En casa de Rei me dijeron que ya no vivía allí. Telefoneé a dos a tres amigos, con la esperanza de que me informaran de dónde podía encontrarlo, pero nadie le había visto.
Al día siguiente, a primera hora, recibí una llamada en el periódico. Era él. Le había dado mi teléfono Celeste.
Quedamos citados en el «Nacional» media hora después. Cuando llegué el café estaba vacío. Un camarero colocaba las sillas en el suelo, que permanecían todavía patas arriba sobre los veladores de mármol, y otro sacudía malhumorado con unos zorros las tapicerías de los divanes.
Me senté en uno de estos sofás de terciopelo rojo y raído junto al gran ventanal, y esperé.
Cuando Rei entró, no lo reconocí. Al principio miró a todas partes, sin encontrarme, mareado quizá por la puerta giratoria.
Aquel Rei tenía poco que ver con el amigo que yo conocía. Sus hermosas guedejas pelirrojas, aquellas que le daban un aire de romántico guerrillero irlandés, habían desaparecido. Sólo las patillas seguían siendo largas y gaélicas.
—He adelgazado doce kilos. En la cárcel te cortan el pelo como a los locos —se disculpó él, y aprecié que en prisión había adquirido un tic: un golpe seco en el párpado izquierdo.
Sólo sus ojos conservaban un brillo antiguo e intenso, pero era imposible sospechar qué lo causaba, porque su mirada se había vuelto errática, y bajo sus ojos habían brotado dos oscuras y azuladas flores, las de unas ojeras que ya nunca le abandonarían.
Estaba nervioso, pidió un café y, mientras hablaba, dobló y desdobló en cien minúsculos pliegues el blanco envoltorio de los azucarillos. A pesar de su delgadez, parecía mucho más curtido. «De tomar el sol en el patio», me aclaró.
—¿Dónde has pasado la noche? Te llamé y en tu casa me dijeron que ya no vives allí.
—En casa de unos amigos. Mi padre me ha prohibido que vuelva a poner los pies en la calle Simancas y ha hecho cambiar la cerradura de mi cuarto. No me permitió siquiera sacar mis libros y mi ropa. Ha dicho que me las enviará él a donde yo le diga. Teme que me lleve cosas que no sean mías o que al hablar con mis hermanos pequeños los corrompa, los pervierta. No se ha privado incluso de referirse a la original parábola de la manzana podrida que se debe arrojar fuera para evitar que contagie a las demás manzanas sanas del barril.
—Se le pasará. Tu padre era una persona comprensiva. Tú mismo decías que no tenía nada que ver con los militares.
—Me vio entrar en casa. Todavía no se había marchado al hospital. Me acerqué para darle un abrazo. Entonces, antes de que yo llegara a donde él se encontraba, no repuesto aún de la sorpresa de tenerme delante, me rogó, como se le hablaría a un asistente, que saliera inmediatamente de aquella casa. Y a continuación se coló en su despacho, que defendió con un portazo. ¿Mi madre? La pobre jamás ha rechistado. Se puso a llorar. Entonces salí, crucé el patio y al intentar abrir la puerta de mi antiguo cuarto, no pude hacerlo. Volví a entrar en casa. Mi padre había aprovechado para desaparecer. Encontré a mi madre poniéndole el desayuno a mis hermanos más chicos. Tuve la sensación de que para ellos yo era un desconocido. Me miraban a mí sin terminar de recordar quién era yo, y miraban a mi madre. Sólo alcanzaban a distinguir que yo era el causante de aquellas lágrimas. Cuando los pequeños salieron para irse al colegio entraron a desayunar dos de mis hermanas y uno que es mayor que yo. Apuraron sus cafés en silencio, después de haberme dirigido una bienvenida fría, apremiados por su neutralidad culpable. Todos habían escuchado las palabras de mi padre. Yo permanecía de pie, junto a la puerta. No había siquiera desayunado. A nadie se le ocurrió pensar que quizá yo tuviera hambre. Ni siquiera a mi madre. ¿Puede pasar una cosa así, que ni tu madre te pregunte si has o no desayunado o si necesitas algo, después de haber pasado ocho meses en la cárcel? Recuerdo que las veces que vino a verme allí a escondidas de mi padre, estaba tan nerviosa, tan humillada entre las otras visitas de quinquis y comunes, que respiró aliviada el día en que la eximí de volver. Pues bien, ahora la tenía delante de mí, sin que me dijera nada, igual de nerviosa que en las visitas, en un estado de extrema agitación que no conseguía disimular. «No tengo dinero», dije por decir algo que me hiciese daño, que nos hiciese daño a todos, porque aquélla no era desde luego la primera cosa que me habría gustado decir en mi casa. Entonces mi madre salió de la cocina y volvió con dos mil pesetas, que me tendió mientras se enjugaba las lágrimas. «Cuando necesites más —me dijo— ven a pedírmelo. Lo que pueda darte, te lo daré.»
