Furia rutilante
La misma mañana en que el grupo de Paloma tomó por la carretera hacia Maldobar, Drizzt inició un viaje por su cuenta. El horror inicial del terrible descubrimiento de la noche anterior no había disminuido, y el drow temía que nunca podría superarlo, pero también otra emoción se había entrometido en el pensamiento de Drizzt. No podía hacer nada por los pobres granjeros y sus hijos, nada excepto vengar su muerte. La idea no le resultaba muy agradable. Había dejado la Antípoda Oscura para alejarse del salvajismo de su mundo, pero con las imágenes de la carnicería todavía frescas en su memoria y sin tener a nadie con quien discutir el problema, sólo podía pensar en su cimitarra como el medio de hacer justicia.
Drizzt tomó dos precauciones antes de seguir el rastro del asesino. Primero regresó hasta el patio de la granja, hasta la parte trasera de la casa, donde los granjeros habían dejado un arado roto. La reja era muy pesada, pero el drow, resuelto a todo, la cargó y se la llevó a hombros sin preocuparse por la molestia.
Después llamó a Guenhwyvar. Tan pronto como apareció la pantera y se fijó en la expresión de Drizzt, adoptó una posición de alerta. Guenhwyvar llevaba con Drizzt el tiempo suficiente para reconocer el significado de aquella expresión y saber que no tardarían en librar una batalla antes de que pudiera retornar a su hogar astral.
Partieron antes de la madrugada. Guenhwyvar podía seguir el rastro del barje sin problemas, tal cual había esperado Ulgulu. Demorados por el peso de la reja, marchaban a paso lento pero constante, y, en cuanto Drizzt oyó el rumor de un zumbido lejano, supo que habían hecho bien en cargar con la pieza del arado.
De todos modos, el resto de la mañana pasó sin incidentes. El rastro llevó a los compañeros hasta una garganta pedregosa y al pie de un alto acantilado. A Drizzt le preocupó tener que escalar el acantilado —y abandonar la reja— pero muy pronto vio el angosto sendero que trepaba por la escabrosa pared. El camino no presentaba muchas dificultades aunque sí abundaban las curvas ciegas. Dispuesto a aprovechar al máximo las ventajas del terreno, Drizzt mandó a Guenhwyvar que se adelantara y siguió solo, cargado con la reja, sintiéndose desprotegido a campo abierto.
Pero esta sensación no apaciguó el fuego en los ojos lila del elfo, que refulgían bajo la sombra de la capucha de la enorme capa gnoll. Si la visión del precipicio que se abría a su lado lo amilanaba en algún momento, no necesitaba más que recordar a los campesinos asesinados para darse ánimos. Al cabo de unos pocos minutos, cuando Drizzt oyó el zumbido en algún lugar del sendero un poco más abajo, se limitó a sonreír.
El zumbido se acercó deprisa. Drizzt se apretó contra la pared del acantilado y, desenvainando la cimitarra, calculó cuidadosamente el tiempo que tardaba el trasgo en acercarse.
Tephanis apareció como un rayo junto al drow, sin dejar de mover la pequeña daga en busca de un hueco en las fintas defensivas de la cimitarra. Un segundo después ya se había ido, hacia la parte más alta, no sin antes alcanzar a Drizzt en un hombro.
El drow inspeccionó la herida y asintió con expresión severa: no tenía ninguna gravedad. Era consciente de que no podía igualar la rapidez del trasgo, y también de que esta lesión lo ayudaría a conseguir la victoria final. Un rugido puso a Drizzt otra vez alerta. Guenhwyvar había encontrado al trasgo, y con sus zarpas relampagueantes, capaces de igualar la velocidad de la pequeña criatura, la había obligado a retroceder.
Una vez más, Drizzt apoyó la espalda contra la pared y controló la aproximación del zumbido. En el momento en que el trasgo asomó por la curva, el joven saltó al centro del sendero, cimitarra en alto. La otra mano del drow era menos visible y sostenía un objeto de metal, listo para moverlo y cerrar el paso.
El trasgo se movió hacia la pared esquivando el arma de Drizzt sin ninguna dificultad; pero atento a la cimitarra, no vio la otra mano de Drizzt.
