15

Rei se había vuelto en la cárcel una persona extraña, taciturna, poco comunicativa. Ya he dicho cómo atajó la conversación que intenté iniciar sobre política.

Cuando no estaba en la calle buscando trabajo, se encerraba en su cuarto, el más oscuro y triste de la casa por gusto suyo, ya que podía haber elegido otro más luminoso que quedó sin ocupar. En cierto modo había reproducido en aquel mechinal el que había dejado en su casa con las paredes pintadas de negro. Oía sus discos, leía, escribía en unos cuadernos grandes y redactaba concienzudas y apasionadas cartas que enviaba a diario a Celeste. A veces tardaba en salir cuatro o cinco horas de su retiro, en las que la casa permanecía como una tumba, como si tratara él de arrancarle al sueño lo que la vida se obstinaba en negarle.

Lo sucedido con Celeste abrió en su casco una peligrosa vía de agua. Los primeros días reaccionó con violencia y se mostraba irascible. Le irritaban los pequeños contratiempos y le abatían las mismas contrariedades que antes le dejaban indiferente o de las que sacaba fuerzas. Empezó a comprar la prensa de Madrid cada mañana y a leer las ofertas de trabajo en aquella ciudad. Me comunicó que en cuanto tuviera un trabajo, se iría de V. Rei había decidido seguir a Celeste y recuperarla de nuevo.

—Nada me retiene aquí —resolvió.

Eso era verdad. No podía estudiar, en V. no encontraba trabajo y aunque las relaciones con sus padres dejaban adivinar, por evidentes síntomas, una mejora a corto plazo, se había desentendido de la ciudad, de su familia, de sus viejos amigos.

Rei no tenía otro tema de conversación que Celeste y las razones por las cuales Celeste le había dejado tirado en la cuneta. Seguramente si a Rei aquello le hubiese llegado con unos años más, habría reaccionado de manera bien diferente. No le habría preocupado no hallar una explicación lógica a lo que le venía sucediendo. No encontrarla en ese momento, en cambio, le desesperaba y le convertía en un ser profundamente desgraciado.

Yo le escuchaba horas y horas hablar sobre lo mismo. Con qué escrupulosidad, con cuánta tenacidad analizaba una a una las horas de los últimos seis meses. Como si fuesen lentejas. Las escogía, apartaba las que le parecían a él dignas de mayor atención, y cuando ya tenía aquel ingente montón de hechos y sucesos clasificado en montoncitos y desbrozado, los mezclaba de nuevo y empezaba con idéntico estado de perplejidad, para terminar concluyendo siempre no conforme a los hechos, sino a sus fantasías:

—Es natural que Celeste esté distanciada. Ha sido mucho tiempo. Tengo que ir a Madrid. Es cierto que yo la necesito, pero no menos tiene ella necesidad de mí.

Viéndole sufrir de aquella manera, a uno se le clavaba un punzón en el alma. Me habría gustado desengañarle, echarle agua fría en los ojos y que despertara.

—¿Has pensado —le insinué en una ocasión— que el cambio de Celeste se podría haber producido porque ha conocido a otro?

—¿A otro? Imposible. Me lo habría dicho.

No entraba en sus coordenadas que Celeste se hubiese enamorado de nadie que no fuese él, de manera que por ese lado no sentía la menor inquietud.

Pude haberle referido lo que yo sabía, lo que Lola me había dicho, lo que la misma Celeste me había confiado en el río, pero, ¿para qué? En aquel momento creí que lo más conveniente para él era dejarle que arropara aquellas esperanzas como a débiles criaturas, y confiar en el tiempo. Rei, desde el punto de vista de los afectos, era entonces un hombre pobre al que quedaban únicamente por todo patrimonio las rentas de sus deliquios. ¿Con qué objeto se le podrían haber arrebatado también?

Comenzaron las clases. Como todos los años, la rutina, el hastío, la delicada máquina de la revolución engrasaba sus ejes, sus ruedas catalinas. El reloj de la Historia, con mayúsculas, debía marchar en punto. No podía retrasarse ni un minuto.

Yo temía el encuentro con mis viejos camaradas. Pues no. Se conoce que habían cambiado algunas cosas. Para mi sorpresa, los encontré a todos afables conmigo. Incluso se acercaron a saludarme, y uno, al que conocíamos por el sobrenombre de Modesto, de cuarto, me dijo no sé qué sobre «las fuerzas democráticas de la cultura» a propósito de mi nuevo trabajo en el periódico, y lo necesario que era tener gente de «los nuestros» en los puestos claves de la información.

