Cuestiones de conciencia
Drizzt dejó que su visión pasara al espectro infrarrojo, la visión nocturna que le permitía ver las variaciones de calor con tanta claridad como veía los objetos a la luz del día. Para sus ojos, las cimitarras resplandecían con el calor de la sangre fresca, y los destrozados cadáveres de los gnolls desparramaban su calor en el aire.
El joven intentó mirar en otra dirección, observar el sendero por el que había partido Guenhwyvar a la caza del quinto gnoll, pero cada vez, la mirada volvía a los gnolls muertos y a la sangre en las armas.
—¿Qué he hecho? —se preguntó Drizzt en voz alta.
Realmente, no lo sabía. Los gnolls habían hablado de matar niños, un pensamiento que despertaba la ira en su interior, pero ¿qué sabía él del conflicto entre los gnolls y los humanos de la aldea? Tal vez los humanos, incluso los niños humanos, eran monstruos. Quizás habían atacado el poblado gnoll y asesinado sin piedad. Tal vez los gnolls pretendían contraatacar porque no tenían otra elección, porque tenían que defenderse.
Drizzt apartó la mirada de la horrible escena y de pronto echó a correr en busca de Guenhwyvar, confiando en poder alcanzar a la pantera antes de que matara al quinto gnoll. Si podía encontrar a la criatura y capturarla, quizá consiguiera algunas respuestas.
Se movió con paso ágil y elástico, sin hacer apenas ruido mientras cruzaba los matorrales a lo largo del sendero. Podía ver sin problemas las huellas del gnoll y también las de Guenhwyvar, que le seguía el rastro. Cuando por fin llegó al bosquecillo aún esperaba tener éxito. El corazón le dio un vuelco al ver a la pantera echada junto al último gnoll.
Guenhwyvar miró a Drizzt con curiosidad mientras el joven se acercaba evidentemente nervioso.
—¿Qué hemos hecho, Guenhwyvar? —susurró Drizzt. La pantera inclinó la cabeza como si no le hubiese entendido—. ¿Quién soy yo para juzgar quién debe morir? —añadió, más para sí mismo que para el felino. Se apartó de Guenhwyvar y del gnoll muerto y se acercó a un arbusto frondoso donde poder limpiar la sangre de las cimitarras—. Los gnolls no me atacaron cuando me tuvieron a su merced en el arroyo. Y les he pagado derramando su sangre.
Drizzt se volvió hacia Guenhwyvar mientras hacía esta proclama, como si esperara y hasta deseara que la pantera le reprochara su conducta, que lo condenara para así justificar su culpa. Guenhwyvar no se había movido antes y tampoco lo hizo ahora. Los grandes ojos de la pantera, con un brillo amarillo verdoso en la oscuridad, no taladraron a Drizzt, no lo acusaron por las acciones cometidas.
Drizzt comenzó a protestar, en un deseo de refocilarse en la culpa, pero la tranquila aceptación de Guenhwyvar se mantuvo incólume. En la época en que habían vivido solos en las profundidades de la Antípoda Oscura, cuando Drizzt había cedido a los impulsos salvajes que lo llevaban a matar, Guenhwyvar lo había desobedecido en algunas ocasiones, incluso había llegado a marcharse al plano astral por propia voluntad. Ahora, en cambio, no daba ninguna señal de sentirse descontenta. Guenhwyvar se levantó, sacudió el cuerpo para limpiar la sedosa piel negra de polvo y hojas y, acercándose a Drizzt, lo frotó con el morro.
Poco a poco, Drizzt se relajó. Limpió las cimitarras nuevamente, esta vez en la hierba espesa, y las guardó en las vainas; después puso una mano sobre la enorme cabeza de Guenhwyvar como una expresión de afecto.
—Ellos mismos se señalaron como malvados —musitó el drow como un consuelo—. Sus intenciones forzaron mi intervención.
A su tono le faltaba convicción, pero por el momento, Drizzt no podía hacer otra cosa que creerlo. Respiró con fuerza para tranquilizarse y buscó en su interior la fuerza que necesitaría. Al comprender que Guenhwyvar llevaba a su lado mucho tiempo y que necesitaba regresar al plano astral, metió la mano en la bolsa colgada del cinturón.
Antes de que Drizzt pudiera sacar la estatuilla de ónice de la bolsa, la pantera levantó una pata y le apartó la mano. Drizzt miró a Guenhwyvar sorprendido, y el felino estuvo a punto de derribarlo al recostarse contra él.
