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Lecciones malolientes

Drizzt se deslizó más allá de los arbustos que lo ocultaban y cruzó la roca lisa y desnuda que llevaba hasta la cueva que ahora le servía de hogar. Sabía que algo había pasado por allí hacía poco, muy poco. No había ninguna huella a la vista, pero el olor era intenso.

Guenhwyvar rondaba por las rocas, encima de la cueva en la ladera. Ver a la pantera tranquilizó un poco al drow. Drizzt había llegado a confiar sin reservas en Guenhwyvar y sabía que el felino se encargaría de hacer salir de su escondite a cualquier enemigo emboscado. Drizzt desapareció en el hueco oscuro y sonrió al oír que la pantera descendía para vigilarle las espaldas.

Apenas traspasada la entrada, Drizzt hizo una pausa detrás de una piedra y dejó que los ojos se habituaran a la penumbra interior. El sol todavía brillaba aunque se hundía deprisa en el cielo occidental, pero en la cueva estaba mucho más oscuro, lo suficiente para permitir a Drizzt utilizar la visión infrarroja. Tan pronto como completó el ajuste, el drow localizó al intruso. El brillo de una fuente de calor —una criatura viviente— emanaba por detrás de otra roca casi en el fondo de la cueva. Drizzt se relajó. Guenhwyvar sólo estaba a unos pasos más atrás, y, a la vista del tamaño de la piedra, el intruso no podía ser una bestia muy grande.

De todos modos, Drizzt se había criado en la Antípoda Oscura, donde todas las criaturas, con independencia del tamaño, eran respetadas y consideradas peligrosas. Hizo una señal a la pantera indicándole que mantuviera la posición cerca de la entrada y avanzó sigilosamente para poder ver mejor al intruso.

Drizzt nunca había visto antes a este animal. Se parecía mucho a un gato, pero la cabeza era bastante más pequeña y puntiaguda. Su peso no pasaba de unos pocos kilos. Este hecho, unido a la cola peluda y la piel espesa, indicaban que debía de ser un forrajero más que un depredador. Ahora revolvía un paquete de comida, al parecer ajeno a la presencia del drow.

—Tranquila, Guenhwyvar —susurró Drizzt, envainando las cimitarras.

Curioso, dio un paso adelante, aunque sin acercarse demasiado para no asustarlo, ilusionado ante la posibilidad de tener otro compañero. Si llegaba a ganarse la confianza de…

El pequeño animal se volvió bruscamente al oír la llamada de Drizzt, y sus cortas patas delanteras lo llevaron rápidamente hasta la pared.

—Tranquilo —repitió Drizzt con voz suave, esta vez para el intruso—. No te haré daño.

El elfo oscuro avanzó otro paso, y la criatura chilló y, volviéndole la espalda, arañó el suelo de piedra con las patas traseras.

Drizzt casi se echó a reír, al imaginar que el animal pretendía escalar por la pared trasera de la cueva. La pantera pasó a su lado de un salto, y la súbita desesperación de Guenhwyvar borró la expresión de burla del rostro del drow.

El animal alzó la cola; Drizzt observó que la bestia tenía unas rayas blancas en el lomo. Guenhwyvar gimió y dio media vuelta con la intención de huir, pero era demasiado tarde…

Una hora después, Drizzt y Guenhwyvar recorrían los senderos más bajos de la montaña en busca de una nueva casa. Habían rescatado todo lo que pudieron, aunque no era mucho. La pantera se mantenía bastante apartada de Drizzt. La proximidad hacía que el olor fuera insoportable.

Drizzt lo aceptó de buen humor, si bien la fetidez del propio cuerpo hacía la lección demasiado maloliente para su gusto. Desde luego desconocía el nombre del pequeño animal, pero no olvidaría su aspecto. La próxima vez que encontrara una mofeta iría con más cuidado.

«Y ¿qué hay de los otros compañeros en este mundo extraño?», se preguntó Drizzt.

No era la primera vez que el drow manifestaba esta preocupación. Sabía muy poco de la superficie y todavía menos de las criaturas que vivían allí. Había pasado meses sin alejarse de la cueva, con sólo algunas excursiones hasta las zonas más bajas y pobladas. En dichos recorridos había visto animales, por lo general a lo lejos e incluso algunos humanos. Sin embargo, aún no había tenido el coraje de abandonar el escondite para saludar a los vecinos, temiendo el rechazo y consciente de que no tenía otro lugar a donde ir.

El ruido de una corriente guió al drow y a la pantera hasta un arroyo. Drizzt buscó el refugio de la sombra y comenzó a quitarse la armadura y la ropa, mientras Guenhwyvar iba corriente abajo a pescar. El chapoteo de la pantera hizo aparecer una sonrisa en las severas facciones del drow. Esa noche comerían bien.

