ¡Se dan unos cambios de temperatura, que Dios nos valga! No tome a mal, amiguita mía, esto que le digo; yo entiendo de esos primores. ¡Si supiera escribir un poquito bien! Yo me abandono al correr de la pluma y pongo lo que se me ocurre, con el fin de procurarle alguna distracción, con el único objeto de alegrarla un poquitín. Si yo fuera hombre de letras, sería muy distinto; pero ahora ya…, ¿qué diablos sé yo? Mis padres no se gastaron mucho en educarme.

Su eterno y fiel amigo,

Makar Dievuschkin.

*

25 de abril.

Mi muy estimado Makar Aleksiéyevich:

Hoy me he encontrado a mi prima Sascha. ¡Qué encuentro más desagradable! ¡También esa pobre se va a pique! También me he enterado casualmente, y por modo indirecto, de que Anna Fiodórovna anda por todas partes preguntando por mí y que, naturalmente, quiere averiguarlo todo. No se cansará jamás de perseguirme. Según parece, ha dicho que todo me lo perdona. ¡Que ha dado al olvido todo lo pasado y que quiere hacerme una visita! Refiriéndose a usted, dice por ahí que no es usted pariente mío ni por lo más remoto, que mi parienta más cercana y única es ella, y que usted no tiene ningún derecho a inmiscuirse en nuestros asuntos. Que es una vergüenza para mí dejarme mantener por usted y vivir a su costa… Dice que ya no me acuerdo del pan de caridad que ella nos dio a mi madre y a mí para evitar que nos muriésemos de hambre; que nos mantuvo y cuidó de nosotras, y que por espacio de dos años y medio casi, sólo le proporcionamos sinsabores, y que además de todo eso nos pagó también una deuda antigua. Nada, que ni a la pobre mamá dejan en paz en su sepulcro. ¡Si la pobre mamá supiese el daño que me ha hecho! ¡Pero a Dios no se le oculta nada!…

Ha dicho también Anna Fiodórovna que sólo por pura estupidez no he sabido asegurarme la felicidad que ella me propuso al alcance de la mano, y que no es culpa suya que yo no supiera o no quisiera… pescar un buen marido. ¡Pero quién tuvo la culpa, santo Dios! Dice que el señor Bukoc está en todo su derecho, que verdaderamente no todas las mujeres pueden casarse…, y ¡qué sé yo cuántas sandeces más!

¡Es demasiado cruel tener que escuchar todas esas patrañas, Makar Aleksiéyevich!

No acierto a explicarme lo que me pasa hoy. Todo se me vuelve temblar, llorar y lanzar suspiros. Llevo ya dos horas escribiendo esta carta. Yo estaba ya en la creencia de que esa mujer habría, por lo menos, reconocido sus culpas, la injusticia que cometió conmigo…, ¡y ahora resulta que habla así de mí!

Le ruego, amigo mío, no se apure por mi estado; por Dios, no se disguste usted, mi único buen amigo. Fiodora exagera siempre; yo no estoy enferma. Todo se reduce a que ayer me enfrié un poco en el cementerio de Volkov, cuando fui a oír la misa de réquiem por la pobre mamá. ¿Por qué no vino usted conmigo?… Yo se lo había rogado. ¡Ah pobre madre mía, si tú levantaras la cabeza, si tú supieras lo que han hecho conmigo!

V. D.

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20 de mayo.

Mi querida Várinka:

Le envío un par de racimos de uvas, corazoncito mío, pues son muy buenas para los convalecientes y también las recomiendan los médicos contra la sed…; de modo que puede usted comérselas, Várinka, cuando sienta sed. También deseaba usted, hija mía, un ramito de rosas, y tengo mucho gusto en enviárselo. Y de apetito ¿cómo andamos nenita?… Porque esto es lo principal. Gracias a Dios que ya todo lo malo pasó y que pronto también nuestra desdicha tocará a su término. ¡Dé usted gracias por ello al creador! Por lo que se refiere a los libros, no me es posible de momento enviarle ninguno. Pero he oído decir que uno de los huéspedes de la casa tiene uno muy bueno, escrito en un estilo muy elevado; aseguran que se trata, en efecto, de un libro excelente, y aunque yo no lo he leído, me lo han ponderado mucho. He suplicado que me lo presten y creo que me lo dejarán. Sólo que… ¿lo leerá usted de veras? Es usted tan caprichosa en esa materia, que resulta difícil atinar con su gusto; se lo digo porque la conozco muy bien, hija mía. A usted sólo le agradan los versos que hablan de amor y de nostalgia…; así que le buscaré también poesías y todo, todo cuanto desee. Precisamente tengo en mi poder todo un cuaderno lleno de versos copiados.

Yo me encuentro ahora muy bien. Esté usted tranquila sobre el particular, hija mía. Eso que Fiodora le ha contado esta vez no es enteramente cierto, y debe usted decirle que no está bien que mienta tanto. ¡Sí, dígaselo usted con toda seriedad! ¡Charlatana! No es exacto que haya yo vendido la casaca del uniforme nuevo, ni siquiera me ha pasado por la imaginación; ¿por qué iba a venderla tampoco? No hace mucho oí decir que me iban a asignar una gratificación de cuarenta rublos, y siendo esto así, ¿por qué había de desprenderme de la casaca? No, hija mía; no pase usted pena por eso.

Esa Fiodora es maliciosa y desconfiada, y no está bien que lo sea. Tenga usted un poco de paciencia, hijita, y ya verá cómo nos va a sonreía la vida. Pero para eso es preciso, ante todo, que disfrute usted de salud completa, y debe usted poner de su parte todo lo posible a tal fin, por el amor de Dios; el que ande tan delicada es lo que más me aflige y desazona a mis años. ¿Quién le ha ido a usted con el cuento de que yo estoy más delgado? ¡Esa es otra calumnia! Yo estoy perfectamente bien de salud y contento, y he engordado tanto, que casi me da vergüenza. Estoy satisfecho y alegre y no me falta nada… ¡Si usted estuviera ya restablecida del todo! Quede usted con Dios, ángel mío; con un beso en cada uno de sus deditos, soy siempre su fiel e invariable amigo,

Makar Dievuschkin

P. S. —¡Ay corazoncito mío!, ¿qué es lo que me decía usted en su carta? ¡Otra vez! ¿Qué es lo que se le ha puesto en su cabecita? ¿Cómo quiere usted, hija mía, que yo frecuente su casa…, quiere usted decírmelo? ¿A favor de la oscuridad de la noche? Pero eso será cuando vuelvan las noches, pues ahora, en esta época del año, no las hay. Pero yo no me aparté de su lado un instante mientras estuvo enferma, en tanto la fiebre la tenía postrada, sin conocimiento. Verdaderamente, ni yo mismo sé cómo tenía tiempo para todo, sin faltar a mis obligaciones. Mas después suspendí mis visitas porque la gente curiosa empezó a fisgonear y a inquirir. Y, a pesar de todo, ¡qué chismorreos no armaron! Pero yo tengo una confianza absoluta en Teresa, que no es parlanchina. Sin embargo, hijita, usted misma puede comprender qué pasaría si llegásemos a andar en lenguas. ¿Qué no pensarían y dirían de nosotros? Así que tenga un poco de paciencia, nenita, y aguarde a estar completamente restablecida, y entonces no nos faltará donde vernos fuera de su casa.

*

1 de junio.

¡Mi buen Makar Aleksiéyevich!

Quisiera poder hacer algo para expresarle a usted mi gratitud por sus desvelos y por el sacrificio que por mí se impone; así que he decidido sacar de mi cómoda ese viejo cuadernito que adjunto le envío. Empecé a apuntar en él miss impresiones cuando aún me sonreía la vida. Me ha manifestado usted tantas veces deseos de conocer mi pasado y tanto me ha rogado que le hablase de mi mamá, de Pokrovskii, de mi estancia en la casa de Anna Fiodórovna, y le refiriese mis recientes desdichas, y con tanta vehemencia expresaba usted el deseo de leer este cuadernito, a cuyas páginas he confiado parte de mi vida, que creo proporcionarle a usted una alegría enviándoselo. A mí, en cambio, me ha dado mucha pena repasar ahora sus páginas. Me parece que, a partir del momento en que escribí en él la última línea, me he vuelto otro tanto vieja de lo que era entonces; es decir, dos veces vieja. Todas esas notas las he ido escribiendo en épocas distintas. ¡Que siga usted bien, Makar Aleksiéyevich! A mí ahora me suelen acometer con frecuencia arrechuchos de tedio horribles, y por las noches me atormentan los insomnios. ¡Qué convalecencia tan aburrida!

V. D.

I

Tenía yo catorce años cuando murió mi padre. Fue mi infancia la época más feliz de mi vida. No la pasé aquí, sino allá, lejos, en la provincia, en el campo. Mi padre era el administrador de una gran finca, propiedad del príncipe P***. Y allí vivíamos nosotros, tranquilos, solos y felices… Yo era lo que se dice una salvaje, pues no hacía otra cosa en todo el día que corretear de acá para allá por el campo y el bosque, o donde se me antojaba, porque nadie se cuidaba de mí. Mi padre estaba siempre ocupado y mi madre tenía harto que hacer con las faenas de la casa. No me mandaban a la escuela…, de lo que me alegraba no poco. Así que desde por la mañana temprano ya estaba yo enredando al borde del gran estanque o en el bosque o en la pradera con los guadañadores…, según me daba. ¡Qué me importaba a mí que picase el sol, que yo misma no supiese dónde me encontraba ni cómo habría de arreglármelas para volver, ni que las zarzas me pinchasen y me desgarrasen los vestidos! ¡Qué me importaba a mí que en casa estuviesen con cuidado!

Creía yo que siempre había de ser igualmente feliz, aunque nos pasásemos la vida entera en el campo. Desgraciadamente, tenía yo ya que despedirme de aquella libre vida rústica y desprenderme de todos aquellos parajes familiares. Tendría yo apenas doce años cuando nos trasladamos a San Petersburgo. ¡Ah, y cuánta pena me costó arrancarme de ahí! Y ¡cómo lloraba yo al tener que abandonar todo cuanto amara! ¡Aún recuerdo cómo me abrazaba convulsivamente a mi padre y con lágrimas en los ojos le rogaba que por lo menos me dejase estar todavía un poquito en la finca, y cómo lloraba mi madre! Decía mi madre que era necesario partir, que así lo reclamaban las circunstancias. Era que el príncipe P*** había muerto y sus herederos habían prescindido de los servicios de mi padre. Así que nos trasladamos a San Petersburgo, donde residían algunos individuos que le debían dinero a papá…, el cual quería solventar por sí mismo sus asuntos. Todo esto lo supe por mi madre. Ya allí, alquilamos en el Lado Petersburgués[4] un piso, donde vivimos hasta la muerte de mi padre.

¡Qué duro se me hizo acostumbrarme a la nueva vida! Llegamos a San Petersburgo en el otoño. Habíamos abandonado la finca en un día de sol, claro, diáfano y tibio. En los campos estaban terminando las últimas faenas. Ya el trigo estaba hacinado en las eras en altos almiares, en torno a los que revoloteaban inquietas bandadas enteras de trinadores pajarillos. ¡Qué alegre y claro relucía todo!

Pero al llegar a la ciudad nos encontramos, en vez de eso, con lluvia, frío otoñal, mal tiempo y barro, amén de muchos seres desconocidos que tenían todos ellos una traza hostil, malhumorada y maligna. ¡Nosotros nos instalamos lo mejor que pudimos! ¡Cuánto ajetreo nos costó el tener, por fin, una casa arreglada! Mi padre estaba casi todo el día en la calle y mi madre andaba siempre atareada…, de suerte que entrambos se olvidaban por completo de mí. ¡Qué triste despertar el del primer día que amanecimos en la nueva casa! ¡Delante de nuestras ventanas teníamos una cerca amarilla! ¡En la calle no se veía sino fango! Sólo pasaban algunos transeúntes, todos muy arrebujados en sus ropas y bufandas y todos con aspecto de estarse helando.

En torno a nosotros, en la casa, sólo había pena y tedio insoportables. No teníamos en la ciudad pariente ni conocido alguno. A Anna Fiodórovna había dejado mi padre de tratarla. (Le debía una cantidad). Venían, sin embargo, a vernos personas que tenían que tratar con mi padre de negocios. Por lo general, entre él y sus visitantes, se armaban discusiones y se oían desde fuera gritos y alboroto. Y cuando aquéllos se iban, mi padre se quedaba siempre triste y de mal talante. Horas enteras se estaba dando vueltas arriba y abajo por la habitación, fruncido el ceño y sin hablar palabra. Tampoco mamá se atrevía entonces a despegar los labios, y guardaba silencio. Y yo me acurrucaba en un rincón con un libro en la mano, y no me atrevía a moverme.

A los tres meses de nuestra llegada a San Petersburgo, me pusieron en una pensión. ¡Qué tristeza a lo primero, entre tantas caras desconocidas! ¡Era todo tan seco, tan despegado, tan hostil y tan poco atrayente! Las profesoras regañaban, las compañeras hacían burla y yo estaba tan encogida… ¡Qué rigor tan pedantesco aquél! Todo había de hacerse a horas determinadas y con toda puntualidad. Las comidas en la mesa redonda, las lecciones tan aburridas…; al principio andaba yo siempre desalada. Ni dormir siquiera podía. ¡Cuántas noches largas y tediosas y frías me las pasé en claro, llorando hasta el amanecer! Por las tardes, cuando las otras niñas estaban estudiando o repasando sus lecciones, yo me estaba muy quietecita, con el libro delante, y no me atrevía a moverme; pero mi pensamiento volaba hacia mi casa, me acordaba de mis padres y de mi buena y vieja nodriza y de sus cuentos… ¡Oh y qué nostalgia se apoderaba de mí entonces! Me acordaba con toda claridad del objeto más nimio de la casa, y aún hoy mismo lo recuerdo todo con un placer especial, doloroso… Y así me estaba piensa que te piensa… ¡Qué bien, qué gusto encontrarme ahora en casa! Ahora estaría yo sentadita en el comedero, junto a la mesa, sobre la que borbotea el samovar y alrededor de la cual están sentados también mis padres; qué calorcito se siente y qué a gusto y con qué comodidad se está allí. «¡Cómo me gustaría —pensaba yo— abrazar ahora a mi mamaíta, fuerte, muy fuerte, ¡eh!, con mucho cariño!». Y seguía pensando luego, hasta que la nostalgia me hacía llorar quedito y me sorbía las lágrimas…; pero la lección no me entraba en la cabeza. Pero no se puede tampoco dejar la lección para el día siguiente; toda la noche te la pasas pensando en el profesor, en la madame y en las compañeras de clase; toda la noche te la pasas soñando que estás aprendiéndote la lección, que al otro día, naturalmente, no sabes. Y no tienes más remedio que arrodillarte en un rincón y quedarte sin comida. Yo estaba, pues, siempre tristona y mustia. Las otras chicas se reían de mí, me hacían burla, me distraían cuando estaba estudiando, me tiraban pellizcos cuando en filas de dos en fondo nos dirigíamos al refectorio, o se quejaban de mí a la profesora. ¡Pero qué felicidad cuando en la tarde de sol venía a buscarme mi buena nodriza! ¡Cómo me abrazaba a ella… sin resolverme a soltar, de puro contenta, a mi buena viejecita! Luego se ponía ella a vestirme, siempre muy calientita, como ella decía, en tanto me envolvía en pañuelos la cabeza. Pero ya en el camino, nunca podía seguirme el paso —iba yo tan ligera— y yo no podía tampoco andar tan despacio como ella. En todo el trayecto no paraba yo de parlotear y de contarle cosas. Toda loca de alborozo, entraba luego en casa y me echaba en brazos de mis padres, cual si hiciese nueve años que no nos veíamos. Luego empezaban los cuentos y preguntas, y yo soltaba el trapo a reír y me ponía a corretear por toda la casa y a festejar y darle todo la bienvenida. Papá procedía después a hacerme preguntas más serias: acerca de los profesores, de las matemáticas, el francés y la gramática de L’Homond…, y todos estábamos la mar de contentos y cordiales y parlanchines. Hoy mismo gozo recordando simplemente aquellas horas.

Yo hice los mayores esfuerzos para aprenderme bien las lecciones, con el fin de darle una alegría a mi pobre padre. Veía yo con toda claridad que él se desvivía por mí, no obstante las preocupaciones, cada vez más graves, que lo atormentaban. De día en día se volvía más triste, malhumorado y colérico; su carácter había cambiado de un modo desfavorable. Nada le salía bien, todo se le frustraba, y las deudas iban aumentando de un modo espantoso.

Mi madre no se atrevía a llorar, ni siquiera a dejar escapar una palabra de queja, pues con eso irritaba más aún a mi padre. Volvióse la pobre enfermiza y endeblucha y empezó a toser de una manera inquietante. Cuando yo volvía de la pensión, sólo encontraba en casa caras tristes; mi madre se sorbía en secreto sus lágrimas, y mi padre se encolerizaba. Venían luego las quejas y los reproches; mi presencia no le causaba a mi padre ninguna alegría, consuelo alguno, y, sin embargo, él no perdonaba sacrificio por mí; pero yo sigo sin entender ni una palabra de francés. En resumen: que yo tenía la culpa de todo; de todos sus fracasos, de toda su desdicha; las únicas responsables éramos mamá y yo. Pero ¡cómo era posible atormentar más todavía a la pobre mamá! Al verla, parecía que se me iba a saltar el corazón. ¡Tenía las mejillas chupadas, los ojos hundidos en las cuencas…, todo el aspecto de una tísica!

A mí se dirigían los más graves reproches. Por lo general, empezaba mi padre quejándose de alguna nimiedad, y luego se desbocaba hasta decir cosas que sólo Dios sabe… Yo muchas veces me quedaba sin entender una palabra de lo que decía. ¡Qué no soltaba aquella boca!… Que si la lengua francesa, que si yo era una imbécil y la profesora de la pensión otra idiota, que no se cuidaba en modo alguno de nuestra educación; luego… que no podía encontrar ningún empleo, que la gramática de L’Homond no valía nada, que la de Sapolski era mucho mejor, que se estaba gastando en mí mucho dinero sin objeto ni utilidad, que yo era una chica aturdida y sin pizca de corazón; en una palabra: que yo, pobre de mí, me tomaba la mar de trabajo para aprenderme palabras y términos franceses, y, sin embargo, tenía la culpa de todo y había de cargar con todos los regaños. Pero mi padre no procedía así porque no nos quisiera, pues, al contrario, nos tenía un cariño desmedido. Solo que tenía ese carácter…

O, mejor dicho, eran los disgustos, los desengaños y los fracasos lo que le habían agriado su carácter, que al principio no podía ser mejor; se había vuelto ahora desconfiado, solía con frecuencia llenarse de amargura, hasta rayar en la desesperación; empezó a descuidar su salud, hasta que un día cogió un enfriamiento y… murió, después de haber guardado cama unos días, de un modo tan repentino e inesperado, que tardamos muchos días en hacernos a la realidad. ¡Aquel golpe nos dejó aturdidas! Mamá parecía como alelada, y yo, al principio, temí por su juicio. Pero apenas hubo muerto mi padre, cuando se presentaron los acreedores a bandadas en nuestra casa. Nosotras les entregamos cuanto teníamos. Tuvimos que vender también nuestra casita del Lado Petersburgués, que a poco de nuestra llegada, al medio año, había adquirido papá. No sé qué se haría de lo demás; pero es el caso que hubimos de encontrarnos sin cobijo, sin dinero, desvalidas y faltas de todo recurso… Mamá estaba enferma —tenía una fiebre lenta que la iba consumiendo—; no sabíamos procurarnos recursos; así que estábamos resignadas a perecer. Yo acababa de cumplir catorce años.