—¡Mi leal amiga! —exclamó Drizzt, al ver que la pantera deseaba permanecer a su lado a pesar del agotamiento.
Sacó la mano de la bolsa y, rodilla en tierra, abrazó a Guenhwyvar. A continuación, se alejaron del bosquecillo.
Drizzt no durmió aquella noche, sino que se dedicó a mirar las estrellas y a pensar. Guenhwyvar percibió su angustia y no se apartó mientras salía y se ponía la luna, y, cuando Drizzt se levantó para ir a saludar el nuevo día, Guenhwyvar lo acompañó. Encontraron una cresta en las estribaciones y se sentaron a contemplar el espectáculo.
Más abajo se apagaban las últimas luces en las ventanas de la aldea agrícola. El horizonte se tiñó de rosa y después de rojo, pero el joven se distraía con otra cosa. Su mirada buscaba las casas; su mente intentaba descubrir la actividad habitual de esta comunidad desconocida y al mismo tiempo encontrar una justificación para los episodios del día anterior.
Sabía que los humanos eran campesinos, y también trabajadores diligentes porque muchos de ellos ya se encontraban en los campos. Si bien esto parecía prometedor, Drizzt no podía hacer suposiciones sobre el comportamiento general de la raza humana.
Entonces, a medida que la luz del día iluminaba progresivamente las construcciones de madera de la aldea y los grandes campos cultivados, Drizzt tomó una decisión.
—Tengo que saber más, Guenhwyvar —dijo con voz suave—. Si yo…, si nosotros queremos permanecer en este mundo, tendremos que aprender cómo son nuestros vecinos.
Drizzt asintió al reflexionar sobre sus palabras. Ya había comprobado, dolorosamente, que no podía ser un observador neutral de la actividad del mundo de la superficie. A menudo la conciencia lo impulsaba a la acción, con una fuerza que no podía resistir. Sin embargo, con un conocimiento tan escaso de las razas que poblaban esta región, podía equivocarse con mucha facilidad. Podía hacer daño a algún inocente, en abierta contradicción con los principios que aspiraba a sostener.
El drow se protegió los ojos de la luz matutina y contempló la aldea lejana como si buscase una respuesta.
—Iré allí —le comunicó a la pantera—. Iré allí, y miraré para poder aprender.
Guenhwyvar permaneció inmóvil escuchando al drow. Si la pantera aprobaba o no, o siquiera si comprendía las intenciones de Drizzt, era algo que el joven no podía saber. Pero esta vez Guenhwyvar no hizo ningún movimiento de protesta cuando Drizzt sacó la estatuilla de ónice. Al cabo de unos segundos, la gran pantera corría por el túnel que conducía a su casa en el plano astral, y Drizzt caminaba en dirección a la aldea humana en busca de respuestas. Sólo hizo una pausa, junto al cadáver del gnoll, para recoger la capa de la criatura. Lo avergonzaba despojar al muerto, pero el frío de la noche le recordó que la pérdida del piwafwi podía tener consecuencias serias.
Hasta este momento, el conocimiento que tenía Drizzt de los humanos y su sociedad era muy limitado. En las profundidades de la Antípoda Oscura, los elfos oscuros tenían poca comunicación con los habitantes de la superficie y sentían poco interés por ellos. La única vez que Drizzt había escuchado hablar de los humanos en Menzoberranzan había sido en la Academia, durante los seis meses pasados en Sorcere, la escuela de hechiceros. Los maestros drows habían advertido a los estudiantes contra el empleo de la magia «como lo hacen los humanos», dando a entender un peligroso descuido por parte de la otra raza.
«Los hechiceros humanos —habían dicho los maestros— tienen tantas ambiciones como los magos drows, pero mientras que un drow puede emplear cinco siglos en conseguir sus objetivos, un humano sólo dispone de unas pocas décadas».
Drizzt no había olvidado las implicaciones de aquella afirmación y las tenía muy presentes en los últimos meses, cuando vigilaba la aldea de los hombres casi a diario. Si todos los humanos, no sólo los hechiceros, eran tan ambiciosos como la mayoría de los drows —fanáticos capaces de gastar medio milenio en conseguir sus metas—, ¿estarían consumidos por una obstinación rayana en la neurastenia? En cualquier caso, Drizzt no perdía la esperanza de que las historias que había escuchado sobre los humanos en la Academia sólo fuesen otra de las tantas mentiras habituales que cercaban a su sociedad en una red de intrigas y paranoias. Quizá los humanos fijaban las metas a un nivel más razonable y encontraban alegría y satisfacción en los pequeños placeres de cada día de su corta existencia.
