17

A partir de entonces el padre de Rei y yo nos telefoneamos dos veces al día. Las noticias eran siempre las mismas: Rei no había aparecido ni dado señales de sí.

Al principio no me atreví a confesarle al coronel mis temores, ni le hablé de Celeste ni de las amenazas lanzadas por su hijo contra ella.

En ningún momento pensé que aquello adquiriera la corporeidad de lo real, sino esa sutil sustancia de que están formados los sucesos de los periódicos, que conocía tan bien porque yo mismo los redactaba muchas veces. Acontecimientos a medio camino de la fantasía, lo excepcional y lo remoto. Fantasía, porque no podía ser verdad que Rei hubiera dado cumplimiento a sus bravatas. Excepcional, pues toda muerte lo es. Y remoto, porque siempre nos creemos que hechos como aquél ocurren, sí, aunque siempre lejos y a otros, haciéndonos víctimas a todos (los que nos encontramos a uno u otro lado del suceso), de esa refracción que es creer que todo lo que aparece en un periódico ha dejado de ser verdad para ser historia, dejando de ser presente para convertirse en un pasado remoto e inoperante.

La misma Dolly, que sospechó siempre mis sentimientos hacia Celeste, me tranquilizaba.

Y, por suerte, Celeste apareció a los dos días, ignorante de todo lo que a nuestro alrededor estaba ocurriendo y ajena a todos mis temores. Pero Rei, del que tampoco ella sabía nada, siguió sin dar señas de sí.

Se sucedieron las conjeturas. ¿Habría pasado la frontera y pedido asilo político? ¿Se habría embarcado, como había sido su intención en un momento?

Decía que las fechas son importantes.

Tratamos, entre todos, de reconstruir los últimos días en los que vimos a Rei. Siempre me había sorprendido la memoria que tienen los testigos de juicios, en las películas, para detalles insignificantes ocurridos mucho tiempo atrás. Me decía: «No pueden recordar algo que pasó hace tanto tiempo y que en el momento en que sucedía no tenía la menor importancia. Es imposible.» Me equivocaba. No sabe uno las cosas que somos capaces de desenterrar y reconstruir hasta que no nos mueve un temor, una angustia, una ansiedad como la que sentíamos entonces. La familia por un lado, yo por otro. Incluso Celeste.

Celeste me rogó que no le hablara de ello a su padre. Quería mantenerse al margen. Estaba asustada. Una vez más. Por mucho que hubiera aprendido en ese terreno, era su naturaleza la que le aproximaba al miedo. Su voluntad hacía lo que podía, el viejo caballo no aceptaba la monta.

El padre de Rei vino a mi casa de la Rosaleda. Lo pidió él mismo. Fue curioso verle entre los libros de su hijo, entre sus pertenencias. Sólo entonces comprendió qué ajeno le era. Resultaba fácil adivinar que se enfrentaba con un desconocido más que con un hijo.

El día veintidós de diciembre yo, como de costumbre, viajé a *** para pasar las Navidades, aquel año reducidas por causa de mi trabajo.

Hablé con el padre de Rei por última vez ese mismo veintidós y le dije:

—Si tiene alguna noticia nueva, llámame a este teléfono de *** —y le di el número de mis padres.

En cierto modo habíamos entrado todos en la rutina de la desaparición de Rei. Su ausencia se había llegado a convertir, sólo en el corto espacio de diez días, en algo imperceptible, inaudible, como el sordo zumbido de la muerte.

El veinticuatro por la mañana, por fin, recibí una llamada del padre de Rei. Unos niños habían encontrado a Rei ahogado en el río, frente a la fábrica de harina.

Era la suya una voz seria, sin matices, opaca. No era siquiera la voz que yo había escuchado la primera vez. El carácter definitivo de los hechos la había incluso adornado con un nuevo color: parecía la de un funcionario harto de proporcionar una información que para él hace mucho tiempo no contiene la menor novedad ni el menor interés.

—¿Eres tú? —carraspeó y añadió—: Lo han encontrado ahogado esta mañana en el río.