»Me pasé la mañana paseando por la calle, sin saber a dónde ir, pensando. No quería hablar con nadie. ¡Qué sensación tan extraña! Jamás había paseado por V. ¡Qué raro se hace perder el tiempo en una ciudad que es la tuya! Cuando estaba en la cárcel imaginaba que afuera el tiempo se me iba a pasar volando. Pero, mira por dónde, fue lo contrario. Qué largo se me hizo ese primer día. Estuve mucho rato vagabundeando, hasta no sentir siquiera las plantas de los pies. Hice cosas que no había hecho nunca y me fijé en cosas en las que jamás había reparado. Entré en la catedral. Hacía más de diez años que no entraba en la catedral. Luego salí y me fijé en una tienda que vende bacalao y que está justo al lado de la catedral, frente a un anticuario. Nunca había reparado en esa tienda, con todas las bacaladas tiesas y blancas colgadas de una cuerda y amontonadas, como rancios papeles de lija, en el mostrador, junto a la cizalla que tienen para cortarlas. Después me fui al río, alquilé una barca y estuve dos horas enteras remando. Fue el primer momento en el que por fin me sentí libre. Remaba río arriba y dejaba luego que la corriente me arrastrara con lentitud. A esa hora no había en el río ninguna otra barca y las últimas golondrinas bajaban a beber hasta el agua, rapándome la cabeza. El aire del río era frío y el cielo tan azul y profundo como aquellos días en que hacíamos novillos en el instituto para ir allí a remar con las chicas, con las primeras novias…
Se quedó pensativo, quién sabe si recordando aquel tiempo lejano en el que las cosas eran más fáciles para todos.
Rei se había convertido en un hombre triste. Sus sonrisas le costaban un esfuerzo grande porque eran sonrisas de convaleciente, con ecos todavía de un misterioso e íntimo dolor.
—No sabía tu teléfono ni que trabajabas —se interrumpió de pronto—. Celeste no me había dicho nada hasta hoy.
Rei no tenía ningún proyecto a corto plazo. Por lo pronto, no podía volver a la universidad.
Cuando pasó a enumerarme los planes que tenía para el futuro, lo hizo, sin embargo, con excitación. También en eso recordaba a los enfermos graves, cuyas crisis agudas o les elevan a las cimas del entusiasmo o les entierran en el abismo de la depresión. Rei me habló de entrar como comentarista de jazz y música folk en una revista especializada de Barcelona; de camarero en un bar; de corrector de pruebas en uno de los dos periódicos de V.; de irse a Inglaterra a lavar platos; de pasar la frontera, pedir asilo político y embarcarse como marino en un barco mercante, como le había sugerido un preso común en la cárcel… El hecho de conservar su pasaporte lo consideraba una gran victoria sobre la inepcia policial, y eso le ponía eufórico. Para él, en esos momentos, su pasaporte era la garantía de que no todo estaba perdido.
Pensé: «Está lleno de ánimo, repleto de proyectos, pero la mirada le delata como a un hombre minado.»