El elfo, que casi no veía los movimientos del trasgo, sonrió satisfecho cuando un súbito «¡Bong!» y la fuerte sacudida en el brazo le indicaron que la criatura se había estrellado contra la reja del arado. Dejó caer la pieza de metal, cogió al trasgo inconsciente por la garganta y lo levantó bien alto. Guenhwyvar apareció en la curva en el momento en que el trasgo volvía en sí y sacudía la cabeza con tanta violencia que sus largas y puntiagudas orejas produjeron un ruido como el de las bofetadas.
—¿Qué criatura eres tú? —le preguntó Drizzt en lengua goblin, la misma que le había servido para comunicarse con la banda gnoll. Se sorprendió al ver que el trasgo le comprendía, aunque él no consiguió entender ni una sílaba de la velocísima respuesta. Sacudió al trasgo para que se callara, y gruñó—: ¡Una palabra a la vez! ¿Cómo te llamas?
—Tephanis —contestó el trasgo, indignado.
Podía mover las piernas cien veces por segundo, pero no le servía de nada colgado en el aire. Echó una mirada al suelo y vio la daga junto a la reja del arado.
—¿Mataste a los campesinos? —dijo Drizzt, acercando la cimitarra, y a punto estuvo de ensartar al trasgo cuando este soltó la carcajada.
—No —se apresuró a contestar Tephanis.
—¿Quién lo hizo?
—¡Ulgulu! —proclamó el trasgo.
Señaló el sendero y pronunció una retahíla de palabras incomprensibles. Drizzt consiguió captar algunas: «Ulgulu… espera… cena».
Drizzt no sabía qué hacer con el prisionero. Tephanis era demasiado rápido para poder fiarse de él si lo soltaba. Miró a Guenhwyvar, sentada tranquilamente unos pasos más allá, pero la pantera se limitó a bostezar.
El elfo pensaba la siguiente pregunta que podía aclararle el papel de Tephanis en el asesinato, cuando el presumido trasgo decidió que ya había aguantado suficiente. Movió las manos velozmente y, antes de que Drizzt pudiese reaccionar, sacó otra daga de una de las botas y le hizo otro tajo en la muñeca herida.
Esta vez, el trasgo juzgó mal al oponente. Drizzt no podía igualar su velocidad; ni siquiera podía seguir los movimientos de la daga. Sin embargo, a pesar del dolor, Drizzt se sentía demasiado furioso como para preocuparse de las heridas. Apretó con fuerza la garganta del trasgo y movió la cimitarra, pero Tephanis, sin dejar de reírse, consiguió esquivar el golpe.
Tephanis asestó otra puñalada en el antebrazo del drow. Harto, Drizzt escogió una táctica que el trasgo no podía contrarrestar, la única que lo privaba de la ventaja de la velocidad. Estrelló la cabeza de Tephanis contra la pared, y después arrojó el cuerpo inconsciente al precipicio.
Al cabo de unos minutos, Drizzt y Guenhwyvar se encontraban agazapados entre los arbustos al pie de una empinada y rocosa ladera. En la cumbre, oculta detrás de ramas y maleza, había una cueva, y de vez en cuando se escuchaban voces goblins procedentes del interior.
Cerca de la cueva, más allá de la pendiente, había un acantilado y, más allá de la entrada, la montaña ascendía casi verticalmente. El rastro, aunque tenue en la piedra desnuda, había conducido a Drizzt y a Guenhwyvar hasta allí; no cabía ninguna duda de que el monstruo que había asesinado a los granjeros estaba en la cueva.
Una vez más, Drizzt discutió consigo mismo la decisión de vengar la muerte de los campesinos. Hubiera preferido una justicia más civilizada, una corte que impusiera una sentencia, pero ¿qué podía hacer? No podía ir a la aldea de los humanos y exponer sus sospechas, ni a ellos ni a nadie. Agazapado entre los arbustos, Drizzt pensó otra vez en los campesinos, en el niño de cabellos rubios, en la bonita adolescente, casi una mujer, y en el joven que había desarmado en el bosquecillo de zarzamoras. Hizo un esfuerzo por serenar la respiración. En la Antípoda Oscura algunas veces había aceptado sus impulsos instintivos, la parte salvaje de sí mismo que luchaba con una eficacia mortal, y ahora podía sentir cómo aquel otro yo pugnaba por dominarlo. Al principio, intentó dominar la ira, pero después recordó las lecciones aprendidas. Esta parte oscura también era suya, una herramienta para la supervivencia, y no del todo malvada.
Era necesaria.
