Conoce a tu enemigo
El invierno desapareció tan deprisa como había llegado. La nieve se derretía rápidamente y el viento del sur ya no era frío. Drizzt no tardó en establecer una rutina muy fácil de llevar: el problema más importante era el resplandor del sol en el suelo todavía cubierto de nieve. El drow se había adaptado bastante bien al sol durante los primeros meses en la superficie, se movía sin impedimentos a la luz del día e incluso había luchado en esas condiciones. En cambio ahora, con el reflejo de la nieve en el rostro, Drizzt apenas se aventuraba fuera de la cueva.
Salía sólo de noche y dejaba el día para el oso y otros animales. Tampoco lo preocupaba demasiado; la nieve no tardaría en desaparecer, y podría llevar otra vez la vida cómoda que había disfrutado en los últimos días anteriores al comienzo del invierno.
Una noche, bien comido y mejor descansado, a la luz de la luna llena, Drizzt miró al otro lado del río, hacia la pared más lejana del valle.
«¿Qué habrá al otro lado?», se preguntó a sí mismo.
El río corría con mucha fuerza y la profundidad había aumentado con el agua del deshielo, pero aquella misma noche Drizzt había encontrado una vía para cruzarlo, una fila de peñascos muy juntos que asomaban por encima de las turbulentas aguas.
La noche era joven; la luna todavía no había alcanzado la mitad del recorrido. Animado por el espíritu propio de la estación, Drizzt decidió investigar. Bajó hasta la orilla y saltó ágilmente sobre el primero de los peñascos. A un hombre o a un orco —e incluso a la mayoría de las otras razas del mundo— cruzar por unas rocas redondeadas, resbaladizas, y dispuestas a distancias irregulares les habría parecido un camino demasiado difícil y peligroso como para hacer el intento. Pero el drow realizó el cruce en muy poco tiempo.
Llegó al otro lado y corrió por la orilla, saltando cuando era necesario los numerosos obstáculos presentados por las piedras y las grietas sin la menor preocupación. Muy otro habría sido su comportamiento de haber sabido que ahora se encontraba en la parte del valle dominada por Graul, el gran cacique orco.
Una patrulla de orcos descubrió al drow antes de que llegara a la mitad de la pared del valle. Los orcos ya habían visto al drow en otras ocasiones, cuando bajaba a pescar en el río. Temeroso de los elfos oscuros, Graul había ordenado a los suyos que se mantuvieran a distancia, convencido de que las nieves se encargarían de echar al intruso. Pero el invierno había pasado, el drow no se había ido, y ahora había cruzado el río.
Graul frotó las regordetas manos con un gesto nervioso al enterarse de la noticia. El gran orco se consoló un poco al recordar que el drow estaba solo y no pertenecía a un grupo mayor. Quizás era un explorador o un renegado. No podía averiguarlo, y en cualquier caso las implicaciones no complacían al cacique. Si el drow era un explorador, no tardarían en llegar los demás, y, si era un renegado, quizá podía pensar en los orcos como posibles aliados.
Graul había sido cacique durante muchos años, un hecho poco frecuente entre los indisciplinados orcos. Había sobrevivido gracias a no correr riesgos y no pretendía correrlos ahora. Un elfo oscuro podía usurpar el mando de la tribu, una posición que Graul protegía celosamente. No podía permitirlo. Dos patrullas de orcos abandonaron las cuevas con órdenes explícitas de matar al drow.
El viento soplaba frío en la cumbre de la pared del valle y la nieve era más profunda, pero a Drizzt no le importaba. Ante su mirada se extendían grandes zonas boscosas, que oscurecían los valles montañosos y lo invitaban, después de pasar el invierno encerrado en una cueva, a que los explorara.
Había caminado casi un kilómetro cuando advirtió que lo seguían. No había visto a nadie, excepto quizás una sombra fugaz con el rabillo del ojo, pero los instintos guerreros advirtieron a Drizzt que se trataba de algo real. Subió por una cuesta empinada, buscó la protección de un grupo de árboles muy altos y corrió hasta la cresta. Una vez allí, se ocultó detrás de un peñasco y esperó.
Siete siluetas oscuras, seis humanas y una canina, salieron de los árboles, y siguieron el rastro lenta y metódicamente. A tanta distancia, Drizzt no podía distinguir la raza, aunque sospechaba que debían de ser humanos. Miró a su alrededor, en busca de un buen camino para la retirada, o un sector fácilmente defendible.
Drizzt casi no se dio cuenta de que tenía la cimitarra en una mano y la daga en la otra. Cuando advirtió que empuñaba las armas, y que el grupo de perseguidores estaba muy cerca, pensó en lo que debía hacer.
