Montolio
—¿Amiga tuya? —preguntó el viejo sin inmutarse.
—Guenhwyvar —explicó Drizzt.
—¿Un gran felino?
—Oh, sí —contestó Drizzt.
El anciano aflojó la cuerda del arco y dejó deslizar la flecha poco a poco, apuntando hacia abajo. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, y pareció replegarse en su interior. Drizzt advirtió casi de inmediato que Guenhwyvar levantaba las orejas, y comprendió que este extraño humano era capaz de establecer una comunicación telepática con la pantera.
—Un buen animal —comentó el viejo en cuanto acabó la comunicación.
La pantera rodeó el saliente, con lo que el búho remontó el vuelo, espantado, y pasó muy tranquila junto al hombre para ir a colocarse al lado de Drizzt. Al parecer, la pantera ya no consideraba al anciano como un enemigo.
Drizzt observó las acciones de Guenhwyvar sin disimular la curiosidad, y pensó que se trataba de algo similar a su entendimiento con el oso a principio del invierno.
—Un buen animal —repitió el viejo.
Drizzt se apoyó contra las rocas y bajó la lanza.
—Soy Montolio —explicó el viejo, con gesto orgulloso, como si el nombre tuviese alguna importancia para el drow—. Montolio DeBrouchee.
—Mucho gusto en conocerte —dijo Drizzt, categórico—. Si hemos acabado con nuestro encuentro, ya podemos continuar cada uno con nuestro camino.
—Podemos —admitió Montolio—, si es lo que ambos deseamos.
—¿Acaso vuelvo a ser tu prisionero? —preguntó Drizzt con un ligero tono de sarcasmo.
La sinceridad de la risa de Montolio al escuchar la pregunta provocó la sonrisa del drow a pesar de su cinismo.
—¿Mi prisionero? —repitió el hombre, incrédulo—. No, no, creía que ya habíamos aclarado ese punto. Pero hoy has matado a unos cuantos secuaces de Graul, algo que el rey orco deseará castigar. Deja que te ofrezca una habitación en mi castillo. Los orcos no se acercarán al lugar. —Mostró una sonrisa severa y se inclinó sobre Drizzt para susurrar sus próximas palabras como si fueran algo muy secreto—. No se acercan a mí, ¿sabes? —Montolio señaló los ojos blancos—. Creen que soy un brujo maléfico a causa de mi…
El anciano se desesperó por encontrar la palabra adecuada, pero el idioma gutural era limitado y acabó por renunciar al esfuerzo.
Drizzt recapituló para sí mismo el desarrollo de la batalla, y entonces se quedó boquiabierto al comprender la verdad. ¡El anciano era ciego! El búho, que volaba en círculo sobre los enemigos, había dirigido los disparos con sus gritos. Drizzt miró al gigante y al orco y siguió con la boca abierta; el viejo no había fallado.
—¿Vendrás? —preguntó Montolio—. Me gustaría saber los… —una vez más tuvo que buscar la palabra correcta— motivos por los cuales un elfo oscuro pasó el invierno en una cueva con Bluster, el oso.
Montolio sufría por la incapacidad de conversar de forma fluida con el drow, pero por el contexto, Drizzt comprendió casi todo lo que había dicho el viejo, e incluso había captado términos desconocidos como «invierno» y «oso».
—Graul, el rey orco, tiene otros mil guerreros para enviar contra ti —afirmó Montolio, al percibir que el drow tenía dificultades para tomar una decisión.
—No iré contigo —respondió Drizzt después de mucho pensar. En realidad el drow quería ir, quería aprender todo lo posible de este hombre extraordinario, pero lo asustaban las tragedias sufridas por todos aquellos que se habían cruzado en su camino. El gruñido de la pantera le avisó que ella no compartía la decisión—. Traigo mala suerte a los demás —añadió ofreciendo una explicación al viejo, a la pantera y a sí mismo—. Te irá mejor, Montolio DeBrouchee, si te mantienes apartado de mí.
—¿Es una amenaza?
—Una advertencia —replicó Drizzt—. Si me acoges, incluso si dejas que permanezca cerca, entonces te verás perdido como ocurrió con los campesinos del pueblo.
Montolio prestó mucha atención al escuchar mencionar a los campesinos. Había oído que habían asesinado a una familia de Maldobar y que una vigilante, Paloma Garra de Halcón, había ido a investigar el caso.