Drizzt sólo había conocido a un humano durante los viajes por la Antípoda Oscura. Aquel hombre, un mago, se había comportado de una forma irracional, imprevisible, y por último peligrosa. El mago había transformado a un pek, una inofensiva y pequeña criatura humanoide, en un monstruo horrible. Cuando Drizzt y sus compañeros habían ido a la torre del mago para enmendar el hechizo, habían sido recibidos con un rayo mortífero. Al final, el humano había muerto y el amigo de Drizzt, Clak, el pek, no se había podido librar del tormento.
La experiencia había dejado a Drizzt con un regusto amargo. El comportamiento del hombre parecía confirmar las advertencias de los maestros drows. Por lo tanto, Drizzt avanzaba ahora cauteloso hacia el establecimiento humano, apesadumbrado por el creciente temor de que tal vez había cometido un error al matar a los gnolls.
Drizzt escogió observar la misma granja aislada en la parte occidental de la aldea que los gnolls pensaban atacar. Se trataba de un edificio alargado de una sola planta con una puerta y varias ventanas con postigones. En el frente había un porche. Un poco más allá estaba el granero de dos plantas, con puertas dobles del tamaño suficiente para permitir el paso de una carreta. Había unos cuantos cercados de diferentes tamaños y materiales, algunos con gallinas y cerdos, otro con una cabra y varios con hileras de plantas que Drizzt no conocía.
El patio limitaba con los campos de cultivo por tres lados, pero la parte trasera de la casa daba a la ladera de la montaña cubierta de matorrales, árboles y rocas. Drizzt eligió como puesto de observación un pino cercano a una de las esquinas posteriores del edificio, desde donde podía ver la mayor parte del patio, y se instaló oculto por las ramas bajas del árbol.
Los tres hombres adultos de la casa —Drizzt supuso por el parecido que eran tres generaciones— trabajaban en los campos, demasiado lejos de los árboles como para poder distinguir muchos detalles. Más cerca de la casa, una niña casi adolescente y tres niños menores se ocupaban de sus menesteres, cuidaban las gallinas y los cerdos y arrancaban hierbas del huerto. Trabajaban por separado y casi sin conversar, y Drizzt no averiguó gran cosa de las relaciones familiares. Cuando una mujer robusta con el mismo pelo de color trigo que los niños apareció en el porche y tocó una campana enorme, los pequeños trabajadores dieron rienda suelta a su espíritu.
Con fuertes gritos y alaridos, los tres niños corrieron hacia la casa, demorándose sólo lo necesario para tirar verduras podridas contra la hermana mayor. En un primer momento, Drizzt creyó que el bombardeo era el preludio de un conflicto más serio; pero al ver que la muchacha les correspondía de la misma manera, comprendió que sólo se trataba de un juego.
Al poco rato, el más joven de los hombres del campo, probablemente el hermano mayor, llegó al patio a la carrera, dando gritos y esgrimiendo una azada de hierro. La muchacha chilló entusiasmada con la llegada de este nuevo aliado y los tres niños corrieron hacia el porche. El joven fue más veloz; alcanzó al más pequeño de los tres, lo alzó en brazos y lo arrojó de cabeza al abrevadero de los cerdos.
A todo esto, la mujer con la campana sacudía la cabeza y soltaba una retahíla interminable de protestas. Una mujer anciana, de cabellos canos y delgada como una estaca, salió de la casa y, colocándose junto a la primera, sacudió una cuchara de madera con gesto amenazador. Al parecer satisfecho, el joven rodeó con un brazo los hombros de la muchacha y siguieron a los dos niños al interior de la vivienda. El tercer niño salió del agua fangosa y se dispuso a seguirlos, pero la cuchara de madera lo mantuvo a raya.
Drizzt no entendía ni una sola palabra de lo que decían, aunque suponía que las mujeres mayores no estaban dispuestas a permitir la entrada del más pequeño hasta que se secara. El pequeño alborotador musitó algo contra la anciana de la cuchara cuando ella le volvió la espalda y entró en la casa.
Los otros dos hombres, uno con una espesa barba gris y el otro afeitado, llegaron del campo y se acercaron al niño por detrás mientras protestaba. Una vez más, el niño voló por los aires y aterrizó estrepitosamente en el abrevadero. Contentos con su proceder, los hombres entraron en la casa, donde los recibieron con gritos de alegría. El niño empapado soltó un quejido y echó un poco de agua a los morros de un cerdo que se había acercado a investigar.