Podía enfrentarse a ellos aquí y ahora, atacándolos mientras escalaban los últimos metros de la resbaladiza y traicionera pendiente.
—No —gruñó Drizzt, descartando la posibilidad de un ataque.
No dudaba de la victoria. En cambio, lo preocupaba el hecho de que después tendría que soportar el remordimiento y la culpa por la batalla. El drow no quería ni le interesaba tener ningún tipo de contacto. Ya se sentía bastante culpable.
Oyó las voces de los perseguidores, sonidos guturales parecidos a los del idioma goblin.
—Orcos —musitó, al relacionar el lenguaje con la silueta casi humana de las criaturas.
Saber qué eran no cambió la decisión del elfo oscuro. Drizzt no sentía ningún aprecio por los orcos —los había conocido muy bien en los años pasados en Menzoberranzan—, pero tampoco tenía ningún motivo ni justificación para luchar contra la banda.
Dio media vuelta, escogió un sendero y se perdió en la oscuridad.
Los perseguidores no desistieron.
Se encontraban demasiado cerca, y Drizzt no podía despistarlos. Pensó que acabaría por tener problemas. Si los orcos eran hostiles —y, a juzgar por los gritos y los gruñidos, este era el caso—, entonces había desperdiciado la oportunidad de luchar en terreno favorable. La luna se había puesto hacía rato y el cielo mostraba el tono azul que anunciaba el alba. A los orcos no les gustaba la luz, aunque esto no resultaba una ventaja importante porque el resplandor de la nieve también lo afectaba a él.
Empecinado, el drow no hizo caso a la opción del combate y trató de dejar atrás a los perseguidores, retrocediendo otra vez hacia el valle. Aquí Drizzt cometió el segundo error, porque otra banda de orcos, estos acompañados por un lobo y alguien mucho más grande, un gigante de las rocas, lo esperaban.
El sendero era bastante llano, limitado a la izquierda por una pendiente casi vertical y por la derecha por una pared prácticamente inescalable. Drizzt sabía que los perseguidores no tendrían ninguna dificultad en seguirlo por este único camino, y comprendió que dependía exclusivamente de la velocidad. Tenía que llegar a la cueva antes de la salida del sol.
Un gruñido fue el único aviso antes de que un worg, un enorme lobo con la piel como cerdas, saltara al camino para cerrarle el paso. El worg se le echó encima, las fauces abiertas en busca de la cabeza. Drizzt se agachó por debajo del animal y descargó un golpe que abrió una segunda boca en el cuello de la bestia. El worg cayó detrás del drow, ahogado en la propia sangre.
Drizzt se giró para asestarle otro mandoble cuando aparecieron los seis orcos armados con lanzas y garrotes. El drow se dispuso a huir y entonces volvió a agacharse, justo a tiempo para evitar que una piedra enorme le arrancara la cabeza.
Sin detenerse a pensar, Drizzt creó un globo de oscuridad a su alrededor.
Los cuatro orcos que iban a la cabeza se metieron en el globo sin darse cuenta. Los otros dos consiguieron detener la carrera y esperaron inquietos, con las lanzas preparadas. No podían ver lo que ocurría en el interior de la oscuridad mágica, aunque por el ruido de los garrotazos y el chasquido metálico de las espadas parecía como si allí dentro se enfrentaran dos ejércitos completos. Entonces otro sonido surgió de las sombras: el rugido de un felino.
Los dos orcos retrocedieron, sin dejar de mirar por encima del hombro, mientras deseaban que el gigante de las piedras se apresurara a venir a socorrerlos. Uno de los camaradas, y después otro, salieron de la oscuridad, gritando aterrorizados. El primero pasó como una exhalación junto a los compañeros, el segundo no lo consiguió.
Guenhwyvar saltó sobre el orco y acabó con él en un instante. A continuación, casi sin solución de continuidad, abatió a uno de los dos que esperaban sin darle tiempo a escapar. Los que quedaban fuera del globo se dispersaron en un intento inútil por escalar la pendiente. La pantera remató a la segunda víctima y fue a perseguir a los otros.
Drizzt apareció por el otro lado del globo, sin un solo rasguño, con la cimitarra y la daga tintas con sangre de orco. El gigante de las piedras, enorme, de hombros cuadrados y piernas como troncos, se enfrentó a él. El drow no vaciló. Se encaramó a un peñasco y lo utilizó de trampolín para saltar con la cimitarra por delante contra el monstruo.
La agilidad y la rapidez del joven sorprendieron al gigante, que no tuvo tiempo para esgrimir el garrote o levantar una mano. Pero esta vez la suerte no acompañó al drow. La cimitarra, fortalecida con la magia de la Antípoda Oscura, había pasado demasiadas horas expuesta a la luz del sol. Golpeó contra la piel dura como una roca del gigante de cuatro metros y medio de estatura, se dobló por la mitad y se quebró en la empuñadura.