Fue tal mi sorpresa que no pude por menos que comentárselo a Rei:

—¿No te parece extraño lo que me ha ocurrido esta mañana?

—No.

—Tú sabes que el año pasado hicisteis correr el bulo de que yo era un confidente.

—Yo no.

Celeste me dijo que sí.

—No. Sólo al principio.

—¿Ha cambiado la consigna?

—Seguramente.

—Nunca hemos hablado tú y yo de ello.

Rei guardó silencio unos instantes.

—Al principio creímos lo que nos contó aquel que vivía contigo. ¿Floro? ¡Qué nombre! Todo apuntaba a que tú eras un confidente, porque todos los que tenían relación contigo cayeron, menos tú. A mucha gente ni siquiera la detuvieron en V. Fueron a detenerla a sus pueblos, a Eibar, a San Sebastián, durante las Navidades. A ti podrían haberte detenido también en***…

»Lo comunicamos a los militantes del exterior. Luego, un día, después de llevar más de tres meses en la cárcel, Gabriel Tejero reunió a todos los camaradas en su celda. A él le había torturado Billy el Niño. No como a Gaztelu. No. A Tejero le torturó a conciencia. Durante los quince días que permaneció detenido en la comisaría deseó la muerte más de una vez. Intentó tirarse por una ventana del cuarto piso, mientras le interrogaban, y en otra ocasión, aprovechando que le habían dejado en un cuarto de baño, se comió una pastilla de jabón. Como en todo, en comisaria unos tienen suerte y otros no. A mí no me pegaron más que media hora, tortazos limpios, en la cara. Me hicieron daño en el momento, pero al rato se me había olvidado. En cambio con Tejero se emplearon a fondo, le golpearon en las plantas de los pies, le dejaron dos días esposado a un radiador, le cubrieron con una manta mojada y le apalearon. Llegó a la cárcel en un estado lamentable, sin poder hablar. Eso lo vimos todos. Después de diez días de tortura física y psicológica, delató a todo el mundo. Dio tantos o más nombres que Gaztelu. Se ve que no le valieron de nada aquellos entrenamientos que hacía. La delación de Tejero nos desmoralizó a todos.

»La diferencia entre Gaztelu y Tejero fue que Gaztelu corroboró ante el juez su declaración a la policía. Cuando le llevaron ante el juez, Tejero negó todo, y a pesar de las esposas, rompió su declaración. Y no sólo eso. Acusó a la policía de malos tratos, lo que era verdad, y se mantuvo firme con su abogado, haciéndole creer que no recordaba nada de los interrogatorios, lo cual era mentira. Cuando le pasaron a la cárcel, debería habernos confesado lo ocurrido, pero guardó silencio. Por vergüenza, por cobardía, supongo. Pero resultaba ridículo querer ocultar una cosa así. Al poco tiempo se tuvo conocimiento de su declaración ante la policía y las cosas empezaron a encajar. Tejero no tuvo más remedio que reconocer la verdad, aunque siguió porfiando en todo momento en que tú eras responsable de su desgracia y de la nuestra. Era como decir: de acuerdo, yo canté, pero Martín es un soplón. Él era el más interesado en creerse la versión de Floro. Necesitaba aquella calumnia para diluir en ella su culpa.

»Volvimos a discutir en la cárcel sobre los delatores y todo lo demás. Tejero aceptó las críticas, y nadie se volvió a meter con él.

—Me parece bien —le dije a Rei—, pero no es justo. No es justo lo que dijeron de mí ni tampoco que se aceptara la autocrítica de Gabriel Tejero y en cambio no la de Gaztelu. ¿Quién va a reparar el daño que se me ha hecho? ¿Tejero?

—No es justo. Es cierto. Tejero era la representación exacta de la conciencia revolucionaria. No se podía tirar por la borda todo. En todos los naufragios hay siempre que salvar algo, y se le salvó a él.

—¡Qué casualidad!

—Eso consiguió Tejero con su capacidad dialéctica. Convenció a todo el mundo de que en sus circunstancias nadie, ni el mismo Lenin, habría dejado de delatar a sus camaradas.

—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Seguirás militando?

