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El cazador furtivo

Los guardias goblins se apartaron de un salto cuando el poderoso Ulgulu atravesó la cortina y abandonó la caverna. El aire frío de la noche le pareció delicioso al barje, y todavía más al pensar en la tarea que tenía por delante. Miró la cimitarra que le había llevado Tephanis; el arma parecía diminuta en la mano enorme de Ulgulu.

Sin darse cuenta dejó caer la cimitarra. No quería usarla esta noche. El barje quería utilizar sus propias armas letales —garras y dientes— para poder saborear a las víctimas y devorar la esencia de la vida que le permitiría ser más fuerte. Pero Ulgulu era una criatura inteligente, y la razón dominó rápidamente los instintos básicos que tanto deseaban el sabor de la sangre. Había un propósito en el trabajo de esta noche, un método que prometía mayores ganancias y la eliminación de la amenaza planteada por la inesperada aparición del elfo oscuro.

Con un gruñido gutural, una pequeña protesta de los instintos básicos de Ulgulu, el barje recogió la cimitarra y echó a andar montaña abajo con grandes zancadas. La bestia se detuvo al borde de un barranco, donde había un único sendero muy angosto que permitía bajar hasta el fondo. Le llevaría un buen rato recorrerlo.

Pero Ulgulu tenía hambre.

La conciencia de Ulgulu se volvió sobre sí misma y enfocó aquel punto de su ser que fluctuaba con energía mágica. Él no era una criatura del plano material, y los seres de otros planos inevitablemente traían con ellos poderes que podían parecer mágicos a los habitantes del plano anfitrión. Los anaranjados ojos de Ulgulu resplandecían de entusiasmo cuando salió del trance unos segundos más tarde. Espió sobre el borde, y visualizó un punto en el fondo, a unos cuatrocientos metros de distancia.

Una temblorosa puerta multicolor apareció delante de Ulgulu, colgada en el aire un poco más allá del borde. Con una carcajada parecida a un rugido, Ulgulu abrió la puerta y encontró, apenas pasado el umbral, el punto visualizado. Cruzó la puerta, y recorrió la distancia hasta el fondo del barranco con un solo paso ultradimensional.

Ulgulu echó a correr montaña abajo hacia la aldea humana, ansioso por poner en marcha su malvada maquinación.

Cuando el barje llegó a las estribaciones apeló una vez más al rincón mágico. Los pasos de Ulgulu se acortaron; después la criatura se paró del todo, sacudida por fuertes espasmos, al tiempo que musitaba palabras indescifrables. Los huesos se acortaron y unieron con un ruido como si se quebraran, la piel se abrió y se oscureció hasta ser casi negra.

Entonces Ulgulu reanudó la marcha, pero esta vez sus pasos —los pasos de un elfo oscuro— eran más cortos.

Aquella noche Bartholemew Thistledown estaba sentado con su padre, Markhe, y su hijo mayor en la cocina de la granja solitaria en las afueras occidentales de Maldobar. La esposa de Bartholemew y su madre habían ido al granero para ocuparse de los animales, y los cuatro hijos menores dormían en la pequeña habitación junto a la cocina.

Cualquier otra noche, toda la familia Thistledown habría estado durmiendo en sus camas, pero Bartholemew temía que pasarían muchas noches antes de que la normalidad retornara a la granja. Habían visto a un elfo oscuro en la región, y, si bien Bartholemew no estaba convencido de que el extraño tuviera la intención de hacerles daño —el drow habría podido matar a Connor y a los demás niños fácilmente—, sabía que su presencia había provocado un gran revuelo en Maldobar.

—Podríamos ir al pueblo —propuso Connor—. Nos buscarían un lugar donde instalarnos, y tendríamos el respaldo de todos.

—¿El respaldo de todos? —preguntó Bartholemew sarcástico—. ¿Dejarían de atender sus granjas para venir hasta aquí y ayudarnos con nuestro trabajo? ¿Cuál de ellos crees que estaría dispuesto a cabalgar hasta aquí cada noche para cuidar de los animales?

Connor agachó la cabeza ante la regañina del padre. Deslizó una mano hasta la empuñadura de la espada, recordándose a sí mismo que ya no era un niño. De todos modos, Connor agradeció en silencio el consuelo ofrecido por la mano que el abuelo le apoyó sobre el hombro.

—Tienes que pensar antes de decir las cosas —añadió Bartholemew en un tono más suave al comprender el profundo efecto que la dureza de sus palabras había tenido en el hijo—. La granja es nuestra vida, lo único que importa.

—Podríamos enviar a los pequeños —opinó Markhe—. El muchacho tiene derecho a preocuparse, con un elfo oscuro en los alrededores.

