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Preocupaciones

La opinión del granjero Bartholemew Thistledown cambió radicalmente cuando Connor, el hijo mayor, designó al «drizzit» de Liam como un elfo oscuro. El granjero Thistledown había pasado sus cuarenta y cinco años de vida en Maldobar, una aldea cincuenta kilómetros más arriba sobre el río Orco Muerto, al norte de Sundabar. El padre de Bartholemew había vivido aquí, y también su abuelo antes que él. En todo ese tiempo la única noticia que los granjeros Thistledown habían tenido de los elfos oscuros había sido el relato de una supuesta incursión drow contra un pequeño campamento de elfos salvajes a unos ciento sesenta kilómetros hacia el norte, en Coldwood. Aquella incursión, si es que había sido obra de los drows, había ocurrido hacía alrededor de una década. La falta de experiencia personal con la raza drow no disminuyó los temores del granjero Thistledown al escuchar el relato de los hijos de aquel primer encuentro en el bosquecillo de zarzamoras. Connor y Eleni, dos jóvenes con edad suficiente para conservar la calma en momentos de crisis, habían visto al elfo de cerca, y no tenían dudas sobre el color de la piel.

—Lo único que no acabo de entender —le dijo Bartholemew a Benson Delmo, el gordo y alegre alcalde de Maldobar, y a varios otros granjeros reunidos en su casa aquella noche— es por qué el drow dejó que los niños se marcharan. No soy un experto en materia de elfos oscuros, pero he oído lo suficiente respecto a ellos como para esperar un comportamiento distinto.

—Quizá Connor se comportó en su ataque mucho mejor de lo que cree —apuntó Delmo con mucho tacto.

Todos habían escuchado el relato de cómo el drow había desarmado al muchacho. Liam y los otros niños Thistledown, excepto el pobre Connor, desde luego, disfrutaban horrores repitiendo la historia.

Por mucho que apreciara el voto de confianza del alcalde, Connor sacudió la cabeza enfáticamente ante la sugerencia.

—Me venció —admitió Connor—. Quizá se aprovechó de mi estupor al verlo, pero me venció… limpiamente.

—Cosa nada fácil —se apresuró a decir Bartholemew, para evitar cualquier burla de los presentes—. Todos hemos visto cómo pelea Connor. ¡Precisamente el invierno pasado mató a tres goblins y a los lobos en que cabalgaban!

—¡Cálmate, Thistledown! —quiso tranquilizarlo el alcalde—. Nadie duda del valor de tu hijo.

—¡Tengo mis dudas sobre la identidad del enemigo! —vociferó Roddy McGristle, un hombre grande y peludo como un oso, que era el más experimentado del grupo en cuestiones guerreras. Roddy pasaba más tiempo en las montañas que atendiendo su granja, un trabajo reciente que no le agradaba mucho. Cada vez que alguien ponía precio a la cabeza de un orco, era siempre Roddy el que se llevaba la mayor tajada, a veces más que todos los demás del pueblo juntos—. No levantes tanto el copete —le dijo Roddy a Connor cuando el muchacho quiso erguirse dispuesto a protestar con vehemencia—. Sé lo que has dicho que has visto, y creo que has visto lo que dices. Pero tú lo llamas drow y ese título significa mucho más de lo que crees. Si hubiera sido un drow lo que encontraste, diría que ahora tú y toda tu familia estaríais muertos en aquel bosquecillo de zarzamoras. No, no era un drow, según creo, pero hay otras cosas en esas montañas que podrían hacer lo que tú dices que hizo esa cosa.

—Dinos cuáles —intervino Bartholemew enfadado, con poco aprecio por las dudas que Roddy había echado sobre el relato del hijo.

La verdad era que a Bartholemew no le gustaba Roddy. El granjero Thistledown tenía una familia respetable, y, cada vez que el vulgar y vocinglero Roddy McGristle les hacía una visita, a Bartholemew y a su esposa les costaba muchos días de esfuerzos recordarles a los niños, especialmente a Liam, cuál era el comportamiento correcto.

Roddy se limitó a encogerse de hombros, sin ofenderse por el tono de Bartholemew.

—Goblins, trolls, quizás un elfo del bosque que tomó demasiado el sol.

La carcajada que soltó después de estas palabras, burlándose de la seriedad de los presentes, sacudió al grupo.

—Entonces ¿cómo podemos estar seguros? —dijo Delmo.

—Lo sabremos averiguándolo —ofreció Roddy—. Mañana por la mañana —señaló a cada uno de los hombres sentados a la mesa de Bartholemew— iremos allí a ver qué encontramos.