Quise hablarle del partido, pero desvió la conversación sin ningún disimulo.
—No quiero saber nada de política —me advirtió—, ni del partido ni de camaradas.
En alguien de las convicciones de Rei, aquellas palabras tenían por fuerza que sonar a claudicación y supusieron para mí, en cierto modo, una revelación y una no pequeña decepción, aunque en mi interior las intuyera o las esperara o las temiera. Por eso tampoco me pareció oportuno abordar entonces el asunto de las calumnias que circularon sobre mí, y que él y los demás habían creído.
El sol de la mañana cayó sobre la mesa e iluminó un vaso de seltz. Tras la cabeza de Rei, sirviéndole de fondo, seguían las sillas con las patas al aire, llenándolo todo con sus cuellos de cisne. Los camareros habían desaparecido y Rei y yo guardamos uno de esos silencios que lo quieren decir todo y nada dicen.
Sentí el peso de la insolidaridad. Me alegraba, por supuesto, de que hubiera salido de la cárcel, pero más me alegraba, de una manera confusa, no estar en aquel momento en su lugar. No saber cómo me habría comportado en un interrogatorio. No tener que rendir cuentas a nadie. Mirar mi vida, celosa de su egoísmo, rodando a un fin previsto, no punible, dentro de la legalidad, de la normalidad. Ignorar a cuánto hubiera estado dispuesto a renunciar en caso necesario. Saberme libre sin haber pasado por la cárcel. Me alegraba de que el juguete peligroso de nuestras revoluciones no me hubiera estallado a mí entre las manos, y aunque me entristecía comprobar la suerte de aquellos a los que sí les había estallado entre las manos, era superior mi alegría por haber salido indemne de la tristeza que me causaba ver a mis viejos camaradas destrozados e inanes sobre el asfalto de la existencia.
Al tener frente a mí a Rei, se me reveló una verdad que apenas pudo entonces formularse de una manera comprensible: «Rei es mejor que tú, más que tú.» Descubrir la grandeza de su coraje no me ayudó tampoco a hacer desaparecer el desasosiego. Me repetía: «En este momento es él quien importa. Ayúdale.» Y, sin embargo, no hice sino disfrutar del alivio que era no ser él, no ser yo el otro, el que ahora me miraba en silencio, con su pelo pelirrojo casi al cero y sus ojos febriles, y tener una casa donde dormir y una vida por delante que vivir. Me decía: «Pudiendo ser él, no lo soy. ¡Qué suerte!» Pero tener conciencia de ese sentimiento mezquino tampoco me bastó. Nada ni nadie pudo en aquel momento borrarme del corazón esta certeza, cuyos ecos puedo aún escuchar dentro de mí, a poco silencio que haga a mi alrededor: «A pesar de tu vida —pensé esa mañana y pienso ahora, veinte años después—, a pesar de tu vida, Rei le ha dado a la suya más que tú. No es lo mismo causar baja de la política, después de haberla practicado, y hasta qué límites, que haber jugado con ella por jactancia o tozudez o insolencia o inclinación a los gestos solemnes y dramáticos. Considera cuánto ha habido de jactancia y solemnidad en cuanto has hecho en estos dos años. Piénsalo. De acuerdo. Es posible que Rei tampoco esté libre de ese pecado. Eso lo da la juventud. Basta que a uno le esté cambiando la voz, como para que la vuelva campanuda con todo el mundo. Pero él ya ha pagado por ello. ¿Cómo vas a hacer para que Rei, por un segundo, importe más que tú? ¿Cómo vas a conseguir ponerte en su lugar? No importa más que eso: ponerse en el lugar del otro… Ése es todo el secreto.»
El sol jugó con una voluta de humo, que pareció frotarse las manos como un mago. Luego se deshizo y no pasó nada, como en aquel breve monólogo tenido frente a Rei tampoco pasó cosa de trascendencia. Seguimos uno al lado del otro. Sólo que al lado del afecto que sentía por mi amigo, al lado, o debajo, o dentro, se larvaban otros afectos menos intactos.
