Años y kilómetros
La Fonda Campesina de Westbridge era el punto de reunión favorito de los viajeros que recorrían la gran carretera que se extendía entre las dos grandes ciudades norteñas de Aguas Profundas y Mirabar. Aparte de una buena cama a precio módico, la fonda contaba con la taberna y el comedor de Derry, un local famoso por las historias que contaban los parroquianos. Cualquier noche de la semana, el visitante podía encontrar aventureros de regiones tan distantes como Luskan y Sundabar. El hogar siempre estaba bien abastecido de leña, las copas eran abundantes, y los relatos que se escuchaban eran de aquellos que se repetirían después por todos los Reinos.
Roddy mantuvo la capucha de la mugrienta capa bien prieta sobre la cabeza, para ocultar las cicatrices del rostro, mientras devoraba su ración de cordero y galletas. El viejo perro amarillo permanecía sentado junto a la silla, sin dejar de gruñir, y de vez en cuando Roddy dejaba caer un trozo de carne.
El hambriento cazador de recompensas no levantaba la cabeza del plato, pero sus ojos, inyectados en sangre, no dejaban de mirar con desconfianza desde las sombras de la capucha. Conocía a algunos de los rufianes presentes esta noche en el local, ya fuera personalmente o por su reputación, y no confiaba en ellos, así como ellos, si eran inteligentes, no confiarían en él.
Un hombre alto reconoció al perro de Roddy cuando pasó junto a la mesa y se detuvo con la idea de saludar al cazador de recompensas. Pero enseguida siguió su camino, al comprender que no valía la pena hacer el esfuerzo con alguien de la calaña de McGristle. Nadie sabía qué había ocurrido años atrás en las montañas cercanas a Maldobar, pero Roddy había dejado aquella región profundamente afectado, en cuerpo y alma. Siempre de mal genio, McGristle no hacía más que gruñir y refunfuñar a todas horas.
Roddy mordisqueó la pata de cordero un poco más, dio el hueso al perro y se limpió las grasientas manos en la capa, apartando sin darse cuenta el lado de la capucha que ocultaba las cicatrices. Se apresuró a colocarla correctamente, y su mirada recorrió el salón para saber si alguien lo había advertido. Una expresión de disgusto les habría costado la vida a varios hombres. McGristle no estaba para bromas cuando se trataba de sus cicatrices. Nadie parecía haberlo visto. Todos aquellos que no tenían la nariz metida en el plato, se encontraban en la barra, discutiendo a todo pulmón.
—¡No es verdad! —gruñó un hombre.
—¡Ya te he dicho lo que vi! —respondió otro—. ¡Y no es ninguna mentira!
—¡Para ti! —gritó el primero, y un tercero añadió—: ¡No lo reconocerías aunque lo hubieses visto!
Varios parroquianos se amontonaron, hombro con hombro.
—¡Silencio! —ordenó una voz. Un hombre se apartó del grupo y señaló a Roddy, quien, al no reconocer al individuo, alargó la mano hacia el hacha de guerra—. ¡Preguntadle a McGristle! ¡Él conoce a los elfos oscuros mejor que nadie!
Una docena de conversaciones se iniciaron al unísono mientras todo el grupo, como una gran masa amorfa, se acercaba a Roddy, que ya había soltado el hacha y ahora mantenía las manos cruzadas sobre la mesa.
—Usted es McGristle, ¿no es así? —preguntó el hombre con un tono muy respetuoso.
—Es posible —respondió Roddy con voz serena, disfrutando de la atención.
No lo había rodeado tanta gente interesada en oír sus palabras desde el día en que habían encontrado los cadáveres de la familia Thistledown.
—Bah —dijo alguien desde el fondo—. ¿Qué sabe él de elfos oscuros?
La furiosa mirada de Roddy ante el comentario hizo retroceder un paso a los que estaban en primera fila, y el cazador de recompensas no pasó por alto este hecho. Le gustaba la sensación de ser importante, de ser temido y respetado.
