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Un recuerdo vuelve a la vida

La primera nevada de la estación cayó lentamente sobre el valle del Viento Helado; los grandes copos flotaban en una danza zigzagueante, muy distinta de las fuertes ventiscas habituales de la región. La joven Catti-brie contemplaba con gran deleite cómo caía la nieve desde la entrada de la caverna que era su hogar; los reflejos del blanco manto del suelo realzaban el tono azul oscuro de sus ojos.

—Tarda en venir, pero es muy duro cuando llega —gruñó Bruenor Battlehammer, un enano de barba roja, cuando se reunió con Catti-brie, su hija adoptiva—. Seguro que tendremos otro invierno muy duro, como siempre en este valle.

—¡Oh, papá! —exclamó Catti-brie, severa—. ¡Deja ya de quejarte! ¡Es precioso ver cómo cae la nieve, y no molesta porque no la acompaña el viento!

—¡Humanos! —protestó el enano burlón, todavía a espaldas de la muchacha.

Catti-brie no podía verle la expresión, tierna a pesar de las protestas, pero no le hacía falta. Sabía que Bruenor era un cascarrabias y gruñón incorregible.

De pronto la muchacha se volvió hacia el enano, y sus largos rizos castaños rojizos flotaron por delante de su rostro.

—¿Puedo salir a jugar? —preguntó con una sonrisa de entusiasmo—. ¡Sí, por favor, papá!

—¡Salir! —gritó Bruenor, que intentó mostrar un aspecto feroz—. ¡Nadie sino un loco espera la llegada del invierno en este valle para salir a jugar! ¡Muestra un poco de sentido común, muchacha! ¡Te congelarás!

—¡Bien dicho para un enano! —replicó Catti-brie, dispuesta a no dar el brazo a torcer, para horror de Bruenor—. ¡Estás hecho para vivir en un agujero y, cuanto menos ves el cielo, más sonríes! Pero me espera un invierno muy largo, y esta puede ser la última ocasión de ver el cielo. Por favor, papá.

Bruenor no pudo resistir el encanto de su hija y abandonó la expresión severa, pero tampoco quería verla fuera de la caverna.

—Tengo miedo de que algo ronde por ahí fuera —explicó con su mejor tono de autoridad—. Lo presentí hace unas noches cuando subía la ladera, aunque no lo he visto. Quizá se trate de un león blanco o de un oso. Lo mejor…

El enano no acabó la frase porque la expresión desilusionada de Catti-brie acabó con las reticencias.

La muchacha no era ninguna novata en los peligros de la región. Vivía desde hacía más de siete años con Bruenor y el clan de enanos. Una banda de goblins había matado a los padres de Catti-brie cuando era muy pequeña, y, aunque era humana, Bruenor la había criado como si fuera su auténtica hija.

—¡Eres muy tozuda, muchacha! —dijo Bruenor en respuesta al evidente desconsuelo de Catti-brie—. ¡De acuerdo, puedes salir a jugar, pero no vayas demasiado lejos! ¡No pierdas de vista las cavernas, jovencita, y recuerda llevar una espada y un cuerno al cinto!

Catti-brie abrazó a Bruenor y le dio un beso húmedo en la mejilla. El enano se apresuró a secarse el rostro, y protestó a espaldas de la muchacha, que ya corría por el túnel. Bruenor era el líder del clan, duro como el mineral que excavaban. Pero cada vez que Catti-brie le daba un beso en la mejilla, el enano reconocía que lo habían vencido.

—¡Humanos! —gruñó otra vez, y se encaminó hacia el pozo de la mina, dispuesto a machacar una buena cantidad de mineral de hierro para recordarse a sí mismo su dureza.

A la muchacha le resultó muy fácil encontrar una excusa a su desobediencia cuando miró a través del valle desde las primeras estribaciones de la cumbre de Kelvin, a casi cinco kilómetros de la puerta de Bruenor. El enano le había dicho que no perdiera de vista las cuevas, y allí estaban, o al menos se podía apreciar la gran llanura que las rodeaba.

Pero Catti-brie, que se deslizaba sentada por la pendiente cubierta de nieve, no tardó en descubrir que había hecho mal en no atender a las recomendaciones de su padre. Había llegado al final del recorrido, y se frotaba las manos enérgicamente para librarse del frío, cuando oyó un gruñido ronco y amenazador.

—León blanco —susurró Catti-brie, al recordar las sospechas de Bruenor.

Cuando miró hacia atrás, vio que su padre no había acertado del todo. Desde luego se trataba de un gran felino encaramado en un peñasco, pero era negro, no blanco, y se trataba de una pantera enorme, no de un león. Desafiante, Catti-brie empuñó el cuchillo.

