16

Con el invierno llegaron las nieblas a V. y la ciudad conoció de nuevo sus fríos arteros, se empañó de augurios, y más sombría que nunca se aprestó para servir de escenario a un inesperado desenlace. Algunas mañanas incluso parecía una emanación del río, tan borrosa, húmeda y difuminada se dibujaba contra el gris del aire.

Desde la ventana de nuestra salita veíamos pasar a los oscuros transeúntes con los cuellos de sus abrigos levantados. A veces no eran más que borrones sepultados bajo negros y amplios paraguas, venidos de Dios sabe dónde camino a ninguna parte. Otros días entreveíamos, como en medio de una bruma marina, el espectro imperturbable de la vieja chimenea de la tejera.

Me acostumbré a tener que trabajar y estudiar al mismo tiempo, porque aprendí que el secreto no era trabajar y estudiar. No. No era preciso trabajar ni estudiar. Bastaba con acudir a los lugares donde se impartían las clases y donde yo dejaba mis cada día más pintorescas informaciones, para que todo simulara avance. Pero en realidad las cosas, como el mástil inmóvil de la fábrica de tejas, como aquella chimenea milagrosamente intacta, permanecían quietas, en esa inmovilidad del acto puro, sin un antes ni un después, en un presente dudoso. Yo estaba en V.: ésa era la única cosa real, aunque no por ello menos incierta. Lo demás no eran sino suposiciones, psicologismos, literaturas muertas como la ciega chimenea, como la muda sirena de las ruinas industriales de la otra ribera del río.

Por su parte Rei, a la desesperada, viajó en dos ocasiones a Madrid. En vista de que no podía dar desde V. el salto que lo pusiera al lado de Celeste, intentó internarse en la selva madrileña. Para el primero de estos viajes solicitó mi ayuda financiera, permaneció durante una semana en una pensión de la calle Carretas, mientras buscaba sin éxito una colocación que le conviniera, y al cabo de siete días se retiró derrotado. La segunda vez, a los tres días, hizo lo mismo, pero con dinero de otro. Me parece que de su madre. De aquellos viajes no trajo sino más amor por Celeste, más desesperación y la certeza de que sólo un golpe de suerte volvería a poner de nuevo las cosas como las conoció antes de su detención.

Rei estaba cada vez más a merced de fuerzas desconocidas y descomunales, que no podía prever. Quien hubiera tenido la virtud de adivinar el futuro, de leer en las vísceras del tiempo, habría visto en Rei uno de esos restos de naufragio con el que las olas juegan horas y horas sin sacarlo definitivamente a la playa, pero tampoco sin devolverlo a las entrañas del mar, de donde lo arrancaron de una paz definitiva. Así fueron aquellas dos primeras semanas de diciembre para él. Tan pronto amanecía lleno de entusiasmo, tan pronto, esa misma tarde, se ahogaba en una botella de coñac.

Fue entonces cuando empezó a tomar tranquilizantes y somníferos por las noches, cuyos efectos se sacudía a base de estimulantes a la mañana siguiente, precipitados unos y otros en alcohol o en tazones de café cargado.

Sus nervios empezaron por esta razón a tensarse de tal manera que la mínima fricción arrancaba de él gestos y actos agudos e involuntarios, por lo general estridentes, inarmónicos.

Me decía: «No aguanto más, no puedo resistirlo.» Cuando llevaba mucho coñac bebido, se preguntaba: «¿Por qué? ¿Por qué?» Eso era cuanto había sacado en limpio después de analizar su vida, su relación con Celeste, lo acaecido en el último año, después de desmigarlo todo durante horas y horas. Sólo una pregunta. Otras veces, en cambio, me aseguraba. «Celeste busca como todas las mujeres poder, seguridad y protección. Si te tambaleas frente a una mujer en una ocasión, estás perdido para siempre.» Como tantos, daba la impresión de haber entrado en la misoginia por la puerta grande, en el odio universal a todas las mujeres por el odio particular a una de ellas. Pero era evidente que Rei buscaba en todas estas ambiguas revelaciones un antídoto para su relación con ella, violentos pellizcos que él mismo se propinaba intentando despertar de aquella pesadilla.

Las cartas que Rei enviaba a Celeste quedaban sin contestación y la mayor parte de sus llamadas a Madrid se estrellaban contra una mujer impotente que sólo era capaz de repetir una y otra vez: «Por favor, deja de llamarme.»

Fue por esas fechas cuando Rei concibió la idea peregrina de asesinar a Celeste y darse muerte a continuación. Se refería a eso con toda seriedad, con profesionalidad y poco romanticismo. Creo incluso que aquel proyecto lo desligaba de la idea de la muerte. Rei con aquel plan no estaba cayendo en brazos de la muerte, sino escapando de los de la vida, que le atenazaban el corazón.

Yo decidí lo normal en esos casos. Tomármelo a broma.

—¿No me crees? Verás de lo que soy capaz.

Celeste me telefoneó llorando, presa de un ataque de histerismo. Rei había tenido la audacia de comunicarle su plan, como el cirujano que habla con serenidad a su equipo media hora antes de meterse en el quirófano. Para Rei era evidente que sólo la amputación de aquel amor gangrenado podía salvarle. No pensaba, como se ve, en la muerte, sino en una pronta recuperación.