—No tengo miedo al destino —afirmó Montolio, con una sonrisa forzada—. He sobrevivido a muchas… batallas, Drizzt Do’Urden. He participado en una docena de guerras sangrientas y he pasado todo un invierno atrapado en la ladera de una montaña con una pierna rota. He matado a un gigante con una daga como única arma y… me he hecho amigo de todos los animales en un radio de cinco mil pasos en cualquier dirección. No temas por mí. —Una vez más mostró la sonrisa severa—. De todos modos —añadió, lentamente—, creo que no es por mí que tienes miedo. —Drizzt se sintió confuso y un tanto ofendido—. Tienes miedo de ti mismo —continuó Montolio, sin arredrarse—. ¿Sientes autocompasión? No se corresponde con alguien de tu valía. Olvídate y ven conmigo.
Si Montolio hubiese podido ver el gesto agrio de Drizzt, habría adivinado cuál iba a ser la respuesta. Guenhwyvar sí la vio y golpeó con fuerza la pierna del drow. Por la reacción de la pantera, el anciano comprendió la intención del elfo oscuro.
—La pantera quiere que me acompañes —comentó—. Estarás más cómodo que en la cueva y comerás algo más que pescado medio crudo.
Drizzt miró a Guenhwyvar, y una vez más la pantera le golpeó la pierna, al tiempo que emitía un gruñido más fuerte e insistente que el anterior. El joven no quería dar el brazo a torcer, y para ayudarse recordó la imagen de la masacre cometida en la granja.
—No iré —declaró.
—¡Entonces te considero mi enemigo y mi prisionero! —rugió Montolio, tensando el arco—. ¡Esta vez la pantera no te ayudará, Drizzt Do’Urden! —El vigilante se inclinó, mostró su sonrisa, y susurró—: La pantera está de acuerdo conmigo.
Fue demasiado para Drizzt. Sabía que el viejo no le dispararía, pero el rudo encanto de Montolio no tardó en superar las defensas mentales del drow, a pesar de lo fuertes que eran.
El castillo mencionado por Montolio resultó ser un grupo de cuevas de madera excavadas entre las raíces de un grupo de árboles gigantes. Empalizadas de palos entretejidos reforzaban las defensas y servían para unir las cuevas entre sí. Un muro bajo hecho de piedras apiladas rodeaba todo el conjunto. Al acercarse al lugar, Drizzt advirtió varios puentes de madera y sogas que iban de árbol a árbol dispuestos a diversas alturas; se accedía a ellos por escalas de cuerda, y había ballestas montadas a espacios regulares.
En cualquier caso, el drow no se quejó de que el castillo fuera de madera y tierra. Drizzt había pasado tres décadas en Menzoberranzan viviendo en un maravilloso palacio de piedra y rodeado de otros muchos edificios hermosos, pero ninguno le era más grato que el hogar de Montolio.
Los pájaros saludaron con sus trinos la llegada del viejo vigilante. Las ardillas, e incluso un mapache, descendieron hasta las ramas más bajas para poder estar cerca de él, aunque mantuvieron la distancia al ver que Montolio venía acompañado de una pantera enorme.
—Dispongo de muchas habitaciones —le explicó Montolio—. Abundantes mantas y comida.
El viejo detestaba la pobre lengua goblin. Tenía tantas cosas que contarle al drow, y muchas más que quería aprender del elfo. Esto parecía imposible, además de sumamente aburrido, si debía utilizar un idioma tan básico y negativo por naturaleza, muy poco apto para expresar pensamientos e ideas complejas. Los goblins tenían más de cien palabras para matar y odiar, pero ni una sola para sentimientos tales como la compasión. El término goblin correspondiente a amistad podía ser traducido también como «alianza militar temporal» o «sometimiento a un goblin más fuerte», y ninguna definición encajaba con las intenciones de Montolio hacia el drow solitario. El vigilante creía que la tarea más urgente era enseñar a Drizzt la lengua común.
—No podemos hablar… —no existía la palabra «correctamente» en goblin, así que Montolio improvisó— bien en este idioma —le explicó a Drizzt—, pero nos servirá para que pueda enseñarte el lenguaje de los humanos, si quieres aprenderlo.
Drizzt vaciló. Cuando había abandonado la vecindad del pueblo agrícola, había decidido vivir como un ermitaño, y hasta el momento le había ido bastante bien, mejor de lo que esperaba. Aun así, la oferta era tentadora, y a un nivel práctico el conocimiento de la lengua común podía evitarle muchos problemas. La sonrisa de Montolio se extendió casi de oreja a oreja cuando el drow aceptó. Sirena, el búho, no se mostró tan complacido. Con el drow —o mejor dicho, con la pantera del drow— rondando por el lugar, el búho no podría pasar tanto tiempo gustando de la comodidad de las ramas bajas.
