La prueba de Montolio
—¡Bueno, ya he esperado bastante! —gritó Montolio con severidad, al tiempo que sacudía al drow. Faltaba poco para el ocaso.
—¿Esperado? —repitió Drizzt, con los ojos soñolientos.
—¿Eres un guerrero o un brujo? —añadió Montolio—. ¿O las dos cosas? ¿Eres uno de esos tipos que lo saben hacer todo? ¿Tienes múltiples talentos como los elfos de la superficie?
—No soy ningún brujo —respondió Drizzt riéndose tras un momento de confusión.
—Me ocultas tus secretos, ¿verdad? —le reprochó Montolio, aunque la sonrisa traicionaba la fiereza de la expresión. Se irguió en toda su estatura delante del agujero que servía de dormitorio al elfo y cruzó los brazos sobre el pecho—. Esto no vale. ¡Te he acogido y, si eres un brujo, debo saberlo!
—¿Por qué dices estas cosas? —le preguntó el drow, perplejo—. ¿De dónde has sacado…?
—¡Me lo ha dicho Sirena! —exclamó Montolio. Drizzt no entendía nada—. En la pelea, cuando nos conocimos —explicó el vigilante—, oscureciste la zona donde estabas tú y algunos orcos. No lo niegues, brujo. ¡Me lo ha dicho Sirena!
—¡Aquello no fue el hechizo de un brujo! —protestó Drizzt en su defensa—. No soy un brujo.
—¿No fue un hechizo? —repitió Montolio—. Entonces, ¿qué? ¿Un artilugio? Enséñamelo, quiero verlo.
—No es un artilugio —replicó Drizzt—, sino una habilidad. Todos los drows, incluso los más inferiores, pueden crear globos de oscuridad. No es nada difícil.
Montolio pensó en la revelación durante unos momentos. No había tenido contacto con los elfos oscuros antes de la aparición de Drizzt.
—¿Qué otras «habilidades» posees?
—El fuego fatuo. Es una línea…
—Conozco el hechizo —lo interrumpió Montolio—. Es algo que usan habitualmente los monjes de los bosques. ¿Esto también lo pueden hacer todos los drows?
—No lo sé —respondió Drizzt con toda sinceridad—. Además, puedo… o podía… levitar. Sólo los nobles drows son capaces de hacerlo. Creo que ahora he perdido el poder, o estoy a punto de perderlo. Desde que estoy en la superficie he tenido algunos fallos. También mi piwafwi, las botas y las cimitarras perdieron la magia que poseían.
—Inténtalo —dijo Montolio.
Drizzt se concentró durante un buen rato. Sintió que perdía peso, y se despegó del suelo. Sin embargo, cuando sólo había subido unos diez centímetros, recuperó el peso y volvió a tocar tierra.
—Impresionante —murmuró el vigilante.
Drizzt soltó una carcajada y sacudió la melena blanca al escuchar el comentario.
—¿Ahora puedo irme a dormir? —preguntó, con la mirada puesta en la cama.
Montolio tenía otras intenciones. Había venido para averiguar más cosas de su compañero. Quería saber el límite de las capacidades de Drizzt, incluidas las mágicas. Tenía un plan y debía realizarlo antes de la caída del sol.
—Espera —repuso—. Podrás descansar más tarde, cuando sea de noche. Ahora te necesito a ti y a tus «habilidades». ¿Puedes invocar un globo de oscuridad en el acto, o necesitas tiempo para realizar el hechizo?
—Sólo son unos segundos —contestó Drizzt.
—Entonces ve a buscar la armadura y las armas —indicó Montolio—, y acompáñame. No tardes. No quiero perder la ventaja de la luz del día.
Drizzt encogió los hombros, fue a vestirse, y después acompañó al vigilante hasta el extremo norte del huerto, que era un lugar poco frecuentado.
Montolio se arrodilló y pidió a Drizzt que lo imitara al tiempo que señalaba un pequeño agujero en la ladera de un montículo cubierto de hierba.
—En aquel agujero vive un jabalí —explicó el viejo—. No quiero hacerle daño, pero me preocupa tener que acercarme demasiado. Los jabalíes son unas bestias bastante imprevisibles. —Se produjo un largo silencio, y Drizzt se preguntó si Montolio sólo tenía la intención de esperar a que el animal saliera de la cueva. Entonces, el vigilante añadió— Vamos, adelante. —El joven lo miró incrédulo al pensar que el hombre pretendía enfrentarlo con una bestia salvaje—. Adelante —repitió Montolio—. Utiliza tu globo de oscuridad. Frente a la entrada del agujero, por favor.