Drizzt abrió el broche del cinturón y dejó las armas junto a la cota de malla. La verdad es que se sentía vulnerable sin la armadura y las cimitarras —nunca las habría dejado tan lejos en la Antípoda Oscura— pero habían pasado muchos meses sin que necesitara utilizarlas. Miró las cimitarras y revivió el recuerdo agridulce de la última vez que las había usado.

En aquella ocasión se había batido contra Zaknafein, su padre, mentor y querido amigo. Sólo Drizzt había sobrevivido al duelo. El legendario maestro de armas había desaparecido para siempre, pero el triunfo en aquella batalla se lo habían repartido entre los dos contendientes, porque no había sido Zaknafein el que lo había atacado en los puentes de la caverna llena de ácido, sino su espectro controlado por la malvada madre de Drizzt, la matrona Malicia. Ella había querido vengarse de la blasfemia del hijo a Lloth y de su rechazo a la sociedad drow en su conjunto. Drizzt había pasado más de treinta años en Menzoberranzan pero nunca había aceptado los modos perversos y crueles que eran la norma en la ciudad drow. Había sido una fuente de escarnio para la casa Do’Urden a pesar de su considerable habilidad con las armas. La huida de la ciudad para vivir exiliado en las regiones salvajes de la Antípoda Oscura, significó que su madre, gran sacerdotisa de la reina araña, perdiera el favor de la diosa.

En consecuencia, la matrona Malicia Do’Urden había resucitado el espíritu de Zaknafein, el maestro de armas que ella había sacrificado a Lloth, y enviado a la cosa no muerta detrás del hijo. Pero Malicia se había equivocado, porque todavía quedaba bastante del alma de Zak en el cuerpo para negarse a atacar a Drizzt. En el instante en que Zak había conseguido librarse del control de Malicia, había soltado un grito de triunfo y saltado al lago de ácido.

«Mi padre», susurró Drizzt, recuperando el ánimo con estas sencillas palabras.

Él triunfaría allí donde Zaknafein había fracasado; Drizzt había rechazado la malvada vida de los drows mientras que Zak había permanecido sujeto durante siglos, como un simple peón en los juegos de poder de la matrona Malicia. En el fracaso de Zaknafein y en su muerte, el joven Drizzt había encontrado fuerza; de la victoria de Zak en la caverna del ácido, había extraído determinación. Drizzt no había hecho caso del montón de mentiras que los viejos maestros de la Academia de Menzoberranzan habían intentado enseñarle, y había salido a la superficie para comenzar una nueva vida.

Drizzt se estremeció cuando entró en el agua helada. En la Antípoda Oscura sólo había conocido temperaturas casi siempre constantes y una oscuridad invariable. Aquí, en cambio, el mundo lo sorprendía a cada nuevo paso. Ya había observado que los períodos de luz y oscuridad no eran constantes; el sol se ponía más temprano cada día y la temperatura —que al parecer cambiaba con las horas— descendía desde hacía unas semanas. Incluso dentro de estos períodos de luz y oscuridad había irregularidades. Algunas noches aparecía una esfera plateada, y había días en los que había un manto gris en lugar de una cúpula celeste por encima de su cabeza.

A pesar de todo, Drizzt no se arrepentía de la decisión de venir a este mundo desconocido. Al mirar las armas y la armadura, colocadas a la sombra a una docena de pasos del lugar donde se bañaba, el joven tuvo que admitir que la superficie, pese a todas las rarezas, era mucho más pacífica que cualquier lugar de la Antípoda Oscura.

Ahora estaba muy tranquilo aunque se encontraba en la espesura. Había pasado cuatro meses en la superficie y siempre había estado solo excepto cuando había invocado a su compañera mágica. Pero ahora se sentía vulnerable, desnudo salvo por los pantalones rotos, con los ojos enrojecidos por las salpicaduras de la mofeta, el sentido del olfato estropeado por el hedor de su propio cuerpo, y su fino oído ensordecido por el estrépito del agua.

—Vaya aspecto que debo de tener —murmuró Drizzt, pasando con fuerza los delgados dedos entre la maraña de su espesa melena blanca.

Cuando miró otra vez sus pertenencias, desapareció cualquier otra preocupación. Cinco figuras encorvadas removían su equipo, y sin duda no les interesaba para nada el aspecto desastrado del elfo oscuro.