Drizzt lo observó todo asombrado. No había visto nada concluyente, pero el comportamiento juguetón de la familia y la resignación del perdedor del juego le dieron ánimos. Presentía un espíritu de unidad en el grupo, con todos los miembros trabajando por una meta común. Si esta granja era un reflejo de toda la villa, entonces el lugar sin duda se parecería a Blingdenstone, la ciudad comunal de los enanos de las profundidades, y no a Menzoberranzan.
La tarde transcurrió casi de la misma manera que la mañana, con una mezcla de trabajo y juego en toda la granja. La familia se retiró temprano, y apagaron las lámparas poco después del crepúsculo. Por su parte, Drizzt se adentró un poco más en la espesura de la ladera para reflexionar sobre lo que había visto.
Todavía no podía estar seguro de nada, pero aquella noche durmió más tranquilo, olvidadas por completo las dudas referentes a la muerte de los gnolls.
Durante tres días el drow permaneció en las sombras detrás de la granja, contemplando los trabajos y los juegos de la familia. La intimidad del grupo se hacía cada vez más evidente, y en las ocasiones en que se producía una pelea en serio entre los niños, el adulto más cercano se apresuraba a separarlos y actuaba de mediador para establecer la paz. Invariablemente, al cabo de un rato los enemigos volvían a jugar juntos.
Drizzt ya no tenía dudas. «Cuidado con mis armas, bandidos», les susurró una noche a las silenciosas montañas. El joven drow renegado había decidido que si cualquier gnoll o goblin —o una criatura de alguna otra raza— intentaba atacar a esta familia o a sus propiedades, tendrían que vérselas primero con las cimitarras de Drizzt Do’Urden.
Drizzt comprendía el riesgo que corría observando a la familia. Si los campesinos advertían su presencia —cosa posible—, sin duda se espantarían. Sin embargo, en este momento de su vida, Drizzt estaba dispuesto a aceptarlo, e incluso una parte de él deseaba que lo descubriesen.
Muy temprano por la mañana del cuarto día, antes del amanecer, Drizzt comenzó la ronda diaria por las colinas y bosques que rodeaban la granja solitaria. A la hora que regresó al puesto habitual, la granja estaba en plena actividad. El joven se instaló cómodamente en un lecho de musgo y contempló el cielo despejado.
Menos de una hora después, una figura solitaria salió sigilosa de la casa y caminó en dirección al drow. Se trataba del niño más pequeño, el mocoso rubio que parecía pasar tanto tiempo en el abrevadero, generalmente contra su voluntad.
Drizzt se ocultó detrás del tronco de un árbol cercano, sin saber cuáles eran las intenciones del chico. Comprendió casi de inmediato que no lo había visto, porque el niño entró en la espesura, dijo alguna cosa en dirección a la granja por encima del hombro y trepó por la ladera, silbando alegremente. Drizzt adivinó entonces que el chico había decidido eludir las obligaciones, y casi lo aplaudió por su independencia. En cambio le pareció poco prudente que se alejara de la casa en un terreno tan peligroso. El niño no podía tener más de diez años; era delgado y de aspecto delicado, con grandes e inocentes ojos azules que espiaban por debajo de los rizos rubios. El drow dejó pasar unos segundos para que el niño le sacara ventaja y ver si alguien lo seguía, y después fue tras él dejándose guiar por el silbido.
El niño continuó la marcha ladera arriba sin desviarse, y el elfo oscuro fue tras él un centenar de pasos más atrás, dispuesto a salvarlo de cualquier peligro.
En los túneles de la Antípoda Oscura, Drizzt habría podido acercarse al pequeño —o a un goblin o prácticamente a cualquiera— y palmearle el trasero antes de ser descubierto. Pero después de sólo media hora de persecución, los movimientos y los cambios imprevistos en la velocidad de marcha, unido al hecho de que ya no silbaba, alertaron a Drizzt de que el chico sabía que lo seguían.
Preocupado por la posibilidad de que el niño hubiese advertido la presencia de un tercero, Drizzt llamó a Guenhwyvar con la estatuilla de ónice y, tras enviarla en una maniobra de rodeo, reanudó la marcha con cautela.
Un momento más tarde, cuando escuchó el grito angustiado del niño, el drow desenvainó las cimitarras y se olvidó de cualquier precaución. No podía entender qué decía pero el tono de desesperación era inconfundible.
—¡Guenhwyvar! —llamó el drow, para que la pantera volviera a su lado.
Como no podía esperarla, prosiguió la carrera.