Entonces fue cuando por primera vez hubo de visitarnos Anna Fiodórovna. Se hizo pasar ante nosotras por una propietaria y nos aseguró ser nuestra parienta cercana. Pero mamá decía que sí era cierto que estaba emparentada con nosotros, pero que el tal parentesco era muy lejano. En vida de papá jamás aportó por nuestra casa. Ahora se nos presentaba con lágrimas en los ojos y nos ponderaba la parte que tomaba en nuestro duelo. Mostraba compadecernos mucho por nuestra desgracia, pero dejaba entender que do todos nuestros sinsabores tenía papá la culpa por haber querido encumbrarse demasiado y contado en demasía con sus propias fuerzas. Manifestó, además, a fuer de única parienta, el deseo de tratarnos con más intimidad y nos propuso olvidáramos lo pasado. Al replicarle a esto mamá que ella no le había tenido nunca rencor, echóse a llorar con emoción ruidosa, llevóse a mamá a la iglesia y encargó una misa de réquiem para el querido muerto, que así llamó de pronto a nuestro padre. Luego hizo pomposamente las paces con mamá.

Después, tras muchos preámbulos y observaciones, y luego que nos hubo hecho ver con toda claridad lo desesperado de nuestra situación y ponderarnos nuestra falta absoluta de recursos, de protección y amparo, nos instó a compartir con ella su techo, según decía. Mamá dióle las gracias por su ofrecimiento; pero durante mucho tiempo no acabó de decidirse a aceptarlo, hasta que, visto que no nos quedaba otro remedio, tuvo que resolverse a escribir a Anna Fiodórovna participándole que aceptaba su ofrecimiento agradecida.

¡Qué claramente recuerdo todavía aquella mañana en que nos trasladamos del Lado Petersburgués a la otra parte de la población, al Vassilii Ostrov! Hacía una clara, seca y fría mañana de otoño. Mamá lloraba. Y yo estaba muy triste; parecíame cual si una vaga congoja me oprimiese el pecho… Eran unos tiempos difíciles…

II

Al principio, cuando aún no nos habíamos instalado del todo, experimentábamos mamá y yo cierta tristeza en casa de Anna Fiodórovna, esa tristeza que se suele sentir cuando nos encontramos frente a algo no muy seguro. Anna Fiodórovna vivía en casa propia en la Sexta Línea[5]. Toda la casa sólo tenía, por junto, cinco cuartos habitables. Anna Fiodórovna ocupaba tres de ellos en unión de mi prima Sascha, a la cual, como a una pobre huérfana, había recogido y criado. En la cuarta habitación nos instalamos nosotras, y en la quinta, que estaba contigua a la nuestra, se alojaba un pobre estudiante, Pokrovskii, el único que pagaba alquiler por la vivienda.

Anna Fiodórovna vivía muy bien, mucho mejor de lo que habría parecido posible; pero las fuentes de sus ingresos eran tan enigmáticas como sus ocupaciones. Y, sin embargo, siempre tenía algo que hacer, siempre iba de acá para allá y salía y entraba en la casa muchas veces al día. Pero no era posible formarse la menor idea de adónde iba ni de lo que hacía fuera de casa. Tenía relaciones con muchas y muy diversas personas. A toda hora venía gente a visitarla y siempre para hablarle de negocios y sólo un par de minutos. Mamá solía retirarse conmigo a nuestro cuarto en cuanto sonaba la campanilla. Esto enojaba mucho a Anna Fiodórovna y continuamente estaba reprochándole a mamá lo orgullosas que éramos; no diría nada si tuviéramos algún motivo, si verdaderamente tuviéramos por qué ser orgullosas; pero en la situación en que nos encontrábamos…, y por espacio de horas seguidas continuaba en ese tono. Hasta entonces no había oído yo esos reproches; pero al oírlos ahora me expliqué, o, mejor dicho, adiviné la causa de que mi madre resistiera al principio a aceptar la hospitalidad de Anna Fiodórovna.

Es una mala mujer la tal Anna Fiodórovna. Se complacía en atormentarnos sin tregua. Pero hoy mismo constituye para mí un enigma el porqué nos invitaría a irnos a vivir con ella. A lo primero todavía nos trataba muy bien, con mucho cariño, pero no tardó en descubrir su verdadero carácter en cuanto pudo comprobar que nos hallábamos verdaderamente desamparadas y enteramente a merced suya. Más adelante volvió a tratarme con el mimo anterior, quizá con demasiado mimo; llegaba incluso a dirigirme necias lisonjas, pero antes tuve que aguantarla tanto como mamá. A cada paso nos estaba dirigiendo reproches y no nos hablaba de otra cosa que de los beneficios que nos hacía. Y nos presentaba a todas sus visitas como sus parientes pobres, como a una viuda y huérfana desvalidas que sólo por compasión y caridad cristiana había recogido bajo su techo y sentado a su mesa. A las horas de las comidas no quitaba ojo de cada bocado que osábamos tomar; pero tampoco, cuando no comíamos o comíamos demasiado poco, le dábamos gusto, pues entonces salía diciendo que si no nos parecía bastante buena su comida, que si le encontrábamos alguna falta, y que ella nos daba lo que tenía y de lo mismo que comía ella…, que quizá nosotras solas pudiéramos agenciarnos algo mejor, que eso ella no lo podía saber, etcétera, etc. De papá estaba continuamente diciendo horrores; no podía vivir sin criticarlo. Afirmaba que siempre se las había dado de más noble que nadie y que ahora podía verse la verdad, pues había dejado una viuda y una huérfana, que, de no haber encontrado un alma caritativa entre sus parientes —es decir, ella—, habrían estado expuestas a morirse de inanición en el arroyo. ¡Y no paraba ahí la cosa! ¡Daba más asco que pena el escucharla! Mamá se pasaba la vida en un llanto continuo. Su estado de salud empeoraba de día en día, mustiábase a ojos vistas, pero nosotras, sin embargo, trabajábamos de la mañana a la noche. Cosíamos para fuera, lo cual no era del agrado de Anna Fiodórovna. Decía que su casa no era ningún obrador. Pero nosotras teníamos que hacernos ropa y no nos quedaba otro recurso que ganar algún dinero, aunque sólo fuera en último caso para no carecer de todo. Así que trabajábamos con ahínco y ahorrábamos siempre con la esperanza de poder alquilar un día un cuartito para nosotras solas. Sólo que de tanto trabajar hubo de agravarse mi madre; cada día estaba más débil. La enfermedad minaba su existencia y la iba empujando sin descanso hacia la tumba. ¡Yo lo veía, lo sentía y no podía hacer nada para evitarlo!

Transcurrían los días, iguales los unos a los otros. Nosotras hacíamos una vida tan recoleta, que no parecía que estuviésemos en una población tan grande. Con el tiempo se fue apaciguando Anna Fiodórovna al ver su ilimitada superioridad sobre nosotras y que no tenía nada que temer. Por lo demás, nunca nosotras le hubiéramos llevado en nada la contraria. Nuestro cuarto estaba separado de los tres que ella ocupaba por un corredor, contiguo al de Pokrovskii, como ya indiqué. El estudiante le enseñaba a Sascha francés y alemán, historia y geografía…; es decir, todas las ciencias, como solía decir Anna Fiodórovna, y a cambio de ello le perdonaba el pago de la vivienda y la pensión.

Era Sascha una chica muy lista; pero ordinaria y vehemente hasta lo repulsivo. Frisaba por entonces los trece años. Últimamente hubo de decirle Anna Fiodórovna a mamá que acaso fuera bueno que yo también diera clase con ella, toda vez que en el colegio no había llegado a terminar el curso. A mamá, naturalmente, le alegró mucho la proposición; de suerte que Pokrovskii nos estuvo dando lección a las dos por espacio de un año entero.

Era el tal Pokrovskii un pobre chico. Su poca salud no le permitía asistir de un modo regular a la Universidad; así que no era propiamente lo que se llama, y por la fuerza de la costumbre aún le seguimos llamando a él, un estudiante. Vivía tan recogido y calladito en su cuarto, que nosotras, desde el nuestro, contiguo, no lo sentíamos. Tenía también una traza especial, se movía y encorvaba de un modo tan torpe, y hablaba de un modo tan raro, que al principio no podía yo verlo sin soltar el trapo a reír. Sascha le estaba siempre jugando alguna mala pasada, y especialmente durante la lección. Pero él no le iba en zaga en punto a violencias, se encolerizaba a cada paso y la menor futesa le sacaba de quicio; se ponía a regañarnos, lanzaba gritos, y a veces se levantaba y se iba furioso, dando por terminada antes de tiempo la lección y se encerraba en su cuarto. Pero allí en su cuarto se pasaba días enteros sentado, sin moverse, leyendo. Tenía muchos libros y todos en ediciones primorosas y raras. Daba también lecciones en otras dos casas y se las pagaban; pero, a pesar de eso, jamás tenía dinero en el bolsillo, pues inmediatamente iba a comprar más libros.

Con el tiempo le fui ya conociendo más a fondo. Era el hombre más honrado y más bueno del mundo, el mejor de los hombres que yo hasta entonces conociera. Mamá le apreciaba también mucho. Con el trato llegó a ser un amigo fiel mío y el que más cerca estaba de mi corazón…, claro que después de mamá.

Al principio me asociaba yo —no obstante ser yo una mujercita— a todas las jugarretas que Sascha tramaba contra él, y, a veces, nos estábamos deliberando horas enteras acerca del modo de embromarlo y poner a prueba su paciencia. Resultaba enormemente grotesco cuando se enfadaba y nosotras queríamos divertirnos a su costa. (Todavía hoy me avergüenzo yo cuando le recuerdo). En una ocasión lo excitamos tanto, que al pobre se le saltaron las lágrimas, y yo le oí murmurar entre dientes estas palabras: «¡No hay nadie más cruel que un niño!». Aquello me dejó confusa; por primera vez se despertaba en mí algo como vergüenza, pesar y compasión. Me puse encarnada hasta las orejas, y casi con lágrimas en los ojos supliquéle que no tomase a mal nuestras groseras bromas; pero él cerró el libro y se fue a su cuarto sin terminar la lección.

Todo aquel día me estuvo atormentando el remordimiento. La idea de que nosotras, unas chicas, le hubiéramos hecho encolerizarse a él hasta derramar lágrimas, se me hacía insoportable. ¡De modo que sólo nos habían tentado sus lágrimas! ¡Que nos habíamos complacido en excitar su irritabilidad, seguramente morbosa! ¡Y habíamos conseguido, por fin, acabar con su paciencia! ¡Habíamos obligado al pobre chico a sentir todavía más lo desdichado de su triste condición!

En toda la noche no pude dormir… ¡Cómo me torturaban los remordimientos! Dicen que las novedades alegran el ánimo. ¡Pues es todo lo contrario! No sé cómo, pero es lo cierto que a mi pesar uníase algo de orgullo. No me avenía a la idea de que él me juzgara una niña. Yo tenía ya entonces quince años.

A partir de aquel día yo sólo pensé en discurrir el modo de hacer que Pokrovskii cambiase de opinión acerca de mí. Pero mi timidez venía a impedirme el poner en práctica alguno de los mil proyectos que se me ocurrían; no acababa de decidirme a nada y todo se quedaba en planes y ensueños (y ¡qué no soñaría yo, Cielo santo!). Pero de allí en adelante ya no volví a secundar las groseras bromas de Sascha, la cual fue también poco a poco deponiendo su ordinariez. Todo esto tuvo por consecuencia que Pokrovskii no volviera a enojarse con nosotras. Pero no era eso bastante compensación para mi orgullo.

Quiero decir aquí unas cuantas palabras nada más acerca del hombre más raro y más digno de compasión que he conocido en mi vida. Y quiero hacerlo en este sitio, porque a partir del día referido, yo, que jamás hasta entonces me había preocupado por él en absoluto, empecé a darle cabida, y grande, en mis pensamientos.

De cuando en cuando se presentaba en nuestra casa un hombrecillo pequeño, mal vestido y sucio, con el pelo canoso, desmañado y torpe en sus movimientos, y que, sobre todo, tenía unas trazas muy particulares. A la primera mirada podía creerse que se avergonzaba un poco de sí mismo y como que pedía perdón por haber venido a este mundo. Por lo menos se encogía siempre, o trataba de hacerse más pequeño todavía, de reducirse a la nada, y aquellos sus movimientos y gestos inseguros y vergonzantes infundían a quien le observaba la sospecha de si no estaría en su juicio. Siempre que venía a visitarnos se quedaba muy plantado detrás de la mampara de cristales y no se atrevía a entrar de una vez. Cuando por pura casualidad salía alguna de nosotras —Sascha o yo— al pasillo y lo veíamos allí parado detrás de la puerta, empezaba él a hacernos visajes para llamarnos la atención; si nosotras, mediante señas también, le dábamos a entender que podía pasar y que no había visita en casa, o le llamábamos en voz alta, cobraba ánimos y se atrevía a entrar, abría muy despacito la mampara y penetraba en la casa sonriendo, después de lo cual se frotaba las manos y se dirigía de puntillas al cuarto de Pokrovskii. Aquel viejecito era su padre.

Más adelante tuve ocasión de saber la historia del pobre anciano. Había sido empleado no sé dónde, allá en tiempos, pero por falta de capacidad no logró pasar de un puesto subalterno. Al quedarse viudo de su primera mujer —la madre de Pokrovskii—, se volvió a casar con una medio campesina. Desde aquel punto y hora ya no hubo paz y tranquilidad en su casa; la nueva consorte se puso los pantalones y los trataba a todos a la banqueta. Su entenado —el estudiante Pokrovskii, que a la sazón tenía diez años— tuvo que padecer mucho a cuenta del odio que le tenía su madrastra; pero, por fortuna, se arreglaron de otro modo las cosas. El propietario Bukov, que había conocido en otro tiempo a su padre, cuando estaba empleado, y constituídose a poco menos en su protector, tomó a su cargo al chico y le puso en un colegio. Interesábase por el muchacho por la única razón de haber conocido a la difunta madre cuando ésta, doncella entonces de Anna Fiodórovna, gozaba de sus beneficios, y por su mediación contrajo matrimonio con el empleado Pokrovskii. En aquel entonces, el señor Bukov, como buen amigo de Anna Fiodórovna, tuvo el rasgo de regalarle a la novia una dote de cinco mil rublos. Por cierto que es hasta hoy un enigma adónde iría a parar todo ese dinero. Todo esto me lo contó la propia Anna Fiodórovna. El estudiante Pokrovskii no me habló jamás de su familia y no le hacía gracia le preguntasen ni por sus padres. Dicen que su madre había sido muy guapa, motivo por el cual me choca que se casara con un partido tan desventajoso como el que representaba aquel hombre insignificante. Por lo demás, al cuarto año de casada pasó la pobre a mejor vida.

De la escuela pasó el estudiante Pokrovskii a un gimnasio, y de allí a la Universidad. El señor Bukov, que solía hacer frecuentes viajes a San Petersburgo, no lo abandonó allí, sino que siguió protegiéndolo. Desgraciadamente, no pudo Pokrovskii, por lo delicado de su salud, proseguir sus estudios, y entonces fue cuando el señor Bukov se lo presentó formalmente a Anna Fiodórovna y le buscó colocación en su casa para que, a cambio de la habitación y la comida, le enseñase a Sascha todas las ciencias.

Pero Pokrovskii, padre, para consolar su dolor por la mala vida que le daba su segunda mujer, se entregó al peor de los vicios, la bebida, hasta el punto de estar casi siempre borracho. Su mujer le zurraba de lo lindo, lo dejaba dormir en la cocina, y de tal modo extremó sus rigores con el tiempo, que el infeliz lo aguantaba todo sin chistar y acabó acostumbrándose a los golpes. No era todavía muy viejo, pero por efecto de la mala vida, parecía, como antes dije, no estar del todo en sus cabales.

El único resto de sentimientos nobles que aquel hombre atesoraba era el cariño sin límites que le tenía a su hijo. Me habían dicho que el muchacho se parecía tanto a su madre, como una gota de agua a otra. ¿Sería quizá el recuerdo de la primera mujer, que para él había sido tan buena, lo que en el corazón de aquel viejo degenerado infundía ese cariño inmenso a su hijo? El viejo no hablaba de otra cosa más que de aquel hijo. Todas las semanas iba dos veces a verlo. No se atrevía a visitarlo con más frecuencia, porque el hijo mismo no podía aguantar aquellas visitas paternales. Tal desprecio hacia su padre era, sin duda alguna, el mayor defecto del estudiante. Aunque también es cierto que a veces resultaba el viejo sumamente antipático. En primer lugar, era terriblemente curioso y, además, no dejaba trabajar al hijo con su verborrea huera y con sus continuas y absurdas preguntas, y, por último, no siempre se presentaba sereno del todo. Con el tiempo logró el hijo, sin embargo, curarle de sus malas costumbres, de su curiosidad y verborrea, y, finalmente, acabó el padre obedeciéndole como a un dios, no atreviéndose ya ni a abrir la boca sin su permiso.

El pobre viejo no tenía palabras bastantes para ponderar y poner por las nubes a su Pétinka[6]. Cuando iba a verlo, parecía siempre decaído, agobiado, preocupado y hasta afligido…, probablemente por ignorar cómo el hijo lo acogería. Por lo general, tardaba mucho rato en decidirse a entrar, y cuando desde la puerta me divisaba a mí, se daba prisa en acercárseme y se estaba media hora por lo menos preguntándome cómo iba Pétinka, qué estaba haciendo, si estaba bien de salud y en qué estado de humor se hallaba y si no trabajaba a la sazón en algo importante. ¿Estará escribiendo o estudiando alguna obra filosófica? Y luego que yo lo tranquilizaba suficientemente y lo animaba, resolvíase, finalmente, a abrir muy despacito y con mucho tiento la puerta del cuarto de su Pétinka, asomando por ella la cabeza; cuando veía que el hijo estaba de buen temple o respondía a su saludo con un gesto, entonces penetraba ya resueltamente en la habitación, se quitaba la capa y el sombrero —este último lo tenía siempre abollado y lleno de agujeros, cuando no con un ala partida— y los colgaba de un clavo. Todo esto lo hacía con el mayor cuidado y sin armar ruido. Luego se sentaba también con mucho cuidadito en una silla y ya no apartaba los ojos de su hijo, siguiendo todos sus movimientos y todas sus miradas, a fin de adivinar cuál fuese su estado de espíritu. Si comprendía que su hijo estaba aquel día de mal humor, se levantaba en seguida del asiento y decía que había ido «sólo por verte un momentito, Pétinka. He tenido que hacer un gran trayecto y, ya ves, dio la casualidad que tenía que pasar por aquí, y dije: Voy un momentito, sólo por verlo, por descansar un poco. Ahora ya me voy, Pétinka».