—No lo creo probable. En la cárcel he cambiado mucho, he pensado en cosas en las que generalmente no pensamos jamás, y menos dentro del partido. He visto a camaradas que fuera luchaban por el comunismo y que dentro te negaban un jersey porque se lo dabas de sí, condenándote a pasar frío, o que escondían bajo el colchón la comida que les enviaban sus familias para no compartirla contigo. Había que aceptar las consignas de una manera más estricta incluso que cuando estábamos fuera. En cierto modo me di cuenta en la cárcel de que vivíamos dentro de otra cárcel peor aún, más hermética, más opresora. La mitad de las cosas no podían discutirse y la otra mitad había que aceptarlas como venían del Comité Central. Se decía siempre: «Cuando en España haya una dictadura democrática del proletariado, entonces se podrá discutir. Ahora no. Las discusiones debilitan el movimiento revolucionario.» Hay que esperar a que España sea una dictadura del proletariado, pero tampoco. Luego habrá que aguardar a que lo sea Andorra, y luego Portugal y luego… y así hasta que no quede un rincón sobre la tierra que no se rija por los principios del maravilloso centralismo democrático…

»Soy el mismo que antes, sólo que un poco escéptico. Nada de lo que estamos haciendo sirve para nada. Todos los años apañamos unas huelgas, todos los años nos meten en la cárcel y expedientan a unos cuantos y todos los años siguen las cosas como siempre. Lee nuestra prensa, nuestra propaganda. Hacen una huelga no sé dónde cuarenta obreros para pedir media hora para comer el bocadillo y nos creemos que va a empezar la Larga Marcha o la toma del Palacio de Invierno. Es ridículo.

»Hace tres años, antes de que llegaras tú a V., paró toda la fábrica de la Renault. Seis mil obreros. Estábamos entusiasmados. Se decía incluso que vendrían sobre V. en manifestación y que tomarían la ciudad. No había precedentes de algo así en V. desde 1931. Los intelectuales del partido pegaban saltos de alegría. Por fin la clase obrera iba a actuar como decían los libros que le correspondía actuar, a la altura de la historia, como dirigente, como vanguardia. Pues bien. Salieron en manifestación doscientos y al llegar al cruce con la carretera, la policía les dispersó como quien sopla un cenicero. Dos días después volvían los seis mil al trabajo menos cuarenta, a los que pusieron de patitas en la calle, y todos se olvidaron de lo sucedido. Todos, menos los cuarenta despedidos, los intelectuales y nuestros periódicos, para los que aquello resultó una victoria sobre la dictadura.

»Durante los tres días de huelga de la Renault escuchábamos Radio Tirana. Para Radio Tirana, en V. se estaba a un tris de derrocar la dictadura franquista y, según aseguraban, las calles aparecían cada mañana sembradas de barricadas incendiarias. Qué fantasía. Resultaba tan vergonzoso, que daba incluso la razón al periódico del Movimiento cuando se refería a una campaña infamante y orquestada en el extranjero. Si todo lo que decía Radio Tirana o lo que aseguraba nuestra propaganda sobre otras huelgas en otros lugares era igual de fiable que lo que habían dicho de V., íbamos dados. Por otra parte, cuando estás en la cárcel, como cuando estás enfermo, se abre en ti una secreta galería que te comunica con todos los presos, con todos los enfermos, solidarizándote con su dolor, por muy ajeno que te parezca. Los hombres no son iguales cuando tienen libertad, sino cuando se ven privados de ella, de manera que yo preso no era muy diferente a cuantos allí dentro cumplían condena por asesinato o en Rusia por disidentes o en China por reaccionarios.

—Pero tú no puedes ir diciendo por ahí esas cosas. Desmoralizarías a todos —insinué con timidez, como el que se encuentra frente a un fenómeno mecánico de imprevisibles consecuencias.

—¿Y qué? En España no va a ocurrir nada, no sucederá gran cosa. ¿Revolución? Tendremos suerte si llegamos a un pacto. Sería gracioso que después de todo lo que hemos atacado a los de las Juventudes, llevaran razón. Habrá dictadura hasta que Franco se muera. Si algún día cambian las cosas será porque tienen que cambiar, porque las cosas cambian, no por lo que hayamos hecho tú o yo. Y nunca cambian para mejor ni para peor. Cambian, en el fondo, para lo mismo. Entre un cadáver y una rosa no hay gran diferencia: sólo unos años.

—¿Sabes —continuó— lo que me dijeron cuando una semana antes de salir de la cárcel pregunté cómo y con quién me organizaría a la salida? Al principio me convencieron de que necesitaba descansar, de que la experiencia de la cárcel había diezmado mis fuerzas. En otras palabras: que me licenciaban de momento. Discutimos y me advirtieron de las herejías revisionistas en las que estaba incurriendo últimamente. El propio Tejero fue quien enarboló la metáfora de la manzana podrida que debe ser apartada del resto. Se conoce que a todo el mundo le gusta contármela. Estuvimos a punto de llegar a las manos. Entonces Tejero, fíjate bien, Tejero, me amenazó con un centro de reeducación el día que España fuera socialista.