—¡Primo, Montolio DeBrouchee tiene al drow alojado en su casa! —le comunicó un elfo a Kellindil.
Todo el grupo buscaba el rastro de Drizzt desde el final del invierno. Cuando el drow dejó el paso del Orco Muerto, los elfos, y en particular Kellindil, habían pensado que tendrían problemas, preocupados por la posibilidad de que el drow se hubiese unido a Graul y su tribu de orcos.
Kellindil se levantó de un salto, casi sin poder aceptar la sorprendente noticia. Conocía a Montolio, el legendario aunque un tanto excéntrico vigilante, y sabía que el hombre, con todos sus contactos animales, podía juzgar a los intrusos bastante bien.
—¿Cuándo? ¿Cómo? —preguntó Kellindil, sin saber por dónde empezar.
Si el drow había conseguido confundirlo durante los meses anteriores, ahora el elfo de la superficie estaba completamente azorado.
—Hace una semana —contestó el otro elfo—. No sé cómo ha sido, pero ahora el drow se pasea por el huerto de Montolio, a la vista de todos y acompañado por la pantera.
—¿Montolio está…?
El otro elfo interrumpió a Kellindil, al ver cuál era su preocupación.
—Montolio está bien y controla la situación —le aseguró a Kellindil—. Al parecer tiene al drow como invitado, y ahora le enseña la lengua común.
—Sorprendente —exclamó Kellindil, sin saber qué más decir.
—Podemos montar un servicio de vigilancia —propuso el otro elfo—. Si te preocupa la seguridad de Montolio…
—No —contestó Kellindil—. No, el drow ha demostrado una vez más que no es un enemigo. Sospechaba sus buenas intenciones desde que nos encontramos cerca de Maldobar. Ahora estoy tranquilo. Sigamos con nuestros asuntos y dejemos que el drow y el vigilante se ocupen de los suyos.
El otro elfo asintió, pero una diminuta criatura que los espiaba fuera de la tienda de Kellindil no estaba de acuerdo.
Tephanis acudía cada noche al campamento de los elfos, a robar comida y cosas necesarias para su comodidad. El trasgo había escuchado hablar del elfo oscuro unos días antes, cuando los elfos comenzaron a buscar a Drizzt, y desde entonces se había tomado muchas molestias para espiar todas las conversaciones, curioso como cualquiera por saber el paradero de aquel que había matado a Ulgulu y Kempfana.
Tephanis sacudió la cabeza violentamente.
—¡Maldito-sea-el-día-en-que-aquel-regresó! —murmuró.
Sus palabras sonaron como el zumbido de una abeja. Entonces echó a correr tan rápido que los diminutos pies apenas si tocaban el suelo. El trasgo había encontrado otro amigo a lo largo de los meses transcurridos desde la desaparición de Ulgulu, un aliado poderoso al que no quería perder.
Al cabo de unos minutos encontró a Caroak, el gran lobo plateado que vivía en la cumbre de la montaña que llamaban su casa.
—El-drow-está-con-el-vigilante —dijo Tephanis, y la bestia pareció entenderle— ¡Ve-con-cuidado-con-ese! ¡Él-mató-a-mis-viejos-amos! ¡Muertos!
Caroak contempló la vasta extensión de la montaña que albergaba el huerto de Montolio. El lobo plateado conocía muy bien aquel lugar, y no se acercaría por nada del mundo. Montolio DeBrouchee era amigo de toda clase de animales, pero los lobos plateados eran más monstruos que bestias, y poco amigos de los vigilantes.
También Tephanis miró en la misma dirección, preocupado por la posibilidad de tropezar otra vez con el traicionero drow. El solo hecho de pensarlo le dio dolor de cabeza (y revivió el dolor del golpe producido por la reja del arado, cuya señal nunca había desaparecido del todo).
En el transcurso de las semanas siguientes, a medida que el invierno cedía paso a la primavera, Drizzt y Montolio progresaron en su amistad. La lengua común de la región no era tan diferente del idioma goblin. Se trataba más de una cuestión de acento que no el cambio de palabras completas, y Drizzt la aprendió sin grandes dificultades; incluso podía leerla y escribirla. Montolio resultó ser un buen maestro, y a la tercera semana únicamente hablaba con el drow en lengua común y lo regañaba impaciente cada vez que Drizzt utilizaba el goblin para completar una frase.