Se me fue el habla. Se produjo un vacío, un largo silencio. No supe qué decir. Creo que hice algunas preguntas que se tiñeron de un dramatismo involuntario. Él tuvo la educación de escucharlas en silencio. Incluso agradecerlas. Quise percibir, mientras escuchaba su respiración al otro lado del hilo, que me envidiaba por conocer de su hijo mucho más de lo que él había conocido nunca. Como siempre ocurre, la muerte falseaba todas las perspectivas. Era la suya la respiración de un hombre al que destrozaban dos hondos dolores: el de la desaparición de su hijo y el de la culpabilidad. Me habría gustado confortarle: «No sufra. De un muerto nadie sabe nada.» Pero no se lo dije. Eran, o me lo parecían, palabras verdaderas que él no se merecía. Tampoco le habrían servido de nada. Después de unos instantes sin saber qué decirnos, colgamos.

Quedé espantado de mi propia frialdad. No sentía nada. Me encerré en mi cuarto. Quise llorar, pero tampoco lo logré. Tal vez aquella dureza mía instintiva fuera la hombría, lo que hace que los hombres sean hombres, y encendí un cigarrillo. Traté de recordar la cara de Rei, y se había borrado de mi memoria. Hice el esfuerzo de representármelo vivo, pero resultó inútil. Únicamente me sorprendí repitiendo, en voy muy baja, un «no, no, no», como cuentas de un rosario, al tiempo en que fui, poco a poco, deslizando mi espalda por la pared, hasta sentarme en el suelo. Me abracé a mis rodillas y abandonado a aquel triste toc, toc, toc que me golpeaba el pecho, aquel penoso «no, no, no», lloré, entonces sí, lágrimas de niño chico, y la ceniza se cayó en la alfombra.

Yo había quedado citado con su padre para el día siguiente, día de Navidad, directamente en la iglesia de los jesuitas, donde se iba a celebrar el funeral.

El que no haya hecho nunca un viaje en tren el día de Navidad, de madrugada, para asistir a un funeral, no sabe lo que es la tristeza, no sabe lo que es la soledad.

Yo miraba aquel paisaje castellano, blanco de escarcha y de barbechos calcinados. Iba adormecido por el traqueteo del tren, abismado en consideraciones estancadas, heladas también, como las tristes charcas que se veían al borde de la vía. Viajaba solo en el compartimiento y no vi a nadie durante el trayecto, de dos horas, ni siquiera al revisor que pica los billetes.

No había ni una sola alma por las calles de V. La ciudad permanecía vacía, en el feliz sueño de una noche feliz. Al entrar en la iglesia un frío polar se me metió en los huesos y tuve deseos de salir corriendo de allí, de la ciudad, y huir lejos de todo aquello.

El oficiante, vestido de negro, le bisbiseaba sus oraciones a un micrófono que empastaba todas sus palabras sin que nadie lograse adivinar el significado de una sola de ellas. Descubrí al padre de Rei en el primer banco, de pie junto a una mujer que supuse sería la suya. Entre los cuarenta o cincuenta asistentes, no descubrí a nadie conocido.

Terminó la misa y en el mismo atrio de la iglesia se intercambiaron apresuradamente las citas, horarios, itinerarios, los que tenían coche para ir al cementerio, los que no…

Al llegar al cementerio, distinguí, un poco apartadas, la una junto a la otra, del brazo, con sus cabezas inclinadas, llorando, a Lola y a Celeste. Les había avisado el propio padre de Rei, pero jamás supimos quién le había dado a él el teléfono. ¿A quién había hablado Rei de Celeste aparte de a nosotros? ¿A algún hermano? Un misterio. Todos los muertos se llevan consigo alguno de estos pequeños misterios no más intensos que llamas de vela. Misterios que lucen unas horas y que terminan por consumirse para siempre.