—El drow mató a mi perro —declaró con voz áspera. Tendió una mano y levantó al perro por el pescuezo para mostrar la cicatriz en la cabeza del animal—, y a este lo dejó malherido. El maldito elfo oscuro —añadió lentamente, al tiempo que apartaba la capucha— me hizo esto.
Roddy casi siempre ocultaba las horribles cicatrices, pero las exclamaciones y los murmullos de los presentes fueron un halago para el cazador de recompensas. Volvió la cara hacia un lado, para que pudieran ver mejor, y saboreó la reacción todo lo que pudo.
—¿De piel negra y pelo blanco? —preguntó un hombre bajo y gordo, el mismo que había dado origen a la discusión en la barra con el relato sobre el elfo oscuro.
—No podría ser de otra manera si era un elfo oscuro —aseguró Roddy.
El hombre miró a los demás con aire de triunfador.
—Es lo que he intentado decirles —manifestó el hombre—. Dicen que vi a un elfo sucio, o quizás un orco. Pero ¡yo sabía que era un drow!
—Si ha visto a un drow —dijo Roddy muy serio y enfático, dando importancia a cada palabra—, entonces sabe que ha visto a un drow. ¡Y no olvidará que ha visto a un drow! ¡Cualquiera que dude de su palabra, que vaya y busque a un drow! ¡Ya volverá a pedirle disculpas!
—Pues yo he visto a un elfo oscuro —proclamó el hombre—. Había acampado en Lurkwood, al norte de Grunwald. Una noche muy tranquila, pensé, así que hice una gran hoguera para protegerme del viento helado. Entonces apareció ese extraño sin ninguna advertencia, sin decir una palabra. —Ahora todos estaban pendientes del relato, y lo escuchaban mejor dispuestos tras la confirmación del cazarrecompensas—. ¡Sin una palabra o llamada! ¡Nada! —añadió el hombre—. Mantenía la capucha baja, y tenía un aire sospechoso, así que le dije: «¿Qué hace por aquí?». «Busco un lugar donde mis compañeros y yo podamos pasar la noche», respondió tan tranquilo. A mí me pareció una respuesta razonable, pero no confiaba en aquella capucha ceñida. «Aparte entonces la capucha —dije yo—. No comparto nada con un hombre sin verle antes la cara.» Pensó en mis palabras durante unos instantes, y entonces levantó las manos, poco a poco.
El hombre imitó el movimiento con la mirada puesta en los demás para asegurarse de que le dedicaban toda la atención.
—¡No me hizo falta ver más! —gritó el hombre de pronto, y los presentes, a pesar de que habían escuchadlo el relato unos minutos antes, dieron un respingo—. Las manos eran negras como el carbón y delgadas como las de un elfo. Entonces supe, aunque no me pregunten cómo, que me encontraba delante de un drow. ¡Digo que era un drow, y que cualquiera que dude de mis palabras que vaya y busque uno!
—Al parecer, no hago más que escuchar historias de drows desde hace un tiempo —comentó Roddy, con una mirada de aprobación al hombre gordo.
—Yo sólo he escuchado una —intervino otro contertulio—. Quiero decir, hasta que hablamos con usted y nos enteramos de su batalla. O sea que son dos drows en seis años.
—Como he dicho —contestó Roddy muy serio—, al parecer no hago más que…
Roddy no acabó la frase porque su publico estalló en una carcajada estruendosa. Para él era como si hubieran vuelto los viejos tiempos, los días en que todos esperaban ansiosos poder escuchar sus relatos. El único que no se reía era el hombre gordo, demasiado asustado tras revivir el encuentro con el drow.
—Sin embargo —dijo casi a gritos para hacerse oír sobre el barullo— cuando pienso en aquellos ojos lila que me miraban desde las sombras de la capucha…
La sonrisa de Roddy desapareció al instante al escuchar esta información.
—¿Ojos lila? —exclamó Roddy con voz ahogada.
Conocía a muchas criaturas que utilizaban visión infrarroja, cosa bastante frecuente en los habitantes de la Antípoda Oscura, y sabía que, por lo general, sus ojos tenían el aspecto de puntos rojos. Él todavía recordaba claramente los ojos lila que lo habían observado mientras permanecía atrapado entre las ramas del arce. En aquel momento había sabido, como sabía ahora, que los ojos lila eran una rareza incluso entre los elfos oscuros.