Dicho esto y dando por cerrada la reunión, Roddy golpeó la mesa con las manos y se puso de pie. Cuando llegó a la puerta de la casa, se volvió y dirigió una sonrisa casi desdentada y un guiño exagerado al grupo.

—Muchachos, ¡no olvidéis las armas!

La risotada de Roddy resonó en los oídos de los hombres mucho después de la marcha del rudo montañés.

—Podríamos llamar a un vigilante —propuso uno de ellos mientras los desanimados granjeros se disponían a irse—. He oído decir que hay uno en Sundabar, una de las hermanas de la dama Alustriel.

—Es un poco pronto para eso —respondió el alcalde Delmo, borrando todas las sonrisas de optimismo.

—¿Crees que es demasiado pronto cuando hay drows de por medio? —apuntó rápidamente Bartholemew.

—Vayamos primero con McGristle —replicó—. Si hay alguien capaz de averiguar algo en las montañas, es él. —Se volvió hacia Connor y le dijo conciliador—: Creo en tu relato, Connor. Pero tenemos que asegurarnos antes de pedir una ayuda de alguien tan distinguido como la hermana de la dama de Luna Plateada.

—No era un goblin ni un elfo del bosque —manifestó Connor en voz baja, en un tono donde se mezclaba el enojo y la vergüenza.

Bartholemew palmeó la espalda del hijo, sin dudar de su relato.

En la cueva de la montaña, también Ulgulu y Kempfana habían pasado una noche inquieta por la aparición de un elfo oscuro.

—Si es un drow, entonces es un aventurero experimentado —le comentó Kempfana al hermano—. Quizá con la experiencia suficiente como para que Ulgulu alcance la madurez.

—¡Y de regreso a Gehenna! —exclamó Ulgulu acabando la frase del taimado hermano—. No ves la hora de que desaparezca.

—Tú también ansias el momento de volver a los valles humeantes —le recordó Kempfana.

Ulgulu gruñó como única respuesta. La aparición del elfo oscuro planteaba muchas consideraciones y miedos más allá de la sencilla declaración lógica de Kempfana. Los barjes, como todas las criaturas inteligentes en casi todos los demás planos de existencia, conocían a los drows y sentían un prudente respeto por la raza. Si bien un solo drow podía no plantear muchos problemas, Ulgulu sabía que una partida de guerreros drows, quizás incluso un ejército, podía resultar desastrosa. Los cachorros no eran invulnerables. La aldea humana les había permitido capturas fáciles a los cachorros barjes y podía ofrecerles unas cuantas más durante un tiempo si Ulgulu y Kempfana no abusaban de los ataques. Pero si se presentaba una banda de elfos oscuros, las presas fáciles podían desaparecer muy deprisa.

—Tenemos que resolver el asunto del drow —señaló Kempfana—. Si es un explorador, no debe volver a informar.

Ulgulu dirigió una mirada helada al hermano, y llamó al trasgo.

—Tephanis —gritó, y el trasgo apareció sobre su hombro antes de que pudiese acabar de decir el nombre.

—Quieres-que-vaya-y-mate-al-drow, mi-amo —dijo el trasgo—. Comprendo-lo-que-quieres-que-haga.

—¡No! —gritó Ulgulu en el acto, consciente de que el trasgo pretendía marcharse al instante. Tephanis ya se encontraba a medio camino de la puerta cuando Ulgulu acabó de pronunciar la sílaba, pero regresó al hombro del barje antes de que se apagara la última nota del grito—. No —repitió Ulgulu, más tranquilo—. Quizá se puede ganar algo con la presencia del drow.

—Un nuevo enemigo para los aldeanos —afirmó Kempfana, que había entendido la intención de su hermano en cuanto vio la sonrisa malvada en su rostro—. ¿Un nuevo enemigo para cubrir los asesinatos de Ulgulu?

—Todo se puede convertir en ventajas —repuso el gigantesco barje de piel púrpura con una mueca perversa—, hasta la aparición de un elfo oscuro.

Ulgulu volvió la atención a Tephanis.

—Quieres-saber-más-cosas-del-drow, mi-amo —dijo Tephanis, excitado.

—¿Está solo? —preguntó Ulgulu—. ¿Es el explorador de un grupo más grande, como tememos, o un guerrero solitario? ¿Cuáles son sus intenciones respecto a la gente de la aldea?

—El-drow-pudo-haber-matado-a-los-niños —repitió Tephanis—. Supongo-que-busca-amistad.