Drizzt comprendió el plan, y su suspiro de alivio casi provocó la risa de Montolio. Un segundo después, el terreno delante del montículo desapareció en la oscuridad. El vigilante le indicó a Drizzt que mantuviera la posición y avanzó.
El drow permaneció atento a cualquier imprevisto. De pronto se oyeron varios chillidos agudos, y a continuación el grito angustiado de Montolio. Drizzt dio un salto, entró en el globo de oscuridad a la carrera y a punto estuvo de llevarse por delante el cuerpo tendido del amigo.
El vigilante gimió y se revolcó en el suelo sin responder a ninguna de las preguntas que el drow le formulaba en voz baja. Al ver que no había señales del jabalí, Drizzt se agachó para averiguar qué había pasado. El viejo le dio un susto de muerte cuando se acurrucó con las manos aferradas al pecho.
—Montolio —susurró Drizzt, convencido de que el hombre se encontraba malherido. Acercó el rostro al del vigilante para escuchar la respuesta, y se apartó con rapidez cuando el escudo del viejo lo golpeó en un costado de la cabeza—. ¡Soy yo, Drizzt! —gritó, frotándose la zona dolorida.
Oyó cómo Montolio se ponía de pie, y luego el ruido de la espada al salir de la vaina.
—¡Ya lo sé! —afirmó el viejo entre risas.
—¿Qué hay del jabalí?
—¿Jabalí? No hay ningún jabalí, estúpido drow. No hay tal. Aquí nosotros somos los únicos rivales. ¡Ha llegado el momento de divertirnos un poco!
Ahora Drizzt comprendió la trampa. Montolio lo había engañado para que lanzara el globo de oscuridad con el fin de privarlo de la ventaja de la visión. El vigilante lo desafiaba en igualdad de condiciones.
—¡Con el plano de la hoja! —replicó Drizzt, muy dispuesto a seguir el juego.
¡Cuánto había disfrutado con este tipo de duelos en Menzoberranzan con Zaknafein como adversario!
—¡Por tu vida! —declaró Montolio con una carcajada.
El vigilante lanzó el primer golpe, y la cimitarra de Drizzt lo desvió sin problemas.
El drow contestó con dos rápidos golpes cortos a media altura, en un ataque que habría vencido a la mayoría de los rivales, pero que en esta ocasión golpearon en el escudo de Montolio. Seguro de la posición de Drizzt, el vigilante adelantó el escudo violentamente.
Drizzt se balanceó sobre los talones antes de poder apartarse. La espada de Montolio lo atacó por el flanco, y Drizzt la paró. El viejo repitió la maniobra con el escudo; Drizzt desvió la trayectoria y aguantó a pie firme.
Entonces el astuto vigilante levantó de pronto el escudo en una finta que no sólo arrancó una de las cimitarras de la mano de Drizzt sino que además lo hizo trastabillar, al tiempo que lanzaba una estocada de través contra el vientre del rival.
Drizzt presintió el ataque. Dio un salto atrás y hundió el vientre. Así y todo notó el paso de la hoja a unos milímetros del cuerpo.
El drow pasó a la ofensiva con una serie de complicadas maniobras de ataque, convencido de que serían suficientes para ganar el encuentro. Pero Montolio previo cada una de ellas; el ruido metálico del escudo al parar los golpes era el único fruto de los esfuerzos de Drizzt. Entonces fue el momento del contraataque del vigilante, y el joven se vio en apuros. No era inexperto en la lucha a ciegas, pero Montolio era ciego desde hacía años y podía moverse tan bien y con tanta facilidad como la mayoría de los hombres.
Drizzt no tardó en comprender que no podía ganar en el globo. Tenía la intención de sacar al vigilante de la zona de oscuridad, cuando la situación cambió bruscamente al esfumarse el hechizo. Convencido de que el duelo había llegado a su fin, Drizzt retrocedió unos cuantos pasos, tanteando el suelo con los pies hasta conseguir subir a una gruesa raíz.
Montolio recibió el cambio de actitud en su oponente con una expresión de curiosidad; después reanudó el ataque, avanzando agachado.
El drow se consideró muy astuto mientras iniciaba un salto que le permitiría caer detrás de Montolio y atacarlo por la espalda mientras el ciego se volvía desconcertado.