»Ríete —siguió diciéndome Rei—. Si algo así me lo dijo Tejero siete meses después de delatarme en la comisaría, ¿de qué no será capaz alguien que no ha pasado por la cárcel ni es un delator? Ése no me envía a un centro de reeducación, ése me arrastra a la cámara de gas.

Después de esa vez Rei y yo no volvimos a hablar de política.

Ni siquiera le apetecía que le contara cosas de la facultad. Tampoco le gustaba recordar los días de la cárcel.

Por esas fechas, dos o tres semanas después de irse Celeste a Madrid, Rei adquirió la costumbre de emborracharse cada noche. Lo hacía con coñac. Eran borracheras dramáticas. A última hora, hacia la medianoche, me pedía prestadas unas cuantas monedas, las juntaba con las suyas y bajaba a telefonear a Celeste.

Le veía desde la ventana atravesar el paseo dando tumbos y meterse en una cabina, malamente iluminada por una farola, a vista de las aguas del río.

Subía luego desencajado, con aquel tic seco y nervioso del párpado mucho más acusado, y terminaba la noche cuando terminaba la botella, desplomado sobre la mesa.

Celeste unas veces le colgaba el teléfono, otras se enfurecía, otras le pedía a Rei sollozando que por favor la dejara en paz. A veces me llamaba al periódico y me rogaba llorando que hiciera algo.

Metidos ya en el mes de noviembre, las cosas empezaron a marchar mal incluso entre Rei y yo. Rei, que se declaró impotente para conseguir un trabajo, se acostumbró a pedirme dinero prestado. Siempre se lo presté, incluso sabiendo que era a fondo perdido. Aunque no se lo recordase nunca, saber que me debía dinero le irritaba sobremanera y aprovechaba cualquier fruslería doméstica para descargar toda su amargura y reconcomio. Pasadas las horas, llamaba a mi cuarto y, aunque no se disculpaba, se sentaba en un rincón, sin hacer nada, sólo para mirar cómo leía yo o cómo dibujaba, y sentirse acompañado, entrando entonces nuestra relación en esos tiempos muertos que consolidan una amistad.

A finales de noviembre, como era costumbre, las primeras asambleas de facultad brotaron con la virulencia de las higueras en las ruinas. Tras las asambleas surgieron las manifestaciones, pero las manifestaciones llegaban no sin estreñimiento, porque siempre han sido cosas distintas predicar y dar trigo. Es decir, lo de costumbre: pasos de baile, guardias arriba, abajo, manifestantes a un lado, al otro, nervios, miedo, risas, locuras de juventud, cimientos para la solemnidad de tiempos venideros.

Como todos los años, la primera manifestación se hizo desde la facultad a la Plaza de España y por primera vez puede decirse que fui a una manifestación tranquilo.

Siempre llevaba conmigo el carnet del periódico, que imaginaba me serviría como el escapulario de los carlistas. Los mismos efectos del «deténte bala». En mi carnet yo me hacía la ilusión de leer un «deténte guardia».

Una vez en una de aquellas manifestaciones descubrí a Rei entre el grupo de cabeza.

—Ha sido una temeridad —le recriminé en casa—. Estás en libertad condicional. Y por otra parte, ¿no me habías dicho que no querías saber nada de todo esto?

—Sí, pero, ¿qué puedo hacer?

Meses después pensaría mucho en aquella respuesta y ahora tendría que dar aquí una explicación más o menos novelesca a esas palabras de Rei y a su comportamiento de aquel día, pero me temo que no se ajustaría a la realidad ni tampoco, por consiguiente, a la verdad. En una novela, en una obra artística, los hechos se van sucediendo armoniosa y paulatinamente. Los hechos en una novela se ajustan siempre a unas reglas. En la vida lo normal es que se precipiten sin conexión, deslavazados, descabalgados como los tomos de una biblioteca ruinosa o los vagones que yo veía siempre estacionados en unas vías muertas.

Es cierto y verdad que Rei me había asegurado unas semanas antes que estaba desengañado de todo, hastiado de la política, de sus antiguos camaradas. También que estos antiguos camaradas le habían apartado del partido. ¿Qué significaba entonces la presencia de Rei en aquella manifestación? ¿Había sido una casualidad? ¿Habían cambiado los camaradas con respecto a él como habían cambiado con respecto a mí? ¿Se habían, otra vez más, trastocado las condiciones objetivas?

Tal vez fuese que Rei tampoco podía o quería cerrar una puerta a sus espaldas. Quizás también él estaba, sin saberlo, pronunciando las palabras del príncipe Andréi en Guerra y paz: «¿Para siempre? Nada de lo que sucede es para siempre.»