Drizzt observó la piel grisácea y los hocicos oscuros de los humanoides de dos metros de estatura y rostro perruno, pero sobre todo se fijó en las lanzas y espadas. Conocía a esta clase de monstruos, porque había visto criaturas similares que servían como esclavos en Menzoberranzan. No obstante, en esta situación los gnolls parecían diferentes, más peligrosos de como los recordaba.

Por un momento consideró la posibilidad de correr en busca de las cimitarras, pero descartó la idea, consciente de que una lanza podía detenerlo antes de conseguir su propósito. El más grande de la banda, un gigante de casi dos metros y medio y pelo rojo, miró a Drizzt durante un buen rato, observó el equipo, y volvió a mirarlo.

—¿En qué piensas? —susurró Drizzt para sí.

Sabía muy poco de los gnolls. En la Academia de Menzoberranzan le habían enseñado que pertenecían a una raza goblinoide, malvada, imprevisible y muy peligrosa. Lo mismo le habían dicho de los elfos de la superficie y de los humanos, y ahora acababa de caer en la cuenta de que habían incluido a casi todas las razas excepto la drow. Drizzt casi se echó a reír a carcajadas a pesar del apuro en que se veía. Por una de esas ironías del destino, la raza que más se merecía el calificativo de malvada era la drow.

Los gnolls no hicieron ningún otro movimiento ni pronunciaron palabra alguna. Drizzt entendió su inquietud al ver a un elfo oscuro, y sabía que debía aprovecharse de ese miedo natural si quería salvar la vida. El joven apeló a las habilidades mágicas innatas y con un movimiento de su negra mano envolvió a los cinco gnolls en una aureola de fuego fatuo.

Una de las bestias se hincó de rodillas, tal como había esperado Drizzt, pero los otros se detuvieron a una seña de su líder más veterano. Miraron a su alrededor inquietos, al parecer preocupados por la conveniencia de mantener este encuentro. El cacique gnoll conocía el fuego fatuo, de un combate con un infortunado —y ahora muerto— explorador, y sabía que era inofensivo.

Drizzt tensó los músculos y trató de adivinar el próximo movimiento.

El cacique gnoll miró a los compañeros, como si quisiera determinar hasta dónde los rodeaba el fuego. A juzgar por la perfección del hechizo, el que estaba en el arroyo no era un vulgar campesino drow; esto al menos era lo que Drizzt esperaba que pensara.

El elfo oscuro se relajó un poco cuando el líder bajó la lanza y les indicó a los demás que lo imitaran. Entonces el gnoll ladró una serie de palabras que sonaron a jerigonza en los oídos del drow. Al ver la obvia confusión de Drizzt, el gnoll gritó algo en la lengua gutural de los goblins.

Drizzt entendía la lengua goblin, pero el dialecto del gnoll era tan extraño que sólo alcanzó a entender unas pocas palabras, «amigo» y «líder» entre ellas.

Con mucha cautela, Drizzt avanzó hacia la orilla. Los gnolls se apartaron, abriendo un sendero hasta sus pertenencias. Drizzt dio otro paso, y se tranquilizó al advertir la silueta felina oculta entre los arbustos a muy poca distancia. No tenía más que dar la orden, y Guenhwyvar saltaría sobre la banda de gnolls.

—¿Tú y yo caminar juntos? —le preguntó al líder gnoll, en la lengua goblin y con un acento que pretendía simular el dialecto de la criatura.

El gnoll replicó con un grito apresurado, y la única cosa que Drizzt creyó entender fue la última palabra de la pregunta: «¿… aliado?».

El drow asintió lentamente, confiado en que había captado correctamente el significado.

—¡Aliado! —ladró el gnoll.

Todos los demás sonrieron y rieron aliviados y se palmearon las espaldas. Drizzt llegó junto al equipo, y sin perder un segundo se abrochó el cinturón con las cimitarras. Al ver a los gnolls distraídos, el drow miró a Guenhwyvar y movió la cabeza para indicarle la espesura sendero arriba. Rápida y silenciosamente, la pantera se movió a la nueva posición. No había ninguna necesidad de revelar todos los secretos, pensó Drizzt, al menos hasta comprender a fondo las intenciones de los nuevos compañeros.

Drizzt caminó con los gnolls por los sinuosos senderos de las estribaciones de la montaña. Las criaturas se mantenían a una distancia prudente, quizá por respeto a Drizzt y a la reputación de su raza o por alguna otra razón que desconocía. Aunque creía que el motivo era el hedor, que el baño sólo había conseguido disminuir un poco.

El líder gnoll no dejaba de decirle cosas, y acentuaba las entusiastas palabras con un guiño astuto o un súbito frotar de las manos peludas. Drizzt no entendía nada de lo que decía la criatura, aunque por la forma de relamerse suponía que lo guiaba a alguna clase de fiesta.