Insolidaridad, sentimientos vidriosos y zonas oscuras de la conciencia me parecieron en ese momento flores que nadie siembra y que nadie recoge, tristes jaramagos de tejado.
—¿En qué pensabas? —me interrumpió, sacándome de los abismos.
Me alegraba verle, sí. Rei aceptó mis muestras de afecto, pero como recibiría una aspirina un enfermo de cáncer.
Salimos de allí.
Le propuse alquilar a medias un piso y vivir juntos.
—No tengo dinero —respondió.
—¿Y las dos mil pesetas?
—Hasta que no tenga un trabajo fijo, me conviene gastar lo mínimo.
—Por muchos milagros que hagas, ese dinero se te terminará tarde o temprano. Yo he ahorrado este verano, y a partir de ahora tendré un sueldo. Pequeño, pero mensual. No da para pagar yo solo un piso, pero a poco que tú aportes, será suficiente.
Le convencí de ello. Se puso a buscar por todo V. un piso o un apartamento modesto. Después de haber desechado una docena, nos quedamos con uno en el paseo de la Rosaleda, a unos doscientos metros de donde Dolly tenía su casa. Había estado ocupado por un grupo de mozos de reemplazo, que lo utilizaron para sus pernoctas y permisos, y abandonado, al año, como una trinchera.
El piso estaba en la única casa vieja de todo el paseo, una casa de 1910, como constaba en un rosetón esgrafiado que sobresalía del dintel del portal. Entre bloques modernos, es decir, pasados de moda, aquella casa tenía el aspecto de un viejo fortín sitiado y a punto de rendirse.
En nuestro piso había dos balcones que daban a la calle con hierros de un Art Nouveau algo bastardo. Era un piso ruidoso, pero, en cambio, tenía, como también el de Dolly, un trozo de río delante. De no haberlo sabido, se podría haber asegurado que se trataba de dos ríos diferentes en dos ciudades diferentes. Uno, el río que se veía desde la casa de Dolly, y otro, el río que se veía desde la nuestra. Todo lo que tenía de espectacular y panorámica la vista desde la terraza de Dolly, desde nuestros modestos balcones de un segundo piso era la vista de un río pobre, sin tanto árbol en la orilla ni tanta viciosa frondosidad, y sí en cambio unas zarzas parduscas y unas montoneras de escombros en cada orilla. Y se divisaba a lo lejos, sobresaliendo por encima de unos árboles no tan copudos y negros como los que se admiraban desde la terraza de Dolly, la chimenea de ladrillo de una tejera, próxima a la vieja fábrica de harina, donde yo había estado una tarde con Celeste.
No es éste el lugar para emprender el elogio sentimental de las altas chimeneas industriales de finales de siglo, pero debo hacer constar aquí que tanto la vista ferroviaria de la casa de la calle de Agustín Espinosa como aquella del paseo de la Rosaleda eran dos hermosas vistas. Modestas, anodinas, pero singulares, con una hora al día en que habrían podido pasar a una pintura, si hubiera habido alguien con el talento para darles esa eternidad y esa poesía. Y eso me ha quedado de aquella época, como un recuerdo que no precisa ni de restauraciones ni de ocultaciones vergonzosas.
Aprovechando uno de los escasos momentos sobrios que tenía mi director, traté de encontrarle a Rei un hueco en el periódico, pero resultó imposible.
Rei entraba, salía, llamaba por teléfono, tenía entrevistas con patrones pintorescos y los negreros más sinvergüenzas le proponían empleos oprobiosos o le vendían la más indigna de las explotaciones como obra de caridad. Y todo al alcance de la mano, con sólo leer cada día las ofertas de trabajo que incluían los periódicos locales.
En ese momento tener trabajo se me manifestó como la primera y más terrible desigualdad, porque yo veía a Rei luchando cada día por algo que a mí apenas me había costado alcanzar.