—¡No te acerques, gato! —dijo, sólo con un muy leve temblor en la voz, porque sabía que el miedo invita al ataque de los animales salvajes.

Guenhwyvar aplastó las orejas y se dejó caer de panza; después soltó un largo y estruendoso rugido que resonó por todo el valle.

Catti-brie no podía responder al poder de aquel rugido, y a los largos y afilados dientes que mostró la pantera. Buscó con la mirada alguna vía de escape aunque sabía que no podría ponerse fuera del alcance del primer salto de la fiera.

—¡Guenhwyvar! —llamó una voz desde las alturas. Catti-brie miró la extensión blanca y vio una figura esbelta cubierta con una capa que avanzaba con mucho cuidado hacia ella—. ¡Guenhwyvar! —repitió el desconocido—. ¡Ven aquí!

La pantera soltó un fuerte gruñido de protesta, y se alejó, saltando sobre los peñascos cubiertos de nieve y por encima de los pequeños repechos como si corriera sobre un terreno llano.

A pesar del miedo, Catti-brie contempló la marcha de la pantera con gran admiración. Siempre había querido a los animales y a menudo los observaba, pero nunca había visto un movimiento de músculos tan majestuoso. Cuando dejó de mirar a la pantera, advirtió que el desconocido se encontraba detrás de ella. Se volvió, cuchillo en mano. Entonces dejó caer el arma y se le cortó la respiración al verse delante de un drow.

También Drizzt se quedó boquiabierto por el encuentro. Quería asegurarse de que la muchacha se encontraba bien, pero al mirar a Catti-brie olvidó la intención, sobrecogido por los recuerdos.

El elfo observó que tenía más o menos la misma edad que el niño rubio de la granja, y esto lo llevó inevitablemente a revivir el trágico episodio de Maldobar. Después, al mirar con más atención los ojos de Catti-brie, sus pensamientos se volvieron hacia tiempos todavía más lejanos, a los días en que formaba parte de las patrullas de su gente. Los ojos de Catti-brie tenían la misma alegría y el brillo inocente que Drizzt había visto en los ojos de la niña elfo, una niña a la que había salvado de morir a manos de sus compañeros. El recuerdo estremeció a Drizzt, lo hizo retroceder al prado cubierto de sangre en el bosque de los elfos, donde su hermano y los demás drows habían asesinado brutalmente a todos los participantes de una fiesta. En el frenesí del combate, Drizzt había estado a punto de matar a la niña elfa, había estado a punto de seguir el mismo camino oscuro que sus iguales seguían entusiasmados.

Drizzt se libró de estos recuerdos terribles y se dijo a sí mismo que esta era otra niña de otra raza diferente. Se dispuso a saludarla, pero la muchacha había desaparecido.

La palabra maldita, «drizzit», apareció varias veces en los pensamientos del drow mientras se encaminaba de regreso a la cueva, en la cara norte de la montaña donde había instalado su hogar.

Aquella misma noche, el invierno comenzó con toda su fuerza. El viento helado del este sopló desde el glaciar Reghed y trajo consigo la nieve.

Catti-brie contempló la nevada con mirada ausente, convencida de que pasarían muchas semanas antes de que pudiera regresar a la cumbre de Kelvin. No le había mencionado a Bruenor ni a ninguno de los otros enanos la presencia del drow, por miedo al castigo y a que Bruenor pudiera expulsar al elfo oscuro del valle. Mientras miraba cómo se acumulaba la nieve, deseó haber sido más valiente, haberse quedado a hablar con el extraño elfo. Cada aullido del viento aumentaba sus deseos, y la muchacha se preguntó si no habría dejado pasar su única oportunidad.

—Voy a Bryn Shander —anunció Bruenor una mañana, dos meses más tarde. El valle del Viento Helado disfrutaba de una inesperada racha de buen tiempo en el largo invierno de siete meses, un enero de una bonanza muy poco habitual. El enano miró a su hija con aire de sospecha durante un buen rato—. ¿Tienes la intención de salir? —le preguntó.

—Tal vez —respondió Catti-brie—. Las cuevas me agobian y el viento no parece muy frío.

—Le diré a un par de enanos que te acompañen —ofreció Bruenor.

—¡Están demasiado ocupados con el arreglo de las puertas de sus casas! —replicó la muchacha, en un tono demasiado brusco. Catti-brie pensaba que esta era una ocasión perfecta para buscar al drow, y no quería perderla—. ¡No los molestes con algo tan tonto como cuidar de una niña!

—¡Cada día eres más terca y respondona! —afirmó Bruenor, con una mirada suspicaz.