Los integrantes del grupo más cercanos a Roddy dejaron de reír al creer que la pregunta del montañés ponía en duda la veracidad del relato.
—Eran lila —repitió el hombre gordo, aunque sin mucha convicción en su voz temblorosa.
Los demás aguardaron el rechazo o la aprobación de Roddy, para saber si debían reírse o no del relator.
—¿Qué armas llevaba el drow? —inquirió Roddy, al tiempo que se ponía de pie con una mueca feroz.
—Espadas curvas —tartamudeó el hombre, después de pensar un instante.
—¿Cimitarras?
—Cimitarras —asintió el otro.
—¿El drow dijo su nombre? —preguntó Roddy y, cuando el hombre vaciló, lo cogió del cuello y lo arrastró sobre la mesa—. ¿El drow dijo su nombre? —repitió el cazador de recompensas, lanzando el aliento directamente al rostro del hombre.
—No… eh, Driz…
—¿«Drizzit»? —El hombre encogió los hombros, y Roddy lo volvió a poner sobre sus pies—. ¿Dónde? —rugió el montañés—. ¿Y cuándo?
—En Lurkwood —contestó el hombre con un temblor—. Hace tres semanas. Supongo que el drow se dirigía a Mirabar con los frailes plañideros.
La mayoría de los presentes gimió al escuchar el nombre de los fanáticos religiosos. Los frailes plañideros eran una banda de zaparrastrosos penitentes mendicantes que creían, o decían creer, que había una cantidad de sufrimiento finita en el mundo. Cuanto más sufrían ellos, decían los frailes, menos sufrimiento quedaba para el resto del mundo. Casi todos despreciaban la orden. Algunos eran sinceros, pero algunos pedían joyas o dinero, prometiendo sufrir horrores por el bien del donante.
—Ellos eran los acompañantes del drow. Siempre van a Mirabar, en busca del frío, cuando llega el invierno.
—Un camino muy largo —comentó alguien.
—Larguísimo —dijo otro—. Los frailes plañideros siempre escogen el camino del túnel.
—Quinientos kilómetros —señaló el hombre que había reconocido a Roddy, en un intento por serenar al cazador de recompensas. Roddy ni lo escuchó. Seguido por el perro, dio media vuelta y salió de la taberna con un portazo dejando al grupo absolutamente pasmado—. Fue «Drizzit» el que mató al perro y le cortó la oreja a Roddy —añadió el hombre, esta vez para los presentes.
No sabía si era el nombre verdadero del drow; era una suposición basada en la reacción de Roddy. Ahora todos se reunieron a su alrededor para escuchar la historia de Roddy McGristle y el drow de los ojos lila. Como buen parroquiano de la taberna de Derry, la falta de datos precisos no era un obstáculo para un buen relato. Enganchó los pulgares en el cinturón y comenzó; cuando no sabía una cosa, decía lo que sonaba mejor y continuaba tan tranquilamente.
Desde la calle se podían escuchar las exclamaciones y los aplausos de los oyentes, pero Roddy McGristle y el perro amarillo, que avanzaban ya con la carreta por el fango de la carretera, no se enteraron.
—¿Eh, qué-haces? —rezongó una voz desde el interior de un saco, detrás del asiento de Roddy. Tephanis asomó la cabeza—. ¿Por-qué-nos-vamos?
Roddy se giró y le lanzó un sopapo, que Tephanis, aun medio dormido, esquivó con facilidad.
—¡Me has mentido, maldito trasgo! —gruñó Roddy—. Dijiste que el drow había muerto. ¡Pero no es verdad! ¡Va camino de Mirabar, y pienso atraparlo!
—¡Mirabar! —gritó Tephanis—. ¡Demasiado-lejos, demasiado-lejos! —El trasgo y Roddy habían pasado por Mirabar la primavera anterior. A Tephanis le había parecido un lugar horrible, poblado de enanos gruñones y hombres de mirada dura, y para colmo con un viento demasiado frío para su gusto—. ¡Debemos-ir-a-pasar-el-invierno-al-sur! ¡Es-en-el-sur-donde-siempre-hace-calor!