Las cosas no funcionaron como esperaba. El escudo de Montolio chocó contra el rostro de Drizzt en pleno vuelo, y el joven cayó a tierra con un gemido. Cuando consiguió librarse del aturdimiento, descubrió que tenía a Montolio sentado sobre su espalda, con la espada atravesada sobre sus hombros.
—¿Cómo…? —Drizzt no pudo acabar la pregunta porque Montolio lo interrumpió.
—Me has subestimado, drow —dijo el viejo, con un tono despiadado—. Me has tomado por un ciego indefenso. ¡No lo hagas nunca más!
Por una fracción de segundo, Drizzt se preguntó si Montolio pensaba matarlo, a la vista de lo furioso que estaba. Sabía que su soberbia había herido al hombre, y entonces comprendió que Montolio DeBrouchee, siempre tan capaz y seguro de sí mismo, también soportaba su propia carga. Por primera vez desde que había conocido al vigilante, consideró lo doloroso que debía de haber sido para este hombre perder la vista. ¿Qué más, se preguntó, había perdido Montolio?
—Era obvio lo que harías —añadió Montolio después de una breve pausa, con voz más suave—, al atacar yo agachado.
—Obvio sólo en el caso de saber que el globo de oscuridad había desaparecido —contestó Drizzt, que se preguntó hasta qué punto era real la incapacidad del viejo—. Jamás habría intentado la maniobra del salto en la oscuridad, sin poder valerme de los ojos. ¿Cómo has podido saber a pesar de ser ciego que el hechizo había desaparecido?
—¡Tú mismo me lo dijiste! —exclamó Montolio, sin moverse de la espalda de Drizzt—. ¡En la actitud! ¡La variación en los pasos, demasiado ágiles para ser dados en la oscuridad, y con tu suspiro, drow! Aquel suspiro te traicionó, porque ya sabías que no podías vencerme sin la ayuda de la vista. —Montolio se apartó, pero el drow permaneció boca abajo, digiriendo las palabras del viejo. Comprendió lo poco que sabía de él, lo mucho que había dado por sentado en lo que se refería a su compañero—. Vamos —añadió el vigilante—. La primera lección de esta noche ha acabado. Ha sido muy provechosa, pero todavía quedan otras cosas pendientes.
—Dijiste que podía irme a dormir —le recordó Drizzt.
—Pensaba que eras más competente —replicó Montolio fulminante, con una sonrisa presuntuosa.
De la misma manera que Drizzt sacaba provecho de las muchas lecciones que Montolio le dio aquella noche y los días sucesivos, el vigilante recogía información referente al drow. Su trabajo se concentraba sobre todo en el presente; Montolio le enseñaba cosas del mundo de su alrededor y cómo sobrevivir en él. Pero siempre, en algún momento, uno u otro —la mayoría de las veces Drizzt— deslizaba un comentario sobre su pasado. Se convirtió casi en un juego. Uno mencionaba algún hecho lejano casi con la única intención de ver la expresión de asombro del otro. Montolio tenía algunas anécdotas muy buenas de los años pasados en los caminos, relatos de valientes batallas contra los goblins y las bromas que los vigilantes, tan serios en apariencia, solían gastarse entre ellos. Drizzt se mostraba un poco reservado, aunque sus historias de Menzoberranzan, de la siniestra Academia y de las guerras salvajes entre familias, superaban cualquier cosa que Montolio hubiese imaginado.
Pese a todas las confidencias, el vigilante sabía que Drizzt le ocultaba algo, que se sentía abrumado por una terrible carga, pero no insistió. Esperó pacientemente, satisfecho de que él y Drizzt compartieran los mismos principios y —a medida que Drizzt mejoraba sus habilidades de vigilante— la misma visión del mundo.
Una noche de luna llena, Drizzt y Montolio descansaban en las sillas de madera que el vigilante había construido en las ramas más altas de un roble enorme. El brillo de la luna, que asomaba y se escondía entre el rápido paso de las nubes, encantaba al drow.
Desde luego Montolio no podía ver la luna, pero el viejo vigilante, con Guenhwyvar acomodada sobre su regazo como un gatito, disfrutaba con el frescor nocturno. Pasó una mano con aire ausente por la gruesa piel del cuello de la pantera y escuchó los diversos sonidos que traía la brisa, la charla de un millar de criaturas que el drow no había escuchado nunca, a pesar de que tenía el oído más fino que Montolio. De vez en cuando, el anciano soltaba una risita, una vez al escuchar cómo una rata le chillaba enfadada a un búho —probablemente Sirena— por interrumpirle la comida y obligarla a buscar refugio en un agujero.