—Lo sé —gruñó Ulgulu—. Ya lo has dicho antes. ¡Ahora ve y averigua más! ¡Necesito algo más que tus suposiciones, Tephanis, y todos saben que las acciones de un drow nunca descubren sus verdaderas intenciones! —Tephanis abandonó el hombro de Ulgulu e hizo una pausa, a la espera de más instrucciones—. Por cierto, querido Tephanis —ronroneó Ulgulu—, ocúpate de conseguir una de las armas del drow. Podría resultar útil…

Ulgulu se calló al advertir el movimiento en la pesada cortina que cerraba la entrada.

—Un personaje la mar de nervioso —comentó Kempfana.

—Pero muy útil —replicó Ulgulu, y el hermano no pudo menos que asentir.

Drizzt los vio venir desde un kilómetro de distancia. Diez granjeros armados seguidos por el joven que había conocido en el bosquecillo de zarzamoras el día anterior. Charlaban y reían mientras caminaban, pero el paso era decidido y exhibían las armas, obviamente listas para ser usadas. Más peligroso parecía el personaje que marchaba un tanto separado del grupo, un hombre muy fornido y de rostro serio, abrigado con pieles gruesas, cargado con un hacha de primera y acompañado por dos grandes mastines de pelo amarillo sujetos con cadenas.

Drizzt quería establecer nuevos contactos con los aldeanos, deseaba de todo corazón continuar los hechos que había puesto en movimiento el día antes y saber si, después de tanto tiempo, había encontrado un lugar al que pudiese llamar hogar, pero comprendió que el encuentro que se avecinaba no prometía mucho. Si los granjeros lo encontraban, sin duda habría problemas, y, aunque no lo preocupaba su propia seguridad ante la banda de desarrapados, incluido el guerrero de rostro serio, temía que alguno de los labriegos acabase herido.

El drow decidió que debía eludir al grupo y desviar su curiosidad. Conocía la diversión perfecta para conseguir sus objetivos. Colocó la estatuilla de ónice en el suelo y llamó a Guenhwyvar.

Un zumbido a su lado, seguido por un súbito movimiento de la maleza, distrajo al drow sólo por un momento mientras se formaba la niebla habitual alrededor de la figurilla. Drizzt no advirtió la presencia de nada peligroso, y se olvidó del tema. Tenía problemas más urgentes, pensó.

Cuando llegó Guenhwyvar, Drizzt y la pantera bajaron por el sendero más allá del bosquecillo de zarzamoras, donde el elfo suponía que los aldeanos comenzarían la caza. El plan era sencillo: dejaría que los labriegos rondaran la zona por un rato, permitiría que el hijo del granjero repitiera el relato del encuentro. Entonces Guenhwyvar haría una aparición cerca del bosquecillo y guiaría al grupo en una persecución inútil. La visión de la pantera negra podía plantear algunas dudas sobre el relato del joven; probablemente los mayores supondrían que los niños habían topado con el felino y no con un elfo oscuro y que la imaginación había provisto el resto de los detalles. No dejaba de ser un riesgo, pero como mínimo, Guenhwyvar podía sembrar algunas dudas referentes a la existencia del elfo oscuro y alejar a los cazadores durante un tiempo.

Los granjeros llegaron al bosquecillo de zarzamoras a tiempo, algunos serios y dispuestos para el combate, pero la mayoría entretenidos en charlar y reír. Encontraron la espada caída, y Drizzt observó cómo el hijo del campesino relataba el episodio del día anterior. También vio que el portador del hacha casi no escuchaba el relato, y caminaba alrededor del grupo con los perros, señalando distintos puntos de las zarzas y animando a los perros a que olieran el rastro. Drizzt no tenía experiencia práctica con perros, pero sabía que muchas criaturas tenían sentidos muy desarrollados y que podían ser útiles en una cacería.

—Ve, Guenhwyvar —susurró el drow, sin esperar a que los perros descubrieran un rastro claro.

La gran pantera se alejó silenciosa por el sendero y tomó posición en uno de los árboles del mismo bosquecillo donde los niños se habían ocultado el día anterior. El súbito rugido de Guenhwyvar silenció las conversaciones del grupo en el acto, y todas las cabezas se volvieron hacia los árboles.

El felino saltó al sendero, pasó como una flecha entre los atónitos humanos y se alejó entre las rocas de la ladera. Los granjeros gritaron e iniciaron la persecución animando al hombre con los perros a que cogiera la delantera. Muy pronto todo el grupo, con los perros ladrando furiosos, desapareció de la vista y Drizzt camino hasta los árboles cercanos a las zarzamoras para analizar lo ocurrido y planear lo que haría después.