Rei, sin embargo, no parecía desalentarse, entre otras razones porque faltaban muy pocos días para que Celeste regresara a V. Creía muy sinceramente que su suerte iba a cambiar con Celeste a su lado.
Rei hablaba poco de ella. Dos o tres veces le entregué cartas suyas, remitidas desde Vitoria, pero nunca me dijo esto o lo otro de sus contenidos.
Por fin llegó Celeste. Vino a casa acompañada de Lola. Estaban muy morenas las dos. Con el sol a Celeste se le había puesto el pelo de un color muy admirable. Salió a abrirles la puerta Rei, que se había pasado la mañana nervioso esperándola. Al encontrarse enfrente uno del otro se dieron uno de esos abrazos que en el cine nos anonadan y de los que queda excluido todo lo que no sea justamente ese abrazo intenso, dramático, grave y un tanto histórico, porque la ocasión nos parecía a todos un poco histórica.
Durante la cena, Rei se mostró radiante, hablaba por siete, contó cosas de la cárcel, bebió, comió con apetito, y con la misma avidez expuso sus planes de futuro, sin soltar la mano de Celeste.
Así llegamos a los postres. Celeste le escuchaba en silencio, le sonreía con esfuerzo y a menudo perdía la mirada en las burbujas del champán que subían en infinita y contonearte columna dentro de su copa.
—Por nosotros —brindó Rei, levantando la suya.
Sonaron unos chin chin sin fuerza y a continuación Celeste soltó su mano de la de Rei y trató de llevar a la comisura de sus labios algo de optimismo, pero le salió una frase teñida de ansiedad y misterio:
—Tengo que deciros algo.
Se produjo un silencio. Lola bajó los ojos y Rei alzó los suyos, azules e indefensos, para leer en los de Celeste:
—He pedido mi traslado. Lola y yo nos vamos a Madrid. En cierto modo, esto es una despedida.
Rei y yo nos quedamos de una pieza. Rei gritó, se frotó los ojos para cerciorarse de que no estaba en un sueño y cuando tuvo que reconocer que aquello era la pura y dura realidad, la insultó. No podía, dijo, hacerle una cosa así. Menos en ese momento. No tenía ningún derecho, y subrayó esa palabra: derecho.
Celeste guardaba silencio. Rei, con la obsesión del marido que acaba de descubrir la infidelidad de su mujer, trataba en un minuto de conocer todos y cada uno de los detalles que habían conducido a Celeste a tomar aquella decisión y a tomarla a sus espaldas, y le hacía preguntas que quedaban sin respuesta.
—Di algo —gritaba.
Celeste no sabía qué decir y guardaba silencio. El tono de Rei, peligroso y violento, nos excluía de la escena tanto como nos implicaba en ella.
—¿No podéis —preguntó por fin Lola— discutir estas cosas a solas?
Rei y Celeste se levantaron, se dirigieron al cuarto donde Rei dormía y se encerraron en él. Lola y yo nos quedamos solos.
Lola me contó entonces que la decisión de dejar V. había partido de Celeste y que ella, Lola, no hacía sino seguir a su hermana a Madrid.
—¿Qué otra cosa puede hacer Celeste?
Según me dijo Lola, hacía mucho tiempo que Celeste no estaba enamorada de Rei. Eso lo sabía yo también. Sin embargo, se le había planteado un dilema. A Celeste siempre se le planteaban dilemas, como se le hubieran planteado a cualquier conciencia calvinista. El suyo era un dilema moral, es decir, un dilema que concernía a su pragmatismo. Era el siguiente: cuando ella había tomado la decisión de dejar a Rei, no salía con nadie. Sin embargo, ese verano había empezado a verse con un estudiante de Madrid y podía dar la impresión de que yéndose a Madrid le iba siguiendo. Y no era verdad. Por eso el dilema se planteaba de esta manera: después de anunciarle a Rei que dejaban V., ¿debería confesarle que estaba saliendo con otro? Celeste, inteligente al fin y al cabo, era partidaria de no decirle nada.