De todos modos, Drizzt comprendía su desventaja en esta situación. No sabía cuántos eran los enemigos, o la clase de monstruos que podían ser. Oía a los goblins, pero la carnicería en la granja indicaba que alguien mucho más fuerte había intervenido en ella. El buen juicio le aconsejó que debía sentarse y esperar, averiguar algo más del enemigo.
Pero otro recuerdo, la escena en el dormitorio de los niños, le hizo desechar toda prudencia. Con la cimitarra en una mano y la daga del trasgo en la otra, Drizzt subió la empinada ladera. No aminoró el paso cuando llegó a la cueva; apartó sin más el montón de ramas que la disimulaban y entró.
Guenhwyvar vaciló y se mantuvo rezagada, confundida por la táctica directa del drow.
Tephanis sintió el aire fresco que le acariciaba el rostro y por un momento pensó que tenía un sueño muy agradable. La ilusión le duró muy poco al advertir que caía en el vacío. Por fortuna, Tephanis estaba cerca de la pared. Comenzó a mover manos y pies a una velocidad tremenda y a descargar manotazos y puntapiés en el acantilado en un esfuerzo por aminorar el descenso. Al mismo tiempo comenzó a recitar la letanía de un hechizo de levitación, probablemente la única cosa que podía salvarlo.
Pasaron unos segundos antes de notar que flotaba. Chocó contra el suelo con fuerza, pero las heridas no revestían mucha importancia. Se puso de pie lentamente y se sacudió el polvo. Su primer pensamiento fue el de avisar a Ulgulu de la presencia del drow; no obstante, lo descartó en el acto. No podía levitar hasta la cueva a tiempo para alertar al barje, y sólo había un sendero en la cara del acantilado: el mismo que ocupaba el drow. Tephanis no tenía ninguna gana de volver a enfrentarse a él.
Ulgulu no había hecho ningún esfuerzo por ocultar el rastro. El elfo oscuro había servido a sus propósitos; ahora pensaba comerse a Drizzt, una comida que quizá sería suficiente para alcanzar la madurez y permitirle regresar a Gehenna.
Los dos guardias goblins de Ulgulu no se sorprendieron ante la entrada de Drizzt. Ulgulu les había avisado que se presentaría el drow y que sólo debían retenerlo en el vestíbulo hasta que el barje pudiese atenderlo. Los goblins callaron bruscamente al verlo aparecer, cruzaron las lanzas delante de la cortina, e hincharon los raquíticos pechos, acatando como unos idiotas las órdenes de su jefe.
—Nadie puede en… —Fue todo lo que alcanzó a decir uno de ellos antes de que la cimitarra de Drizzt los degollara a los dos con el mismo golpe.
Las lanzas cayeron al suelo mientras los centinelas se llevaban las manos a las gargantas; sin aminorar el paso, Drizzt atravesó la cortina.
En el centro de la sala interior, el drow vio a su enemigo. El gigantesco barje de piel púrpura lo esperaba con los brazos cruzados y una sonrisa cruel en el rostro.
Drizzt arrojó la daga y cargó contra el rival. El lanzamiento le salvó la vida, porque, cuando la daga pasó sin obstáculo por el cuerpo del enemigo, el drow comprendió que le habían tendido una trampa. Aun así, al no poder controlar el impulso de la carga, su cimitarra penetró en la imagen sin hacer blanco en nada tangible.
El barje real se encontraba detrás del trono de piedra al fondo de la habitación. Gracias a un truco de su considerable repertorio mágico, Kempfana había proyectado una imagen de sí mismo en el centro de la sala para mantener al drow en su lugar.
De inmediato los instintos de Drizzt le avisaron del engaño. No se enfrentaba a ningún monstruo real sino a una aparición creada para dejarlo al descubierto en una posición vulnerable. Apenas si había muebles en la habitación; no había nada cerca donde poder refugiarse.
Ulgulu, levitando por encima del drow, bajó deprisa y se posó con suavidad a sus espaldas. El plan era perfecto, y el objetivo estaba exactamente en su sitio.
Drizzt, con los músculos y reflejos entrenados a la perfección para el combate, lo presintió y se zambulló en la imagen en el momento en que Ulgulu lanzaba un puñetazo. La enorme mano del barje sólo rozó la larga cabellera de Drizzt, pero fue suficiente para hacerle torcer la cabeza.