Y sin añadir nada más cogía con mucho cuidadito su vieja y tenue capa y su abollado sombrero, cerraba tras de sí con mucho tiento la puerta y se iba, esforzándose aún por sonreír y contener en el pecho la pena, a fin de que no la notase su hijo.

Pero cuando Pétinka lo acogía afectuosamente, entonces el pobre viejo no cabía en sí de gozo. Su rostro, sus gestos, sus manos…, dejaban traslucir su contento. Y si el hijo se dignaba ponerse de conversación con él, levantábase el viejo un poquitín de la silla y contestaba en un tono humilde y quedo, casi respetuoso, esforzándose siempre por elegir las expresiones más distinguidas, que, como es natural, en aquel caso resultaban cómicas. Añádase a esto que no sabía hablar de un modo categórico; a cada dos palabras empezaba a embrollarse, se confundía y no sabía ya qué hacer con las manos ni qué hacer de sí mismo…, terminando por farfullar las contestaciones, repitiéndolas por lo bajo, como para rectificarlas. Pero cuando por casualidad lograba contestar a derechas, poníase la mar de hueco, se alisaba la chaqueta, se arreglaba la corbata, se quitaba el polvo de las solapas, y su semblante asumía la expresión de una cierta cordura. Pero a veces sentíase tan animado, que casi se volvía atrevido; se levantaba de la silla, dirigíase a la tabla de los libros, cogía uno y se ponía a leer, sin fijarse en el libro que fuese. Y todo esto lo hacía con una cara como para expresar el mayor aplomo y sangre fría, cual si de siempre estuviera autorizado a revolver los libros del hijo, según su antojo, y su afectuosidad fuese cosa corriente. Pero en cierta ocasión pude yo ver muy bien cómo el viejo hubo de asustarse, al rogarle el hijo que no le anduviese en los libros; se le fue completamente la cabeza, se apresuró a reparar su yerro, quiso colocar el libro que cogiera entre otros, pero se le escurrió y cayó al suelo de plano; tornó a levantarlo rápidamente, volvió a querer encajarlo acá y allá, y a colocarlo en falso y a dejarlo caer de nuevo, de canto esta vez; sonrió con sonrisa forzada, púsose muy colorado y acabó por no atinar con el modo de subsanar su entuerto.

Poco a poco fue consiguiendo el hijo, con sus admoniciones y afectuosas reprimendas, apartar al padre de sus malas costumbres, y cuando el viejo se le presentaba tres veces seguidas sereno, le daba a la cuarta veinticinco o cincuenta copeicas, si no más. A veces le compraba calzado, una chaqueta o alguna corbata, y cuando el viejo se presentaba después con ellas puestas, venía orondo como un gallo. A veces también venía a vernos a nosotras y nos traía a Sascha y a mí tortas de especias o manzanas, y nos hablaba con mucha naturalidad de su Pétinka. Nos rogaba que estuviésemos atentas y serias durante las lecciones, y respetásemos a nuestro profesor, pues Pétinka era un buen hijo, el mejor de los hijos, y, además, un hijo muy ilustrado. Al decir esto nos guiñaba cómicamente el ojo izquierdo y se daba tal importancia, que nosotras, por lo general, no podíamos contenernos y soltábamos el trapo a reír. A mamá le era muy simpático el viejecillo. A Anna Fiodórovna le tenía él odio, aunque delante de ella se mostraba «más humilde que la hierba y más tranquilo que el agua».

No tardé yo en dejar de asistir a las lecciones. Pokrovskii me seguía considerando una chiquilla, como una chiquilla mal educada, lo mismo que Sascha. Eso me ofendía mucho, pues era la verdad que yo había hecho todo lo posible por rectificar mi conducta anterior. Pero inútilmente; él no sabía apreciar. Y eso era lo que más me hería el amor propio y me irritaba. Apenas si le dirigía la palabra fuera de las horas de clase…; era que no le podía hablar. Me ponía muy encarnada y luego me iba a llorar a escondidas a un rincón…, enojada conmigo misma.

No sé adónde me hubiera conducido este estado de cosas de no haber venido un incidente casual a acercarnos el uno al otro. Ocurrió lo siguiente:

Una tarde, estando mamá sentada junto a Anna Fiodórovna, me deslicé yo a hurtadillas en el cuarto de Pokrovskii. Sabía que él no estaba en casa, pero no podría, sin embargo, explicar claramente cómo pudo ocurrírseme el introducirme de aquel modo en el cuarto de un hombre. Era la primera vez que lo hacía, aunque ya lleváramos más de un año viviendo pared por medio. El corazón me palpitaba tan fuerte, cual si se me fuera a saltar. Poseída de rara curiosidad, púseme a dar vueltas por la habitación; no podía ser más sencilla, amueblada incluso con pobreza, y no digamos nada del desorden que en ella reinaba. En la mesa y sobre las sillas había papeles y hojas escritas. ¡Por todas partes libros y papeles! De pronto hubo de ocurrírseme una extraña idea: la de que mi amistad y hasta mi amor no podían significar nada para él. Era él tan culto y yo tan ignorante… ¡Con decir que no sabía nada, ni leía nada, ni tenía un solo libro!… ¡Con qué envidia contemplaba yo aquella tabla tan larga, atestada de libros hasta el punto de que parecía ir a desplomarse bajo tanto peso! ¡Sentí rabia, y pena, y nostalgia, y cólera!… Me entraron unas ganas enormes de leerme todos aquellos libros, sus libros, de leérmelos todos desde el primero hasta el último, y todo lo aprisa posible. No sé; quizá pensase yo que, luego que me hubiera leído todo aquello y supiese tanto como él, podría granjearme su amistad mucho mejor que ahora, que nada sabía. Lo cierto es que me encaminé muy resuelta a la tabla referida y, sin vacilar, ni siquiera reflexionar en lo que hacía, cogí el primer libro que se me vino a las manos…, por cierto un libraco muy viejo y lleno de polvo…, y temblando de puro asustada y nerviosa, me lo llevé a mi cuarto para leerlo a la noche, luego que mamá se durmiese, a la luz de la lamparilla.

Pero cuál no fue mi decepción cuando encontrándome ya felizmente en mi cuarto abrí aquel libro hurtado y pude ver que se trataba de un mamotreto viejísimo, amarillento y roído por la polilla, y… escrito en latín. No me paré mucho rato a pensarlo y volví a penetrar resueltamente en su habitación. Pero cuando me disponía precisamente a poner de nuevo el libraco en su sitio, he aquí que oigo abrirse y cerrarse la mampara del corredor y después un rumor de pisadas; ¡alguien había entrado! Quise despachar pronto, pero el mamotreto aquél había estado tan encajado entre los demás que, al sacarlo yo de allí, disminuida la presión, habían vuelto a apelmazarse los otros, de suerte que ya no dejaban espacio para su antiguo compañero de penas y fatigas. A mí me faltaban fuerzas para embutirlo entre ellos. El rumor de pisadas sonaba cada vez más cerca; yo ponía todo mi empeño en colocar allí el libro, cuando la mohosa alcayata que sostenía uno de los extremos de la tabla, y parecía haber esperado sólo ese momento para hacerlo…, se quebró. La tabla vínose abajo con un crujido, dando con un extremo en el suelo y dejando caer estruendosamente los volúmenes. En este crítico momento se abrió la puerta y Pokrovskii entró en el cuarto.

Debo advertir previamente que él no podía tolerar que nadie le anduviese en sus cosas. ¡Ay de aquel que se atreviese a tocarle sus libros! ¡Podéis imaginaros, pues, cuál no sería su indignación al ver rodando por el suelo todos sus libros, grandes y pequeños, encuadernados y en rústica, que, confundidos unos con otros, fueron a parar debajo de la mesa y de las sillas y a chocar contra la pared, donde quedaron muchos de ellos formando un montón! Yo quise echar a correr, pero ya era demasiado tarde. «¡Se acabó —me dije—; se acabó para siempre! ¡Estoy perdida! ¡Soy torpe como una chica de diez años, soy una idiota! ¡Soy pueril y estúpida!».

Pokrovskii se encolerizó de un modo indecible.

—¡Sólo esto faltaba! —exclamó iracundo—. ¿No le da a usted vergüenza, señorita? ¿No tendrá usted nunca juicio y no olvidará las puerilidades del colegio?

A todo esto, se había puesto a recoger los libros. Yo también me incliné para ayudarle, pero él me lo prohibió en tono huraño:

—¡No hace falta, no hace falta, déjelo! ¡Mejor haría usted no metiéndose donde no la llaman!

Mi silenciosa intención de ayudarle, que delataba acaso la conciencia de mi culpa, pareció, no obstante, amansarlo un poco, pues siguió hablándome en un tono más suave, admonitorio, en el mismo tono en que poco antes me hablara como profesor.

—¿Cuándo renunciará usted finalmente a sus aturdimientos; cuándo, por fin, se volverá juiciosa? ¡Debe usted darse cuenta de que ya no es ninguna niña, no, señor…; ya ha cumplido usted quince!

Y he aquí que, de pronto, como para cerciorarse de que yo no era la ninguna chiquilla, me miró de frente y se puso encarnado hasta las orejas. No comprendí yo por qué se ponía colorado; estaba ante él y lo contemplaba atónita, con los ojos de par en par. Él no sabía lo que hacía; dio, confuso, dos pasos hacia mí, confundiéndose más aún, y murmuró algo en voz baja, como disculpándose…, quizá por no haber notado hasta entonces que yo era ya una mujercita. Finalmente, lo comprendí. No sé entonces lo que por mí pasó; fijé en seguida la vista en el suelo avergonzada; me puse todavía más encarnada que Pokrovskii, me cubrí la cara con las manos y salí corriendo de la habitación.

No sabía lo que me pasaba; adónde ir a ocultar mi vergüenza. ¡Pensar que él me había sorprendido en su cuarto! Durante tres días no tuve valor para mirarlo a la cara. Me ruborizaba hasta el punto de saltárseme las lágrimas. Cruzaban por mi cabeza los pensamientos más horribles y grotescos. Uno de los más enrevesados era que yo debía ir a buscarlo, explicárselo, confesárselo y contárselo todo con absoluta franqueza para asegurarle después que no había procedido cual chicuela aturdida, sino animada del mejor propósito. Casi estaba decidida a hacerlo así, pero por suerte me faltó luego el valor y no me atreví a realizar mi plan. ¡La que se hubiera armado de otro modo! Hoy mismo me avergüenzo solamente de pensarlo.

Días después cayó mamá enferma…, de pronto y muy gravemente. A la tercera noche aumentó la fiebre y empezó a delirar con gran violencia. Yo llevaba ya una noche sin dormir y estaba sentada junto a su cama para darle de beber y administrarle, a las horas indicadas, los medicamentos que el doctor prescribiera. A la noche siguiente me faltaron las fuerzas y me sentí de todo punto agotada. De cuando en cuando se me cerraban los ojos, veía danzar ante mí unos puntitos verdes, me daba vueltas la cabeza y a cada instante parecía ir a perder el conocimiento, pero entonces me volvía a despertar un leve quejido de la enferma; me incorporaba y me volvía a despabilar por otro ratito, para volver a adormilarme de nuevo, rendida de cansancio. Me asaltaban entonces pesadillas. No puedo recordar ahora exactamente cuáles eran, pero sí recuerdo que eran unas pesadillas espantosas, que durante mi lucha con la fatiga, cada vez mayor, me atormentaban con turbias visiones. Me despertaba llena de sobresalto. La habitación estaba a oscuras; se había apagado la lamparilla. No tardaba en reanimarse la luna, y claro resplandor iluminaba el aposento, hasta que de nuevo volvía a quedar reducida aquélla a una llamita azulosa que proyectaba en las paredes sombras temblequeantes, para momentos después dejarlo todo sumido en casi completas tinieblas. Una de las veces me entró un susto muy grande y un raro temor se apoderó de mí; mis sensaciones y mi fantasía se hallaban aún bajo la impresión de la horrible pesadilla que había tenido y el miedo me oprimía el corazón. Me levanté tambaleándome de la silla y lancé un leve grito, movida por el torturante impulso de un miedo indefinido. En el mismo instante se abrió la puerta y Pokrovskii entró en la habitación.

Sólo recuerdo ahora que me desperté en sus brazos en mi desvanecimiento. Él me acomodó tutelarmente en una silla, dióme de beber y me hizo, con aire preocupado, unas preguntas que yo no comprendí. No recuerdo qué le contestaría.

—¡Está usted enferma, señorita; muy enferma! —decía en tanto me estrechaba la mano—. Tiene usted fiebre, está usted jugando con su salud al cuidarse tan poco. Serénese usted, acuéstese y duerma. Yo la despertaré de aquí a dos horas, no tenga usted cuidado… Acuéstese y duerma tranquila —ordenóme sin darme tiempo a objetar nada.

El agotamiento había dado cuenta de mis energías. Los ojos se me cerraban de puro débil. Así que me acosté, formando el firmísimo propósito de no dormir sino media horita, pero luego estuve durmiendo hasta ser de día. Pokrovskii me despertó justamente a la hora de darle a mamá la medicina.

Al día siguiente, cuando después de un ligero descanso me disponía yo a velar a mi madre, resuelta aquella vez a no dormirme, y a eso de las once llamaron a la puerta, abrí…, y era Pokrovskii.

—Se va a aburrir usted mucho velando usted sola, pensé —me dijo—; así que le traigo este libro para que se distraiga un poco.

Tomé el libro…, he olvidado ya qué libro fuese…; pero en toda la noche llegué a dormirme, y eso que apenas si le eché un vistazo. Era una rara excitación íntima la que no me dejaba punto de reposo; no podía dormir, ni podía tampoco estarme mucho rato quieta en la silla…, y a cada paso me estaba levantando para dar unas vueltas por la habitación. Un extraño alborozo interior conmovía todo mi ser. ¡Estaba tan contenta con la fineza de Pokrovskii! Ufana me sentía de aquella atención suya, se aquellos desvelos que por mí se tomaba. En toda la noche no hice más que pensar en eso y soñar despierta. Él no volvió a presentarse y yo sabía muy bien que aquella noche no volvería, pero me esforzaba por imaginarme nuestra próxima entrevista.

A la noche siguiente, cuando ya todos estaban acostados, abrió Pokrovskii la puerta de su habitación y se puso a hablar conmigo, sin moverse del quicio de su puerta. No recuerdo ya nada de cuanto entonces me dijera él a mí y yo a él; sólo recuerdo que yo estaba muy turbada y confusa, y enojada por esa razón conmigo misma, y que aguardaba impaciente el término de nuestro palique, no obstante tener puestos en él todos los sentidos y no haber pensado en otra cosa todo aquel día, llegando incluso a urdir preguntas y respuestas en mi imaginación…

Con aquel coloquio dio principio nuestra amistad. Todo el tiempo que mamá estuvo enferma pasábamos todas las noches alguna hora juntos. Poco a poco fui venciendo yo mi timidez, aunque después de cada palique tenía más motivos para estar más descontenta de mí misma. Esto aparte, llenábame de íntima alegría y secreto orgullo ver que él abandonaba por mí sus horribles libracos. Una vez hubo de recaer la conversación sobre el episodio de la caída de la tabla, y hablamos de ello, naturalmente, en broma. Fue aquél un raro instante; creo que me expresé con absoluta franqueza e ingenuidad. Arrebatóme una inspiración extraña y se lo confesé todo…: le confesé que yo quería estudiar para saber y cuánto me molestaba que me tuviesen por una chiquilla… Como digo, me encontraba yo en aquel momento en una disposición de ánimo especial; se me había puesto tierno el corazón y a mis ojos asomaban lágrimas…; yo no le ocultaba cosa alguna, sino que se lo contaba todo, todo; le hablaba del cariño que me inspiraba, de mi ansia de amarle, de estar muy cerca de su corazón, de consolarlo, de animarlo…

Él me miraba de un modo singular, parecía turbado y sorprendido al mismo tiempo y no decía palabra. Aquello me lastimó de pronto y me puse triste. Pensé que él no me entendía y acaso se estaba riendo a mi costa para sus adentros. Y de pronto se me saltaron las lágrimas y rompí a llorar como una criatura; me era imposible contenerme, estaba como dominada por el vértigo. Entonces él me cogió las manos, me las besó, me las estrechó contra su pecho y se puso a hablarme con mucho mimo y a consolarme. Le debían haber llegado a lo hondo mis palabras, pues daba muestras de gran emoción. No recuerdo ya lo que me dijera, sino que yo lloraba y reía al mismo tiempo y me ponía colorada y volvía a llorar de puro contenta y no podía articular palabra. Pero no se me pasó por alto que Pokrovskii conservaba todavía cierta turbación y rigidez. Era indudable que le había maravillado no poco mi estallido sentimental, aquel arrebato de cariño tan repentino y ardiente. Puede que a lo primero sólo hubiese yo despertado su interés; pero luego acabó por perder toda reserva, y a mi atención, correspondía con sentimientos no menos sinceros y veraces, y se me mostraba tan atento y cariñoso como un verdadero amigo, cual si fuese mi hermano. ¡Cómo me caldeaba el corazón y qué bien me hacía su afecto!… Yo no le ocultaba nada ni me valía de disimulo con él; me mostraba a sus ojos tal y como era, y cada día que pasaba se iba acercando más a mí e iba aumentando nuestro amor…

Verdaderamente, no podría decir de qué hablábamos en aquellas horas torturantes, y al mismo tiempo tan gustosas, de nuestros nocturnos paliques a la trémula luz de la lamparilla, que ardía delante del icono, y casi pegados al lecho de mi pobre madre enferma… Hablábamos de todo lo que se nos ocurría, de todo aquello que llenaba nuestros corazones…, y éramos casi felices… ¡Ah, fue aquél un tiempo triste y al mismo tiempo alegre, las dos cosas juntas! Hoy mismo lo recuerdo yo con tristeza y alegría. Los recuerdos son siempre torturantes, ya sean alegres o melancólicos. Por lo menos, así me ocurre a mí con los míos…; pero siempre ese tormento va acompañado de cierta dosis de placer. Y cuando nos asalta la melancolía y se nos pone pesado el corazón, cuando nos sentimos lacerados y tristes, entonces los recuerdos nos sirven de lenitivo y nos vivifican, al modo de ese fresco rocío que, después de un día caluroso, refrigera en la tarde húmeda a las pobres flores agostadas por el ardor del sol y les comunica nueva vida.

Mamá estaba ya mucho mejor…; pero a pesar de ello continué yo velándola por las noches, a la cabecera de su cama. Pokrovskii me facilitó libros; al principio leía yo con el único objeto de no dormirme; pero luego empezaron a interesarme, y acabé devorándolos con verdadera ansia. Parecíame como si se me abriera un nuevo mundo de cosas hasta allí desconocidas e insospechadas. Nuevos pensamientos, nuevas impresiones desbordábanse en mi alma, y cuanta más excitación, cuanto más trabajo y lucha me costaban aquellas nuevas impresiones para acogerlas en mi alma, tanto más caras se me hacían y tanto más alborozadamente conmovían todo mi ser. De un golpe penetraban en mi corazón y ahuyentaban de él todo sosiego. Era un caso extraño el que empezaba a agitar mi corazón. Pero, a pesar de todo, aquella dominación ejercida sobre mi espíritu no podía aniquilarme. Era yo demasiado idealista y soñadora, y aquello me salvaba.