—Olvidaré lo que me has hecho —lo interrumpió Roddy con una mirada furiosa—, si atrapamos al drow.
Le volvió la espalda, y Tephanis volvió a sumergirse en el saco, cariacontecido y preguntándose si la compañía de Roddy McGristle se merecía tantos sacrificios.
Roddy condujo a través de la noche, agachado sobre las riendas para urgir al caballo, sin dejar de repetir:
—¡Seis años!
Drizzt se acomodó junto al fuego, que ardía en una vieja cuba de mineral que había encontrado el grupo. Este sería el séptimo invierno del drow en la superficie, pero todavía le molestaba el frío. Había pasado décadas —y su pueblo había vivido así durante milenios— en la atmósfera siempre cálida de la Antípoda Oscura. A pesar de que todavía faltaban meses para la llegada del invierno, ya se anunciaba en los vientos helados que soplaban de las montañas llamadas la Columna del Mundo. Drizzt sólo llevaba una vieja manta, fina y desgarrada, sobre la ropa, la cota de mallas y el cinturón con las armas.
El drow sonrió al advertir la discusión de los compañeros sobre quién sería el siguiente en beber de la botella de vino que les habían dado, y sobre la cantidad bebida por el último de ellos. Drizzt se encontraba solo junto a la cuba; los frailes plañideros, si bien no lo rechazaban, tampoco se le acercaban mucho. El elfo lo aceptaba y comprendía que los fanáticos aceptaban su presencia por razones prácticas. Algunos miembros de la banda llegaban a disfrutar con los ataques de los diversos monstruos de la región, pero los más pragmáticos apreciaban tener a un drow bien armado y experto que los protegiera.
La relación también era conveniente para Drizzt, aunque poco gratificante. Había dejado el huerto de Mooshie lleno de esperanza, aunque era una esperanza moderada por las verdades de su existencia. Una y otra vez se había presentado en los pueblos y lo habían rechazado con una barrera de insultos, desprecios y armas desenfundadas. En cada ocasión, había hecho caso omiso del rechazo. Fiel a su espíritu de vigilante —porque Drizzt era ahora un vigilante, por entrenamiento y corazón—, aceptaba su destino con estoicismo.
Sin embargo, el último rechazo le había demostrado que su voluntad comenzaba a flaquear. En Luskan, una ciudad en la Costa de la Espada, no habían sido los guardias quienes lo habían rechazado, porque ni siquiera llegó a presentarse ante las puertas. Sus propios temores lo habían mantenido apartado, y este hecho lo asustaba más que cualquier arma. En la carretera que llevaba a la ciudad, Drizzt había encontrado al grupo de los frailes plañideros, y los parias lo habían aceptado, en parte porque no tenían medios para alejarlo y también porque, en su desgracia, no los preocupaban las diferencias raciales. Incluso dos del grupo se habían arrojado a los pies del drow, y le habían rogado que descargara contra ellos la «malignidad de los elfos oscuros» y los hiciera sufrir.
A lo largo de la primavera y el verano, la relación había evolucionado, y ahora Drizzt actuaba de guardián silencioso mientras los frailes continuaban con las prácticas de mendicidad y sufrimiento. En conjunto, era una situación bastante desagradable, e incluso falsa, pero el drow no había encontrado nada mejor.
El elfo contempló el fuego y pensó en su destino. Aún tenía a Guenhwyvar, y en varias ocasiones había hecho buen uso de las cimitarras y el arco. Cada día se repetía que, además de ayudar a los fanáticos hasta cierto punto indefensos, también servía a Mielikki y a sus principios. De todas maneras, no tenía mucho respeto por los frailes y no podía considerarlos amigos. Al observar a los cinco hombres borrachos, que discutían entre ellos, pensó que nunca lo serían.
