En verano, V. se volvía una ciudad fantasma. No quedaban estudiantes, cerraban todos los colegios mayores y muchos bares, y el calor, asfixiante, sellaba puertas y ventanas.
En V. se pasaba del frío estepario y unas nieblas dañinas a un calor africano que ponía al rojo las piedras y reblandecía el asfalto hasta dejarlo igual que pegajosa pez.
Hacía un efecto extraño pasear por el centro. Las calles, sobre todo las de la zona universitaria, permanecían vacías; y el rectorado y las facultades, con los portalones cerrados y las contraventanas echadas, recordaban a todas horas que la ciudad moría y resucitaba conforme a un calendario lectivo.
En mi casa recibieron con escepticismo la noticia de que me quedaba en V. para trabajar de periodista. A mi padre no le entraba en la cabeza que yo solo, por mi cuenta, me hubiera conseguido un trabajo mejor y más apropiado que el que mi tío Narciso no había sabido procurarme jamás, y desde entonces cuando hablaba conmigo me llamaba, con retintín, «reportero».
Por su parte Dolly me invitó a que me mudara con ella el mes de julio y a quedarme en el apartamento el mes de agosto, mientras ella permaneciese en Comillas.
Me pareció bien, cargué de nuevo con mis maletas y dejé la pensión de la Plaza del Oro. Yo había pasado algún fin de semana viviendo en casa de Dolly y no pocas noches de exámenes, pero nunca tanto tiempo seguido. En mi casa dije que me trasladaba a vivir al piso de unos amigos, ausentes durante las vacaciones. Y lo creyeron como a ciertas edades creen los padres algunas cosas: porque era mejor creerlo, que adivinarlo o averiguarlo.
Mi trabajo en Pueblo consistía al principio en hacer todo de lo que no querían ocuparse los demás.
En aquel piso de Espronceda estaban concentradas la redacción, administración y departamento de publicidad. Éramos ocho. El director, uno; otro que se dedicaba a contratar anuncios por la calle y en las agencias, dos; otro, que se llamaba Vicente Merino, redactor jefe, aunque en realidad hacía las veces de director, tres; otro, que firmaba los artículos como Francisco Alegre y que yo no sabía bien qué hacía, pero que tenía cierta vara alta con el director, cuatro; yo y otros dos estudiantes de periodismo que venían de Pamplona, siete; y Carmela, la mujer del director, ocho.
Carmela, que a veces hacía de fotógrafo, no era exactamente «mona», como me había informado Dolly, sino espectacular. Un poco basta si se quiere, pero con veintipocos años y un temperamento flamígero. Llevaba siempre pantalones y camisetas ceñidas hasta lo inverosímil, que le marcaban escandalosas curvas en las caderas y en el pecho. A veces no eran camisetas y se entallaba unas blusas muy abiertas a punto de que los botones le saltaran por los aires. Tenía un variado surtido de ellas, pero las anudaba todas de la misma manera, dejando ver un minúsculo y oscuro triángulo de vientre, en cuyo centro, como ojo divino, se le adivinaba el ombligo.
A las dos semanas de haber empezado a trabajar, llegó de Madrid el director del periódico, que ya no era Emilio Romero, sino otro, a inaugurar la nueva delegación. Se abrieron unas botellas de champán y cuando la concurrencia estaba más o menos atenta, todos los oradores, que resultaron casi tantos como asistentes, repitieron con elocuencia aquello de «esta nueva singladura», «como una gran familia», «el periodismo está necesitado de ilusiones» y cosas de parecida e irrefutable originalidad.
La gran familia resultó pequeña y mal avenida, y las ilusiones duraron lo que las burbujas del champán.
Ángel Luzón, el director, se reveló como un loco peligroso. Le habían regalado aquella sinecura en provincias por ser hijo de un gobernador civil, después de haberle privado de una más cómoda en Madrid, se conoce que para quitárselo de en medio.
Se pasaba el día encerrado en su despacho bebiendo whisky, con un lápiz rojo en una mano y una Astra de cadete, con las cachas de nácar, metida en el cinto.
Parecía el tópico de un señorito: se peinaba hacia atrás con gomina un pelo muy negro y brillante; no se ponía nunca camisas que no llevaran bordadas sus iniciales y ojales para su colección de gemelos, y los zapatos que utilizaba eran siempre italianos de ante o tafilete reluciente a cualquier hora del día.
Cuando estaba borracho salía blandiendo la pistola en alto y se paseaba entre las mesas, se nos quedaba mirando y con la lengua gorda, sin poder anclar los ojos en cosa ninguna, se ponía faltón:
—Rojos, sois todos unos rojos.