Le pareció notar que lo seguía un zumbido, pero lo atribuyó a algún insecto.

A la vista del desconcierto de los perros, Roddy McGristle no tardó mucho en llegar a la conclusión de que la pantera no era la misma criatura que había dejado un rastro en el bosquecillo de zarzamoras. Además, Roddy comprendió que sus torpes compañeros, sobre todo el obeso alcalde, ni siquiera con su ayuda podían pensar en atrapar a la pantera; el felino podía saltar a través de cañadas que los granjeros tardarían muchos minutos en rodear.

—¡Adelante! —gritó Roddy al resto del grupo—. ¡Perseguid a esa cosa por este camino! ¡Me llevaré a los perros por el otro lado y le cortaré el paso! ¡La obligaré a que vuelva hacia vosotros!

Los granjeros gritaron su aprobación y se alejaron. Roddy tiró de las cadenas y se llevó a los perros en la otra dirección.

Los perros, entrenados para la caza, querían seguir a la pantera, pero su amo tenía otra ruta en mente. Había varias cosas que lo preocupaban en aquel momento. Vivía en estas montañas desde hacía treinta años y nunca había visto, o siquiera oído hablar, de un animal como aquel. Además, la pantera habría podido dejar atrás a los perseguidores hacía rato, y en cambio siempre se mostraba en campo abierto no demasiado lejos, como si quisiera guiar a los granjeros. Roddy sabía lo que era maniobra de diversión, y creía saber dónde se ocultaba la verdadera presa. Les colocó el bozal a los perros para que no ladraran y regresó por donde había venido, de vuelta al bosquecillo de zarzamoras.

Drizzt descansaba apoyado en un árbol en las sombras de la frondosa copa, preguntándose cuál podría ser el camino para mostrarse a los granjeros sin provocarles pánico. A lo largo de los días de observación de la familia de la granja aislada, Drizzt había llegado a la conclusión de que podía encontrar un lugar entre los humanos, de este o de cualquier otro asentamiento, si conseguía convencerlos de que sus intenciones no eran peligrosas.

Un zumbido a la izquierda de Drizzt lo arrancó bruscamente de sus pensamientos. Se apresuró a empuñar las cimitarras, y entonces algo relampagueó junto a él, demasiado rápido como para darle tiempo a reaccionar. Gritó ante el súbito dolor en la muñeca, y soltó la cimitarra. Confuso, Drizzt miró la herida, esperando ver una flecha o un dardo clavado en la carne.

El corte era limpio y no había nada más. Una risa aguda hizo girar a Drizzt a la derecha. Allí estaba el trasgo, con la cimitarra colgada al hombro, casi tocando el suelo detrás de la criatura diminuta, y una daga, tinta en sangre, en la otra mano.

Drizzt permaneció inmóvil e intentó adivinar cuál sería el próximo movimiento del rival. Nunca había visto a un trasgo, ni había escuchado hablar de unas criaturas tan raras, pero ya tenía una buena idea de la ventaja que representaba su asombrosa velocidad. Antes de que el drow pudiera planear la manera de derrotar al trasgo, apareció otro rival.

Tan pronto como oyó el aullido, el drow comprendió que el grito de dolor lo había descubierto. El primero de los mastines de Roddy McGristle apareció entre la maleza, lanzado en línea recta hacia el elfo. El segundo, un par de pasos más atrás, saltó en busca de la garganta del joven.

Esta vez, Drizzt fue más rápido. Descargó un golpe con la otra cimitarra contra el primer perro y le golpeó el cráneo. Sin vacilar, Drizzt se echó hacia atrás, invirtió la sujeción del arma y la levantó por encima de la cabeza, en línea con el salto del perro. El mango del arma quedó apoyado contra el tronco del árbol y el animal, incapaz de desviar la trayectoria, chocó contra el otro extremo de la hoja de acero, que le atravesó la garganta y el pecho. El terrible impacto arrancó la cimitarra de la mano de Drizzt, y perro y arma cayeron entre unos arbustos al lado del árbol.

Drizzt apenas se había recuperado cuando apareció Roddy McGristle como una tromba.

—¡Has matado a mis perros! —rugió el enorme montañés, descargando un golpe con Bleeder, su gran hacha de combate, contra la cabeza del drow.

El golpe llevaba una velocidad tremenda, pero Drizzt consiguió esquivarlo. El elfo no entendía ni una sola de las palabras de la retahíla de epítetos de McGristle, y era consciente de que el hombretón no podía comprender ninguna de las explicaciones que pretendiera darle.