Al mirar al vigilante y a la pantera, tan tranquilos y confiados el uno en el otro, Drizzt sintió punzadas de amistad y de culpa.
—Quizá no tendría que haber venido nunca —susurró casi para sí mismo, con la mirada puesta en la luna.
—¿Qué has dicho? —preguntó Montolio en voz baja—. ¿No te gusta cómo cocino?
La sonrisa del vigilante desarmó a Drizzt mientras se volvía para mirarlo con aire sombrío.
—Me refería a la superficie —explicó Drizzt, que consiguió reírse a pesar de la melancolía—. A veces pienso que mi decisión fue un acto egoísta.
—Sobrevivir casi siempre lo es —replicó Montolio—. En algunas ocasiones he pensado lo mismo. Una vez tuve que hundir la espada en el corazón de un hombre. La dureza de este mundo produce grandes remordimientos, pero afortunadamente es un lamento pasajero y sin duda no es el más apropiado para ir a una batalla.
—Cuánto deseo que desaparezca para siempre —señaló Drizzt, como si hablara con la luna y no con el viejo.
Pero el comentario caló muy hondo en Montolio. A medida que aumentaba la intimidad entre ellos, más compartía el vigilante la carga desconocida de Drizzt. El drow era joven según los patrones de su raza pero era más sabio y experto que la mayoría de los soldados profesionales. Desde luego un elfo oscuro tropezaría con muchas barreras en el mundo de la superficie, cargado de prejuicios. Sin embargo, Montolio creía que Drizzt era capaz de superar estos prejuicios y disfrutar de una larga y próspera vida, dados sus considerables talentos. «¿Cuál será la culpa que tanto atormenta a este elfo?», se preguntó Montolio. Drizzt sufría más de lo que sonreía, y se castigaba a sí mismo.
—¿El tuyo es un lamento sincero? —preguntó Montolio—. ¿Sabes?, la mayoría no lo son. La mayoría de las cargas que nos imponemos se fundan en interpretaciones erróneas. Nosotros… al menos los que somos de carácter sincero… siempre nos juzgamos a nosotros mismos con normas mucho más exigentes que aquellas que aplicamos a los demás. Supongo que es una bendición o, según cómo se mire, una maldición. —Volvió los ciegos ojos hacia Drizzt—. Tómalo como una bendición, amigo mío, una llamada interior que te empuja hacia metas inalcanzables.
—Una bendición frustrante —opinó Drizzt.
—Sólo cuando no te paras a pensar las ventajas que te ha dado esa búsqueda —se apresuró a contestar Montolio, como si hubiese previsto las palabras del drow—. Aquellos que aspiran a poco no consiguen nada. En esto no hay ninguna duda. Es mejor, pienso, intentar coger las estrellas que no hacerlo porque sabes que no puedes alcanzarlas. —Mostró la habitual sonrisa severa—. Al menos quien trepa disfrutará de una magnífica vista, y quizás incluso se haga con una manzana colgada de la rama en recompensa por sus esfuerzos.
—Y quizá también con una flecha rasante disparada por algún atacante desconocido —comentó Drizzt en tono agrio.
Montolio inclinó la cabeza, impotente ante el perpetuo pesimismo de Drizzt. Le dolía profundamente ver sufrir tanto al noble drow.
—Es probable —prosiguió Montolio, con una voz un poco más dura de lo que pensaba—, pero la pérdida de la vida es sólo importante para quienes tienen la oportunidad de vivirla en plenitud. ¡Suelta tu flecha y atraviesa al que se agazapa en el suelo! ¡Que su muerte no sea una tragedia!
Drizzt no podía negar la lógica, ni el consuelo que le ofrecía el anciano vigilante. Durante las últimas semanas, la filosofía casera de Montolio y su forma de entender el mundo —pragmática y al mismo tiempo imbuida de una exuberancia juvenil— le habían devuelto en parte la tranquilidad que había disfrutado en aquellos lejanos tiempos, en el gimnasio de Zaknafein, aunque Drizzt tampoco podía negar lo poco que duraba el consuelo. Las palabras podían aliviar, pero no conseguían borrar las voces distantes de los muertos: Zaknafein, Clak y la familia campesina. Un solo eco de la palabra «drizzit» podía borrar horas de consejos bienintencionados de Montolio.