El viaje de Lola y Celeste, desde el País Vasco, había resultado tan penoso y sombrío como el mío. Me quedé a su lado mientras un cura gordo, coloradote, con una sotana que le llegaba por la pantorrilla, escupía unos responsos a toda velocidad. Fueron metiendo el féretro en un nicho ante la perplejidad general. Sólo las hermanas de Rei lloraban. Advertí que la madre de Rei había desaparecido.

El padre de Rei pasó junto a Lola y Celeste, a quien no reconoció, quizá porque llevaba unas gafas negras.

—Mañana —me indicó a mí— pasaré con alguno de mis hijos a recoger sus cosas.

A los pocos minutos huyó todo el mundo de allí apremiado, urgido por falsos quehaceres, felices en el fondo de volver a la vida, y el cementerio se quedó tan vacío y solitario como antes.

Nadie había reparado en nosotros, nadie nos había invitado a subir a Celeste, a Lola o a mí a ninguno de los coches que parecían abandonar, desertar de aquel lugar siniestro, que amenizaban con obscenidad inocente unos cuantos gorriones.

Hacía un solecillo agradable, el suficiente para hacernos creer que no sentíamos el frío y convencernos de que entre la vida y la muerte existía todavía aquella pequeña diferencia.

Nosotros tres decidimos volver andando a V.

Celeste y Lola regresaban esa misma tarde a su Vitoria. Yo, en cambio, me quedaba. Almorzamos los tres en la cantina de la estación. Como siempre, en su rincón, se encontraba el viejo temblón de los preservativos. Fue una triste comida de Navidad.

Hablamos de Rei. Recordamos algunos momentos felices de su vida. Nos parecían lejanos. Tuvimos la sensación de que muchos pasaban ante nosotros con esa distante monotonía que nos produce un álbum familiar del cual nos son extrañas la mitad de las fotos. Estábamos desangelados, igual que naipes de un solitario que alguien ha dejado a medio hacer, olvidado, abandonado sobre una mesa. Tuvimos la certeza de que aquella muerte prematura marcaría la vida de todos nosotros, aunque no supiéramos todavía cómo. Sin embargo, nos guardamos muy mucho de expresar solemnidades inoportunas. Su muerte lo hacía innecesario.

Le debíamos a Rei algo más que su romántica juventud y su romántica desaparición. Le debíamos, sin duda, la decencia de unos cuantos años oscuros. Más que oscuros, oscurantistas, con nuestro Santo Oficio y nuestros actos de fe, nuestros herejes y nuestras persecuciones. Los años del miedo. Le debíamos, y Dios me perdone, la oportunidad de su muerte, porque con ella quedaban aquellos años clausurados definitivamente. Rei era la puerta de todo ello. Esa puerta que él mismo tuvo la delicadeza de cerrar cuando se fue. De no haber sido así, ¿cuántos años más habría permanecido abierta, a merced de todos los oportunistas y salteadores de ideas e ideologías? Y ni siquiera fue un portazo. Simplemente la cerró como si no quisiera despertar al mundo.

—¿Os dais cuenta? —nos interrumpió Celeste—. Nadie nos ha dicho de qué ha muerto José. No sabemos nada…

—¿No es mejor así? —le dijo Lola.

Celeste se echó a llorar. Lágrimas de silencio, de insobornables recuerdos:

—¿Por qué rompería todas sus cartas? No me queda nada de él…

Todo el rencor de Celeste hacia Rei había desaparecido, toda la amarga memoria de las últimas semanas se evaporaba para dejar paso a un sentimiento que debía creer imposible en ella: el de culpa. El dolor de Rei, el amor de Rei, que hasta hacía unos días no conseguía sino irritarla, adquirió de repente dimensiones inusitadas, sumergiéndose en las aguas de su conciencia con la majestad de un templo antiguo.

Nos despedimos sobre el mismo andén e hicimos los planes para reunirnos de nuevo en circunstancias más felices, sin sospechar siquiera que jamás volveríamos a vernos.

Esa noche apenas pude dormir. Ni siquiera pude pasarla con Dolly, porque Dolly estaba en Madrid. Todo en la casa de la Rosaleda le recordaba a él.