Luego que mi madre hubo vencido del todo su enfermedad, cesaron nuestras entrevistas nocturnas y nuestros largos paliques. Sólo de cuando en cuando encontrábamos ya ocasión de cambiar un par de palabras insignificantes e indiferentes; pero yo me consolaba pensando que a cada una de aquellas palabras insulsas les prestaba yo un significado especial, dándole a entender a él algo secreto. Sentía mi vida plena de contenido: era feliz, plácida y tranquilamente feliz. Y así transcurrieron unas cuantas semanas.

Luego, un día entró de pronto en nuestro cuarto, como casualmente, el viejo Pokrovskii. Se puso a hablar por los codos de todo lo imaginable, dando muestras de estar muy contento, y hasta se propasó a darnos bromas y hacer chistes —chistes a su modo, claro—, hasta que, por último, salió con la enorme novedad que venía a ser la clave de su buen humor, diciéndonos que de allí a una semana era el cumpleaños de Pétinka y que todos los años, sin falta, iba en tal día a visitar a su hijo. Con ese motivo se pondría su traje nuevo, y su mujer —añadió— le había prometido comprarle unas botas nuevas. En resumen: que el viejo estaba la mar de contento y no se cansaba de hablar.

¡Conque su cumpleaños! Esa idea me tuvo sin sosiego día y noche. Al punto resolví hacerle algún regalo a Pétinka ese día para testimoniarle así mi cariño. Pero ¿qué regalarle? Por último, se me ocurrió una buena idea; le regalaría libros. Sabía yo que él estaba lampando por la última edición de las Obras completas de Puschkin, y decidí comprárselas. Era yo dueña de unos treinta rublos, que había ganado con mi labor de costura. Tenía destinada esa cantidad para un traje nuevo que me pensaba hacer. Pero al punto envié a nuestra cocinera, la vieja Matriona, a la librería más cercana para que se enterase del precio de la nueva edición de las obras de Puschkin. ¡Oh desdicha! Los once tomos, encuadernados, costaban sesenta rublos. ¿De dónde sacar ese dinero? Por más vueltas que le daba en mi imaginación al problema, no le encontraba solución. No quería pedirle dinero a mamá. Seguro que se habría apresurado a dármelo: pero me habría preguntado para qué lo necesitaba, y todos se habrían enterado de que quería hacerle un regalo a Pétinka. Y, además, no se habría estimado entonces aquello ningún regalo, sino una compensación por los desvelos que todo el año se tomaba por mí. Mientras que yo quería regalarle los libros yo sola, sin que nadie se enterase. Por los desvelos que por mi educación se tomaba le guardaría eterna gratitud, sin ofrecerle por ellos otro regalo que mi cariño. Por último, logré encontrar una solución.

Sabía yo que en las tiendas de antigüedades, en el Gostinyi Dvor[7], podían adquirirse los libros más recientes a mitad de precio si se daba uno maña para regatear. Con frecuencia se encontraban allí libros muy poco usados, y a veces completamente nuevos. Opté por ese partido, y me propuse dirigirme a Gostinyi Dvor la primera vez que saliera a la calle. Esta ocasión se me presentó al siguiente día; necesitaba mamá no sé qué cosa que había de ir a comprar a la tienda, y en el mismo caso se encontraba también Anna Fiodórovna; pero ésta, por fortuna para mí, no se sentía con ganas de salir. De suerte que me encargaron a mí de ir a hacer las compras en compañía de Matriona.

No tardé en encontrar la codiciada edición, y en una encuadernación muy primorosa y bien conservada. Pregunté su precio. Al principio me pidió el librero más de lo que costaba en una librería de nuevo; pero poco a poco le fui haciendo que me rebajara —por cierto con bastante trabajo—, hasta que, después de alejarme yo varias veces de su tienda y hacer como que me iba a dirigir a otra, fijó su último precio en treinta y cinco rublos. ¡Qué gusto me daba a mí regatear! La pobre Matriona no podía comprender lo que por mí pasaba ni por qué aquel empeño mío de comprar de una vez tantos libros. Pero ¿quién podría descubrir mi rabia? Yo sólo disponía de treinta rublos, y el comerciante no me quería dar los libros más baratos del precio referido. Pero yo le rogué y porfié, y tanto hice por convencerlo, que al fin se ablandó y rebajó un poquitín más del precio, sólo dos rublos y medio, pero jurando y perjurando que ya no rebajaría y que sólo hacía eso por mí, en atención a tratarse de una señorita tan simpática: pero que a ningún otro cliente le habría hecho rebaja semejante. ¡Me faltaban todavía dos rublos y medio! Yo estaba a punto de echarme a llorar de puro disgustada. Pero en aquel instante acudió en mi salvación algo imprevisto.

No lejos de mí hube de divisar, de pronto, al viejo Pokrovskii, que andaba por una librería próxima. Rodeábanle cuatro o cinco libreros, y parecían tenerle ya acoquinado con sus vehementes ponderaciones. Todos ellos le ofrecieron libros, los más diversos que se pudiera imaginar. ¡Dios santo, si lo hubiera ido a comprar todos…! El pobre viejo estaba totalmente perplejo e indeciso, sin saber por cuál decidirse de los muchos libros que le ofrecían por todas partes con grandes elogios de sus respectivos méritos. Yo me acerqué a él y le pregunté qué era lo que buscaba. El viejo se alegró mucho al verme, pues me quería mucho, aunque quizá no tanto como a su Pétinka.

—Mire usted, sí, Varvara Aleksiéyevna: estoy comprando unos libritos —contestóme— para Pétinka, ¿sabe? Se acerca ya su cumpleaños, y lo que a él le gusta más en este mundo son los libros; así que me dije: «Voy a comprarle unos libritos…».

Expresábase siempre el viejo de un modo muy raro; pero aquella vez estaba completamente tarumba. Cualquier libro que comprase allí le habría de costar uno y hasta dos o tres rublos. A los volúmenes grandes no se atrevía él a acercarse; limitándose a mirarlos de soslayo con una sonrisita golosa y hojearlos un poquito, muy despacio, con mucha vacilación y respeto… Los miraba y remiraba por todas partes, les daba vueltas en sus manos, y luego volvía a colocarlos en su sitio.

—No, no; esto es muy caro —decía luego a media voz—; veamos estos otros… —y empezaban a rebuscar entre los rimeros de folletos y opúsculos, entre los libros de canciones y los almanaques viejos, que, naturalmente, eran baratos.

—Pero ¿qué es lo que va usted a comprar? —le dije yo—. Estos folletos no valen nada.

—¡Ah, no —me objetó él—; pero fíjese usted qué libros tan bonitos hay aquí!

Profirió estas últimas palabras con tanta vehemencia y melancolía en la voz, que yo temí no fuera a echarme a llorar… por el dolor de que los buenos libros fuesen tan caros…, y por sus pálidas mejillas resbalase hasta su roja nariz alguna lagrimilla…

Me apresuré a preguntarle cuánto dinero llevaba.

—Aquí está todo —y así diciendo, sacó el pobre todo su capital, que llevaba envuelto en un trozo de periódico todo sucio—; mire usted: medio rublito, una moneda de veinte copeicas, alguna calderilla, unas veinte copeicas…

Yo me lo llevé en seguida al puesto de mi librero.

—Mire usted: aquí hay once tomos que cuestan todos juntos treinta y dos rublos y cincuenta copeicas. Yo tengo treinta rublos; déme usted los dos y medio que posee, ¡y compramos todos esos once tomos y se los regalamos entre los dos!

El viejo parecía ir a volverse loco de alegría; se sacó con sus trémulas manos de los bolsillos todo su dinero, y dispúsose a cargar después con nuestra improvisada biblioteca. El pobre viejo se fue guardando volúmenes en todos su bolsillos, se encaminó luego a su casa, dándome antes su palabra formal de llevárselos el día siguiente a la nuestra sin que nadie lo viese.

En efecto: al otro día presentóse en casa con objeto de visitar a su hijo. Estuvo sentado en su cuarto, como de costumbre, una hora corta; pasó luego a vernos a nosotras, y me puso a mí una cara indeciblemente cómica y misteriosa. Sonriendo y frotándose las manos, orgulloso en su interior de poseer un secreto, comunicóme, con el mayor sigilo, que ya estaban los libros en casa, sin que nadie los hubiese visto, y que los tenía ocultos en la cocina, donde podrían estar escondidos, bajo la protección de Matriona, hasta el día del cumpleaños de Pétinka.

Luego, como es natural, recayó la conversación sobre la solemne fiesta que se aproximaba. El viejo se puso a hablar de ella con mucho entusiasmo, explicando cómo se debía efectuar, según él, la entrega del regalo, y cuanto más profundizaba en este tema y más ambiguamente lo hacía, tanto más claramente advertía yo que el pobre tenía algo que decirme que no quería o no sabía expresar, que acaso tal vez no se atrevía tampoco a manifestarme. Yo callaba y aguardaba. Su misteriosa alegría y su grotesca satisfacción, que a lo primero se traslucían en sus gestos, en tosa su mímica facial, en sus sonrisitas y en ciertos guiños que hacía con el ojo izquierdo, se iban poco a poco disipando. Saltaba a la vista que era presa de interior desasosiego y que estaba preocupado y triste. Hasta que, por último, no pudo ya contenerse y empezó a decir con voz titubeante:

—Mire usted, Varvara Aleksiéyevna… ¿Sabe usted, Varvara Aleksiéyevna…? —el pobre viejo estaba todo alterado—. Sí, verá usted: cuando sea el día de su cumpleaños, coge usted diez libros y se los regala, ¿sabe? Luego cogeré yo el último tomo y se lo regalo yo solo, es decir, expresamente de mi parte. Ya ve usted: usted tiene que regalarle algo, y yo también tengo que hacerle algún regalo: pues de ese modo los dos habremos cumplido con él…

Aquí se estancó el viejo, y no sabía cómo continuar. Yo alcé la vista de mi labor; él estaba muy sentadito, y aguardaba, sin duda, temblando lo que yo fuera a decir…

—Pero ¿por qué no quiere usted que se los regalemos los dos juntos, Zajar Petróvich? —preguntéle.

—Sí, Varvara Aleksiéyevna: lo haremos así, como usted dice… Sólo que yo decía…

En una palabra: que el viejo no atinaba a expresarse, por lo cual calló y no prosiguió por el momento.

—Vea usted —añadió tras breve pausa—: Es que yo quería decirle que yo tengo mis defectillos, es decir, que a veces no me comporto del todo bien…, o sea, bueno, le confieso a usted que a veces incurro en tonterías, Varvara Aleksiéyevna…, A veces resulta que hace demasiado frío en la calle, o que tiene uno contrariedades que quiere olvidar, o que le ha sucedido algo desagradable y no quiere pensar en ello… Bueno; pues va uno y empuja la puerta de la taberna y entra y se bebe un vasito de más… A Pétruschka esto no le hace pizca de gracia. Se enfada conmigo, mi riñe y se pone a explicarme lo que es la moral. Bueno. Pues por todo esto quiero yo hacerle un regalito para demostrarle que empiezo ya a poner en práctica sus lecciones y a corregirme. O sea, dicho de otro modo, que he ahorrado unos cuartejos, los suficientes para comprarle un libro, y que he ahorrado, no ahí cualquier cosa, puesto que yo de por mí no tengo ningún dinero, como no sea el que Pétinka me da de cuando en cuando. Esto le consta a él. De modo que no podrá menos de ver con gusto en lo que gasto yo las perras que él me da; ¡y que todo esto lo hago por él y por nadie más que él!

¡Qué pena me dio oír al viejecito! No me paré a reflexionar.

—¡Mire usted, Zajar Petróvich —le dije—: Regáleselos usted todos!

—¡Cómo todos! ¿Los once tomos?

—Sí, los once.

—¿Yo solo los once?

—Usted solo.

—Pero… ¿cómo si fueran sólo míos? ¿Sin decirle nada de usted?

Creía haberme expresado con suficiente claridad; pero el viejo tardó largo rato en comprenderme.

—¡Ah, ya! —exclamó finalmente, reflexionando—. Eso sería magnífico; pero ¿y usted, Varvara Aleksiéyevna?

—¿Yo? Pues no le regalo nada, sencillamente.

—¡Cómo! —exclamó el viejo casi asustado—. ¿Que no le va a regalar nada a Pétinka? ¿Que no le quiere usted regalar nada?

Segura estor de que en aquel instante estaba el viejecito dispuesto a rechazar mi ofrecimiento, con la sola intención de que yo pudiera regalarle algo a su hijo. ¡Qué buen corazón tenía aquel viejecito!

Yo me apresuré a asegurarle que, naturalmente, yo también quería regalarle algo, sólo que me dolía menoscabarle a él su satisfacción.

—Porque si a su hijo de usted le gusta el regalo y se alegra, y usted también está contento —añadí—, yo compartiré su alegría.

De esta suerte logré tranquilizar al viejo. Este permaneció aún dos horas con nosotras; pero ni un solo momento pudo estarse quieto en su silla; se levantaba, iba de un lado para el otro, se ponía a hablar más alto que nunca, loqueaba con Sascha, me besaba a hurtadillas la mano y me hacía visajes por detrás de la silla de Anna Fiodórovna, y así estuvo todo el tiempo, hasta que, finalmente, se fue. Es una palabra: que el pobre viejo no cabía en su pellejo de puro contento y que nunca en toda su vida se había sentido tan alegre.

La mañana del solemne día presentóse en casa a las once en punto, acabadito de oír misa, vistiendo una chaqueta muy decente, aunque recosida; unas botas nuevas, según anunciara, y un abrigo también nuevo. En cada mano traía un paquete de libros… Matriona le había prestado dos servilletas para que lo envolviese. Nosotras estábamos sentadas en aquel momento junto a Anna Fiodórovna tomando el café (era domingo). Creo recordar que el viejo empezó hablándonos de Puschkin, que era un gran poeta; de donde tomó pie para, no sin dificultad, y con su inseguridad y confusión habituales, y haciendo más pausas que nunca, pero no obstante con inusitada fluencia, pasar a otro tema, a saber: que debíamos todos ser buenos, que cuando no lo somos es señal de que cometemos necedades. Las malas inclinaciones han corrompido y degradado siempre a los mortales. Sí; hasta llegó a ponernos algunos ejemplos pavorosos de incontinencia para sacar la conclusión de que él, desde hacía ya algún tiempo, estaba muy corregido de su vicio, conduciéndose ahora de un modo casi ejemplar. Ya antes había reconocido la razón que tenía su hijo al amonestarle; pero ahora verdaderamente era cuando había empezado a abstenerse de todo lo malo y a vivir de acuerdo con lo que su razón consideraba bueno. En demostración de lo cual iba a regalarle a su hijo aquellos libros que llevaba y para comprar los cuales durante mucho tiempo había estado ahorrando el dinero preciso.

A mí me costaba trabajo contener las lágrimas y la risa en tanto hablaba el pobre viejo. ¡Qué bien había aprendido a mentir en cuanto lo juzgó necesario! Inmediatamente procedimos a trasladar solemnemente los libros al cuarto de Pokrovskii, donde los colocamos en la tabla destinada al efecto. Pokrovskii adivinaría en seguida la verdad.

Invitamos al viejo a que nos acompañase a la mesa. Aquel día lo era de alborozo para todos en la casa. De sobremesa nos pusimos a jugar a las prendas, y después a las cartas. Sascha hacía de las suyas y se mostraba más atolondrada que nunca; pero yo no la secundaba en sus puerilidades. Pokrovskii estaba muy atento conmigo y buscaba a cada instante la ocasión de hablarme; pero yo no me dejaba coger. ¡Fue aquel el día más feliz de aquellos cuatro años de mi vida!

A partir de él me asaltan recuerdos tristes y graves, y empieza la historia de mis días nublados. Quizá por esto me parece como si mi pluma empezara a resbalar más reacia, cual si empezase a sentirse cansada y no quisiese llevar más adelante el relato. Por eso he contado con tanta minuciosidad y con tanto amor todos los pormenores de cuanto hubo de acaecerme en aquellos días felices de mi vida. ¡Qué breves fueron aquellos días! En seguida vinieron las penas, penas hondas, a ahuyentarlos, y sólo Dios sabe cuándo mis tristezas podrán ya tener fin.

Mi desdicha empezó con la enfermedad y muerte de Pokrovskii.

Habrían transcurrido dos meses desde el día de su cumpleaños, cuando cayó enfermo. En aquellos dos meses habíase desvivido el pobre por buscarse una colocación que pudiese asegurarle la existencia, pues hasta entonces no tenía ninguna. Como todos los tuberculosos, se hacía la ilusión de que iba a vivir mucho, ilusión que no lo abandonó hasta el último instante. Una vez le salió una colocación de profesor no sé dónde; pero él sentía aversión invencible por la enseñanza. Su enfermedad, ya declarada, era un obstáculo para que ingresase en el Ejército. Sin contar con que hubiera tenido que aguardar mucho tiempo hasta cobrar un sueldo. En una palabra: que Pokrovskii sólo encontraba en todas partes el fracaso. Esto, naturalmente, ejerció sobre él una mala influencia. Se consumía. Arruinaba su salud, aunque él no lo advertía. En esto llegó el otoño. Todos los días envolvíase él en su ligera capita para ir a buscar una colocación…, lo que para él constituía un tormento. Y siempre volvía a casa cansado, famélico, mojado de la lluvia y los pies húmedos, hasta que, finalmente, hizo tales progresos su enfermedad, que tuvo que quedarse en la cama… para no levantarse más… Murió en las postrimerías del otoño, a fines de octubre.

Yo le asistí en su enfermedad. Durante todo el tiempo que ésta duró rara vez abandoné su estancia. Con frecuencia me pasaba la noche en vela. Por lo general, él se amodorraba por efecto de la fiebre y deliraba; luego se ponía a hablar, Dios sabe de qué, y a veces también de la colocación que tenía proyectada, de sus libros, de mí, des su padre…, y así me enteré yo de muchas cosas de su vida que ignoraba y que nunca había sospechado.

En los primeros tiempos de su enfermedad, y de asistirle yo, todos en la casa me miraban de un modo especial, y Anna Fiodórovna movía la cabeza. Pero yo solía mirarlos a todos de frente, y entonces cesaban de criticar el interés que yo por el enfermo me tomaba… Mamá, por lo menos, dejó de censurarme.

De cuando en cuando Pokrovskii me reconocía; pero estos intervalos de lucidez eran relativamente raros. Casi todo el tiempo se lo pasaba perdido el conocimiento. Con frecuencia estaba hablando mucho, mucho, a veces casi toda la noche, pero con palabras vagas, borrosas, a no se sabía quién, y su voz ronca sonaba en el cuarto, tan reducido con el mismo eco apagado que en una tumba. Entonces sentía yo miedo. Sobre todo, las últimas noches parecía estar con el estertor; sufría horriblemente, y sus quejidos de dolor desgarraban el alma. Todos en casa estaban conmovidos. Anna Fiodórovna no hacía más que rezar y pedirle a Dios que aliviara su agonía. Llamaron al médico. Y éste dijo que el enfermo no pasaría de la mañana siguiente.