Para Drizzt era un tiempo de ocio, un tiempo de vida fácil y placeres compartidos. Montolio poseía una gran colección de libros, y el drow pasaba horas absorto en las aventuras de la imaginación, en las historias de dragones y relatos de batallas épicas. Las dudas de Drizzt se habían disipado, y cada día confiaba más en Montolio. Las cuevas en los árboles eran un castillo de verdad, y el anciano el mejor anfitrión del mundo.
El joven aprendió muchas otras cosas de Montolio durante aquellas primeras semanas, lecciones prácticas que le servirían para el resto de su vida. Montolio confirmó las sospechas del drow respecto al cambio de las estaciones, y le enseñó a pronosticar el tiempo a través de la observación de los animales, el cielo y el viento.
Tampoco en esto, como había supuesto Montolio, Drizzt tuvo dificultades de aprendizaje. El viejo jamás lo habría creído de no haber sido testigo personal, pero este extraño drow poseía las dotes de un elfo de la superficie, quizás incluso el corazón de un vigilante.
—¿Cómo pudiste calmar al oso? —le preguntó Montolio un día.
Esta cuestión lo había intrigado desde el momento en que Drizzt y Bluster habían comenzado a compartir la cueva.
Drizzt no sabía cómo responder, porque tampoco él comprendía lo ocurrido en aquel encuentro.
—De la misma manera que tú tranquilizaste a Guenhwyvar el día en que nos conocimos —contestó después de mucho pensar.
La sonrisa de Montolio informó a Drizzt que el anciano le había entendido con toda claridad.
—El corazón de un vigilante —murmuró Montolio mientras se alejaba.
Gracias a su magnífico sentido del oído, Drizzt escuchó el comentario, aunque no supo interpretar el significado.
Las lecciones de Drizzt se volvieron más intensas a medida que pasaban los días. Ahora Montolio se concentraba en la vida que los rodeaba, los animales y las plantas. Le enseñó a Drizzt a cosechar y a comprender las emociones de los animales sólo con observar los movimientos. La primera prueba real se presentó poco después, cuando Drizzt, al mover las ramas de un arbusto de bayas, descubrió la entrada de una pequeña cueva y se encontró de pronto enfrentado a un tejón furioso.
Sirena, desde las alturas, emitió una serie de gritos para alertar a Montolio, y el primer impulso del vigilante fue ir en ayuda de su amigo drow. Los tejones probablemente eran las criaturas más malvadas de la región —aún más que los orcos—, más irritables que Bluster el oso y siempre dispuestos a tomar la ofensiva contra cualquier oponente, con indiferencia de su tamaño. Pero Montolio decidió no moverse y seguir el desarrollo de la situación a través de las descripciones del búho.
En una reacción instintiva, Drizzt empuñó la daga. El tejón retrocedió y le mostró los afilados dientes y las temibles garras, sin dejar de chillar mil y una quejas.
El drow dio un paso atrás y devolvió la daga a la funda. De pronto, veía el encuentro desde el punto de vista del tejón, y comprendió que el animal se sentía amenazado. Sin saber cómo, también comprendió que el tejón había escogido esta cueva como el lugar más adecuado para criar la camada que estaba a punto de parir.
El tejón parecía confundido por los movimientos lentos del rival. La futura madre no quería pelear y, no bien Drizzt dejó que las ramas volvieran a ocultar la cueva, el tejón se puso a cuatro patas, olió el aire para poder recordar el olor del elfo oscuro, y regresó al agujero. Cuando Drizzt dio media vuelta se encontró frente a Montolio, que comenzó a aplaudirlo con una sonrisa.
—Hasta un vigilante habría tenido problemas para calmar a un tejón furioso —dijo el anciano.
—El tejón está a punto de dar a luz —contestó Drizzt—. Tenía menos interés que yo en luchar.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Montolio, aunque no dudaba de las percepciones del drow.
Drizzt iba a responder, cuando advirtió que no podía. Miró el arbusto y después a Montolio con un gesto de resignación.
El anciano soltó una carcajada y volvió a su trabajo. Él, que había seguido las enseñanzas de la diosa Mielikki durante tantos años, sabía mejor que Drizzt lo que ocurría.
—El tejón podría haberte hecho pedazos, ¿lo sabías? —comentó el vigilante con severidad cuando Drizzt se puso a su lado.
—Estaba a punto de tener los cachorros —insistió Drizzt—, y además no era tan grande.
—¿No tan grande? —exclamó Montolio con una carcajada de burla—. Créeme cuando te digo que es mejor pelear contra Bluster que con una madre tejón. —Drizzt no supo hacer otra cosa que encoger los hombros, porque no tenía argumentos para rebatir al viejo—. ¿De verdad crees que ese ridículo puñal que llevas podría haberte servido de defensa? —inquirió el vigilante, interesado en llevar la discusión a otro terreno.