—¡Pégame! ¡Azótame! —gritó de pronto uno de los frailes, que echó a correr hacia la cuba. Tropezó con el drow, y el joven lo sostuvo en pie, aunque sólo un instante—. ¡Descarga tu maldad drow sobre mi cabeza! —farfulló el fraile mugriento y sin afeitar, y su esquelético cuerpo cayó al suelo hecho un ovillo.
Drizzt le volvió la espalda, sacudió la cabeza y, con un gesto inconsciente, metió la mano en la bolsa para sentir el contacto de la estatuilla de ónice y recordar que no estaba solo. Sobrevivía, mantenía una batalla interminable y solitaria, pero distaba mucho de estar satisfecho. Había encontrado un lugar, no un hogar.
—Como el huerto sin Montolio —murmuró el drow—. Sin un hogar.
—¿Has dicho algo? —preguntó un fraile gordo, el hermano Mateo, que se acercaba para recoger al compañero borracho—. Perdona al hermano Jankin, amigo mío. Creo que ha bebido demasiado.
La sonrisa de Drizzt le dijo que no se consideraba ofendido, pero las palabras que pronunció después cogieron por sorpresa al hermano Mateo, el líder y el más inteligente del grupo… aunque no el más honrado.
—Completaré con vosotros el viaje hasta Mirabar —anunció Drizzt—, y después me iré.
—¿Te irás? —preguntó Mateo, preocupado.
—Este no es mi lugar —contestó Drizzt.
—Diez Ciudades es el lugar —exclamó Jankin.
—Si alguien te ha ofendido… —dijo Mateo, sin hacer caso al borracho.
—Nadie —respondió Drizzt con una sonrisa—. Para mí hay algo más en la vida, hermano Mateo. No te enfades, te lo ruego, pero me marcho. No es una decisión tomada a la ligera.
—Como quieras —repuso Mateo después de considerar un momento la situación—. ¿Sería mucho pedir que nos escoltaras a través del túnel hasta Mirabar?
—¡Diez Ciudades! —insistió Jankin—. ¡Aquel es el lugar para sufrir! A ti también te gustará, drow. Una tierra de renegados, donde un bribón puede encontrar su lugar…
—A menudo hay ladrones que se ocultan en las sombras para asaltar a los frailes desarmados —lo interrumpió Mateo, al tiempo que sacudía a Jankin.
Drizzt hizo una pausa para reflexionar en las palabras de Jankin, que acababa de desmayarse, y luego se dirigió a Mateo.
—¿No es la razón por la que escogéis la ruta del túnel para entrar en la ciudad? —inquirió. El túnel estaba reservado a los carros cargados de minerales, provenientes de la Columna del Mundo, pero los frailes iban siempre por allí, a pesar de los riesgos, para poder dar un rodeo completo a la ciudad antes de entrar en ella—. ¿Para ser víctimas y sufrir? Sin duda, el camino será menos difícil ahora que faltan meses para la llegada del invierno.
A Drizzt no le gustaba el túnel de Mirabar. Todo aquel con quien se cruzara allí descubriría su identidad antes de que pudiera ocultarla. Ya lo habían detenido en los dos viajes anteriores.
—Los demás insisten en que pasemos por el túnel, aunque nos aparta muchos kilómetros de nuestro destino —contestó Mateo, con un tono un poco más duro—. Pero yo prefiero otras formas de sufrimiento más personales y apreciaría tu compañía hasta Mirabar.
Drizzt tuvo ganas de pegarle cuatro gritos al fraile mentiroso. Mateo consideraba un suplicio perderse una comida y sólo mantenía esta fachada porque muchas personas ingenuas daban monedas a los fanáticos con sotanas, aunque sólo fuera por librarse de ellos.
El drow asintió y observó cómo Mateo se llevaba a Jankin a rastras.
—Después me iré —murmuró para sí mismo.
Podía repetirse hasta el cansancio que servía a su diosa y a su corazón al proteger a los frailes desamparados, pero su comportamiento a menudo contradecía lo que proclamaban.
—¡Drow! ¡Drow! —balbuceó el hermano Jankin mientras Mateo lo arrastraba hacia donde estaban los demás.