El viejo Pokrovskii se pasaba las noches en el corredor, pegado a la puerta del cuarto de su hijo. Le habíamos acomodado allí una cama, poniendo algunas esterillas como base en el suelo. A cada instante se asomaba al cuarto…, y daba miedo verle. El dolor le llegaba tan a lo hondo, que parecía enteramente enajenado, insensible y estúpido. Le temblaba la cabeza… Temblábale todo el cuerpo y murmuraba mecánicamente palabras misteriosas, hablando consigo mismo. Parecíame que el dolor le había quitado el conocimiento.

Al amanecer quedóse, por fin, dormido el viejo en el corredor. A eso de las ocho empezó la agonía del hijo. Yo desperté a su padre. Pokrovskii estaba a la sazón en todo su juicio, y se despidió de todos nosotros. ¡Qué cosa más rara! Yo no podía llorar; pero creía sentir físicamente cómo el corazón se me deshacía en pedazos.

Pero los más terribles fueron para mí los últimos instantes del enfermo. Él estuvo largo rato rezando, implorando algo que no le entendía, pues ya se le trababa la lengua. El corazón se me encogió. Una hora entera estuvo lleno del mayor desasosiego, y a cada instante pedía no sé qué cosa, intentando hacer un ademán con su mano ya rígida, para volver luego a pedir, con su voz ronca y apagada, no sé qué…, pues sus palabras eran ya sólo sonidos incoherentes que yo no acertaba a descifrar. Yo le llevaba todo cuanto había en el cuarto a la cama; le daba de beber; pero él no hacía más que mover tristemente la cabeza y mirarme. Hasta que, por fin, adiviné lo que quería; me pedía que levantara los visillos de la ventana y la abriera. Quería ver por última vez la luz del día, la divina lumbre del sol.

Yo levanté los visillos y abrí las maderas; pero estaba amaneciendo un día turbio y triste, cual la pobre vida, que se extinguía, del agonizante. No hacía pizca de sol. Las nubes envolvían el cielo con una espesa niebla, y aquél se mostraba lluvioso, melancólico y sombrío. Una fina llovizna batía quedamente los cristales de la ventana, estrellándose contra ellos en claros y fríos goterones. El día respiraba lobreguez y turbiedad. Su pálida luz sólo penetraba tenuemente en el cuarto, donde apenas si empalidecía la trémula lamparilla que ardía ante el icono. El moribundo me contempló tristemente, muy tristemente, y movió, como en un estremecimiento cansado, la cabeza. Un minuto después era cadáver.

De su sepelio se encargó Anna Fiodórovna, la cual mandó comprar un féretro muy sencillo y alquilar un coche fúnebre. Pero para resarcirse de los gastos incautóse Anna Fiodórovna de todos los libros y objetos de su propiedad. El viejo se resistía a transferirle la herencia de su hijo, luchó con ella, gritó, alborotó, se llevó los libros, guardándoselos en todos los bolsillos, hasta en el sombrero, en todas partes donde podía, y así, con ellos encima, estuvo andando por allí, sin separarse de ellos, ni siquiera para trasladarse con nosotros a la iglesia. Todos aquellos días asemejó un alienado. Con rara actividad, siempre andaba ocupado en arreglar algo del féretro; ya enderezaba las hojas verdes, ya encendía los cirios, para apagarlos en seguida y volver nuevamente a encenderlos. Advertíase claramente que no podía fijar el pensamiento mucho rato en una cosa.

A la misa de réquiem en la iglesia no asistieron ni mi madre ni Anna Fiodórovna. Mamá estaba aún enferma. Pero Anna Fiodórovna, que ya estaba vestida para salir, hubo de enredarse otra vez en litigio con el viejo Pokrovskii; enojóse, y decidió quedarse en casa. Sólo estábamos en la iglesia el viejo y yo. Durante la misa me acometió de repente una congoja inexpresable…, cual vago presentimiento de lo que me reservaba el Destino. Apenas y podía tenerme en pie.

Cerraron finalmente el ataúd, colocáronlo en el coche y se lo llevaron hacia el cementerio. Yo sólo le acompañé hasta el extremo de la calle. Desde allí continuó el coche al trote. El viejo siguió el vehículo, llorando alto, y su llanto era temblón y entrecortado, pues se ahogaba al correr. Una vez se le cayó al pobre el sombrero; pero no se detuvo para recogerlo, sino que siguió adelante. Llevaba la cabeza mojada de la lluvia. Levantóse un viento fino y frío y le azotó el rostro. Pero el viejo pareció no advertirlo, y continuó corriendo y llorando tan pronto a uno como a otro lado del coche. Los largos faldones de su raído sobretodo le revolaban, como alas, bajo el embate del viento. Por todos los bolsillos le asomaban libros, y al brazo llevaba un grande y pesado volumen, que convulsivamente estrechaba contra su pecho. Los transeúntes se descubrían y santiguaban. Algunos se quedaban parados y contemplaban al viejo con ojos de asombro. A cada paso se le caía algún libro, que iba a caer en el fango de la calle. Entonces le llamaban, le hacían detenerse y darse cuenta de su pérdida. Él recogía el libro del suelo, y seguía andando tras el coche fúnebre. Poco antes de volver la esquina acercóse una mendiga anciana y se puso a seguir también con él el coche. Finalmente dio aquél la vuelta a la esquina y desapareció.

Yo me volví a casa. Temblando de dolor, me arrojé en los brazos de mi madre. La estreché fuerte contra mi pecho, la besé y de pronto rompí a llorar. Y yo me apegaba angustiosamente a la única criatura que todavía me quedaba, como mi último consuelo, cual si la hubiese querido retener para siempre, a fin de que la muerte no pudiera arrebatármela.

Pero la muerte se cernía ya sobre mi pobre madre…

*

11 de junio.

¡Cuánto le agradezco a usted, Makar Aleksiéyevich, nuestro paseo de ayer por las islas! ¡Qué hermoso estaba aquello, qué maravillosamente verde y cómo trascendía el aire a perfumes!… ¡Hacía tanto tiempo que no veía yo céspedes ni árboles…, todo el tiempo que estuve mala, y pensaba que iba a morirme, pero lo que se dice morirme!… ¡Conque figúrese usted lo que yo tenía que sentir y sentí ayer.

No se enfade usted porque me mostrase triste. Me siento muy bien y muy alegre; pero precisamente en mis mejores instantes está escrito que tenga yo algún motivo de tristeza: así me ocurre siempre. Ni tampoco tiene nada de particular que yo llorase; yo misma no sé por qué tengo siempre que llorar. Soy, lo comprendo, de una excitabilidad morbosa; todas las impresiones que experimento me resultan morbosamente…, morbosamente violentas. El cielo claro y sin nubes, la puesta del sol, el silencio vespertino…, todo eso…, y nada a punto fijo…; en suma; que yo me encontraba ayer en una disposición de espíritu como para que todo hiciera en mí una impresión triste y torturante, hasta el punto de desbordárseme en seguida el corazón y apetecer mi alma las lágrimas. Pero ¿por qué le escribo a usted todo esto? ¡Si tanto trabajo le cuesta al corazón explicarse estas cosas, qué penoso no le será expresarlas! Pero puede que usted me comprenda.

¡Dolor de alegría! Pero ¡qué bueno es usted, Makar Aleksiéyevich! Ayer me miraba usted a los ojos cual si quisiera leer en ellos lo que yo sentía, y era usted feliz con verme tan contenta. Ya se tratase de un macizo, de una alameda o un arroyuelo…, allí estaba usted siempre ante mí, tan ufano, mirándome siempre a los ojos, cual si todo aquello que usted me mostraba fuese propiedad suya. ¡Todo lo cual demuestra que usted tiene un buen corazón, Makar Aleksiéyevich! Por eso le quiero yo tanto.

Pero tengo que despedirme aquí. Hoy estoy de nuevo malucha; ayer me mojé los pies y he cogido un enfriamiento. Fiodora no está aún buena del todo…, no sé lo que tiene. De modo que estamos malitas las dos. No se olvide usted y venga a vernos con más frecuencia. Su

V. D.

*

12 de junio.

¡Palomita mía, Varvara Aleksiéyevna! Yo imaginaba, hija mía, que iba usted a describirme en términos poéticos nuestra excursión de ayer, y resulta que sólo me envía una carta de una carilla.

Pero no quiero censurarla, pues si me escribe tan poco, con ello le basta para hacerme la descripción de todo extraordinariamente bien. La Naturaleza, las distintas sensaciones que a la vista del paisaje experimentó…, todo eso, con una sola palabra, ha sabido usted describírmelo breve, pero admirablemente. Yo, en cambio, no tengo ni pizca de talento para describir cosa alguna; aunque garrapatease diez hojas de papel, no llegaría a decir nada ni a hacer una verdadera descripción de lo que fuese.

Me dice usted que yo soy bueno, benigno de condición, lleno de benevolencia para todo el mundo, incapaz de hacerle al prójimo el menor daño y que sé apreciar bien las bondades del divino Creador, que hallan su expresión en la Naturaleza, y me honra usted, además, con otras diversas lisonjas… Todo eso que usted dice es verdad, hija mía, la verdad pura, pues realmente soy como me pinta, y no se me oculta a mí; y me alegro mucho cuando veo que alguien me describe del modo que usted lo hace; sin querer me pongo alegre y contento…; pero luego, no obstante, se me ocurren pensamientos graves de toda índole. Pero escúcheme usted, nena, que quiero contarle algo de todo eso.

Empezaré remontándome a la época en que yo sólo contaba diecisiete primaveras, que fue cuando ingresé en la burocracia oficial; pronto se cumplirán treinta años de mi actuación como funcionario. En todo ese tiempo ha de saber que he gastado muchos trajes de uniforme, me he vuelto un hombre más sesudo y cauto, he visto y tratado gente, he vivido…, sí, ¿por qué no decirlo?… he vivido yo también y adquirido experiencia…, y hasta una vez quisieron proponerme para una condecoración: pensaron concederme una cruz en premio a mis servicios. Esto último quizá se resista a creerlo; pero es la pura verdad; no le miento, hija mía. Pero ¿a qué viene todo esto? Pues verá usted. Es el caso que en este mundo hay de todo: personas buenas y personas malas.

Pero tenga usted en cuenta lo que voy a decirle, hija mía: yo soy un hombre inculto, hasta estúpido, si usted quiere; pero, en cambio, tengo un corazón enteramente igual al de los demás hombres. Así que ¿sabe usted, Várinka, lo que me han hecho sufrir los malos prójimos en la oficina? Vergüenza me da decirlo. Usted preguntará que por qué era eso. Pues precisamente porque yo soy una criatura que se calla, un hombre modesto, porque yo soy un buen chico. Yo no les resultaba de su gusto, y así, siempre me echaban a mí la culpa de todo. Al principio, cuando hacía alguien algo que no estaba bien, es seguida salían diciendo:

—Ah, sí! ¡Usted habrá sido, Makar Aleksiéyevich!…

Con el tiempo esa frasecita se convirtió en esta otra:

—Ah, naturalmente que habrá sido Makar Aleksiéyevich! ¿Quién otro habría de ser?

Hasta que, finalmente, ya no decían más que:

—¡Desde luego que ha sido Makar Aleksiéyevich! ¿Para que molestarse en preguntar?

Ya ve usted, hija mía, en lo que paró la historia. De todo cuanto malo pasaba tenía la culpa Makar Aleksiéyevich. Habían llegado al extremo de convertir el nombre de «Makar Aleksiéyevich» no sólo en sinónimo de todo lo malo para todo el ministerio, sino que, no contentos todavía con haber hecho de mi nombre una palabra maldita, una censura digna de anatema, cuando no una frase de desprecio…, aún tenían siempre algo que decir de mis botas, de mi traje, de mi pelo y de mis orejas; en una palabra: de todo lo mío; todo lo mío les parecía mal, lo encontraban de distinto modo a como debía ser. ¡Y esta canción todos los días, durante una infinidad de años! Yo he acabado por acostumbrarme a eso, porque soy un hombre de paz, porque soy un hombrecillo. Pero, al fin y al cabo, tiene uno que preguntarse: «¿Qué he hecho yo para merecer ese trato? ¿A quién le hice nunca mal? ¿Le he quitado a alguno su puesto en el escalafón? ¿O le he ido al jefe con chismorreos a cuenta de algún compañero, con la mira de granjearme alguna recompensa con el soplo? ¿O he urdido alguna conjura contra alguien?». ¡Pecaría usted, hija mía, si imaginase algo ni remotamente parecido a nada de eso! ¿Soy yo, acaso, hombre capaz de cometer actos semejantes? Míreme usted con atención, hija mía, y dígame luego usted misma si me cree capaz de urdir enredos ni conjuras. Pero, entonces, ¿por qué ha caído sobre mí esa plaga? ¡Señor, perdónalos! Usted, Várinka, me tiene por un hombre de bien; pero ¡es que usted misma es incomparablemente mejor que todas las demás criaturas, Várinka!

¿Cuál es la gran virtud cívica? Respecto a esta pregunta, expresábase hará dos días no más Yevstafii Ivánovich, en conversación particular, en los siguientes términos. Decía: «La mayor virtud cívica es… la de procurarse dinero». Hablaba, naturalmente, en broma (me consta que lo decía por chanza); pero la moraleja de la frase (lo que propiamente quería él decir) era que no debe uno serle gravoso a nadie. Pero ¡yo a nadie se lo he sido! Yo me he ganado siempre mi pedazo de pan. Se trata sólo de un pedazo de pan, de pan a veces duro y seco, pero que es mi pan, adquirido honrada y legalmente con mi trabajo.

Pero, después de todo, ¡qué hemos de hacerle! No se me oculta que no hago nada de extraordinariamente grande cuando me siento a mi mesa en la oficina y me pongo a copiar minutas. Y, sin embargo, estoy ufano de ello: trabajo, hago algo útil, y lo hago mediante la albor de mis manos. Y, además, ¿es que hay algo de malo en el hecho de que yo no haga más que copiar? ¿Se trata, por ventura, de algún pecado? ¡Bah! ¡No es más que un amanuense! Pero vamos a ver: ¿qué tiene eso de deshonroso? Mi letra es perfectamente clara, legible, hasta el punto que me parece de imprenta, y da gusto ver toda una carilla escrita por mí y… Su excelencia, el ministro, está muy contento conmigo. Siempre soy yo quien quiere que le copie los documentos que se le han de llevar a la firma. Sí, todo esto está muy bien; pero ¡no tengo estilo! ¡De sobra sé yo que no lo tengo, que carezco del ponderado estilo! No domino los giros del discurso. También eso lo sé, y ésa es la razón de que haya prosperado tan poco en el servicio… A usted misma, hija mía, le escribo yo ahora a la buena de Dios, tal y como me sale, sin arte ni primores, como el corazón me lo dicta… Todo esto lo sé muy bien yo; pero, después de todo, si todo el mundo escribiese de un modo original, ¿quién diantre… copiaría?

Ese es el problema. Ya lo ve usted. Y ¿qué me contesta usted a esto, palomita mía? Así que yo sé muy bien que soy necesario, mejor dicho, imprescindible, y que sería insensato enojarse por murmuraciones ociosas. Yo me comparo con un ratoncillo, si usted cree que tengo con él alguna semejanza. Pero este ratoncillo es necesario, sin este ratoncillo no se puede salir adelante, este ratoncillo es un elemento con el cual se ha de contar, y a este ratoncillo, por último, le han prometido incluso una gratificación… ¡Ya ve usted qué idiota soy!

Pero ya he hablado de sobra acerca de eso. No quería decirle a usted nada; pero ahora ya… se presentó ocasión de ello, y, además, sus palabras me punzaron. ¡Gusta mucho siempre ver que le hacen a uno algo de justicia!

¡Adiós, hijita, consuelito mío! Ya iré, seguramente que iré a visitarla, lucerito, para ver cómo les va a ustedes y qué hacen. No se aburra demasiado hasta entonces. Yo le llevaré un libro. ¡Que se conserve buena, Várinka!

¡De todo corazón le desea toda clase de dichas su

Makar Dievuschkin!

*

20 de junio.

¡Mi muy estimado Makar Aleksiéyevich! Le escribo a la carrera, pues dispongo de muy poco tiempo…, tengo que terminar un trabajo para una fecha fija.

Voy a decirle, sin ambages, de qué se trata: se ha presentado una buena ocasión de compra. Dice Fiodora que un conocido suyo tiene un uniforme casi nuevo, pantalones, casaca y gorra, de que quería deshacerse, y, según ella dice, a muy bajo precio. ¡Si usted quisiera comprárselo…! Usted tiene ahora dinero y no pasa apuros…, usted mismo me ha dicho que tiene ahora dinero de más. Así que se usted razonable y adquiera esas prendas.

Le están haciendo mucha falta. ¡No tiene usted más que mirarse al espejo y verá qué viejo está ese traje que lleva puesto! ¡Da, verdaderamente, grima! Está todo lleno de manchas. Y a mí me consta que no tiene ningún traje nuevo, por más que usted asegure que lo tiene. Dios sabe lo que habrá hecho con él. Así que hágame caso y cómprese esas prendas, ¡se lo ruego! ¡Hágalo por mí, si es que algo me quiere!

Usted me ha regalado ropa blanca. Y debo decirle, Makar Aleksiéyevich, que se está excediendo. Va usted a arruinarse, no se lo digo en broma, pues lo que lleva gastado en mí representa… ¡un capital! ¿Cómo puede usted derrochar de ese modo? ¡Yo no necesito nada; todos esos obsequios están de más! Me consta, créame, me consta que usted me quiere, por lo cual resulta superfluo el que usted trate de demostrarme, regalo tras regalo, la verdad de ese cariño. ¡Si usted supiese el trabajo que me cuesta aceptar sus obsequios! Sé lo que a usted le cuestan. ¡Así que terminantemente le digo que no me envíe usted más regalitos! ¿Lo oye usted? ¡Se lo suplico, se lo imploro!

Me pide usted que le envía la continuación de mis apuntes, y dice que debo terminarlos. ¡Dios mío, si yo misma no sé cómo pude escribir tanto como escribí en ese cuadernillo! No; me falta valor ahora para hablar de mi pasado. No quiero volver a fijar en él mi pensamiento. Les tengo miedo a esos recuerdos. ¡Y hablar de mi pobre madre, cuya única hija vino a ser víctima, muerta ella, de tantos infortunios! ¡Me sería de todo punto imposible! ¡El corazón me sangra cuando, aunque sea desde lejos, evoco esos recuerdos! ¡Está aún demasiado fresca la herida! ¡No tengo tampoco sosiego alguno para pensar, y, no obstante haber transcurrido ya un año entero de esas cosas, aún no he logrado recobrar la serenidad! Pero, además, ¡usted lo sabe todo!

Le he comunicado a usted ya también los presentes designios de Anna Fiodórovna. ¡Me echa en cara mi ingratitud y me calumnia diciendo que yo me entendía con el señor Bukov! Me intima que me vuelva con ella. Dice que estoy viviendo de limosnas y que he emprendido un mal rumbo. Si me vuelvo a su lado, dice que ella se encarga de reanudar la historia con el señor Bukov y ponerlo en el trance de darme la reparación que me debe. Ha llegado incluso a decir que el señor Bukov me abonará una indemnización. ¡Que Dios los perdone! Yo estoy aquí muy bien bajo su protección de usted y al lado de mi Fiodora, que con el apego que me tiene me recuerda mi antigua y feliz infancia. Pero usted no es sino un pariente remoto mío, lo cual no es obstáculo para que mire por mí y me sirva de escudo con su nombre y su buena fama. A esa gente no la conozco, la daré al olvido…, ¡si es que puedo! ¿Qué más quieren de mí? Dice Fiodora que todo eso es hablar por hablar y que acabarán por dejarme en paz y en gracia de Dios. ¡Ojalá sea así!