Cuando empezaba así, bajábamos la cerviz y nos enfrascábamos en nuestras máquinas de escribir, como si lo que estábamos haciendo en ese momento nos despertara un interés del que fuese imposible sustraerse. Lo lógico hubiera sido que alguien se hubiese levantado en alguna de aquellas exhibiciones y le hubiera dicho algo a aquel mamarracho. Pero no. ¿Miedo a la pistola, a perder el empleo, a enfrentarse al hijo de un gobernador? ¿La época, las jerarquías? No sé, de todo un poco. Entonces Francisco Alegre, que era al único al que el director permitía ciertas confianzas, le calmaba: «Ángel, no jodas, que las carga el diablo», y se lo llevaba a casa a dormir la mona, entre las protestas del borracho que todavía encontraba fuerzas para volver la cabeza y gritar a su redacción: «Sois todos unos pringados y unos caguetas. No tiene balas», y apretaba el gatillo para que sonara un triste clic, clic, clic.
Aquel número lo repetía una vez por semana con ligeras variantes, y lo repetía no tanto porque nos despreciara a todos, que también, como por no terminar de resignarse a un destierro que consideraba humillante para su carrera profesional.
Carmela, su mujer, discutía con su marido en la redacción, en el despacho, en todas partes, por cualquier motivo, a causa de cualquier bagatela. El director, con fama de solterón y calavera, la había pescado en un destino anterior, creo que en Cáceres. A su lado resultaba de un exotismo de calendario, pero, según se decía, media Extremadura era de su padre. Mi teoría es que discutían a todas horas porque el engranaje de sus respectivas vulgaridades no parecía sincronizado, eran dos horteras en frecuencias distintas y chirriantes.
Ella era más joven que él y tenían dos hijos pequeños de los que se ocupaban poco, porque se pasaban el día metidos en aquella oficina y las noches de alterne, hasta que Ángel bebía lo bastante como para no recordar que seguía viviendo en V. Ella en cambio no bebía nada, aunque le seguía a todas partes. Se conoce que prefería estar sobria para poder insultarle a su gusto donde le petase y a la hora que le petase.
Las cosas que se decían eran de las que no se pueden repetir y siempre que podía Carmela le provocaba. La manera que tenía de hacerlo era insinuarse con los hombres con los que se cruzaba, el botones, un colega, el obispo de V., cualquiera. A nosotros se nos acercaba por delante de la mesa, se inclinaba y se ponía a charlar tranquilamente de un asunto banal, sólo que metiendo sus tetas buenísimas como quien dice entre los mismos tabuladores. El marido conocía el paño y olía no sé cómo aquellos devaneos de su señora, de modo que, apenas llevaba ella dos minutos, de ja, ja, ji, ji, salía él de su despacho hecho una fiera y allí mismo comenzaba la función.
Al poco tiempo empezaron a correr por la redacción mil fantásticas versiones sobre la pareja. Según unos, él le ponía los cuernos con todas las golfas de las barras americanas. Según otros, quien ponía los cuernos era ella. Vicente y Francisco Alegre, perros viejos del periodismo local, eran aduladores con el jefe. En cambio, cuando el jefe estaba ausente o borracho, emprendían ambos una frenética carrera para ver quién conseguía primero llevarse a Carmela a la cama. Carmela los incitaba, los provocaba, los encendía, para dejarles con un par de palmos en las narices.
Yo tenía que entregar mis artículos a Vicente Merino. Merino se complacía en tacharlos con un lapicero rojo parecido al que utilizaba el director, pero no fue un mal maestro.
Las primeras semanas no me publicaron ninguno. Luego, poco a poco, me brindaron, como quien le suelta un mendrugo a un perro, algunos temas sin interés para llenar las ocho páginas que teníamos que enviar desde V. a la redacción central de Madrid. Todavía recuerdo mi primer artículo publicado. No llevaba firma, pero me dio por imaginar que todos reconocerían en él a un artista. Empezaba así: «Ayer murió atropellada, por un lamentable descuido que nos entristece a todos, doña Josefa García Valdecasas, de noventa y un años de edad.» Seguía un folio más glosando, en tono elegíaco, la noticia, el excesivo tráfico de la zona, la mala señalización, la soledad trágica de la vejez, etcétera… Vicente Merino lo leyó, tachó todo el folio y corrigió el primer párrafo, que se publicó de esta manera: «Ayer murió atropellada Josefa García Valdecasas, de noventa y un años.» El resto, hasta completar el folio que se fue a la papelera, se llenó de unos cuantos decesos más y sucesos de vario plumaje, algunos apócrifos o hinchados, porque era más importante cerrar la página que atenerse a la realidad. En el fondo, ahora que lo pienso, aquélla fue una verdadera escuela del arte.