El joven adivinó muy pronto el destino de la banda, porque a menudo había observado desde las alturas las luces de la pequeña comunidad humana en el valle. Drizzt no tenía ninguna prueba referente a cómo eran las relaciones entre los gnolls y los campesinos humanos, pero suponía que no debían de ser amistosas. Cuando se acercaron a la aldea, adoptaron un despliegue defensivo, y buscaron el cobijo de los arbustos y las sombras en su avance. Ya era casi de noche. El grupo rodeó la parte central de la aldea para acercarse a una granja aislada en el oeste.

El cacique gnoll susurró una frase a Drizzt, muy despacio para que el drow pudiese comprender cada palabra.

—Una familia —dijo—. Tres hombres, dos mujeres.

—Una joven —añadió otro ansioso.

El cacique gnoll lo acalló con un ladrido.

—Y tres machos jóvenes —concluyó.

Drizzt pensó que por fin comprendía el propósito del viaje, y la expresión de sorpresa que apareció en su rostro impulsó al gnoll a sacarlo de dudas.

—Enemigos —declaró el líder.

Drizzt, que lo desconocía casi todo de las dos razas, se encontraba en un dilema. Los gnolls eran asaltantes —esto resultaba evidente— y pretendían atacar la granja en cuanto desapareciera la última luz del día. El joven no tenía intención de sumarse a la batalla sin conocer la naturaleza del conflicto.

—¿Enemigos? —preguntó.

El jefe gnoll frunció el entrecejo con evidente consternación. Soltó una frase en su jerga en la que Drizzt creyó oír «humano… débil… esclavo». Todos los gnolls notaron la súbita inquietud del elfo oscuro, y comenzaron a juguetear con las armas y a mirarse los unos a los otros, nerviosos.

—Tres hombres —dijo Drizzt.

El cacique agitó furioso la lanza.

—¡Matar viejo! ¡Cazar dos! —exclamó.

—¿Mujeres?

La sonrisa malvada que apareció en el rostro del gnoll respondió a la pregunta con toda claridad, y Drizzt comenzó a comprender cuál sería su bando en la pelea.

—¿Qué hay de los niños?

Miró al líder gnoll a los ojos y recalcó las palabras. No podía haber malentendidos. La última pregunta sería definitiva. Drizzt podía aceptar el salvajismo típico entre enemigos mortales, pero era incapaz de olvidar la única vez que había participado en una incursión. Aquel día había salvado a una niña elfo, la había ocultado debajo del cuerpo de la madre muerta para librarla de la furia de sus compañeros drows. De todas las maldades que Drizzt había presenciado, el asesinato de niños era la más terrible.

El gnoll clavó la punta de la lanza en el suelo, y su perruno rostro se contorsionó en un ansia asesina.

—No cuentes conmigo —dijo Drizzt sencillamente, los ojos lila encendidos.

Los gnolls advirtieron que, como por arte de magia, ahora empuñaba las cimitarras.

Una vez más el cacique gnoll frunció el hocico, esta vez confundido. Intentó levantar la lanza para defenderse, sin saber qué haría este extraño drow, pero fue demasiado tarde.

El ataque de Drizzt fue como un rayo. Antes de que la lanza del gnoll se alzara, el drow avanzó con las cimitarras por delante. Los otros cuatro gnolls observaron atónitos cómo los aceros del joven golpeaban dos veces, y destrozaban la garganta del poderoso jefe. El gigante cayó de espaldas en silencio, tratando inútilmente de llevarse las manos al cuello.

Un gnoll situado en uno de los flancos fue el primero en reaccionar; levantó la lanza y cargó contra Drizzt. El ágil drow desvió sin problemas el ataque directo pero tuvo la precaución de no frenar el impulso del gnoll. Cuando la enorme criatura pasó a su lado, Drizzt la rodeó y descargó un puntapié contra los tobillos. Perdido el equilibrio, el gnoll se tambaleó, y la lanza fue a clavarse en el pecho de uno de los compañeros.

El gnoll tironeó de la lanza, pero estaba muy hundida, con la dentada cabeza sujeta a la columna vertebral de la víctima. Al gnoll no le preocupaba el compañero moribundo, sólo quería recuperar el arma. Tiró, sacudió, retorció, maldijo y escupió el torturado rostro del herido, hasta que una cimitarra le hendió el cráneo.