—¡Ya está bien de tanta monserga! —exclamó Montolio, al parecer irritado—. Te considero mi amigo, Drizzt Do’Urden, y espero que tú me tengas como tal. ¿De qué sirve mi amistad si no puedo hacer nada para aliviar la carga que llevas sobre tus hombros? Soy tu amigo o no lo soy. La decisión es tuya; pero si no lo soy, entonces no veo ningún sentido en compartir noches tan maravillosas como esta a tu lado. ¡Habla, Drizzt, o vete de mi casa!
Drizzt apenas podía creer que Montolio, por lo general tan paciente y tranquilo, pudiera plantearle semejante dilema. La primera reacción del drow fue de rechazo, de crear una muralla de ira ante la intromisión del viejo y aferrarse a lo que consideraba personal. Sin embargo, a medida que Drizzt superaba la sorpresa inicial y se tomaba el tiempo necesario para meditar las palabras de Montolio, llegó a comprender la verdad básica que excusaba este comportamiento: Montolio y él eran amigos, gracias sobre todo a los esfuerzos del vigilante.
Montolio quería compartir el pasado de Drizzt, para poder comprender mejor y ayudar al nuevo amigo.
—¿Sabes algo de Menzoberranzan, la ciudad donde nací y en la que vive mi gente? —preguntó Drizzt en voz baja. Incluso le dolía pronunciar el nombre—. ¿Conoces cómo vive mi raza, o los edictos de la reina araña?
—Cuéntamelo todo, te lo ruego —respondió Montolio.
Drizzt asintió. —Montolio advirtió el movimiento aunque no podía verlo—. Se apoyó contra el tronco. Dirigió la mirada a la luna aunque en realidad miraba más allá a través de sus aventuras, al camino de Menzoberranzan, a la Academia y a la casa Do’Urden. Mantuvo los pensamientos fijos por un rato, reflexionando sobre las complejidades de la vida de familia de los drows y la sencillez de su vida en la época del aprendizaje con Zaknafein.
Montolio esperó, paciente. Sabía que Drizzt buscaba la manera de comenzar. Por lo que había sabido a través de los comentarios casuales del elfo, la vida de Drizzt había estado llena de aventuras y episodios turbulentos, y Montolio comprendía que no le sería fácil a Drizzt, con su conocimiento todavía limitado de la lengua común, hacer un relato demasiado preciso. Además, a la vista de la culpa y la pena que lo afectaban, sospechaba que Drizzt tenía sus recelos.
—Nací en un día muy importante en la historia de mi familia —comenzó Drizzt—. Aquel día, la casa Do’Urden eliminó a la casa DeVir.
—¿Eliminó?
—Masacró —explicó Drizzt. Los ojos ciegos de Montolio no revelaron nada, pero la expresión del vigilante era de repulsión, tal como había esperado Drizzt. Quería que el compañero comprendiera los horrores de la sociedad drow, así que añadió intencionadamente—: Y, aquel mismo día, mi hermano Dinin hundió la espada en el corazón de nuestro otro hermano, Nalfein. —Montolio se estremeció al tiempo que movía la cabeza. Se dio cuenta de que este era sólo el comienzo de las tribulaciones del elfo—. Es la manera de los drows —prosiguió Drizzt con voz calma, como si quisiera adoptar el mismo tono de despreocupación que mostraban los demás elfos oscuros ante el asesinato—. En Menzoberranzan existe una estructura jerárquica muy rígida. Para escalarla, para tener un rango superior, se trate de un individuo o de una familia, el único medio es eliminar a los que están por encima.
El vigilante percibió el leve temblor en la voz de Drizzt, y comprendió que su amigo nunca había aceptado las canallas prácticas de su sociedad.
Drizzt continuó con el relato, sin escatimar detalles de los cuarenta años que había pasado en la Antípoda Oscura. Le habló de los días en que vivió sometido a la estricta tutela de su hermana Vierna, dedicado a limpiar día y noche la capilla familiar, y a aprender a utilizar los poderes innatos y su posición en la sociedad drow. Drizzt empleó mucho tiempo en explicarle la peculiar estructura social, las jerarquías basadas en el rango, y la hipocresía de la «ley» drow, una burla cruel que ocultaba la anarquía de la ciudad. El vigilante se encogió ante la narración de las guerras entre familias. Se trataba de conflictos brutales que no permitían la supervivencia de ningún noble, ni siquiera de los niños. Montolio sufrió todavía más cuando Drizzt le habló de la «justicia» drow, de la destrucción de una casa que había fracasado en el intento de asesinar a otra familia.