El joven dio media vuelta en el aire mientras se zambullía y se puso de pie para enfrentarse a Ulgulu en cuanto tocó el suelo. Se encontró frente a un monstruo todavía más grande que la imagen gigante, pero esto no lo amilanó. Como un resorte, se lanzó contra el rival y, antes de que Ulgulu pudiese reaccionar, le hundió la cimitarra tres veces en la panza y le abrió un agujero debajo de la barbilla.
El barje rugió encolerizado aunque las heridas no eran graves, porque el arma de Drizzt había perdido gran parte de la magia durante el tiempo pasado en la superficie y sólo armas mágicas —como los dientes y las garras de Guenhwyvar— podían causar auténtico daño a una criatura de los abismos de Gehenna.
La enorme pantera chocó contra la nuca de Ulgulu con la fuerza suficiente para hacer caer al barje de cara al suelo. Ulgulu jamás había experimentado tanto dolor como el que le producían las garras de Guenhwyvar al desgarrarle la cabeza.
Drizzt se acercó dispuesto a intervenir en el combate, cuando oyó un estrépito procedente del fondo de la sala. Kempfana abandonó su escondite detrás del trono, chillando de furia.
Ahora era el turno de Drizzt para utilizar algún truco mágico. Lanzó un globo de oscuridad en el camino del barje de piel púrpura, se zambulló en el interior y se puso a cuatro patas. Incapaz de detenerse, Kempfana penetró en el globo, tropezó con el cuerpo del drow —con tanta fuerza que quedó sin respiración— y cayó al suelo.
Kempfana sacudió la cabeza para despejarse y se apoyó en las manos para levantarse. Sin perder un instante, Drizzt se montó a horcajadas sobre la espalda del barje y comenzó a descargar feroces mandobles contra la cabeza. La sangre empapaba el pelo de Kempfana cuando por fin consiguió quitarse al drow de encima. Se irguió tambaleante y se volvió para hacer frente a Drizzt.
Al otro extremo de la sala, Ulgulu se sacudía violentamente, rodaba sobre sí mismo y daba brincos. La pantera era demasiado rápida y ágil para los torpes manotazos del gigante. Una docena de tajos surcaban el rostro de Ulgulu, y ahora Guenhwyvar había clavado los dientes en la nuca del monstruo y con las cuatro patas le desgarraba la espalda.
Pero Ulgulu tenía otra opción. Los huesos crujieron y se reformaron. El herido rostro del barje se convirtió en un hocico enorme dotado con grandes y afilados dientes. Un pelo hirsuto creció por todo su cuerpo protegiéndolo de las garras de la pantera. Los brazos se transformaron en patas.
Ahora Guenhwyvar luchaba contra un lobo gigante, y su ventaja no tardó en desaparecer.
Kempfana avanzó lentamente, consciente del peligro que representaba Drizzt.
—Tú eres el responsable de su muerte —dijo Drizzt en la lengua de los goblins, con un tono tan frío que el barje de piel púrpura se detuvo.
Kempfana no era una criatura estúpida. El barje había sufrido el terrible castigo de la cimitarra y no estaba dispuesto a recibir más heridas, así que utilizó sus otros poderes sobrenaturales. En un abrir y cerrar de ojos, el barje púrpura se escabulló por una puerta extradimensional y reapareció detrás del drow.
En cuanto vio desaparecer a Kempfana, Drizzt se movió instintivamente hacia un lado. Pero el golpe a traición fue más rápido de lo que esperaba: lo pilló en mitad de la espalda y lo arrojó al otro lado de la sala. Drizzt se estrelló contra la pared y, sin aliento, sólo pudo ponerse de rodillas.
Esta vez Kempfana avanzó sin precauciones; el drow había perdido la cimitarra casi a los pies del monstruo y no podía recuperarla.
El gran lobo-barje, que casi doblaba en tamaño a Guenhwyvar, rodó sobre sí mismo y aplastó a la pantera. Las enormes fauces chasquearon muy cerca de la garganta de Guenhwyvar, que se defendió como pudo. Consciente de que no podía vencer en una pelea pareja contra el lobo y de que su única ventaja era la movilidad, la pantera se escurrió de debajo del lobo y voló hacia la cortina como una flecha negra.
Ulgulu soltó un aullido y fue tras ella; arrancó la cortina a su paso y siguió adelante, hacia la menguante luz diurna.