Otro de los gnolls, al ver al drow distraído, decidió que era mejor atacar a distancia y alzó la lanza para arrojarla. Subió el brazo bien alto, pero antes de que pudiese lanzarla, Guenhwyvar cayó sobre él; el gnoll y la pantera rodaron por el suelo. La criatura descargó los puños contra los musculosos flancos del animal, pero de nada le sirvieron contra las garras de la pantera. En la fracción de segundo que Drizzt tardó en desembarazarse de los tres gnolls muertos a sus pies, el cuarto integrante de la banda yacía cadáver entre las patas del felino. El quinto había huido.

Guenhwyvar se libró del abrazo del gnoll muerto. Los gráciles músculos de la pantera temblaban ansiosos mientras esperaba la orden. Drizzt observó la carnicería a su alrededor, la sangre en las cimitarras y las expresiones de horror en los rostros de los muertos. Quería acabar con todo esto, porque sabía que se encontraba en una situación que sobrepasaba su experiencia; se había interpuesto en el camino de dos razas que le eran prácticamente desconocidas. Tras pensarlo un momento, lo único que veía claro era la voluntad del cacique gnoll de asesinar a los niños humanos. Había demasiado en juego. Se volvió hacia Guenhwyvar.

—Ve tras él —dijo con tono decidido.

El gnoll corrió por el sendero, la mirada enloquecida mientras imaginaba formas oscuras detrás de cada árbol o piedra.

—¡Drow! —repetía una y otra vez, como si la palabra fuese un acicate para la huida—. ¡Drow! ¡Drow!

Casi sin aliento, el gnoll llegó a un bosquecillo entre dos paredes de roca cortadas a pico. Tropezó con un tronco caído, resbaló y se lastimó las costillas contra las piedras filosas cubiertas de musgo, aunque las magulladuras no retrasarían a la aterrorizada criatura. Sabía que lo perseguían, notaba una presencia que se deslizaba entre las sombras justo fuera de su campo visual.

Cuando se acercó al final de la arboleda, en medio de la oscuridad, el gnoll descubrió un par de ojos amarillos resplandecientes que lo miraban. El gnoll había visto al compañero abatido por la pantera y no le resultó difícil saber qué era aquello que le cerraba el paso.

Los gnolls eran monstruos cobardes, pero podían luchar con una tenacidad sorprendente cuando los acorralaban. Lo mismo ocurrió ahora. Al comprender que no tenía escapatoria —desde luego no podía retroceder en dirección al elfo oscuro—, el gnoll gruñó y lanzó la pesada lanza.

El gnoll oyó algo que se arrastraba, un golpe y un chillido de dolor cuando la lanza dio en el blanco. Los ojos amarillos desaparecieron por un instante, y después un bulto se escurrió hacia un árbol. Se movía muy cerca del suelo, casi como un gato, pero el gnoll advirtió en el acto que no era la pantera. Cuando el animal herido se encaramó en el árbol y miró al agresor, el gnoll lo reconoció.

—¡Mapache! —exclamó el gnoll, y se echó a reír—. ¡Escapaba de un mapache!

El gnoll sacudió la cabeza y descargó todo su regocijo en un estruendoso resoplido. Ver al mapache le había proporcionado una cierta tranquilidad, aunque no podía olvidar lo ocurrido. Ahora tenía que llegar a la madriguera e informar a Ulgulu, su gigantesco amo goblin, su cosa-dios, de la presencia del drow.

Dio un paso para recuperar la lanza, y se detuvo bruscamente al presentir un movimiento detrás. Poco a poco, volvió la cabeza. Podía ver su hombro y la piedra cubierta de musgo.

El gnoll permaneció inmóvil. No se movía nada a sus espaldas, no había ningún sonido en el bosquecillo, pero la bestia sabía que allí había algo. El goblinoide jadeaba al tiempo que abría y cerraba las manos.

De pronto dio media vuelta y rugió. El grito de rabia se convirtió en otro de terror cuando la pantera saltó sobre él desde una rama baja.

El impacto lo tumbó en el suelo, pero no era una criatura enclenque. Sin hacer caso de las terribles heridas que le producían las zarpas, el gnoll sujetó la cabeza de Guenhwyvar en un intento desesperado por impedir que las fauces mortales se cerraran sobre la garganta.

La lucha del gnoll se prolongó durante casi un minuto; los brazos le temblaban por la presión de los poderosos músculos del cuello de la pantera. Por fin la cabeza se acercó, y Guenhwyvar alcanzó el objetivo. Los grandes dientes se hundieron en la garganta del gnoll y cortaron la respiración de la bestia condenada.

El gnoll se retorció enloquecido y en sus esfuerzos consiguió ponerse encima de la pantera. Guenhwyvar lo dejó hacer, imperturbable, sin aflojar la presión de sus mandíbulas.

Al cabo de unos pocos minutos, cesaron los movimientos.