Drizzt se echó atrás, traicionado por primera vez por su arma más apreciada.
El gigante lanzó un aullido y levantó el garrote, con una sonrisa cruel que mantuvo hasta que una forma oscura pasó por encima de la presunta víctima y le clavó en el pecho cuatro garras formidables.
Guenhwyvar había salvado una vez más a Drizzt, pero no era tarea fácil derrotar a un gigante, que comenzó a dar garrotazos y a sacudirse hasta que la pantera voló por los aires. El felino tuvo la mala suerte de aterrizar en la pendiente y, al intentar saltar para reanudar el ataque, resbaló en la nieve. Guenhwyvar rodó un gran trecho y, cuando finalmente consiguió frenar la caída, ya estaba demasiado lejos para ayudar al drow.
Esta vez el gigante no sonreía. La sangre manaba de la docena de heridas profundas que le cruzaban el pecho y el rostro. A sus espaldas, el otro grupo de orcos, guiados por el segundo worg, se acercaba a la carrera.
Como cualquier otro guerrero al verse superado en número, el elfo oscuro dio media vuelta y echó a correr.
Si los dos orcos que habían escapado de la pantera hubiesen regresado sobre sus pasos, podrían haber cogido al drow. Pero los orcos nunca se habían destacado por la valentía, y aquellos dos ya habían pasado la cumbre y todavía corrían, sin mirar atrás.
Drizzt avanzó por el sendero en busca de algún lugar que le permitiera bajar la pendiente y reunirse con la pantera. No había ninguno por el cual pudiera descender deprisa, porque no dudaba que tendría que soportar la lluvia de piedras lanzadas por el gigante. Trepar la ladera tampoco prometía mucho con el monstruo tan cerca, así que el drow siguió corriendo, con la esperanza de que el sendero no se acabara muy pronto.
Entonces el sol asomó por el horizonte: otro problema —uno entre muchos— para el drow acosado.
Consciente de que la fortuna le había vuelto la espalda, Drizzt comprendió, aun antes de rodear el siguiente recodo, que había llegado al final del trayecto. Un deslizamiento había cubierto el camino hacía años. El drow se detuvo en seco y se despojó de la mochila; ya casi no le quedaba tiempo.
La banda guiada por el worg alcanzó al gigante y, mutuamente envalentonados, reanudaron juntos la persecución, con el malvado worg a la cabeza.
La bestia pasó a la carrera una curva muy cerrada, tropezó e intentó detenerse cuando vio que tenía la pata metida en un lazo. Los worgs no eran criaturas estúpidas, pero este no advirtió las consecuencias de la trampa cuando el drow empujó el peñasco a la pendiente. El worg no se preocupó hasta que la cuerda se puso tensa y la piedra lo hizo caer al vacío.
La sencilla trampa había funcionado a la perfección; sin embargo, era toda la ventaja que había conseguido Drizzt. A sus espaldas, el deslizamiento le cerraba el paso, a los lados sólo podía elegir entre el precipicio y la ladera casi vertical. Cuando los orcos y el gigante aparecieron, con una cierta precaución después de presenciar el vuelo del worg, Drizzt los esperaba con la daga como única arma.
El drow intentó parlamentar, utilizando la lengua goblin, pero los orcos no estaban dispuestos a escuchar. Antes de que la primera palabra saliera de la boca de Drizzt, uno de ellos arrojó la lanza.
El arma era una sombra que volaba hacia el drow, cegado por el sol. No obstante, la había lanzado una mano torpe y seguía una trayectoria curva. Drizzt la esquivó sin problemas y devolvió el tiro con la daga. Aunque el orco podía ver mejor que el drow, era mucho más lento. Recibió la daga en la garganta. Con un gemido ronco cayó al suelo, y el compañero más cercano se apresuró a sujetar el arma por el mango y retirarla de la herida, no para salvarlo sino para hacerse con una daga tan buena.
Drizzt recogió la lanza y se plantó en medio del camino dispuesto a enfrentarse con el gigante.
De pronto un búho sobrevoló al gigante y ululó, pero ello no distrajo al monstruo. Un segundo más tarde, el enorme corpachón se sacudió por el impacto de una flecha en la espalda.
Drizzt vio el astil de la flecha con las aletas de plumas negras cuando el gigante se volvió furioso. El drow no perdió tiempo en averiguar de dónde había llegado la ayuda inesperada, y clavó la lanza en la espalda del rival con todas sus fuerzas.
El gigante se habría vuelto para responderle, pero el búho se aproximó otra vez y, en cuanto ululó, una segunda flecha se hundió en el pecho del gigante. Una tercera llamada, y otra flecha hizo diana.