—Lo aprendí de mi padre —dijo Catti-brie con un guiño que evitó nuevas protestas.

—De acuerdo, cuídate —manifestó Bruenor—, y no…

—… pierdas de vista las cavernas —acabó Catti-brie por él.

Bruenor dio media vuelta y salió de la cueva, sin dejar de rezongar y maldiciendo el día que había tomado a una humana por hija. La muchacha rio ante el enojo simulado.

Una vez más fue Guenhwyvar la que encontró primero a la muchacha. Catti-brie se había marchado sin perder un segundo hacia la montaña, y avanzaba por los senderos más al oeste cuando vio a la pantera negra más arriba, que la vigilaba desde un espolón.

Guenhwyvar —llamó la niña, recordando el nombre que había empleado el drow. La pantera gruñó y bajó de un salto, para acercarse—. ¿Guenhwyvar? —repitió, menos segura, cuando vio a la pantera mucho más cerca. Guenhwyvar levantó las orejas ante la segunda mención de su nombre, relajó los músculos. Catti-brie avanzó cautelosa, un paso a la vez—. ¿Dónde está el elfo oscuro, Guenhwyvar? —preguntó en voz baja—. ¿Puedes llevarme a donde está él?

—¿Y por qué quieres ir a verlo? —inquirió una voz.

Catti-brie se quedó inmóvil, al recordar la voz suave y melódica, y se volvió poco a poco para mirar al drow. Sólo estaba a tres pasos de distancia, y la mirada de los ojos lila buscó la suya tan pronto como se enfrentaron. La muchacha no sabía qué decir, y él, absorto otra vez en sus recuerdos, no dijo nada y esperó, sin dejar de mirarla.

—¿Tú eres un drow? —preguntó Catti-brie cuando el silencio se hizo insoportable.

En el mismo momento de pronunciar las palabras se reprochó a sí misma el haber hecho una pregunta tan estúpida.

—Lo soy —respondió Drizzt—. ¿Qué significa para ti?

—He escuchado decir que los drows son malvados, pero tú no lo pareces —dijo Catti-brie, un tanto desconcertada por la extraña respuesta.

—Entonces has corrido un gran riesgo al venir hasta aquí sola —comentó Drizzt—. Pero no temas —se apresuró a añadir al ver la súbita inquietud de la muchacha—, porque no soy un malvado y no te haré ningún daño.

Después de muchos meses de soledad en su cueva, Drizzt no quería que el encuentro acabara tan pronto.

—Me llamo Catti-brie —se presentó la muchacha, dispuesta a creer en la palabra del elfo oscuro—. Mi padre es Bruenor, rey del clan Battlehammer. —Drizzt torció la cabeza lleno de curiosidad—. Los enanos —explicó Catti-brie, señalando hacia el valle. Comprendió el desconcierto de Drizzt en cuanto pronunció las palabras—. No es mi padre verdadero. Bruenor me recogió cuando yo no era más que un bebé, porque a mis padres los…

No pudo acabar la frase pero no hizo falta. Drizzt entendió perfectamente su expresión de dolor.

—Mi nombre es Drizzt Do’Urden —manifestó el drow—. Encantado de conocerte, Catti-brie, hija de Bruenor. Es bueno tener alguien con quien poder hablar. Durante todas estas semanas de invierno, sólo he tenido la compañía de Guenhwyvar, cuando la pantera está por aquí, y mi amiga no dice mucho, desde luego.

Catti-brie mostró una sonrisa de oreja a oreja. Echó una mirada por encima del hombro a la pantera, que descansaba tendida en el sendero.

—Es una pantera muy hermosa —opinó Catti-brie, y Drizzt no dudó de la sinceridad de sus palabras, o de la admiración en su mirada.

—Ven aquí, Guenhwyvar —la llamó Drizzt.

La pantera se desperezó y se levantó sin prisas. Después caminó hasta situarse junto a Catti-brie, y Drizzt asintió al deseo obvio aunque no expresado de la muchacha.

Al principio con un poco de desconfianza, y luego con firmeza, Catti-brie acarició la suave piel de la pantera, y sintió el poder y la perfección de la bestia. Guenhwyvar aceptó las caricias sin protestar, e incluso empujó a Catti-brie pidiéndole más mimos cuando ella se detuvo un momento.

—¿Has venido sola? —preguntó Drizzt.

—Mi papá dice que no debo perder de vista las cuevas —repuso la muchacha con una carcajada—. Desde aquí se ven muy bien, ¿no crees?

Drizzt miró hacia el valle, a la lejana pared de piedra que se alzaba a varios kilómetros de distancia.