Bartholemew se volvió y, resignado, apoyó la barbilla en la palma de la mano. Le disgustaba pensar en tener que separar a la familia. La familia era su fuerza, como lo había sido a lo largo de más de cinco generaciones de Thistledown. Sin embargo, aquí estaba él reprochando a Connor, incluso a pesar de que el muchacho sólo había hablado por el bien de todos.

—Tendría que haberlo pensado mejor, papá —escuchó susurrar a Connor, y comprendió que su propio orgullo no podía imponerse al dolor del joven—. Lo siento.

—No es necesario —replicó Bartholemew, y se volvió hacia los demás—. Soy yo quien debe pedir disculpas. La presencia del elfo oscuro nos altera a todos. Tienes razón, Connor. Nos encontramos demasiado aislados para estar seguros.

Como un eco a estas palabras, escucharon el fuerte chasquido de la madera al quebrarse y un grito ahogado en el exterior de la casa, procedente del granero. En aquel instante terrible, Bartholemew Thistledown comprendió que tendría que haberse decidido antes, cuando la luz del día aún le ofrecía a la familia una cierta protección.

Connor fue el primero en reaccionar. Corrió hasta la puerta y la abrió. En el patio de la granja el silencio era absoluto: ni el canto del grillo perturbaba la tenebrosa escena. Una luna silenciosa acechaba sobre el horizonte, arrancando largas y siniestras sombras de cada poste y árbol. Connor observó, sin atreverse a respirar, durante un segundo que le pareció una hora.

La puerta del granero crujió y se desprendió de las bisagras. Un elfo oscuro apareció en el patio.

Connor cerró la puerta y se apoyó contra ella para no caerse del susto. Miró los atónitos rostros del padre y del abuelo y susurró:

—Mamá… El drow…

Los Thistledown mayores vacilaron, sus mentes convertidas en torbellinos donde se mezclaban un millar de imágenes a cuál más espantosa. Abandonaron las sillas al mismo tiempo, Bartholemew en busca de un arma y Markhe en dirección a Connor y la puerta.

El súbito movimiento de los mayores libró a Connor de la parálisis. Desenvainó la espada y abrió la puerta, dispuesto a enfrentarse al intruso.

Un solo salto de sus poderosas piernas había bastado a Ulgulu para llegar hasta la puerta de la casa. Connor cruzó el umbral ciego de furia, chocó contra la criatura —que tenía el aspecto de un elfo oscuro delgado— y rebotó, atontado, al interior de la cocina. Antes de que cualquiera de los hombres pudiese reaccionar, la cimitarra cayó sobre la cabeza de Connor con toda la fuerza del barje que la empuñaba, y casi cortó al joven por la mitad.

Ulgulu entró en la cocina. Vio al anciano —el enemigo menos importante— que se lanzaba contra él, y apeló a su naturaleza mágica para derrotar el ataque. Una ola de emoción transmitida sacudió a Markhe Thistledown, una ola de desesperación y terror tan grande que no podía combatirla. Su boca se abrió en un grito silencioso y retrocedió tambaleante, con las manos aferradas al pecho, hasta chocar contra la pared.

La carga de Bartholemew Thistledown tenía todo el peso de la rabia desbocada. El granjero chillaba como un poseso mientras bajaba la horquilla y cargaba contra el intruso que había matado a su hijo.

La delgada figura que encarnaba al barje no disminuía la tremenda fuerza de Ulgulu. Cuando las puntas de la horquilla estaban a unos pocos centímetros del pecho de la criatura, Ulgulu descargó un manotazo contra el arma. Bartholemew se paró en seco al recibir el impacto del extremo del mango en la barriga.

Ulgulu tendió una mano, levantó a Bartholemew del suelo y estrelló la cabeza del granjero contra una viga del techo con la fuerza suficiente para romperle el cuello. El barje arrojó el cuerpo de Bartholemew y su improvisada arma al otro extremo de la cocina, y se acercó al anciano.

Quizá Markhe lo vio venir. Quizás el anciano estaba demasiado desgarrado por el dolor y la angustia como para darse cuenta de lo que ocurría. Ulgulu se movió hacia él y abrió la boca bien grande. Quería devorar al viejo, nutrirse con la fuerza vital del humano de la misma manera que había hecho con la mujer más joven en el granero. Ulgulu había lamentado su actuación en el granero tan pronto como se esfumó el éxtasis de la matanza. Una vez más la parte racional del barje se impuso a los instintos básicos. Con un gruñido de frustración, Ulgulu hundió la cimitarra en el pecho de Markhe, y acabó con el sufrimiento del anciano.

El barje contempló el resultado de sus acciones. Lamentaba no haberse comido a los fuertes granjeros jóvenes, pero se recordó a sí mismo que lo ocurrido esta noche le reportaría grandes ganancias. Un sollozo ahogado lo llevó a la habitación donde dormían los niños.