Cuando Merino consideró que estaba ya lo bastante fogueado en aquel periodismo intensivo y de urgencia, me ordenó:
—Desde mañana te encargas de la sección de sucesos.
Me dio un vuelco el corazón. La principal responsabilidad que comportaba el nuevo puesto era que tenía que ocuparme de crímenes, violaciones, robos, menudencias…
—¿No es lo mismo llamar por teléfono? —le insinué.
Entonces fue cuando aprendí que en un periódico no puede uno decir jamás lo que te gustaría hacer, porque siempre hay cerca un alma caritativa y generosa preocupada por tu formación y disciplina espirituales que te ordena justamente lo contrario, con la disculpa de templarte el carácter.
—Tendré que ver a los mismos policías que hace seis meses fueron a detenerme. Cuando me vean —le dije esa noche a Dolly— me reconocerán y me detendrán. Dirán: «Hombre, tú por aquí. Pasa.»
—No te preocupes. No te va a ocurrir nada.
Dolly no terminaba de creer que los policías, tan amables con ella cuando iba a renovarse el carnet de identidad, fueran capaces de cometer atropellos con nadie y menos con alguien que ella conocía, y menos aún por cosas que ella tenía por juegos de niños.
—Vete, no corres ningún peligro.
Me adentré en la boca del lobo al día siguiente, y no pasó nada. Al otro tampoco. Toda la primera semana y tampoco. A la semana me conocían en la comisaría todos los guardias y secretas, y saludaba a unos y a otros como a viejos amigos. Por otro lado pensaba: «Si alguien me viera entrar cada tarde en la comisaría creería que soy de veras un delator, un confidente. Cuando empiece el curso lo normal es que alguien me vea.»
No sé si era la vida tal y como la entendía Dolly, pero la vertiginosa sucesión del tiempo y la novedad de esas secuencias, hizo que me lo pareciera. Vivir por primera vez con una mujer, ser periodista, pasar mi primer verano solo, lejos de la familia, eran cosas que no me habían sucedido jamás, las secuencias de una existencia hecha de deslumbradores fogonazos, tan acelerada como detenida, tan intensa e imborrable como fugaz y tenue.
Para empezar, la convivencia con Dolly se llenó de imprevisibles hallazgos. Una Dolly, hasta entonces desconocida para mí, se me reveló en mil pequeños detalles, no del todo insospechados pero no siempre tranquilizadores.
Al principio creí que íbamos a hacer la vida en común, pero no resultó así. Por el hecho de irme a vivir con ella, Dolly no cambió sus hábitos. Su vida social era intensa, incluso demasiado para una ciudad como V. Con el buen tiempo era rara la noche que no cenaba fuera de casa. Solía llegar tarde, pasadas las dos y las tres de la madrugada. Cuando se quedaba en casa porque se encontraba cansada, se servía una copa y se enfrascaba en la lectura de decenas de revistas que renovaba casi a diario. Bebía mucho, incluso cuando tenía que conducir.
Quizá me ocurrió a mí, aquel mes de julio, que llegué, dos años después, al mismo lugar de donde Dolly había partido conmigo el día en que me conoció: saber que todas las cosas nacen y mueren, llegan y pasan y que la experiencia consiste no en creer, digamos, que la primavera es alegre y el otoño triste, sino en descubrir en cada estación del año su nieve y su flor, su rosa roja y su hoja seca. Quizá lo que me causaba más estupor era observar a aquella mujer cuyo nombre había escrito yo hacía menos de dos años sobre el vaho de un espejo sin poder contener mi emoción, y no experimentar idéntico temblor. Sin saberlo, al verla leer sus revistas, cada vez que oía el tintineo de los cubitos de hielo en su largo vaso, al sorprenderla dormida a mi lado sin que eso me conmocionara como antes, sin saberlo, digo, estaba entrando en el oscuro y ruinoso caserón de los ubi sunt, aquel caserón sobre cuya puerta podía colgar este cartel: «La vida. Academia.»
El mismo treinta y uno de julio acompañé a Dolly a la estación para que tomara el tren de Santander. Al despedirnos nos abrazamos y por la forma que tuvimos de mirarnos, supimos que en aquella relación había aparecido, como en pantalla grande, la palabra fin, sólo que en modesto, sin esa solemnidad de las películas y las novelas, conscientes los dos de que, en efecto, había llegado un final, pero conscientes también de que seguiríamos viéndonos, y bebiendo juntos y pasando alguna noche juntos. Es decir, que había aparecido la palabra fin, pero no en una película, no en una novela, sino impresionada sobre la vida, esto es, sobre papel mojado. Por eso ninguno de los dos expresamos aquella certidumbre.