Herido y desarmado, la única defensa de Drizzt era continuar burlando el ataque. Otro hachazo casi lo pilló; cortó la capa gnoll, pero gracias a que consiguió hundir el estómago, la hoja sólo rozó la fina cota de malla. Drizzt se movió a un lado, hacia un apretado grupo de árboles más pequeños, convencido de que su mayor agilidad le daría algunas ventajas. Tenía que intentar cansar al humano enfurecido, o al menos conseguir que el hombre reconsiderara el brutal ataque. Pero la ira de McGristle no parecía disminuir. Siguió a Drizzt, lanzando hachazos a diestro y siniestro.

Ahora Drizzt veía los fallos de su plan. Si bien quizá podía mantenerse apartado del voluminoso cuerpo del humano gracias al poco espacio entre los árboles, el hacha de McGristle podía pasar entre ellos sin problemas.

La poderosa arma apareció por un lado al nivel de los hombros. Drizzt se lanzó de cabeza al suelo, salvándose de morir por los pelos. Esta vez McGristle no pudo controlar el golpe a tiempo, y la pesada hacha se clavó en el tronco de diez centímetros de diámetro de un arce joven, y lo taló.

El ángulo formado por el tronco al doblarse retuvo el hacha con fuerza. Roddy comenzó a dar tirones para liberar el arma, y no advirtió el peligro hasta el último minuto. Consiguió apartarse del tronco pero acabó sepultado debajo de la copa. Las ramas formaban una red que lo sujetaba bien prieto contra el suelo.

—¡Maldito seas, drow! —bramó McGristle, mientras intentaba zafarse sin éxito de la prisión natural.

Drizzt se alejó a gatas, preocupado por la muñeca herida. Encontró la segunda cimitarra, clavada hasta el mango en el pobre perro. El espectáculo le causó una profunda pena, pues sabía el valor de los compañeros animales. Tardó unos segundos en recuperar el arma, momentos que se hicieron angustiosos al ver que el otro perro, sólo atontado, comenzaba a sacudirse.

—¡Maldito seas, drow! —rugió McGristle otra vez.

Drizzt comprendió la referencia al linaje, y pudo adivinar el resto. Quería ayudar al hombre caído, en la convicción de que quizá podía establecer el camino de una comunicación más civilizada, pero le pareció que no podría contar con la colaboración del otro perro. Con una última mirada al trasgo que había iniciado todo el problema, Drizzt salió del bosque y escapó a las montañas.

—¡Tendríamos que haber atrapado a la pantera! —protestó Bartholemew Thistledown mientras la tropa regresaba al bosquecillo de zarzamoras—. ¡Si McGristle hubiese estado donde dijo que estaría, no se nos habría escapado! ¿Dónde está ahora ese tipo?

Los gritos de «¡Drow, drow!» procedentes del grupo de arces respondieron la pregunta de Bartholemew. Los granjeros echaron a correr y encontraron a Roddy todavía bien sujeto por las ramas del árbol caído.

—¡Maldito drow! —chilló Roddy—. ¡Mató a mi perro! ¡Condenado drow! —Se llevó una mano a la oreja izquierda cuando le liberaron un brazo pero descubrió que ya no la tenía—. ¡Maldito drow! —repitió.

Connor Thistledown no ocultó el orgullo ante la confirmación de su relato, que había sido puesto en duda, pero el mayor de los hijos Thistledown fue el único complacido con la inesperada proclama de Roddy. Los otros granjeros eran mayores que Connor; comprendían muy bien las graves implicaciones de tener a un elfo oscuro en la región.

Benson Delmo, secándose el sudor de la frente, no hizo ningún secreto de lo que opinaba ante la noticia. De inmediato se volvió hacia el granjero que tenía a su lado, un joven conocido por su habilidad como jinete.

—¡Ve a Sundabar! —le ordenó el alcalde—. ¡Busca un vigilante ahora mismo!

Al cabo de unos minutos, Roddy quedó libre. El perro herido estaba a su lado, pero la comprobación de que uno de sus preciosos animales había sobrevivido fue un pobre consuelo para el hombre.

—¡Maldito drow! —vociferó Roddy quizá por centésima vez, mientras se enjugaba la sangre de la mejilla—. ¡Ya me encargaré yo de acabar con ese condenado drow!

Furioso, descargó a Bleeder con una sola mano contra el tronco de otro arce cercano, y a punto estuvo de talarlo.