Guenhwyvar salió de la cueva en el momento en que Ulgulu arrancaba la cortina, paró en seco y saltó hacia la ladera por encima de la entrada. Cuando apareció el gran lobo, la pantera se lanzó sobre la espalda de Ulgulu y reanudó el ataque con nuevos bríos.
—Fue Ulgulu quien mató a los campesinos, no yo —gruñó Kempfana mientras se acercaba. De un puntapié lanzó la cimitarra de Drizzt al otro lado de la sala—. Ulgulu quiere vengar la muerte de los gnolls. Pero seré yo el que te mate, guerrero drow. ¡Me alimentaré con tu fuerza vital para poder crecer y madurar!
Drizzt, preocupado por recuperar el aliento, apenas si escuchó las palabras. La única cosa que ocupaba su mente era el recuerdo de los campesinos muertos, las imágenes que le daban coraje. El barje se acercó, y Drizzt lo fulminó con una mirada terrible a pesar de lo desesperado de su situación.
Kempfana vaciló ante la ardiente mirada de los ojos lila, y la demora del barje le dio a Drizzt el tiempo que necesitaba. Se había enfrentado antes a monstruos gigantes, sobre todo a oseogarfios. Las cimitarras le habían servido para acabar las batallas, pero en el primer ataque siempre había empleado el cuerpo. El dolor en la espalda no era nada comparado con su furia. Se apartó de la pared, permaneció en cuclillas y en el momento oportuno se zambulló entre las piernas de Kempfana al tiempo que se giraba para sujetarse a la corva del barje.
Despreocupado, Kempfana se agachó para coger al escurridizo elfo oscuro. Drizzt eludió las manazas del gigante lo suficiente para encontrar un punto de apoyo. Kempfana aceptó los ataques como una molestia menor. Cuando Drizzt hizo perder el equilibrio al barje, Kempfana no opuso resistencia y se dejó caer, convencido de que aplastaría al drow. Una vez más, Drizzt fue demasiado rápido. Se escurrió antes de que el gigante tocara el suelo, dio un salto y corrió hacia el otro extremo de la sala.
—¡No, de ninguna manera! —vociferó Kempfana, poniéndose a cuatro patas. El monstruo se incorporó y persiguió a Drizzt. En el preciso momento en que Drizzt recogía la cimitarra, Kempfana lo rodeó con los brazos y lo levantó en el aire—. ¡Te aplastaré y te comeré! —rugió la criatura, y Drizzt escuchó el ruido de una costilla al quebrarse.
Intentó zafarse para mirar al rival, pero después cambió de idea y se concentró en librar el brazo armado.
Se partió otra costilla, y los enormes brazos de Kempfana aumentaron la presión. Sin embargo, el barje no quería matar al drow, consciente de lo mucho que avanzaría hacia la madurez si devoraba vivo a un enemigo tan poderoso, si se nutría con la fuerza vital de Drizzt.
—Te comeré, drow. —El gigante se rio—. ¡Te devoraré vivo!
Drizzt empuñó la cimitarra con las dos manos con la fuerza inspirada por las imágenes de la granja. Consiguió librar el arma y la levantó por encima de la cabeza. La hoja entró en la boca abierta de Kempfana y bajó por la garganta.
Drizzt removió la cimitarra de un lado a otro.
Kempfana se sacudió, enloquecido por el dolor, y los músculos y las articulaciones de Drizzt casi se rompieron por la presión. Pero había encontrado el punto débil del enemigo y no cejó en el empeño.
El barje se desplomó, ahogado, y rodó sobre Drizzt con la intención de aplastarlo. El dolor comenzó a penetrar en la conciencia de Drizzt.
—¡No! —gritó el drow, aferrándose a la imagen del niño rubio, asesinado en su cama.
Drizzt continuó moviendo la cimitarra. Los sonidos del aire a su paso por la garganta llena de sangre del barje eran espantosos. El joven comprendió que había ganado la batalla cuando el monstruo que tenía encima dejó de sacudirse.
Drizzt no deseaba otra cosa que acurrucarse y recuperar la respiración, pero se dijo a sí mismo que aún no había terminado. Salió de debajo de la mole de Kempfana, se limpió la sangre de los labios, su propia sangre, arrancó la cimitarra de la boca del barje y recuperó la daga.