Al día siguiente Drizzt bajó de la montaña. Le dolía la muñeca, donde lo había herido el trasgo, pero el corte se veía limpio y el joven confiaba en que cicatrizaría sin problemas. Se escondió entre la maleza detrás de la granja Thistledown, dispuesto a mantener otro encuentro con los niños. Drizzt llevaba demasiado tiempo solo y había visto lo suficiente de la comunidad humana como para renunciar. Era aquí donde pretendía establecer su hogar, siempre y cuando pudiese superar las barreras del prejuicio, encarnadas sobre todo por aquel hombretón de los perros.

Desde este ángulo, Drizzt no podía ver la puerta del granero derrumbada, y a la luz de alba todo parecía normal en la granja.

Sin embargo, los granjeros no aparecieron como tenían por costumbre con la salida del sol. Cantó un gallo y los animales se movieron en el granero, pero la casa permaneció en silencio. Drizzt sabía que esto era insólito, y lo atribuyó al encuentro en las montañas; la familia se ocultaba. Quizás incluso habían abandonado la granja, e ido a buscar refugio en la aldea. Estos pensamientos ensombrecieron el ánimo del drow; una vez más su presencia había perjudicado a los que tenía a su alrededor. Recordó lo ocurrido en Blingdenstone, la ciudad de los svirfneblis, el tumulto y el peligro provocado por su aparición.

El día era radiante aunque soplaba una fuerte brisa fría desde las montañas. Drizzt seguía sin ver ningún movimiento en el patio o en la casa. Continuó vigilando, cada vez más preocupado.

Un zumbido que ya conocía llamó la atención de Drizzt. Desenvainó la cimitarra y miró a su alrededor. Deseó poder llamar a Guenhwyvar, pero no había transcurrido el tiempo suficiente desde la última visita del felino. La pantera necesitaba descansar un día más en su casa astral para recuperar fuerzas y poder acompañar a Drizzt. Al ver que no había ningún peligro inminente, el drow se situó entre los troncos de dos árboles grandes, donde disponía de una posición más fácil de defender frente a la increíble velocidad del trasgo.

El zumbido desapareció al cabo de un instante, y no se veía al trasgo por ninguna parte. Drizzt dedicó el resto del día a recorrer la maleza; montó trampas y excavó hoyos poco profundos. Si tenía que luchar contra el trasgo, quería tener todas las ventajas posibles.

Las sombras cada vez más largas del ocaso volvieron la atención de Drizzt hacia la granja Thistledown. No se encendió ni una sola vela en la casa para disipar la oscuridad.

La preocupación de Drizzt fue en aumento. El regreso del trasgo le había recordado los peligros de la región, y, ante la falta de actividad en la granja, comenzó a sentir un profundo temor.

El crepúsculo cedió paso a la noche. Salió la luna y subió lentamente por el este, pero seguía sin ver ni una sola luz y sin escuchar ningún sonido a través de las ventanas oscurecidas.

Drizzt abandonó la maleza y cruzó a la carrera el corto patio trasero. No tenía intención de acercarse a la casa; sólo quería ver qué podía averiguar. Si no veía los caballos y la carreta pequeña, entonces podía dar por seguro que la familia había buscado refugio en la aldea.

Cuando acabó de dar la vuelta al granero y vio la puerta caída, Drizzt supo en el acto que algo no iba bien. Sus temores crecieron con cada nuevo paso. Espió a través del hueco de la entrada y no lo sorprendió ver la carreta en medio del granero y los caballos en las cuadras.

Junto a la carreta yacía la anciana, encogida y cubierta con su propia sangre seca. Drizzt se acercó y vio que la habían matado con un arma muy afilada. De inmediato pensó en el malvado trasgo y la cimitarra robada, pero cuando encontró el otro cadáver, detrás de la carreta, comprendió que algún otro monstruo, más cruel y poderoso, había participado en los crímenes. Drizzt ni siquiera pudo identificar el segundo cuerpo, a medio devorar.

Drizzt se olvidó de toda precaución y echó a correr hacia la casa. Encontró los cuerpos de los hombres en la cocina y, para su horror, a los niños inmóviles en las camas. La repulsión y la culpa sacudieron al drow mientras miraba a los pequeños muertos. La palabra «drizzit» resonó en su mente al contemplar al niño rubio. No podía soportar el tumulto emocional. Se tapó los oídos para no escuchar la palabra acusadora, «¡drizzit!», pero fue en vano. Al sentir que se ahogaba, abandonó la casa. Si hubiese observado con más detenimiento, habría descubierto, debajo de la cama, la cimitarra desaparecida, partida en dos y dejada para que la encontraran los aldeanos.