V. D.

*

21 de junio.

¡Palomita mía, amor mío! Siento impulsos de escribirle; pero no sé… ¡por dónde empezar!

¡No es notable cómo los dos vivimos ahora! Lo digo únicamente porque, ya lo sabrá usted, jamás he pasado unos días tan felices. ¡Exactamente parece que me ha gratificado Dios con un hogar y una familia! ¡Mi hijita es usted, nena mía! ¡Qué decía usted de cuatro camisas que yo le había enviado! Sí, señor, que le hacían falta…; me lo dijo Fiodora. Y para mí, hijita, constituye un placer el mirar por usted; ésa es, créalo, mi mayor delicia; así que… no me la niegue usted y acceda a hacerme feliz. Jamás hasta ahora experimenté yo nada semejante, corazoncito mío. Estoy viviendo ahora otra vida muy diferente de la anterior.

En primer lugar, una vida entre dos, si me es lícito decirlo así, ya que la tengo a usted tan cerca, lo que es para mí una gran alegría y un consuelo grande. Y en segundo lugar, mi vecino de cuarto. Ratasayev —ese empleado en cuya habitación se celebran veladas literarias— nada menos, me ha invitado también hoy al té. He de advertirle que hoy se celebra en su cuarto una de esas reuniones y en ellas se leerá algo de literatura. ¡Ya ve usted, hijita, la vida que me doy!, ¿eh?

Pero quede con Dios, nena. Ya le he escrito bastante, sin objeto alguno concreto, sólo para hacerla partícipe de mi bienestar. Usted me mandó decir con Teresa que necesitaba seda de color para sus bordados; pues está tranquila, hija mía, que yo se la compraré, que la tendrá mañana mismo, si tanta prisa le corren. Ya sé dónde se puede encontrar de la mejor.

Su sincero amigo,

Makar Dievuschkin.

*

25 de junio.

Querida Varvara Aleksiéyevna: Estas líneas sólo tienen por objeto comunicarle que ha ocurrido en nuestra casa algo sumamente triste, algo que por fuerza ha de excitar la compasión de todo el mundo. Esta mañana, a las cinco, pasó a mejor vida el hijo pequeño de los Gorschkov. No sé a punto fijo de qué…, si de viruelas o, ¡vaya usted a saber!, quizá de escarlatina. Yo he visitado hoy a sus padres. ¡Ah, hijita, si viera en qué pobreza viven!… Y ¡qué desorden en su cuarto! Aunque, después de todo, no hay que maravillarse de ello: toda la familia está recogida en una sola habitación, que sólo por decoro han dividido un poco mediante un biombo.

Ahora todavía tienen allí con ellos el féretro del pequeño… Un ataúd muy sencillo, de lo más barato, pero muy primoroso; lo han comprado ya listo. El muertecito contaba nueve años, y, según dicen, hacía concebir las más lisonjeras esperanzas. ¡Me da pena, mucha pena, ver su cuerpecito inanimado, Várinka! La madre no llora, pero está la pobre muy triste, Puede que represente para ellos un alivio el verse libres de una boca; pero todavía les quedan dos que alimentar: un niño de pecho y una nenita de unos seis años, que no es posible que tenga más.

¡Qué sentirá el padre que ve sufrir a un hijo suyo y querido, y se encuentra en la imposibilidad absoluta de valerle! El padre de este niñito que acaba de morir está envuelto en un traje viejo, sucio y deshilachado, y se sienta en una silla medio desvencijada. Las lágrimas corren por sus mejillas, quizá no por efecto del dolor, sino sólo de la costumbre…; pero, sea como fuere, los ojos le lloran. ¡Es un individuo tan raro!

Siempre se pone como la grana cuando se le habla y nunca tiene respuesta pronto. La nena está apoyada en el féretro, muy quietecita y seria y muy ensimismada. No me gustan, Várinka, las niñas tan serias; me causan inquietud. En el suelo hay tirada una muñeca vieja…, pero la niña no la coge para jugar, Con el dedito en la boca, así está ella…, así estaba y no se movía. La patrona la obsequió con un bombón; ella lo tomó, pero no se lo comió. ¡Qué triste es todo esto!, ¿verdad, Várinka?

Suyo

Makar Dievuschkin.

*

25 de junio.

Mi inapreciable Makar Aleksiéyevich:

Le devuelvo a usted su libro. ¡Qué cosa tan pesada! Se cae de las manos. ¿Dónde encontró usted esa joya? Bromas aparte… ¿le gustan a usted, de verdad, libros así? Usted me prometió hace un par de días buscarme algo para leer. Yo también puedo compartir los libros con usted, si usted quiere. Pero, adiós, hasta la vista. No dispongo de tiempo para prolongar esta carta.

V. D.

*

26 de junio.

Querida Várinka: Le confieso sinceramente, hijita mía, que yo no había leído ese libro. A decir verdad, lo hojeé por encima, lo bastante para comprender que se trataba de algo disparatado, escrito únicamente para hacer reír y entretener a la gente. Pero me dije: «Será un libro chistoso, y puede que le agrade a Várinka». Y sin pensar más, lo cogí y se lo envié.

Pero ahora me ha prometido Ratasayev darme a leer algo verdaderamente literario. De modo que dispóngase usted a recibir buenos libros, hijita. Ratasayev…, ¡ése sí que entiende de libros! Él también escribe, y ¡cómo escribe! Pues escribe muy bien y tiene un estilo, créame, sencillamente grandioso. En cada palabra se encierra algo…, hasta en las más vulgares y corrientes, en cada frase, hasta en el modo como yo, por ejemplo, les digo algo a Faldoni o a Teresa…, pues hasta en eso sabe él expresarse con estilo. Yo asisto ahora con toda regularidad a sus veladas literarias. Nosotros fumamos y él nos lee cosas, y se está leyendo hasta cinco horas de un tirón, pero nosotros le escuchamos sin pestañear todo ese tiempo. ¡Es que eso son perlas sencillamente, no literatura! ¡Sencillamente flores, flores fragrantes…, tantas flores en cada página, que se podía formar con ellas un ramillete! ¡Y es en el trato tan efusivo y cordial! ¿Qué soy yo comparado con él? Nada. Él es un hombre respetable, un hombre famoso…, mientras que yo, ¿qué soy? Nada. No valgo para nada, no soy a su lado nada. Y, sin embargo, él me honra con su benevolencia. Ya le he copiado dos o tres cosillas. ¡Pero no vaya usted a creerse, Várinka, que esto influya en él en manera alguna, quiero decir, que se muestra tan cariñoso conmigo porque yo le copie sus trabajos! ¡No preste usted oídos, hija mía, a esos chismorreos; no les dé fe ninguna, no les conceda el menor crédito! No; si yo le copio esas cosas es por pura voluntad, porque quiero hacerle algo grato, sencillamente. Y si él me muestra, como así es, benevolencia, lo hace también por libre impulso, por proporcionarme alegría. ¡No soy tan lerdo yo que no lo entienda; basta con saber qué ternura se oculta en todo eso! Es él un hombre bueno, muy bueno, y, además, un escritor de todo punto incomparable.

Entraña la literatura una cosa bella, Várinka, algo muy hermoso, según he podido comprobar ayer en casa de Ratasayev. ¡Y al mismo tiempo una cosa profunda! Fortifica y corrobora e ilustra a los hombres… y hace, además, otras cosas, todo lo cual resalta en sus libros. ¡Están verdaderamente muy bien escritos! La literatura… viene a ser una pintura, en cierto sentido, claro está: un cuadro y un espejo; un espejo de las pasiones y de todas las cosas íntimas: es instrucción y edificación a un tiempo mismo, es crítica y es un gran documento humano. Todo esto se lo he oído decir a los contertulios de Ratasayev y yo lo he deducido también de sus conversaciones. Sinceramente le confieso, hija mía, que cuando estoy entre ellos, sentadito y escuchando… y fumando mi pipa, lo mismo que ellos…, y ellos se ponen a hablar y a medir sus armas y a disputar acerca de las cosas más diversas, suelo decir, como en el juego de las cartas, sencillamente… ¡paso! Pues cuando se ha perdido la mano ya no queda otro recurso, y ambos, querida Várinka, tenemos que decir eso de ¡paso! Yo estoy sentado entre ellos, tan callado como un pasmarote, y me avergüenzo de mí mismo. Y por más que uno durante toda la velada esté pensando en el modo de intercalar una palabrita en la conversación general, no siempre puede lograrlo. ¡No encuentra uno, por más que lo hace, esa palabrita! Por más vueltas que le dé uno…, nada, ¡que no se le ocurren sino naderías! Parece que está uno embrujado, Várinka, y acaba por inspirarse lástima a sí mismo, que es lo que es, pudiéndosele aplicar el refrán que dice: «Tonto nació y tonto morirá».

¿Que qué hago yo ahora en mis ratos de ocio?… Pues dormir, dormir como un borrico. Pero en lugar de ese dormir inútil podía emplear mis horas libres en algo agradable o provechoso, como, por ejemplo, sentarme a la mesa y ponerme a escribir esto o lo otro, lo primero que se me ocurriera…, ¿no? Para utilidad y edificación, y aun por gusto de uno mismo. Y escuche, hijita, ¡lo que ellos ganan con lo que escriben, así Dios los perdone! Por ejemplo, sin ir más lejos, este mismo Ratasayev, ¡hay que ver lo que trabaja! ¿Qué es para él garrapatear un pliego entero? ¡Muchos días ha llegado a escribirse cinco, y cobra según dice, trescientos rublos por pliego! Cuando escribe alguna historieta breve o algo humorístico, alguna anecdotita u otra cosa para el público…, quinientos, más o menos; pero por menos de ese precio, ¡nunca! Ahórcate si quieres… ¿No quieres? Bueno…, ¡pues otro dará mil! ¿Qué le parece, Varvara Aleksiéyevna?

Pero no para ahí la cosa. Tiene él, por ejemplo, un cuadernillo de poesías, todo de cositas pequeñas: un par de rengloncitos nada más…; bueno, pues siete mil rublos, hijita, siete mil rublos nada menos le van a pagar por el cuadernito, ¿qué piensa usted? Eso representa un capital, grande como una finca; eso significa el tanto por ciento de una casa de cinco pisos. Cinco mil rublos dice él que le ha ofrecido ya, sólo que él no cede. Yo he tratado de persuadirle con buenas razones, diciéndole: «Hombre, tome usted los cinco mil, tómelos usted y luego ya puede volverles las espaldas y escupirles, si quiere, a esos tíos; porque, hombre, cinco mil rublos ya son dinero». Pero nada, él dice que no cede, que ya ellos tendrán que conformarse y abonarle los siete mil rublos, los muy pícaros. ¡Mire si es listo!, ¿eh?

Mire, hija mía: ya que estamos hablando de esto, voy a copiarle a usted un pasaje de las Pasiones italianas. Tal es el título de una de sus obras. Lea usted y luego juzgue, Várinka:

… Vladimiro se aproximó; ardían en su interior las pasiones y su sangre le hervía…

—¡Condesa —exclamó—, condesa! ¿Sabe usted qué espantosa es esta pasión, qué ilimitado este delirio? ¡No, no me engañan mis sentidos! Yo amo, amo con todo entusiasmo, de un modo loco, delirante! ¡La sangre toda de tu esposo no bastará a apagar la hervorosa pasión de mi alma! ¡Estos pequeños obstáculos son incapaces de contener en su torrente de llamas el fuego destructor, infernal, que arde en mi pecho desolado! ¡Oh Sinaida, Sinaida!…

—¡Vladimiro!… —murmuró la condesa, desvaída; y dejó caer la cabeza en su hombro.

—¡Sinaida! —exclamó Smelski fuera de sí, y de su pecho escapóse un sollozo.

En el altar del amor brotó clara la llama y rodeó las almas de los amantes.

—¡Vladimiro! —murmuró la condesa. Alzábase su pecho, teñíanse de púrpura sus mejillas, brillaban sus ojos.

¡Habíase cerrado el nuevo y espantoso pacto!

Al cabo de media hora entró el viejo conde en el tocador de su esposa.

—Pero, corazón mío, ¿cómo es que no se ha preparado todavía el samovar para nuestro querido huésped? —preguntó, acariciándole las mejillas, a su esposa.

Dígame, hija mía: ¿qué le parece esto? ¿No es verdad que es un poquito libre?… No es posible negarlo; pero, al mismo tiempo, ¡qué brío tiene y qué bien escrito está! Pero, no; tengo que copiarle todavía otro pasaje del cuento titulado Jermak y Zuleika.

Imagínese usted, hijita, que el cosaco Jermak, el osado conquistador de la Siberia, se halla enamorado de Zuleika, la hija del caudillo siberiano Kuchum, al que ha cogido prisionero. La acción se desarrolla en la época en que reinaba Iván el Terrible…, como usted verá. Bueno; ahora voy a copiarle un diálogo entre Jermak y Zuleika.

—¿Me amas, Zuleika? ¡Oh, repítemelo, repítemelo!…

—¡Te amo, Jermak! —dijo Zuleika.

—¡Cielo y Tierra, gracias! ¡Soy feliz! ¡Me habéis dado todo aquello por lo cual luchó desde la infancia mi violento espíritu! ¡Y tú, estrella que guías mis pasos, me trajiste hasta aquí por encima del pétreo cinturón del Ural! ¡Al mundo todo le mostraré mi Zuleika, y los hombres, esos monstruos salvajes, no osarán acusarme! ¡Oh, si ellos pudieran comprender las secretas torturas de su tierna alma; si, cual yo, supiesen contemplar, en una lágrima de mi Zuleika, un mundo entero de poesía! ¡Oh, déjame que enjugue con mis besos esa lágrima, esa gota de celestial rocío!… ¡Oh celestial criatura!

—Jermak —dijo Zuleika—, el mundo es malo, los hombres son injustos. ¡Nos perseguirán y nos juzgarán, amor mío! ¿Qué irá a ser de una pobre muchacha como yo, criada en los nevados campos de Siberia en la choza de su padre, allá en ese mundo tuyo, frío, glacial, despiadado y egoísta? ¡Los hombres no habrán de entenderme, amado mío!

—¡Pues tendrán que entendérselas con el sable del cosaco! —exclamó Jermak, volviendo de uno a otro lado sus airados ojos…

Ahora, Várinka mía, ¡imagínese usted a ese mismo Jermak al saber que le ha asesinado a su Zuleika. El viejo Kuchum, a favor de la oscuridad de la noche, se ha deslizado durante la ausencia de Jermak en su tienda, y dado muerte a su hija Zuleika con el fin de vengarse de Jermak, que le ha arrebatado cetro y corona.

—¡Qué gusto afilar la espada! —exclamó Jermak poseído de salvaje anhelo de venganza, y aplicó el acero a la piedra de los chamanes. ¡He de ver sangre, sangre! ¡Debo vengarla, vengarla, vengarla!

Pero, a pesar de todo, no puede Jermak sobrevivir a su Zuleika, de suerte que se arroja al Irtysch y se ahoga, con lo que el relato termina.

Vaya ahora otro trocito; una muestra; es una cosa humorística, con la que el autor sólo se ha propuesto hacer reír:

—¿De modo que no conoces a Iván Prokófievich Cheltopus? ¿No? Pero hombre, ¡si es el mismo que a Prokofii Ivánovich mordió en una pantorrilla! Iván Prokófievich es un hombre de mal genio, pero al mismo tiempo un hombre de raras virtudes. Prokofii Ivánovich, por el contrario, se perece por los rábanos con miel. Pero cuando todavía se trataba con Pelagia Antónovna. ¿No conoce usted a Pelagia Antónovna? ¡Cómo! ¡Pero si es la misma que siempre le cose a usted el abrigo con los forros para afuera a fin de resguardar el paño!…

¿No es esto humor, Várinka; sencillamente humor? Nosotros nos retorcíamos en los asientos por la fuerza de la risa en tanto él nos leía esta página. ¡Vaya un tío, Várinka! Por lo demás, hijita, es enteramente raro y grotesco en su modo de conducirse, pero en el fondo, un inocente, sin pizca de libre pensamiento ni de ninguno de esos errores liberales. Debo participarle también que Ratasayev posee unos modales excelentes y acaso sea ésa una de las razones de que resulte un escritorazo tan distinguido y tan por encima de los demás.

Pero ¿qué pasaría?… Porque, a decir verdad, a veces se me mete esa idea en la cabeza… ¿Qué pasaría si yo también me lanzara a escribir? Supongamos, por ejemplo, que de pronto se me ocurriera a mí publicar un librito en cuya cubierta dijese: «Poesías de Makar Dievuschkin». ¿Qué tal, eh? ¿Qué diría usted, ángel mío? ¿Qué le parecería a usted, cómo lo encontraría? Yo, por mi parte, puedo decirle, hijita, que desde el punto y hora que apareciese mi libro ya no me atrevería a presentarme en la Nevskii. ¡No podría aguantar eso de que todo el mundo pudiera decir: Miren, ahí va el poeta Dievuschkin, y que yo fuese ése!

¿Qué haría yo entonces sencillamente con mis botas? Porque ha de saber usted, hija mía, que yo las tengo casi siempre manchadas, y también las suelas, si he de ser sincero, suelen distar mucho de encontrarse en el debido estado. Y ¿qué haría yo si todo el mundo supiese que el poeta Dievuschkin llevaba las botas sucias? Si llegaba a enterarse de ello alguna condesa o duquesa, ¿qué diría? Puede, sin embargo, que no lo notase, pues las condesas y duquesas no se fijan en las botas, y menos todavía en las botas de un empleadillo (al fin y a la postre las botas siempre son botas…). Pero no faltaría quien les fuese con el cuento, empezando quizá por mis propios amigos. ¡Ratasayev, por ejemplo, sería el primero en hacerlo! Ratasayev es punto fuerte, según dice, en casa de la condesa B***, donde se presenta hasta sin invitación previa cuando pasa por ahí. Un alma de Dios es la tal condesa, según él dice, y, además, una dama de alta conducta literaria. ¡Qué cuco es el tal Ratasayev!

Pero, en fin…, ¡basta ya! Le escribo todo esto, nenita, para distraerla, a título de broma. ¡Que siga usted bien, palomita mía! Mucho le he garrapateado hoy, pero únicamente, si he de ser franco, porque estoy hoy muy contento. Hoy cenamos todos en la habitación de Ratasayev, y éste (no faltan nunca tunantes, hijita) suele sacar a relucir cierto licorcillo especial que… no, no encuentro palabras para describirlo. ¡Pero cuidado, no vaya usted a pensar algo malo de mí, Várinka! ¡No se trata de eso! Ya le enviaré los libritos. Corre aquí de mano en mano una novela de Paul de Kock, sólo que este Paul de Kock no debe usted tomarlo en las suyas menuditas… ¡No, no; Dios me guarde! ¡Ese Paul de Kock no es para usted, Várinka! Dicen que a todos los críticos decentes de Petersburgo les inspira una honrada desconfianza.