—Nadie ganaría con ello. A Rei no le interesa saberlo, puesto que ya nada le une a mí, y, de saberlo, sería daño únicamente lo que recibiera de esa noticia. Una vez nos separemos, no volveremos a vernos jamás.
—Nadie sale de la vida de nadie sin dejar una puerta detrás —le había advertido Lola a Celeste, como me contó esa noche la misma Lola que le había dicho—. Puedes utilizar esa puerta o puedes no usarla nunca, pero la puerta queda. Debes ser leal con Rei. Él lo ha sido contigo. No te tiene más que a ti. Debéis hablar. No hay cosa peor que dejar a alguien sin darle una explicación, porque eso es crearle la ilusión de una esperanza. Lo mejor es que le desengañes. Dile: «Estoy enamorada de otro.»
—Pero eso no es verdad —había protestado Celeste—. No estoy enamorada de nadie o no estoy segura de estarlo. No puedo mentirle a Rei con una media verdad ni hacerle creer en una verdad que es una medio mentira.
Le pareció que aquella frase, de la que tampoco ella comprendía su significado ni si lo tenía, aplazaba una solución mejor.
Sentir aquel peso sobre su conciencia, la responsabilidad de ser el único y mayor apoyo de Rei, a Celeste lejos de enternecerla o contribuir a que se compadeciera de él, la exasperaba. Ella podía ser una persona débil ante determinadas cosas, pero no había nada que menos soportara una persona débil como ella que otra persona débil.
Lola y yo estábamos pendientes de lo que se hablaba en el cuarto de al lado. A las primeras voces de Rei, siguieron los susurros de ambos. Al cabo de un tiempo se produjo un silencio. Lola y yo también callamos. Con la mirada Lola me interrogaba: «¿Qué ocurre?» Oímos el ruido de la cama, un rítmico, triste y asmático crujido de somier, y al cabo de un rato aparecieron ambos, Celeste y Rei. Los dos traían en los ojos las trazas inequívocas de haber llorado. Volví a pensar que aquellos dos cuerpos jóvenes y sanos habían sido concebidos el uno para el otro. ¿Qué les separaba en definitiva? ¿Conceptos distintos de la vida? ¿La política? ¿Sus temperamentos? ¿Psicologías contrarias? No creo que ni ellos mismos lo supieran. El sufrimiento de Rei empañó mi propio sufrimiento al comprobar que Celeste se iba de nuestras vidas, que salía de ellas, claro que por puertas diferentes, y, contra lo que Lola pensaba, no dejando detrás puerta ninguna. Ni abierta ni cerrada. Quedaba, sí, el eco del portazo con su efecto multiplicador en todas y cada una de las cavernas del alma. Pues un eco como aquél era de los que perdura más que cualquier voz, adelgazándose hasta el infinito, pero para jamás perderse…
Se sentaron junto a nosotros en silencio. Estaban serios, sin atreverse a mirarse ni a mirarnos. Rei reunió el champán que quedaba en las copas, vertiéndolo en la primera que tuvo a mano, y se lo bebió de un trago.
Al cabo de un rato Celeste se dirigió a Lola:
—¿Nos vamos?
Nos levantamos todos, menos Rei que se quedó sentado. Las acompañé a la puerta. Era una despedida inesperada. Celeste me abrazó, me miró a los ojos y me besó los labios de una manera triste. Tampoco esta vez hubo equívocos con aquel beso. Cuánta ternura, cuánto desconcierto y cuántos sentimientos tan puros en aquel beso. Miré los ojos de Celeste, sus pupilas modernistas y venenosas, del color de los lagos. Recordé su mirada en nuestra primera manifestación, aquella mirada que parecía decirnos: «Entendedme, comprendedme, queredme.» Fue la misma que tenía entonces. Me rogó:
—Ayúdale.
Me despedí de Lola y volví a la pequeña salita donde habíamos cenado. Encontré a Rei frente a media botella de coñac, con las mandíbulas desencajadas y unos ojos fríos y duros. Como vidrios sin vida.