El sendero subía por una cuesta empinada, salía de improviso de los árboles y acababa en el borde de un barranco de unos seis metros de ancho. Un tronco servía de puente, y, colgado casi en el otro extremo, se encontraba el niño. Sus ojos se abrieron considerablemente al ver aparecer al elfo oscuro, cimitarras en mano. Tartamudeó unas palabras que Drizzt no entendió.
Un sentimiento de culpa invadió a Drizzt cuando vio al niño en peligro: el pobre se hallaba en apuros a causa de su persecución. El barranco no era profundo —no más que su ancho—, pero la caída acababa en rocas puntiagudas y zarzas. En un primer instante, Drizzt vaciló, pillado de sorpresa por el súbito encuentro y las inevitables consecuencias; después se olvidó de los problemas personales. Envainó las cimitarras y, cruzando los brazos sobre el pecho como señal de paz, puso un pie en el tronco.
El chico tenía otras ideas. Tan pronto como se recuperó de la conmoción de ver al extraño elfo, se encaramó al borde opuesto y apartó el tronco del soporte. Drizzt retrocedió de un salto mientras el tronco caía al fondo. Entonces el drow comprendió que el niño nunca había estado en peligro, sino que había simulado el riesgo para hacer salir al perseguidor. De paso, si el perseguidor era un miembro de la familia, la añagaza podría haberle evitado el castigo.
Ahora era Drizzt el que estaba en una situación comprometida, pues lo habían descubierto. Intentó pensar en la manera de comunicarse con el niño, explicar su presencia y calmar su miedo. Pero el chico no esperó sus explicaciones. Con los ojos muy abiertos y espantados, trepó por la ladera —por un sendero que al parecer conocía muy bien— y desapareció en la espesura.
—¡Espera! —gritó en lengua drow, aunque sabía que el niño no podía entenderle y que tampoco se detendría de haberlo hecho.
Una sombra negra pasó rauda junto al elfo y cruzó el barranco con un poderoso salto. Guenhwyvar trotó silenciosamente por el otro lado y siguió al niño por el matorral.
—¡Guenhwyvar! —llamó otra vez Drizzt, en un intento por detener a la pantera.
No sabía cuál sería la reacción del animal ante el niño. Que él supiese, Guenhwyvar sólo había conocido a un humano, el mago que habían matado sus compañeros. Drizzt buscó la manera de cruzar el barranco. Podía descender hasta el fondo, cruzarlo y subir por la otra pared, pero tardaría demasiado.
Drizzt retrocedió unos cuantos pasos, tomó carrerilla y saltó al vacío, apelando a los poderes de levitación innatos mientras saltaba. No pudo disimular el alivio al comprobar que su cuerpo se liberaba de la atracción de la tierra. No había utilizado la levitación desde que había salido a la superficie. El hechizo no tenía mucha utilidad para un drow en campo abierto. Poco a poco el impulso lo llevó cerca del otro borde. Comenzó a concentrarse para bajar, pero el hechizo desapareció bruscamente y Drizzt cayó en picado. No hizo caso de los golpes en la rodilla y del fallo de la levitación, y echó a correr mientras le gritaba a Guenhwyvar que se detuviese. El elfo se tranquilizó cuando encontró a la pantera. Guenhwyvar estaba tendida en un claro, con una zarpa sobre la espalda del niño, tendido boca abajo. El prisionero gritaba —Drizzt supuso que pedía ayuda— pero parecía ileso.
—Ven, Guenhwyvar —dijo Drizzt, sin alzar la voz—. Dejemos al niño en paz.
La pantera bostezó perezosa y obedeció; cruzó el claro a paso lento para colocarse junto al amo.
El niño permaneció tendido durante un buen rato. Entonces, se armó de coraje y se levantó de pronto, para después volverse y mirar al elfo oscuro y a la pantera. Todavía mantenía los ojos muy abiertos, casi en una caricatura de terror, que destacaban en el rostro cubierto de tierra.
—¿Qué eres? —preguntó el niño en la lengua común humana. Drizzt abrió los brazos para indicar que no comprendía. Llevado por un impulso, se golpeó el pecho con un dedo y replicó:
—Drizzt Do’Urden.
Observó que el chico se movía poco a poco; primero retrocedía un pie y después corría el otro para ponerlo a la par. El elfo no se sorprendió, y esta vez se aseguró de controlar a la pantera, cuando el pequeño dio media vuelta y echó a correr como alma que lleva el diablo, mientras gritaba con cada zancada:
—¡Socorro! ¡Un «drizzit»!
Drizzt miró a Guenhwyvar y encogió los hombros, y la pantera pareció imitar el movimiento.