—A tu padre no le gustará. Esta tierra no es muy pacífica. Llevo en la montaña sólo dos meses, y ya he tenido que luchar en dos ocasiones contra una bestia peluda blanca que no conozco.

—Yetis de la tundra —explicó Catti-brie—. Tú debes de vivir en la cara norte. Los yetis no vienen a este lado de la montaña.

—¿Cómo lo sabes? —replicó Drizzt, sarcástico.

—Nunca he visto a ninguno —declaró Catti-brie—, pero no los temo. Vine a buscarte y te he encontrado.

—Así es. ¿Y ahora qué? —inquirió el drow. Catti-brie encogió los hombros y volvió a acariciar a Guenhwyvar—. Ven —añadió Drizzt—. Busquemos un lugar más cómodo donde poder hablar. El resplandor de la nieve me hace daño en los ojos.

—¿Estás habituado a los túneles oscuros? —lo interrogó Catti-brie, ansiosa por escuchar relatos de las tierras más allá de la frontera de Diez Ciudades, el único lugar que conocía.

Drizzt y la muchacha pasaron un maravilloso día juntos. El drow le habló de Menzoberranzan, y Catti-brie le relató historias del valle del Viento Helado y de su vida con los enanos. Drizzt tenía mucho interés en saber cosas de Bruenor y su gente, a la vista de que los enanos eran sus más cercanos, y más temidos, vecinos.

—Bruenor habla con la aspereza de las piedras, pero yo lo conozco muy bien —le aseguró Catti-brie al drow—. Es muy bueno, y también lo son todos los demás.

Drizzt se alegró al escuchar sus palabras, y también lo alegró este encuentro, tanto por lo que significaba tener un amigo como porque disfrutaba con la compañía de una muchacha tan vivaz. La energía y las ganas de vivir de Catti-brie eran admirables. En su presencia, el drow se olvidaba de los episodios trágicos y se complacía de haber salvado la vida de la niña elfa. La cantarina voz de Catti-brie y la manera despreocupada en que movía los cabellos sobre los hombros lo aliviaba del peso de la culpa con la misma facilidad con que un gigante arroja un guijarro.

Podrían haber continuado con las historias durante días y semanas, pero cuando Drizzt observó que el sol se acercaba al horizonte, comprendió que había llegado el momento de que la muchacha regresara a su casa.

—Te acompaño —ofreció el drow.

—No —dijo Catti-brie—. No es prudente. Bruenor no lo entendería y me vería metida en un buen lío. ¡No te preocupes, volveré! ¡Conozco estos senderos mucho mejor que tú, Drizzt Do’Urden, y no podrías seguirme, aunque lo intentases!

Drizzt se rio ante el desafío pero casi la creyó. Se pusieron en marcha de inmediato en dirección a la estribación sur, donde se dijeron adiós y prometieron volver a encontrarse en cuanto se produjera otra mejora en el tiempo, o, de no ser así, en primavera.

La muchacha caminaba sobre nubes cuando entró en las cavernas de los enanos, pero le bastó ver la agria cara de su padre para perder la alegría. Bruenor había ido aquella mañana a Bryn Shander para tratar unos asuntos con Cassius. El enano no se había sentido muy feliz cuando le informaron que un elfo oscuro había instalado su hogar muy cerca del suyo, aunque suponía que a la muchacha —siempre tan curiosa— le parecería fantástico.

—No te acerques nunca más a la montaña —le advirtió Bruenor en cuanto la vio llegar.

—Pero papá… —intentó protestar Catti-brie.

—¡Nada de pero! —exclamó el enano—. No volverás a pisar la montaña sin mi permiso. Me ha dicho Cassius que hay un elfo oscuro. ¡Prométeme que no irás!

Catti-brie asintió desconsolada, y siguió a Bruenor, consciente de que le costaría mucho hacer cambiar de opinión a su padre, pero también segura de que Bruenor estaba muy equivocado respecto al drow.

Llegó otra racha de buen tiempo al cabo de un mes, y Catti-brie mantuvo su promesa. No puso un pie en la cumbre de Kelvin, sino que recorrió los senderos del valle al pie de la cumbre, llamando a gritos a Drizzt y a Guenhwyvar. El drow y la pantera, que llevaban ya rato en la zona, no tardaron en reunirse con ella. Esta vez instalados en el fondo del valle compartieron más historias y la merienda que había llevado la muchacha.

Cuando Catti-brie regresó a las cuevas con la puesta de sol, Bruenor, que sospechaba de ella, le preguntó si había mantenido la palabra dada. El enano siempre había confiado en su hija, pero la respuesta afirmativa no disminuyó sus sospechas.