Sabía que las heridas eran graves, que podía morir si no las atendía de inmediato. Sólo con un gran esfuerzo podía llevar un poco de aire a los pulmones. Así y todo no podía abandonar el combate porque Ulgulu, el monstruo asesino de los granjeros, todavía seguía con vida.
Guenhwyvar saltó del lomo del lobo gigante otra vez a la empinada ladera por encima de la boca de la cueva. Ulgulu se volvió, furioso, y arañó las piedras en un esfuerzo por perseguirla.
En el acto la pantera repitió el salto para caer sobre el lomo de Ulgulu y darle cuatro zarpazos. Cuando el lobo se volvió, Guenhwyvar buscó refugio en la ladera.
El juego se repitió varias veces: Guenhwyvar atacaba y huía. Por fin el lobo se anticipó a la maniobra y atrapó a la pantera con las poderosas mandíbulas. Guenhwyvar consiguió zafarse pero fue a dar al borde del abismo. Ulgulu se acercó a ella, cerrándole el paso.
Drizzt salió de la cueva cuando el gran lobo obligaba a retroceder a Guenhwyvar. Se desprendieron unas cuantas piedras, que cayeron al fondo del abismo; las patas traseras de la pantera resbalaron y sólo de milagro encontraron un punto de apoyo. Incluso la poderosa Guenhwyvar no podía oponerse al peso y la fuerza del lobo-barje.
El drow comprendió de inmediato que no podría apartar al lobo a tiempo para salvar a su compañera. Sacó la estatuilla de ónice y la arrojó cerca de los combatientes.
—Vete, Guenhwyvar —ordenó.
En otras circunstancias la pantera no habría abandonado a su amo en una situación tan peligrosa, pero Guenhwyvar entendió el plan de Drizzt. Ulgulu lanzó la última embestida dispuesto a despeñar a Guenhwyvar de una vez por todas.
Entonces el monstruo se encontró empujando en la nada. Ulgulu perdió el equilibrio y trató de sujetarse. Un alud de piedras cayó al vacío junto con la estatuilla, y un segundo después las siguió el lobo.
Los huesos se modificaron una vez más y la piel se adelgazó. Ulgulu no podía realizar el hechizo de levitación con la forma de lobo. Desesperado, el barje concentró todo el poder mental y comenzó a recuperar el cuerpo de goblin. El hocico de lobo se acortó y volvió a ser un rostro achatado, las garras cedieron paso a los brazos. Cuando Ulgulu se estrelló contra el fondo sólo había conseguido transformarse a medias.
Drizzt utilizó el hechizo de levitación para descender, sin darse prisa y bien cerca de la pared de piedra. Como le había ocurrido en ocasiones anteriores, el hechizo no tardó en perder efecto. El elfo resbaló a lo largo de los últimos seis metros y golpeó contra el suelo bastante fuerte. Vio al barje que se sacudía a unos pocos pasos de distancia e intentó levantarse, pero perdió el conocimiento y lo envolvió la oscuridad.
Drizzt no sabía cuántas horas habían transcurrido cuando un rugido tremendo lo arrancó del sueño. Ya era de noche y el cielo aparecía encapotado. Poco a poco, el drow herido recordó las alternativas del combate. Aliviado, vio que Ulgulu yacía inmóvil entre las rocas, mitad lobo, mitad goblin. Estaba muerto.
Un segundo rugido en las alturas, junto a la cueva, hizo que el drow mirara en aquella dirección. Vio a Lagerbottoms, el gigante de la colina, que había regresado de su cacería y ahora estaba furioso ante la carnicería que había encontrado.
Drizzt comprendió en el momento en que se puso de pie que no podía pensar en librar otra batalla. Buscó entre las piedras, encontró la estatuilla de ónice y la guardó en la bolsa. No le preocupaba el estado de Guenhwyvar. Había visto a la pantera salir bien librada de peores calamidades —atrapada en la explosión de una varita mágica, arrastrada al plano de tierra por un elemental enfurecido, incluso había caído en un lago de ácido hirviente—. La estatuilla no mostraba ningún daño, y Drizzt estaba seguro de que Guenhwyvar descansaba ahora tranquilamente en su casa astral.
En cambio Drizzt no podía permitirse descansar. El gigante había comenzado el descenso del acantilado. Con una última mirada a Ulgulu, Drizzt sintió que la venganza era un pobre consuelo para el dolor que le producía recordar la muerte de los campesinos. Se puso en marcha y desapareció en la espesura, escapando del gigante y de la culpa.