Sobre el aparador, una botella de coñac mediada, tal y como la había dejado él, delataba su huida. Cada silla no era una silla, sino un lugar donde él había estado sentado; cada vaso, el vaso que sostuvieron sus manos, la toalla que dejó tirada sobre la cama…

Las cosas adoptaron por un instante la fisonomía trágica de su desaparición y el enigma de una pregunta sin respuesta.

Igual que el día del entierro, me habría gustado escapar, desertar también yo para siempre. Todos aquellos recuerdos iban cayendo en mi interior con el desorden de esos materiales inútiles que guardamos con obsesiva incontinencia en una caja, tuercas viejas y tornillos, enchufes fuera de servicio, herramientas aparatosas o de las que apenas sabemos hacer uso, cables de despelujadas cabelleras de cobre, restos de fracasadas reparaciones… Todo guardado allí, en amasijo informe, a la espera de que un accidente imprevisto nos obligue a buscar en sus entrañas lo que nos devuelva la luz o el agua o sencillamente eso que llamamos vida.

A la mañana siguiente, como me había anunciado, se presentó el padre con uno de sus hijos menores para llevarse las pertenencias de Rei. Fueron bajándolas en silencio, ropa, libros, viejos zapatos. Nada hay tan deprimente como los zapatos de un muerto. Debajo de la cama guardaba Rei una maleta. Pesaba como un mundo. La sacaron, forzamos su cerradura y la abrimos.

Nos quedamos estupefactos ante el espectáculo de veinte kilos de propaganda.

—¿Esto? —interrogó el padre.

—Sería de él —aventuré yo—. Mía no es.

El padre no quiso hacerse cargo de aquella maleta, volvió a cerrarla, como si su contenido le desagradara sobremanera, y se marchó.

Por la fecha, la propaganda era reciente, de no hacía siquiera un mes. Otro más de los misterios que se llevó a la tumba.

Tampoco yo sabía qué hacer con aquella propaganda. Lo más prudente era deshacerse de ella, pero me lo impidió la policía, que se presentó a las dos horas. Un regalo del padre de Rei. Venían a tiro hecho. Preguntaron por la maleta y se la entregué sin resistencia.

En la comisaría abrieron la maleta en dos mitades sobre la mesa del comisario, satisfecho de tenerme tan cerca del cuerpo del delito. Durante más de cuatro horas repetí la verdad: que yo no sabía nada. Luego entregaron al comisario una carpeta con mi ficha y salieron a relucir viejas cuitas. Quien sostenga que agua pasada no mueve molino, no sabe de lo que está hablando. A la hora del almuerzo me tiraron en un calabozo y me dejaron solo durante seis horas. Sólo acertaba a decirme: «¿Por qué las cosas tardan en suceder años y luego se precipitan de tal manera? ¿Cómo podría parar estos acontecimientos, salir del laberinto, olvidar todo cuanto me está ocurriendo?» Y sobre la tumba de Rei creció la primera flor, la de un sordo reproche: «¿Por qué había metido aquella maleta en casa?»

Tenía hambre, pero nadie se acordó de que yo continuaba allí.

A las nueve de la noche oí pasos en un corredor, abrieron la puerta y me condujeron de nuevo al despacho en el que había pasado la mañana.

El comisario mantenía una animada conversación con un hombre que me daba la espalda. El guardia que me acompañaba me detuvo en la entrada. El comisario contaba asuntos de su familia. Observé que se habían llevado ya la maleta. Cuando el comisario se percató de mi presencia, se interrumpió, salió de detrás de su mesa y me presentó a su interlocutor.

—Ahí lo tienes.

El desconocido se volvió.

—¿Qué haces aquí? —exclamé sorprendido.

—Vamos a casa —me ordenó el tío Narciso—. Y gracias por todo —añadió tendiéndole la mano al comisario y abriendo a continuación los brazos con impotencia, gesto este con el que mi tío quería subrayar que en todas las familias hay por desgracia una oveja negra.