Traté de convencer a Rei de que no amenazara a Celeste, pero Rei negaba, primero, que la amenazara y luego adoptaba dos posturas, según su estado fuese de sobriedad o ebriedad: o me amenazaba a mí directamente, pidiéndome que me ocupara de mis asuntos, o guardaba silencio.

El doce de diciembre Rei no vino a dormir. No me pareció extraño. Alguna vez pasaba la noche fuera.

Durante todo el día siguiente no lo vi y tampoco la siguiente vino a dormir a casa. Seguí sin encontrar nada de anormal en ello. Sólo a la tercera ausencia empecé a interrogarme por su paradero. No a inquietarme. Quien haya pasado alguna vez por la experiencia de un accidente fortuito, sabrá de lo que hablo cuando digo que la frontera entre la fortuna y la desgracia, entre la vida y la muerte, entre un destino y su contrario es muy frágil. Las telas de araña se tejen con hilos a veces sólo visible cuando un rayo de sol los ilumina, y los hilos del destino de Rei sólo cuando los iluminó un profundo e intenso dolor se nos hicieron visibles.

Telefoneé a Celeste, y Lola me comunicó que hacía dos días que su hermana estaba fuera de Madrid. No sabía dónde exactamente. A Lola no quise decirle nada ni alarmarla.

Eso me decidió a ponerme en contacto con la familia de Rei.

Lo que sabía de su padre hizo que se me quebrara la voz, al escuchar la suya al otro lado, seca y distante. Le expliqué, con sintaxis atropellada, la situación. El coronel Rei me escuchó en silencio. Sólo cuando acabé de exponerle los hechos, carraspeó y me preguntó:

—¿Cómo ha dicho que se llama usted?

Aquel usted me dejó helado. Le di mi nombre con el convencimiento de que lo apuntaba en una lista de depuraciones inminentes. Pero no. Empezó por disculparse conmigo, y su voz se tornó inaudible. Celeste, una vez más había tenido razón: aquel hombre era un ser vulnerable y débil. Le costaba encontrar las palabras. Buscaba en mí quién sabe si el perdón o la comprensión de su hijo, por vía interpuesta.

—Los padres —y sus palabras temblaron al otro lado— sufrimos por los hijos. No dialogamos, no somos tolerantes los unos para los otros. Usted vive con él. Hable usted con él. A usted le hará caso.

Resultaba difícil creer que aquel hombre que me exponía un ingente montón de lugares comunes era el mismo que se había negado a visitar a su hijo en la cárcel y el mismo que lo había expulsado de casa. ¿O acaso sólo era una versión, la de Rei, entre otras posibles y contradictorias? Me costó un rato hacerle comprender que le llamaba justamente porque hacía cinco días que nadie sabíamos de su hijo. Cuando al fin se hizo cargo de lo que se trataba, se alarmó.

—¿Cómo dice? ¿Cómo dices? —y pasó, definitivamente del usted al tú—. ¿Seguro? ¿Cuándo?

Quedé citado con él en la comisaría. Hasta ese momento no se me había ocurrido que a Rei podían haberlo detenido.

El padre de Rei vino vestido de paisano, con un abrigo de pelo de camello. Era eso que se entendía hace treinta o cuarenta años por un caballero distinguido. Tenía las sienes plateadas cepilladas con esmero, lo mismo que su bigote. Bajo los ojos le colgaban dos bolsas fláccidas y de color ambarino. Andaba derecho, con los hombros y los codos hacia atrás. Tenía un aspecto triste; elegante, pero triste. Antes de tenderme la mano, se quitó un guante de color gamuza. Los ojos claros le delataban como padre de Rei y las canas de su pelo dejaban aún que se adivinara que había sido, como su hijo, pelirrojo.

En la comisaría nos aseguraron que allí no estaba detenido. Tampoco tenían noticia de accidentados cuyos datos y señas respondieran a los que dimos de Rei. Las preguntas que hacíamos eran contestadas con desgana por un hombre que estaba en ese momento devorando un bocadillo. Era evidente que nadie ni nada iba a apartarle de aquel cometido. Fue entonces cuando el padre de Rei se identificó como militar. Exhibió incluso su graduación. Las cosas cambiaron. Aquel policía guardó atropelladamente el bocadillo en un cajón y con migas todavía espolvoreadas por los arrabales de la boca, telefoneó él mismo a la Guardia Civil.

Salimos de comisaría en silencio. Apenas habíamos intercambiado las imprescindibles frases de cortesía. En la misma entrada, el padre de Rei me dio las gracias y expresó su deseo de que Pepito, como le llamó, volviera pronto a franquear el umbral de su casa. También el coronel pensaba en puertas dejadas a la espalda. ¿Cerradas? ¿Abiertas? Se puso los guantes, remetió la bufanda bajo las solapas del abrigo y se despidió. Hacía frío. Su adiós fue una nube de vaho que se confundió con la niebla, aquella espesa niebla que acudía cada noche a la vieja ciudad de V. en busca de su leyenda.