Los boquiabiertos orcos buscaron ansiosos al agresor invisible, aunque sin éxito, porque el brillo cegador de la nieve dificultaba la visión de las bestias nocturnas. El gigante, con el corazón atravesado, permaneció erguido con la mirada extraviada, sin darse cuenta de que su vida había acabado. El drow volvió a hundirle la lanza en la espalda, y el monstruo cayó de bruces.
Los orcos se miraron los unos a los otros y a su alrededor, preocupados por descubrir la mejor vía para escapar.
El extraño búho bajó otra vez para situarse por encima de un orco, y soltó el peculiar aullido. El orco, consciente de las consecuencias, sacudió los brazos y gritó para espantarlo; una flecha lo silenció en el acto.
Los cuatro orcos restantes rompieron filas y escaparon, uno ladera arriba, otro por el mismo camino por el que había venido, y los otros dos cargaron contra Drizzt. El drow hizo girar la lanza, descargó el extremo del mango contra el rostro de uno de los atacantes y completó el movimiento para desviar la lanza del otro enemigo. El orco soltó el arma al comprender que no podría levantarla a tiempo para detener a Drizzt.
El orco que trepaba por la ladera supo que estaba condenado en cuanto el búho voló por encima de su cabeza. La aterrorizada bestia se zambulló detrás de una roca en el momento de oír el ululato. De haber sido más listo habría advertido el error. Por el ángulo de los flechazos que habían tumbado al gigante, el arquero debía de estar situado en algún punto más alto de la ladera.
Una flecha le atravesó el muslo mientras se agachaba y lo hizo caer de espaldas, chillando de dolor. Con tanto escándalo como montaba el orco, el arquero invisible no necesitaba de la ayuda del búho para orientar el segundo disparo, que alcanzó al orco en el pecho y lo acalló para siempre.
Drizzt cambió de dirección en el acto y descargó otro golpe contra el orco. Con una velocidad fulminante, el drow invirtió la lanza y la clavó en la garganta de la criatura con tanta fuerza que alcanzó el cerebro.
El orco que había recibido el primer golpe se tambaleó mientras sacudía la cabeza violentamente con la intención de reorientarse. Notó que las manos del drow lo sujetaban por la pechera de la chaqueta de piel mugrienta, y después sintió el roce del aire mientras caía al vacío, siguiendo el mismo camino del worg.
Al oír los alaridos de los compañeros que morían, el orco que escapaba por el camino agachó la cabeza y corrió más deprisa, convencido de que era el más astuto de todos. Cambió de opinión cuando, al doblar un recodo, fue a caer en las garras de una enorme pantera negra.
Drizzt, agotado, se apoyó en la ladera, con la lanza preparada para usarla cuando el búho bajó desde lo alto de la montaña, aunque esta vez el ave se mantuvo a distancia y se posó en el saliente que formaba el recodo a una docena de pasos.
Unos movimientos en la ladera llamaron la atención del drow. Apenas si podía ver por culpa de la luz, pero consiguió distinguir una silueta humana que bajaba con mucho cuidado.
El búho remontó el vuelo y comenzó a ulular por encima del elfo oscuro, que se acurrucó, alerta y preparado, mientras el hombre se situaba detrás del saliente. Sin embargo, ninguna flecha siguió a la llamada del búho. En cambio apareció el arquero.
Era alto, erguido y muy viejo, con grandes mostachos grises y una larga cabellera enmarañada. Lo más curioso de todo eran los ojos blancos sin pupilas. De no haber sido por la eficacia de los disparos, Drizzt habría dicho que era ciego. Los miembros del anciano parecían enclenques, pero Drizzt no se dejó engañar por las apariencias. El hombre llevaba el arco preparado y sostenía la flecha casi sin ningún esfuerzo.
El viejo dijo algo en un lenguaje que Drizzt no entendió, después en otro, y por último en goblin.
—¿Quién eres? —preguntó el vigilante.
—Drizzt Do’Urden —contestó el drow, muy sereno y esperanzado al ver que podía comunicarse con el adversario.
—¿Es un nombre? —preguntó el anciano. Soltó una risa seca y encogió los hombros—. En cualquier caso, tu nombre, lo que puedas ser, y por qué estás aquí, no tienen mucha importancia.
El búho, al advertir un movimiento inesperado, comenzó a revolotear y a ulular, pero ya era demasiado tarde para el viejo. A sus espaldas apareció Guenhwyvar, que se colocó a un par de pasos, con las orejas aplastadas contra el cráneo y las fauces abiertas. Al parecer despreocupado ante el peligro, el anciano acabó la frase.
—Ahora eres mi prisionero.
Guenhwyvar gruñó una vez, y el drow mostró una sonrisa de oreja a oreja.
—Creo que no —contestó Drizzt.