Recorrimos un laberinto de pasillos y escaleras hasta vernos en la calle. Pasillos pintados de verde, puertas pintadas de verde, zócalos pintados de un verde viejo, saltado, sucio. Me llevaba abrazado por el hombro.

—Me avisaron esta mañana —dijo por fin el tío Narciso—, pero no he podido venir hasta ahora. Te advertí hace mucho que tuvieras cuidado con ese tal Rei. No me hiciste caso. Has visto que yo tenía razón. Por esta vez te has librado. La próxima, nadie podrá hacer nada por ti.

Aprovechó para sermonearme un poco. Manifestó que yo merecía un castigo, pero también una oportunidad, y más después de haber llegado a sus oídos que yo me había apartado de las malas compañías.

Mi tío estaba, como siempre, eufórico, lleno de grandes frases por todas partes y me felicitó por mis artículos en el periódico, que juró leer todos los días. No quise preguntarle cómo los reconocía, porque hasta la fecha me los publicaban sin firma o con pseudónimo. Era su estilo inconfundible.

Nos recibió en la calle ese frío que nos recuerda que acabamos de abandonar un lugar con una calefacción excesiva. Respiré hondo, como si acabase de cumplir una condena de treinta años.

En el fondo le estaba profundamente agradecido, pero una vaga dignidad me impidió darle las gracias. La verdad es que no me las pidió. Estaba deprimido y cansado.

—¿Qué quieres hacer?

—¿Ahora?

Me invitó a tomar una copa con él. No quería volver a la Rosaleda. Me habló de un lugar tranquilo llamado Caribia. Le acompañé hasta su coche. En el asiento delantero le esperaba una mujer.

—He venido con una amiga, a la que tenemos que dejar antes en su casa —me informó.

Hizo mi tío unas presentaciones absurdas, como lo son cuando se hacen dentro de un coche.

La mujer, sepultada en un abrigo de pieles, emergió de él y volvió la cabeza.

—Paloma —dijo mi tío—, éste es mi sobrino Martín. Nos revolvimos todos con dificultad.

Dolly y yo nos miramos. Fue unos de esos segundos en los que somos capaces de comprender los más complejos problemas cósmicos. Mucho más aquella escena. Dolly me tendió por encima del abrigo de pieles su mano delicada, de la que pude alcanzar únicamente la punta de los dedos. Y me miró a los ojos.

El tío Narciso, ajeno a la escena, maniobraba con manos y codos para poner en marcha un coche que olía a nuevo.

Dolly, tan sorprendida como yo, no dijo nada y permaneció un rato con la cabeza vuelta hacia el asiento de atrás. Arqueó imperceptiblemte las cejas, pero en realidad, conociéndola, le habría gustado encogerse de hombros.

En la turbación de Dolly podía leerse un: «¿Cómo no me dijiste nunca que tu tío era…?» En la mía había una decepción no menor: «¿Cómo iba a suponer yo que el viejo amigo del que hablabas a veces era…?»

Faltó muy poco para que yo soltara una carcajada, no tanto por parecerme aquél el desenlace de una comedia de enredo, como por agotamiento, nervios y cierta fatal mordacidad. Para entoces mi tío nos llevaba, en medio de su animada conversación y una carrera veloz, rumbo al Caribia.

Estuvimos tomando una copa en aquel sitio absurdo lleno de hombres de negocios, todos camino ya de la calvicie o de las canas, durante una hora.

Al final, Dolly se había negado a quedarse en su casa y pidió que la llevásemos con nosotros. Mi tío Narciso hizo gala de ser un consumado maestro en el arte de la infidelidad, pues nada de cuanto hizo o dijo podría inducir a que se pensara que lo era.

Desde entonces, desde la noche en que me rescató de la comisaria, mi tío Narciso venía a buscarme algunas tardes a la redacción del periódico y me llevaba de ronda por ahí, a veces solos los dos, a veces acompañando a Dolly.