El relato fue menos terrible cuando Drizzt habló de Zaknafein, su padre y más querido amigo. Desde luego, los felices recuerdos de su padre significaron un breve respiro, un preludio a los horrores de la muerte de Zaknafein.
—Mi madre mató a mi padre —explicó Drizzt, con emoción contenida aunque sin poder disimular del todo el profundo dolor—. Lo sacrificó a Lloth por mis crímenes. Después reanimó el cuerpo y lo envió en mi persecución para que me matara, como castigo por haber traicionado a mi familia y a la reina araña.
Le costó trabajo reanudar el relato, pero cuando lo hizo, habló con sinceridad y reveló sin temor las debilidades y los fallos cometidos durante los años pasados a solas en las profundidades de la Antípoda Oscura.
—Tenía miedo de haberme perdido a mí mismo y a mis principios a manos de un monstruo instintivo y salvaje —manifestó Drizzt, en un tono rayano en la desesperación.
Pero entonces los sentimientos que habían animado su existencia volvieron a cobrar fuerza, y una sonrisa brilló en su rostro cuando recapituló la época vivida junto a Belwar, el muy honorable capataz svirfnebli, y de Clak, el pek que había sido transformado en un oseogarfio. Como era de esperar, la sonrisa desapareció en el momento en que el relato llegó a la muerte de Clak a manos del ser infernal invocado por la matrona Malicia. Otro amigo muerto por su relación con Drizzt.
El alba despuntó por las montañas del este cuando Drizzt comenzó a relatar la salida a la superficie. Escogió las palabras con más cuidado, poco dispuesto a divulgar la tragedia de la familia campesina por temor a que Montolio le echara la culpa y destrozara el vínculo de amistad que habían formado. Racionalmente, Drizzt se recordó a sí mismo que él no había matado a los granjeros, que incluso había vengado los asesinatos, pero la culpa casi nunca es una emoción racional, y Drizzt sencillamente no podía encontrar las palabras, al menos por ahora.
Montolio, viejo, sabio y con exploradores animales por toda la región, comprendió que Drizzt le ocultaba algo. Cuando se habían conocido, el drow había mencionado a una familia humana, y el vigilante ya estaba al corriente del asesinato de una familia en el pueblo de Maldobar. Montolio no creía que Drizzt fuera el responsable, aunque sospechaba que el drow tenía alguna vinculación con el suceso. Aun así, prefirió no insistir; su amigo había sido muy sincero y había dicho más cosas de lo que había esperado; confiaba en que Drizzt acabaría por llenar las lagunas a su debido tiempo.
—Es una buena historia —opinó Montolio, después de una larga pausa—. Has vivido más cosas en algo más de cuatro décadas que la mayoría de los elfos en trescientos años. Pero las heridas son pocas y acabarán por curarse.
Drizzt, mucho menos seguro, le dirigió una mirada triste, y Montolio sólo pudo ofrecerle el consuelo de una palmada en el hombro mientras dejaba la silla y se iba a la cama.
Drizzt aún dormía cuando Montolio llamó a Sirena y le ató un rollo de papel a la pata. El búho no se mostró muy contento al escuchar las instrucciones del vigilante; el viaje le llevaría una semana, un tiempo muy valioso y agradable porque era el mejor momento de la temporada para cazar ratones y aparearse. Sin embargo, a pesar de las protestas, no pensaba desobedecer.
Sirena se alisó las plumas, aprovechó la primera ráfaga de viento y remontó el vuelo. El viaje lo conduciría por encima de las montañas nevadas hasta Maldobar y después hasta Sundabar, si era necesario. Una vigilante de fama, hermana de la dama de Luna Plateada, todavía se encontraba en la región; Montolio lo sabía gracias a los informes de los animales, y el mensaje iba dirigido a ella.
—¿Es-que-esto-nunca-se-acabará? —gimió el trasgo, al ver aparecer por el sendero a un humano de aspecto feroz—. ¡Primero-aquel-desagradable-drow-y-ahora-este-bruto! ¿Es-que-nunca-me-veré-libre-de-esta-gentuza?
Tephanis se dio bofetadas en la cabeza y golpeó los pies contra el suelo con tanta rapidez que abrió un agujero.
En el camino, el gran sabueso de pelo amarillo gruñó y enseñó los dientes. Tephanis comprendió que había armado demasiado escándalo con la rabieta y echó a correr en un amplio semicírculo, cruzó el sendero muy lejos del viajero, y se detuvo en el otro flanco. El perro, con la mirada puesta en la dirección contraria, agachó la cabeza y gimió confuso.