Le envío una oncita de dulces…, que los he comprado especialmente para usted. Y mire usted, nenita, piense en mí cada vez que coja un dulce. ¡No ande mordiscando los bombones para engullírselos luego de una vez! Al contrario, téngalos en la boca hasta que se deslíen, pues de otro modo podría echársele a perder la dentadura. Pero ¿le gustan también las pastillas de chocolate? ¡Pues dígamelo!

¡Ea!, quede ya con Dios. Consérvese bien. Yo soy siempre su fidelísimo amigo.

Makar Dievuschkin.

*

27 de junio.

Querido Makar Aleksiéyevich: Dice Fiodora que ella conoce personas que en mi situación podrían ayudarme mucho y que si yo quisiera podrían encontrarme una colocación muy buena como ama de llaves en alguna casa. ¿Qué le parece a usted, amigo mío? ¿Debo dar ese paso? No querría serle a usted gravosa por más tiempo…, y la tal colocación parece muy buena. Pero de otra parte me angustia un poco la idea de tener que entrar al servicio de una gente extraña. Dicen que se trata de una familia de propietarios rurales. Suponiendo que quieran pedirme informes acerca de mi pasado, ¿qué deberé decirles?, ¡sobre todo con lo huraña y lo amiga de la soledad que yo soy! Donde estoy más a gusto es donde ya me encuentro. Se siente una más contenta y confiada en el rinconcito a que ya se ha acostumbrado…, y aunque en él se pasen quizá apuros, siempre es mejor que todo. Además, tendría que viajar para trasladarme a las posesiones de la referida familia y Dios sabe para qué me querrían utilizar: ¡puede que me pusieran a cuidar de los niños! Y ¿qué clase de gente serán cuando hasta la fecha, y van dos años, han cambiado ya tres veces de ama de llaves? Aconséjeme usted, querido Makar Aleksiéyevich, por lo que más quiera: ¿debo aceptar la proposición o quedarme en casa?

¿Por qué no viene usted ya a vernos? ¡Se deja ver tan pocas veces! Fuera de los domingos en la iglesia, el resto de la semana apenas no vemos. ¿Tan huraño es usted? ¡Entonces es lo mismo que yo! Pero nosotros, al fin y al cabo, somos parientes. ¿O es que ya me ha perdido usted el afecto, Makar Aleksiéyevich? Yo suelo sentir una gran tristeza cuando estoy sola. A veces, sobre todo en el crepúsculo vespertino, me quedo enteramente solita; Fiodora ha salido a comprar algo y aquí me tiene usted piensa que te piensa…, recordando todo eso que en otro tiempo fue, así lo alegre como lo triste, pues todo pasa por delante de mí como una niebla. Surgen otra vez ante mis ojos las caras conocidas (creo verlas ya despierta casi como se las ve en los sueños), siendo lo más frecuente que vea a mamá… ¡Y los sueños que tengo! Siento que mi salud está quebrantada. ¡Estoy tan débil! ¡Al levantarme esta mañana de la cama me sentí muy mal y, además, no se me quita esta dichosa tos! Presiento, lo sé, que no he de vivir mucho. ¿Quién me enterrará? ¿Quién irá detrás de mi ataúd? ¿Quién me llorará?… ¿Y si vengo a morir en un lugar extraño, en una casa ajena y entre seres desconocidos?… ¡Dios mío, qué triste es la vida, Makar Aleksiéyevich!

Amigo mío, ¿por qué me envía usted siempre dulces? No comprendo verdaderamente de dónde saca usted el dinero. ¡Ay amigo mío, ahorre usted ese dinero, por lo que más quiera: ahorre! Fiodora ha encontrado comprador para el tapiz que yo he confeccionado. Me dará por él quince rublos. Estará así muy bien pagado; yo pensaba que me ofrecerían menos. A Fiodora le corresponderán tres rublos, y yo me compraré tela para hacerme un traje sencillito, un trozo de tela cualquiera, baratita y que abrigue. Pero a usted le haré una americana muy maja; buscaré para ella un buen paño y se la haré yo misma.

Fiodora me ha procurado un libro… Los cuentos de Bielkin, que adjunto le envío para que usted también lo lea. Sólo que le ruego se dé un poco de prisa y no lo retenga mucho tiempo, pues no es mío. Es una obra de Puschkin. Hace dos años lo leía yo en compañía de mamá…, así que ha suscitado en mí ahora tristes recuerdos al leerlo por segunda vez.

Si tuviera usted a mano algún libro, envíemelo…, pero a condición que no se lo ha de pedir a Ratasayev. Él seguramente le dará alguna obra suya, si es que tiene alguna publicada. ¿Cómo es posible que el gusten a usted sus novelones. Makar Aleksiéyevich? ¡Si son un puro disparate!

¡Pero quede usted con Dios! ¡Hay que ver cuánto he garrapateado esta vez! ¡Cuando me entra la murria siempre me alegra el poder hablar con alguien! Esta es la mejor medicina; en seguida me siento más aliviada, sobre todo cuando puedo dar salida a todo lo que tengo en el corazón.

¡Adiós, adiós, amigo mío! Suya,

V. D.

*

28 de junio.

Mi querida Varvara Aleksiéyevna: ¡Basta ya de tristezas! ¿No se avergüenza usted? ¡Délas usted por terminadas, hijita! ¿Cómo puede entregarse a esos pensamientos? ¡Pero si usted está ya buena, corazoncito mío, enteramente buena! Está usted sencillamente que da bendición verla, créame que es la pura verdad; sólo un poquito pálida; pero, a pesar de eso, resplandece su lozanía. ¿Y qué sueños y pesadillas y qué espectros son esos? ¡Huy!, ¿no le da a usted vergüenza, hijita? ¡Déjese de esas cosas, nena! No se preocupe usted más de esos sueños tan tontos…, así se los ahuyenta. ¡Es muy sencillo! ¿Cómo es, si no, que yo duermo tan bien? ¿Por qué a mí ni me falta nada? Míreme usted bien, hija mía. Yo estoy contento y alegre, duermo como un lirón, estoy la mar de sano…; en una palabra: que soy de la piel del diablo; ¡y muy ufano de ello! Así que déjese usted de esas simplezas, avergüéncese y enmiéndese. Pero yo conozco esa cabecita suya; por la menor cosa ya está empezando otra vez a entristecerse y preocuparse y usted se atormenta con pensamientos de toda índole. ¡Pero aunque sólo fuese por mí, debería usted poner término a esos desvaríos, Várinka!

¿Servir a gente extraña?… Eso nunca. ¡No, y mil veces no! ¿Qué le ha ocurrido a usted para tener esos pensamientos? ¡Y por si fuera poco, marcharse de aquí a otra parte! No, hijita; usted no me conoce a mí bien; yo no he de consentir eso jamás en la vida; me opondré a ese proyecto con todas mis fuerzas. Y aunque tuviese que vender mi casaca vieja… y quedarme sólo con la camisa, usted no pasaría, Várinka mía, necesidad. ¡No, Várinka, no; yo la conozco bien! ¡Esas son locuras, nada más que locuras! Lo único cierto es esto: que de todo quien tiene la culpa es esa Fiodora y nadie más que ella…; esa vieja chocha es la que mete a usted tales pensamientos en la cabeza. Pero usted, hija mía, no debe prestar oídos a lo que ella le diga. ¿No lo sabe usted ya todo, nena? ¿No sabe usted que esa mujer es una imbécil, una charlatana incorregible, que a su difunto le agrió la vida con sus dislates? Recapacite usted: ¿no la enojó a usted nunca, no la ofendió de algún modo?

¡No, no, hija mía; de todo eso que me escribe usted no podrá realizarse nada! Y ¿qué sería de mí, dónde me deja usted? No, Várinka; corazoncito mío, es preciso que se le quite a usted eso de la cabeza. ¿Qué le falta a usted con nosotros? A nosotros nos proporciona una alegría infinita el tenerla a nuestro lado, y para usted también somos nosotros una satisfacción; así que no se vaya y vivamos todos juntos, en paz y gracia de Dios. Cosa usted o lea…, o no cosa…, haga usted según le plazca, con tal que no nos abandone. Porque si así lo hiciera, usted misma puede decirlo: ¿qué sería de nosotros? Le daremos de cuando en cuando nuestro paseíto. ¡Sólo que, hija mía, ha de ahuyentar definitivamente esos pensamientos y procurar ser razonable y no preocuparse y afligirse sin motivo por cosas tan nimias! Yo pasaré a verlas a ustedes, y muy pronto; pero entre tanto permítame que se lo confiese con toda franqueza y claridad: ¡eso no ha estado bien de usted, corazoncito mío; no, señor!

Yo no soy, naturalmente, ningún hombre culto, y soy el primero que carezco de ilustración, que apenas si tengo las primeras letras; pero no se trata de eso ahora, ni eso era lo que quería decir… ¡Pero por Ratasayev soy capaz de todo, y haga usted lo que quiera! Es mi amigo y tengo que salir a su defensa. Escribe bien, muy bien, muy requetebién. No puedo estar de acuerdo con usted por ningún concepto. Posee un estilo lleno de colorido y distinción, poniendo hasta pensamientos en lo que escribe; en una palabra: ¡que escribe muy bien! Quizá lo haya leído usted con prevención, Várinka; quizá estuviera usted de mal temple al leerlo; quizá Fiodora la enojó con alguna de las suyas, si no fue que por una u otra causa estaba usted de mal temple ese día.

No; usted ha de leerlo otra vez con interés y atención, cuando esté contenta y de buen genio; por ejemplo, cuando tenga usted en la boca un dulcecito…, entonces es cuando debe volver a leerlo. No diré (¿quién podría afirmar eso?) que no haya ningún escritor que supere a Ratasayev; pero, aun suponiendo que los haya mejores que él, no por eso hay que declararlo a él malo; todos son buenos; él escribe bien, y también los otros escriben bien, a mi juicio. Además, no olvidemos que él escribe únicamente para sí mismo…; es decir, que sólo coge la pluma en sus ratos libres…, y ya se advierte bien que así es, y si hemos de decir la verdad, para ventaja suya.

Pero adiós, hija mía; hoy no le escribo más; tengo que copiar una cosilla y debo apresurarme. No deje usted, hijita, de hacer algo por tranquilizarme. Dios la proteja, corazoncito mío, tan seguramente como yo soy su fiel amigo.

P. S. —Gracias por el libro, hija mía, también nosotros leemos a Puschkin. Pero esta tarde voy sin falta a verla.

*

Mi querido Makar Aleksiéyevich[8]: No, amigo mío; no es posible que continúe yo aquí más tiempo. Lo he pensado bien y visto claro que haría muy mal dejando escapar una colocación tan ventajosa. Allí, por lo menos, puedo ganarme con toda seguridad el pan de cada día. Me afanaré, procuraré hacerme simpática a esos extraños y, si fuere preciso, trataré incluso de cambiar de carácter. Cierto que es difícil y amargo eso de vivir entre extraños, plegarse en todo a lo que ellos quieran, desmentir su genio y depender de ellos en todo; pero de fijo no habrá de faltarme la ayuda de Dios. ¡No puede una pasarse toda la vida lejos de la gente! Y yo, en otro tiempo, he pasado por análogo trance. Por ejemplo, cuando estaba en el pensionado.

Todo el domingo me lo pasaba yo jugando y saltando alegremente como una salvaje auténtica, y cuando mamá a veces me regañaba…, que solía hacerlo, no por ello dejaba yo de estar contenta y de sentirme el corazón iluminado y caliente. Pero cuando llegaba la tarde, volvía a sentirme infinitamente desdichada; a las nueve… había que estar de vuelta en la pensión. Allí todo era extraño, frío, severo; las profesoras estaban siempre de mal humor los domingos, y a mí me entraba tal tristeza, tal abatimiento, que no podía contener las lágrimas. Me escurría despacito hasta un rincón y allí me ponía a llorar, de puro sola y abandonada. Naturalmente, decían luego que yo era una holgazana y que no quería estudiar. Pero no era ésa la causa de mis llantos.

Pero luego… ¿qué pasó? Pues que acabé por acostumbrarme, y cuando por fin hube de dejar la pensión, me costó un llanto el separarme de mis compañeras.

No; no está bien que yo siga aquí, siéndole gravosa a usted y a Fiodora. Sólo pensarlo es para mí un tormento. Se lo digo a ustedes francamente, porque estoy acostumbrada ano ocultarles ningún secreto mío. ¿Es que no veo cómo Fiodora se levanta apenas amanece y se pone a lavar y ya no para de trajinar en todo el día hasta muy entrada la noche?… Pero las personas de edad necesitan descanso. ¿Y no veo yo tampoco cómo usted se sacrifica en todo por mí, cómo se priva de los más necesario para gastar en mí todo cuanto gana? Yo sé muy bien, amigo mío, que hace usted más de lo que puede. Usted me escribe que antes se quedaría sin nada que consentir que yo pasase necesidad. Lo creo, amigo mío; lo sé, sé que tiene usted un buen corazón…, pero piense usted un poco, hombre. Ahora quizá tenga usted dinero de sobra, puede que haya recibido una gratificación inesperada. Pero ¿y luego? Usted ya sabe que yo siempre estoy enferma. No puedo trabajar como usted, aunque de buena gana querría, y, además, no siempre se encuentra trabajo. ¿Qué voy a hacer? ¿Sufrir y atormentarme, mientras dejo que usted y Fiodora cuiden de mí, y yo me voy sin hacer nada? ¿Cómo podría yo compensarles a ustedes el último de sus desvelos, cómo podría yo ayudarlos de algún modo? ¿Por qué he de serle a usted tan indispensable, amigo mío? ¿Qué le he hecho yo de bueno? Yo sólo he hecho una cosa: quererle de todo corazón; pero esto es todo lo que puedo hacer. ¡De nuevo me persigue mi cruel destino! Sé amar…, pero hacer bien, corresponder a sus beneficios con mis actos no me es posible. Así que no me retenga usted, piense usted detenidamente en mi proyecto y dígame luego con toda sinceridad lo que opina.

Esperándolo así quedo suya,

V. D.

*

1 de julio.

¡Desatino, Várinka; todo eso no es más que un desatino, un puro desatino! En cuanto se abandona usted a sí misma, ¡qué cosas se le meten en su cabecita! ¡Tan pronto se imagina esto como aquello! Pero ¿qué le falta a usted entre nosotros, quiere usted decírmelo de una vez? Nosotros la queremos a usted, y usted nos quiere a nosotros, y todos estamos tan contentos y tan a gusto… ¿Qué más quiere usted? ¿Por qué ha de empeñarse en irse a vivir entre gente extraña… ¿No? Pues pregúntemelo usted a mí, que yo…, yo conozco muy bien a los extraños, y puedo decirle a usted cómo son. Yo los conozco, hijita; los conozco de sobra. He comido su pan. Todo ser ajeno es malo, que el corazoncito que uno tiene no puede contenerse; hasta tal punto el prójimo sabe martirizarlo a uno con reproches y reconvenciones y miradas de enojo. Entre nosotros, por lo menos, disfruta usted de tibieza y bondad, y vive usted recogidita como en un nidito. ¿Cómo es posible que ahora, de buenas a primeras, nos deje usted y se vaya? ¿Qué será entonces de mí mismo sin usted? ¿Que no me es usted tan indispensable? ¿Que no me es útil? ¿Cómo que no me sirve para nada? No, hija mía; recapacite usted bien, y lego juzgue si me es o no útil. ¡Sepa usted, Várinka, que me es útil, utilísima! ¡Ejerce usted, ya lo sabe, un influjo tan bienhechor sobre mí…! Por ejemplo, vea usted; acordarme de usted y ponerme de buen humor es todo uno… Le escribo a usted una carta en la que declaro todos mis sentires, y recibo luego una contestación prolija de usted. De cuando en cuando le compro un trajecito o un sobrerillo, y usted también algunas veces tiene un encarguito para mí, sí, hija, y yo le procuro lo que ha menester… No; ¿cómo podría usted no serme útil?… Y ¿qué voy a hacer yo sin usted, a mis años; para qué voy a servir yo entonces?

Quizá no haya usted pensado en esto, Várinka; pero píenselo usted y pregúntese a sí misma para qué voy a servir yo sin usted. Me he acostumbrado a usted, Várinka. Y ¿qué sería de todo esto, en qué pararía este cariño?… Pues en que me arrojaría de cabeza en el Neva y se acabó la historia. No; verdaderamente, Várinka, ¿qué me quedaría a mí que hacer en este mundo sin usted?

¡Ah corazoncito mío, Várinka! Paréceme que estoy viendo ya el coche fúnebre que habrá de conducirme al cementerio de Volkov y que alguna vieja transeúnte sigue mi ataúd, y que me echan al foso, y me cubren con tierra, y luego se van todos, y me dejan solo. ¡Eso sería un pecado en usted, hija mía; un verdadero pecado! ¡Se lo digo seriamente: un verdadero pecado!

Le devuelvo su librito, hija mía, y si desea saber mi opinión sobre él, sólo le diré que en toda mi vida he leído libro tan excelente. De suerte que me pregunto cómo he podido vivir hasta aquí hecho un verdadero zopenco. ¡Dios me perdone! ¿En qué he empleado yo, pues, mi vida? ¿De qué planeta me he caído? Resulta, hija mía, que no sé nada de nada; que soy lo que se llama un zote. Se lo confieso francamente, Várinka: no tengo cultura. He leído hasta ahora poco, poquísimo, por no decir nada. La imagen del hombre…, que es un buen libro, sí lo he leído, y también un par de ellos más: Del niño que tocaba varias piezas de música con campanas y La grulla del Ibico. Ahí tiene usted todas mis lecturas. Pero ahora, en su librito, he leído El inspector, y sólo puedo decirle, hijita, que se da el caso de que uno esté en el mundo y no sepa que tiene al alcance de la mano un libro en el que se describe toda una vida con todos sus detalles, como contada con los dedos, y muchas otras cosas más de las que antes no supo una jota. Eso experimenta uno al leer un libro semejante; pero luego, poco a poco, a medida que avanza en la lectura, se va uno dando cuenta de muchas cosas más, y poco a poco acaba por comprenderlas y verlas con toda claridad. Pero vea usted, además, por qué yo le he tomado cariño a su librito; mucha obras hay que, por muy notables que sean, se pone uno a leerlas, lee que te lee…, hasta que se vuelve tarumba y no saca la menor sustancia. Están escritas tan bien y con tanta enjundia, que no se las puede entender. Yo, por ejemplo…, yo soy torpe, romo por naturaleza, a nativitate; así que no puedo leer ninguna obra demasiado profunda. Pero ésta que le digo la leer uno y le parece como si la hubiera uno escrito, ni más ni menos que si le hubiese brotado a uno de dentro… del corazón. Sí, y puede que así sea; como si se cogiera el corazón sencillamente y se le volviera del revés, delante de todo el mundo, con lo de dentro para fuera, y luego se pusiese uno a describirlo con todos sus pormenores…; ¡así mismito, hija mía! Y, además, ¡es una cosa tan sencilla, Dios…! ¡Y tanto como lo es! Yo mismo no tendría ninguna dificultad en escribir así, de veras. ¿Por qué? Porque yo siento exactamente las mismas cosas que ese librito dice. También me he encontrado a veces en la mismísima situación que, por ejemplo, ese Samson Vyrin, ¡el pobre! Y ¡cuántos Samsones Vyrines no hay entre nosotros iguales de pobres y de buenos! Y ¡con qué verdad está todo descrito en estas páginas! A mí casi se me saltaban las lágrimas, hija mía, al leerlas. ¡Cómo se emborrachaba el muy cuitado, hasta perder el sentido, cuando la desgracia cayó sobre él, y cómo se pasaba el día entero durmiendo bajo su zalea, y cómo hacía por ahuyentar las penas con un ponche, y cómo sin embargo, rompía el trapo a llorar, de modo que tenía que enjugarse con su sucio forro de piel las lágrimas que le corrían por las mejillas cuando se acordaba de su pobre cordera extraviada, de su hijita Duniascha. ¡Sí; eso es pintar al natural! Vuelva usted a leerlo, y lo verá como es así; tan verdadero es como la vida misma. ¡Eso vive! Yo mismo lo he sentido… Todo eso vive, y por todas partes nos rodea. Ahí tenemos, si no, a Teresa…, y, sin ir tan lejos ahí tenemos también a nuestro pobre empleado…, que es exactamente un Samson Vyrin; sino con otro nombre, que por casualidad es el de Gorschkov. Esto es algo que cualquiera de nosotros puede experimentar: usted misma, hijita, o yo. E incluso también el conde que habita en la Nevskii o en la Nevakai puede encontrarse algún día en el mismo trance, sólo que él exteriormente se conduciría de otro modo…, pues por de fuera todo es distinto en él; pero también, no obstante, pueden pasarle las mismas cosas que a nosotros.