Pero a Dolly únicamente volví a verla a solas en una ocasión, una semana después de aquel inesperado encuentro.

Esa noche, Dolly me habló de aquellas cosas de las que siempre prometió hablarme, pero de las que guardaba absoluta reserva. Era su historia. Contó cómo había conocido al tío Narciso en Sudamérica hacía veinte años, ya casada, cuando el tío Narciso le instalaba a su marido no sé cuántas granjas de pollitas ponedoras. «Era casi una niña», susurró en un eco. Me contó cómo se enamoraron, el sufrimiento que fue vivir al lado de su marido, la separación y la llegada de ella a V., para reunirse con él… Después vendrían tiempos de sueños, promesas, decepciones. Ni mi tío Narciso se separó de su mujer ni Dolly quiso tampoco abandonar aquella ciudad, y su relación, de la que estaba al corriente todo V., por lo que supe muchos años después, entró en cierta desalentadora rutina…

Hablamos hasta el amanecer. En cierto momento los ojos de Dolly se nublaron, igual que su memoria. Fue ésa la última vez que me quedé a dormir en aquella casa.

No digo que como extraños, pero cuando nos volvimos a ver en presencia del tío Narciso yo tenía la sensación de que todo lo ocurrido con Dolly le había sucedido a otra persona, no a mí. Quizá fuese por la capacidad de la juventud para vivir en una muchas vidas. Y capacidad de recordarlas tanto como de olvidarlas. Con igual tenacidad y pasión, con la misma intensa fatalidad. Así que convertimos el final de nuestra relación en otro pequeño secreto sin gran valor, como el que los muertos se llevan consigo a la tumba. Dije antes que en nuestra relación la palabra fin había aparecido no como en una película, sino impresionada sobre la vida, sobre papel mojado. Pues bien, aquellos coletazos de la relación no eran más que los créditos de salida, esa interminable rueda de escenarios, actores secundarios y trabajadores que hacen posible las películas, pero que pasan ante la indiferencia del público que los deja a sus espaldas mientras buscan las puertas y se encienden las luces de la sala.

Trabajé aquel año y aquel mismo año dejé, para siempre, la aburrida carrera que había empezado.

Un día del mes de setiembre metí la ropa, mis cosas, mis libros en las dos maletas, y me dirigí a la estación. Desde el portal, esperando el taxi, miré por última vez el río, la hermosa chimenea de ladrillo, las últimas rosas de otoño en el escuálido jardín municipal de la Rosaleda.

Los viejos Engels, los subrayados Marta Harnecker y los trillados tomos sobre las colectivizaciones agrarias en la Baja Andalucía a finales del siglo XIX, seguían siendo un lastre. Si, como decía Stendhal, fuera uno partidario de los corceles y no de los caballos, tendría que decir que me detuve y fui arrojando a la corriente, uno a uno, todos y cada uno de aquellos libros, como el que deshoja fatalmente la margarita de su pasado. O cualquier otra cosa. Inventarse para ellos un destino de polvo, destrucción o inmolación gloriosa. Pero no. Seguí con ellos. Lo mismo que con el miedo o el horror de las madrugadas insomnes o las calles cerradas por la niebla y la inutilidad de todo cuanto hicimos en V., la vieja ciudad que empieza con la misma letra que la palabra Victoria.

Los libros los arrastré conmigo por algunas ciudades. Yo creo que habría sido incapaz de quemarlos. Hubiese sido lo lógico. Tenía sobradas razones para hacerlo. Pero no. Aún me acompañan. Los veo desde aquí en los estantes más altos de mi biblioteca, pegados al techo, en una actidud, a su manera, muy parecida a la de aquel Cristo que llamaban «el suicida», a punto siempre de venirse abajo, pero dando fe, mientras resistan, de unos años y unas vidas más o menos equivocadas, más o menos hermosas, más o menos nuestras. ¿Y el miedo? En cuanto al miedo, poco que decir. Sigue a mi lado todavía, pero ya no es más que un gato viejo y ciego, indiferente a todo.