Drizzt miró la daga, la misma que le había arrebatado al trasgo. Una vez más no tenía la respuesta adecuada: la daga era en verdad ridícula. No pudo evitar reírse de sí mismo.
—Es todo lo que tengo —repuso.
—Ya nos ocuparemos de ponerle remedio —prometió el vigilante, sin añadir nada más.
Montolio, a pesar de su aparente calma y confianza, conocía muy bien los peligros de la salvaje región montañosa, y ahora confiaba en el drow sin ninguna reserva.
Montolio despertó a Drizzt poco después de la puesta de sol y lo guió hasta un árbol enorme en el extremo norte del huerto. En la base había un gran agujero, casi una cueva, perfectamente disimulado por los matorrales y por una manta pintada con los mismos colores de la corteza. Cuando Montolio apartó la manta, el joven comprendió el motivo de tanto secreto.
—¿Una armería? —preguntó el drow, asombrado.
—Te gustan las cimitarras —contestó Montolio, recordando el arma que Drizzt había roto en el combate contra el gigante de las piedras—. Tengo una muy buena.
Se arrastró al interior del agujero, buscó durante unos minutos, y salió provisto de una magnífica hoja curva. Drizzt entró para contemplar el excelente surtido del arsenal mientras salía el vigilante. Montolio poseía una amplia variedad de armas, desde dagas de ceremonia hasta grandes hachas de combate y una multitud de ballestas, livianas y pesadas, todas cuidadas con gran esmero. En la pared del fondo, colocadas verticalmente, había diversas lanzas y jabalinas, incluida una pica de tres metros con la cabeza muy afilada y dos garfios que sobresalían cerca de la punta.
—¿Prefieres un escudo, o quizás un estilete, para la otra mano? —preguntó Montolio cuando reapareció el drow murmurando palabras de admiración—. Puedes escoger lo que quieras excepto el escudo, la lanza y el casco que llevan el sello del búho con garras. ¡Son míos!
Drizzt vaciló un instante, mientras intentaba imaginar al vigilante ciego equipado para la lucha cuerpo a cuerpo.
—Una espada —respondió—, o mejor otra cimitarra si la tienes.
—Dos hojas largas para el combate —comentó curioso—. Lo más probable es que termines estorbándote a ti mismo.
—Es un estilo de combate frecuente entre los drows.
Montolio encogió los hombros sin poner en duda la afirmación y entró otra vez en la armería.
—Me temo que esta sea más útil como adorno —dijo cuando volvió con un arma casi ornamental—. Puedes usarla si quieres, o coge una espada. Tengo unas cuantas.
Drizzt empuñó la cimitarra y la hizo girar para comprobar si estaba bien equilibrada. Encontró que era demasiado liviana y quizá frágil, pero aun así decidió conservarla. La hoja curva sería un complemento más adecuado para la otra cimitarra que una espada recta, engorrosa de mover.
—Las cuidaré tan bien como tú —prometió Drizzt, consciente de la importancia del regalo que le había hecho el humano—. Y las utilizaré sólo cuando sea preciso —añadió, porque sabía que esto era lo que quería oír Montolio.
—Entonces ruega para que nunca las necesites, Drizzt Do’Urden —repuso el vigilante—. ¡He conocido la paz y he conocido la guerra, y te juro que prefiero la primera! Ahora ven, amigo mío. Hay muchas otras cosas que quiero enseñarte.
Tras mirar las cimitarras una vez más, Drizzt las metió en las vainas enganchadas a su cinturón y siguió a Montolio.
Con la proximidad del verano y con una compañía tan agradable, maestro y alumno se sentían muy animados, y se prometían una época de valiosas lecciones y hechos maravillosos.
No se habrían sentido tan felices de haber sabido que cierto rey orco, furioso por la pérdida de diez soldados, dos worgs y un gigante aliado, tenía puestos en la región sus amarillos ojos inyectados en sangre, dispuesto a encontrar al drow. El gran orco comenzaba a preguntarse si el drow había regresado a la Antípoda Oscura o si se había unido con algún otro grupo, quizá con una de las pequeñas bandas de elfos que había en la zona, o con aquel temible vigilante ciego, Montolio.
Si el drow aún permanecía en la región, Graul daría con él. El cacique orco no quería correr riesgos, y la sola presencia del elfo oscuro era un auténtico peligro.