Ahí puede usted ver, hija mía, eso que se llama la vida. Pero ¡usted quiere hasta abandonarnos y dejarnos en la estacada! No puede usted ni remotamente formarse idea, Várinka, del daño que con eso me haría. Ese sería un daño irreparable para usted y para mí. ¡Ah lucerito mío, ahuyente usted, por Dios, tales pensamientos de su cabecita y no me torture inútilmente! Y, sobre todo…, dígalo usted misma, pobre pajarito que aún no echó alas… ¿Cómo podría usted entonces procurarse el sustento, no malearse y defenderse de las asechanzas? No; deje usted estar así como están las cosas, Várinka, y encomiéndese. No preste oídos a los necios consejos de la gente, y vuela usted a leer ese librito; crea que le aprovechará.

También he hablado con Ratasayev de El inspector; Ratasayev dice que todo eso está ya viejo, y que ahora sólo se publican libros con ilustraciones y descripciones…; no sé a punto fijo, pues no lo entendí bien. Pero él puso fin a sus apreciaciones diciendo que Puschkin no está mal, y que cantó la sagrada Rusia, y no sé qué otras cosas más. Sí; eso está bien, Várinka; pero que muy bien; vuelva usted a leer el libro atentamente; siga usted mi consejo, y haga feliz a este pobre viejo con su obediencia. ¡Dios se lo recompensará, hijita; de fijo se lo recompensará Dios!

Su fiel amigo,

Makar Dievuschkin.

*

Mi querido Makar Aleksiéyevich: Fiodora me ha traído hoy los quince rublos del tapiz. ¡Qué contenta se puso la pobre al darle yo tres rublos! Le escribo a usted a toda prisa. Acabo de cortarle su chaleco… La tela es preciosa… Amarilla con unas florecitas.

Le envío a usted un libro; contiene varias historias, de las que sólo he leído algunas. No tiene usted más remedio que leer la titulada La capa[9].

Me prometió usted llevarme una noche al teatro. Pero ¿no será muy caro? Si acaso, a gallinero. Yo hace mucho tiempo que no voy al teatro; tanto, que no me acuerdo ya de la última vez. Pero tengo un temor, y es éste: ¿No nos resultará demasiado cara la broma? Fiodora mueve la cabeza, y dice que usted empieza a gastar más de lo que puede. Eso lo veo también. ¡Cuánto no lleva usted gastado sólo en mí! Ande usted con tiento, amiguito; no le ocurra algún contratiempo. Fiodora me ha dicho que usted, si no me equivoco, anda un poco a la greña con la patrona por haberle dejado a deber no sé qué cantidad. Me tiene usted muy preocupada.

Bueno; quede usted con Dios. Tengo que hacer un trabajillo; estoy poniéndole a mi sombrero una cinta.

P. S. —Mire usted: cuando vayamos al teatro quiero ponerme mi sombrerito nuevo y la mantilla nueva. ¿Estaré así de su gusto?

*

7 de julio.

Mi querida Varvara Aleksiéyevna: vuelvo a coger el hilo de nuestra conversación de ayer donde lo dejamos… Sí, hija mía: también uno ha hecho en sus tiempos sus correspondientes locuras.

¡Y estuve antaño enamorado hasta el tuétano de una cómica; enamorado hasta morir; sí, señor, así como suena! Y esto no es nada; lo maravilloso es que yo no la había visto en mi vida en la calle, y sólo una vez en el teatro…; y, sin embargo, me enamoré de ella.

En aquel tiempo vivíamos nosotros, cinco chicos jóvenes y alegres, pared por medio. Yo me incorporé a su tertulia espontáneamente, y eso que al principio había estado con ellos muy reservado. Pero luego, para no ser menos que los otros, me uní a la pandilla. Y ¡qué cosas hubieron de contarme de esa actriz! Todas las noches, todas las noches que había función, allá se iba toda la tropa, y diz que para las cosas necesarias nunca teníamos un céntimo… A gallinero, y todos sus aplausos y ovaciones eran exclusivamente para aquella actriz… Nada; que no se cansaban de aplaudirla, y se portaban como poseídos. Y luego, como es natural, no me dejaban dormir en toda la noche, pues se la pasaban hablando de ella, y todos la llamaban su Glascha[10] y, todos estaban enamorados de ella, y sólo llevaban un canario en el corazón: ¡ella! Tanto, que por fin consiguieron contagiarme a mí de su entusiasmo. ¡Era yo aún tan joven!

No sé cómo fue, que me encontré sentado, como ellos, en el gallinero. Sólo acertaba a distinguir un pico del telón; pero oírlo, lo oía todo. Tenía ella una vocecita linda…, clara, dulce, como de ruiseñor. Nosotros aplaudíamos hasta ponérsenos moradas y encarnadas las manos, y no nos cansábamos de gritar…; en una palabra: que nos tenían que coger, o poco menos, por el pescuezo, y echarnos de allí para que nos fuéramos.

Yo volví a casa… ¡como envuelto en una niebla! En el bolsillo sólo me quedaba un rublo, y de allí a primeros de mes faltaban aún sus buenos diez días. Y ¿qué cree usted, hijita, que hice? Pues al día siguiente, al dirigirme a la oficina, entré en una perfumería y me gasté todo mi capital en perfumes y jabones de olor…, sin saber yo mismo para qué quería todo aquello. Y, además, aquella tarde no comí, sino que me fui a rondar por su casa, al pie de sus balcones. Vivía la actriz en la Nevskii, en un cuarto piso. Después me volví a casa, descansé un rato, tomé un refrigerio, y luego me torné a la Nevskii para ponerme otra vez a rondar sus balcones.

Así me pasé medio mes; a cada momento tomaba yo un droschki, siempre lijaschi[11], y me hacía conducir de acá para allá al pie de sus balcones; en una palabra: que me gasté en esas cosas todo el sueldo y tuve que entramparme, hasta que, por último, se me pasó él solo el enamoramiento y se me hizo aburrido aquel cortejo.

¡Conque ya ve usted lo que una cómica estuvo a punto de hacer de un hombre morigerado! Pero ¡hay que tener en cuenta que entonces era yo un joven, Várinka; un jovencito, la mar de joven!…

M. D.

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8 de julio.

Me apresuro a devolverle, mi querida Varvara Aleksiéyevna, el librito que tuvo la atención de enviarme el 6 de este mes. Al mismo tiempo, quiero tener una explicación con usted, hijita. No está bien, verdaderamente no lo está, eso de que me haya colocado en situación tan apurada.

Permítame usted, nena, que le diga que a todos los hombres les parece que deben a Dios su condición social. El uno ha nacido para lucir los entorchados de general; el otro, para ser literato…; aquel otro, para mandar; esto otro, para, sin rechistar, obedecer. Así es la realidad, y eso responde a las facultades humanas; éste tiene aptitud para tal cosa; para tal otra, aquel otro; pero las aptitudes es Dios quien las da.

Yo llevo ya treinta años de servicio en la oficina. Cumplo mi deber con escrupulosidad; procuro siempre ser modesto, y jamás he incurrido en falta alguna. Como ciudadano y como persona humana, me tengo fundadamente por un hombre, con sus correspondientes defectos y sus correspondientes virtudes. Mis superiores me estiman, y hasta su excelencia está contento de mí… Aunque hasta ahora no me haya dado muestra alguna de su satisfacción, yo sé de buena tinta que así es, que está satisfecho de mí. Tengo un carácter de letra agradable, ni muy grande ni muy pequeño; sobresalgo en la escritura cursiva; pero, en general, lo hago bien. De todos los empleados del ministerio, puede que sólo uno, Iván Prokófievich, tenga tan buena letra como yo, es decir, que se aproxima a la mía. Yo he echado canas en el servicio. No creo haber incurrido jamás en falta alguna grave. Claro que leve ¿quién no ha cometido alguna? Todos pecamos, hijita; incluso usted misma. Pero yo no tengo sobre mi conciencia ningún gran delito, ni siquiera un acto consciente de insubordinación…, como el haber perturbado la tranquilidad pública o algo por el estilo… No, no tengo que reprocharme nada de eso; nunca han tenido que reñirme por nada semejante. Hasta me han concedido una crucecita…; pero ¿a qué hablar de ello? Todo esto debería saberlo ya, y también él debería saberlo, pues al ponerse a descubrir hubiera debido empezar por enterarse de todo. ¡No; nunca la habría creído capaz de tal cosa, hijita! No; no me lo habría esperado de usted, Várinka[12].

¡Cómo! Pero ¿es que no me pueden dejar vivir en paz, en mi rincón…, del modo y en la forma que sea…, en paz y sosiego, sin enturbiar las aguas, sin molestar a nadie, temeroso de Dios y retraído, para que tampoco los demás me molesten no metan la nariz en mi tabuco y me lo husmeen todo? ¡Para ver cómo van tus cosas: si tienes, por ejemplo, un buen chaleco y no te falta nada en punto a ropa interior, y tienes también botas, y cómo están las suelas, y qué comes, y qué bebes, y qué copias! ¿Qué tiene de particular, hija mía, que yo, cuando el piso está malo, ande de puntillas para no estropearme las botas? ¿Por qué se han de llenar carillas a expensas del prójimo para decir que a veces pasa sus apuros de dinero y no prueba el té? ¡Cómo si todos los mortales sin excepción alguna, hubiesen de tomar té! ¿Acaso le miro yo a la gente la boca para ver lo que come? ¿A quién le he inferido yo tal ofensa? No, hija mía; ¿por qué hacerle daño a quien no hizo ninguno?

Mire: voy a ponerle un ejemplo, Varvara Aleksiéyevna: aquí tiene usted un hombre que sabe lo que se dice; servir, servir, cumplir con su deber a conciencia y celosamente…, sí, y hasta te estiman los superiores (digan los otros lo que quieran; pero lo cierto es que te estiman), y de pronto se te planta alguien delante de tus narices, y sin motivo alguno y sin venir a cuento, se pone a garrapatear un libelo a tu costa, ¡sí, señor, un pasquín como el de ese librito!

Cierto que el que inventa algo nuevo se pone muy ufano y hasta, por efecto de la misma alegría, pierde un poquito el sueño… Sí; no, no hay más que ver: se compra usted, por ejemplo, unas botas nuevas… ¡Con qué gusto se las pone! Esto es verdad; esto lo he sentido yo mismo, pues, agrada muchísimo verse calzado en unas botas finas; eso está muy bien descrito en el libro. Pero, no obstante, sinceramente le confieso que me choca que Fiodor Fiodórovich haya podido leer el libro y no darse por ofendido.

Cierto que el que inventa algo nuevo joven y gusta de pisarles los pies alguna vez a sus subordinados. ¿Por qué no habría de sentir ese gusto? ¿Por qué no habría de leerles la cartilla, puesto que de nosotros no hay quien saque partido de otro modo? Bueno: digamos que sólo lo hace por fórmula…; pero también eso es necesario. Se deben tener las riendas tirantes, se debe mostrar energía, pues de otra suerte…, aquí, entre nosotros, Várinka, sin energía sin severidad, no se consigue nada de nosotros; cada cual quiere únicamente conservar su empleo y poder decir: «Yo estoy empleado acá o allá»; pero, en cuanto a trabajar, todos buscan, cuando pueden, el modo de escurrir el bulto. Pero como hay muchas categorías y cada una de ellas requiere que se le administre la reprimenda merecida en el tono que corresponde, resulta, naturalmente, que hay también diferentes tonos cuando alguna vez el jefe les regaña a todos…, ¡lo cual está bien!

En esto se basa el mundo, hijita: en que siempre hay uno que les manda a los demás, y les tira de las riendas… A no ser por esa medida de precaución, no podría el mundo subsistir en momento siquiera, pues ¿qué sería del orden? Me maravilla realmente que Fiodor Fiodórovich haya podido dejar pasar inadvertida semejante ofensa.

Pero ¿para qué escribir nada? ¿A qué conduce eso? ¿Es que algún lector va a poder comprarse así una capa siquiera? ¿O un par de botas nuevas?… No, Várinka; el lector lo que hace es leer el libro y quedarse esperando la continuación.

La gente se esconde, se oculta, se acoquina, tiene miedo, incluso, de asomar la nariz, por temor a la burla, porque se sabe que todo cuanto en el mundo existe puede prestarse al libelo. Anda, saca a relucir en letras de molde toda tu vida, así la oficial como la doméstica; que todo se publique y se lea y provoque cuchufletas y risas. ¡Ya no es posible dejarse ver por las calles! Pero ¡aquí está todo exactamente descrito, que sólo por el modo de andar lo pueden conocer a uno! Si siquiera a lo último hubiera el autor variado algo la cosa, quiero decir que la hubiera suavizado, como por ejemplo, diciendo, después de cada uno de esos pasos en que le pone a su héroe fue siempre un ciudadano honrado y virtuoso y no se hizo acreedor a tratamiento tal de parte de sus colegas; que era obediente con los superiores y cumplía concienzudamente sus deberes (aquí hubiera podido intercalar el autor un ejemplito); que jamás deseó a nadie nada malo, y que creía en Dios y que al morir (si es que irremisiblemente tenía que morir) le lloraron todos.

Pero lo mejor hubiera sido no haberlo hecho morir al pobrecillo, sino haber arreglado las cosas de suerte que hubiera parecido su capa y que Fiodor Fiodórovich…, pero ¡qué digo!…, que aquel alto jefe hubiese estado más al tanto de sus virtudes y lo hubiese empleado en su oficina, destinándolo a un alto puesto y aumentándole el sueldo, de modo que hubiese quedado castigado el malo y la virtud triunfante… ¡Así sus compañeros de oficina habrían sentido envidia de él!

Sí; yo, por ejemplo, así lo hubiera hecho, pues así como está escrita…, ¿qué tiene de particular ni de bella la novela? ¡Se reduce, sencillamente, a un ejemplo de la humilde vida cotidiana! Y ¿cómo ha podido usted decidirse a enviarme a mí semejante libro? ¡Es un libro maligno, un libro perjudicial, como usted lo oye, Várinka! ¡Es, sencillamente, infiel a la verdad, pues es totalmente imposible que en parte alguna pueda encontrarse un empleado como ése! ¡No; tengo que quejarme, Várinka; tengo que quejarme sencilla y expresamente!

Su seguro servidor,

Makar Dievuschkin.

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27 de julio.

Mi querido Makar Aleksiéyevich: Su carta y los últimos acontecimientos me han llenado de susto, tanto más cuanto que a lo primero no acertaba a explicarme de qué se trataba…, hasta que Fiodora me lo contó todo. Pero ¿por qué ha de desesperarse usted hasta ese extremo y sobresaltarse por semejante causa? Sus explicaciones no me han satisfecho. Makar Aleksiéyevich, en absoluto. ¿Ve usted ahora cómo tenía yo razón al insistir en aceptar aquella colocación tan ventajosa? Me aconseja especialmente mi última aventura.

Dice usted que el cariño que me tiene ha sido quien le ha hecho ocultarme muchas cosas. Yo sabía muy bien hasta qué punto le debía gratitud, aunque usted me aseguraba que sólo gastaba en mí lo superfluo; que, de otra suerte, lo hubiera guardado en la gaveta. Pero ahora que ya sé que usted no tiene ningún dinero guardado; que usted, al enterarse casualmente de mi triste situación, sólo por piedad y lástima decidió gastar en mí el sueldo, que, además, pedía por adelantado, y que durante mi enfermedad llegó usted incluso a vender sus ropas de vestir… Ahora me encuentro en un trance sumamente difícil, hasta el punto de no saber cómo interpretar lo ocurrido ni qué pensar de todo ello.

¡Ah Makar Aleksiéyevich! Usted habría debido contentarse con prestarme la más urgente ayuda por compasión y por afecto de pariente, sin propasarse, además, a esos gastos innecesarios, que representan un verdadero derroche. Usted me ha engañado, Makar Aleksiéyevich; ha abusado usted de mi confianza, y ahora que me veo obligada a oír que usted ha gastado hasta el último céntimo en comprarme a mí trajes, dulces y libros y en llevarme a excursiones y al teatro…, ahora pago yo caro todo eso con los reproches que a mí misma me hago y con el amargo pesar que siento por mi imperdonable ligereza, pues lo aceptaba todo de usted sin preguntarle de dónde procedía. De este modo todo toma ahora otro semblante, y aquello con que usted quiso darme una alegría se convierte en una carga abrumadora, y el pesar desluce el recuerdo de lo que un día fue grato.

En los últimos tiempos no dejé de notar, naturalmente, que estaba usted abatido; pero aunque yo misma, asaltada de presentimientos, barrunté algo malo, no podía ni remotamente figurarme lo que ahora sucede. ¡Cómo! Pero ¿hasta ese punto ha podido usted perder el juicio, Makar Aleksiéyevich? ¿Qué dirán ahora de usted las personas que lo conocen? ¿Es posible que usted, a quien yo, como todo el mundo, estimaba tanto por su bondad, sencillez y su dignidad, haya venido a contraer un vicio tan repugnante y que nunca, según parece, le sedujo?

¡No sé lo que pasó por mí al contarme Fiodora que lo habían encontrado a usted ebrio en la calle y que la Policía había tenido que conducirlo a su casa! Me quedé de una pieza…, y eso que ya me había yo figurado algo extraordinario, puesto que llevaba usted cuatro días sin aparecer. Pero ¿no ha pensado usted, Makar Aleksiéyevich, en lo que habrán de decir sus superiores cuando conozcan la verdadera razón de su falta a la oficina? Dicen que todo el mundo se ríe a costa de usted, y nadie ignora ya nuestras relaciones, y que sus vecinos de usted me hacen a mí también objeto de sus burlas. ¡No se preocupe usted, Makar Aleksiéyevich; esté tranquilo, por lo que más quiera!

Me trae también muy inquieta ese otro lance suyo con aquel oficial… No he podido enterarme bien, sino sólo por un rumor cogido al vuelo. Le ruego me explique en qué paró la cosa.