Durante aquellos dos años entre Dolly y yo no había habido grandes conversaciones ni mayores declaraciones de amor. Fue todo más insignificante, a pesar incluso de los apasionados primeros meses. Fue una educación sentimental donde sería difícil rastrear acontecimientos importantes, fuera de aquél, ya de por sí extraordinario, que fue compartir dos años de la vida de una mujer como ella. Pero no había habido grandes textos. Fue, si se quiere, el parvulario donde me fue dado comprender el oculto significado de las letras, de algunas pocas palabras y de un no menos oculto laberinto. Poniéndonos enfáticos, habría que decir que aquello consistió en un ensayo general para leer en el libro de la vida, ése que casi siempre resulta indescifrable, o que está en blanco.
En casa de Dolly, me organicé para pasar el mes de agosto lo mejor que pude.
Muchas noches el calor sofocante me sacaba a la terraza, donde tiraba un colchón. Sobre él, de espaldas, me quedaba abismado en las estrellas hasta el amanecer, cuando la fatiga y el sueño me vencían, y un asomo de frescor y un rumor de hojas verdes subían desde el río para mecerme con su canción de cuna.
Durante aquellas cuatro semanas, yo solo en V., en aquella casa, me sentí como una de las viejas barcas amarradas a la orilla del río. Desde la terraza de Dolly se veía un estrecho muelle hecho con trozos de tablas, muchas de las cuales estaban rotas y otras faltaban, y también se veían las barcas. Eran barcas pequeñas, necesitadas de una mano de pintura desde hacía diez años. La mayoría guardaba en sus fondos tres dedos de un agua espesa y negra, no se sabía si de lluvia o de que entraba por algún sitio, un agua crónica, enferma, a punto de pudrirse.
Por las noches, sin el ruido de los coches, en medio del silencio estival, podía oírse incluso cómo chocaban unas con otras y los chasquidos que hacían las cadenas de hierro al tensarlas y destensarlas la corriente, lo que producía una gran melancolía de tiempo que pasaba veloz a pesar de tantas amarras.
A medida que se fue consumiendo el mes de agosto y el verano tocaba a su fin, me invadió un gran desasosiego. Por primera vez en mi vida empecé a sentirme atado a la responsabilidad del trabajo, y por otro lado notaba como que algo de mí, un agua que había sido clara y pura, empezaba también a corrompérseme en el fondo, hasta el extremo de que se corría el riesgo de que un día éste se quebrara, en cuanto alguien pusiera el pie encima, como se vería tiempo después.
En absoluto quiero decir que donde antes veía blanco viera entonces rojo o negro. Seguía siendo blanco, sólo que un blanco más triste, más decepcionado y amargo. ¿Era a lo que se refería Dolly, cuando hablaba de los tonos grises de la vida?
Me daba mucha pereza tener que empezar un nuevo curso. No había atravesado el ecuador y ya quería abandonarlo. Y no tanto por mi posición dentro del partido o con respecto a mis antiguos camaradas, a los que había terminado por ver en los pasillos como a perfectos desconocidos. No.
Hoy les agradezco profundamente que tomaran esa decisión por mí y que se me adelantaran apartándome ellos de la organización.
La primera consecuencia de aquel nuevo estado de cosas fue para mí que experimenté cierto alivio. Quiero decir, cierto alivio de poder disfrutar de aquellas indefinidas vacaciones revolucionarias. Yo mismo me sentía cuerda de un arco largo tiempo tensado. Hasta no volver a mi posición normal y distenderme no comprendí cuánto había echado de menos la normalidad. Embocar una calle sin tener que reconocer antes el terreno. Pasear por ella sin volver la cabeza para comprobar si te seguían, porque hasta de esas manías ridículas terminaba uno contagiándose. Acudir a una asamblea cuyas decisiones no te obligaban a nada que no quisieras hacer. Leer carteles que no habías puesto tú, o mejor, pasar de largo. Mirar una plaza sin plantearte si sería un lugar óptimo, con suficientes esclusas, para organizar una manifestación. Hasta ser un gran burgués daba su gusto. Incluso un poco reaccionario. Nadie pudo ser más feliz con menos.
Pero, con todo, me daba pereza franquear las puertas de aquella facultad, pasar por debajo de aquel escudo donde seguían la verdad y las humanidades resplandeciendo, bajar al sótano para entrar en una cafetería sacudida todo el invierno por el ruido del cuarto de la calefacción contiguo, o con aquel olor imborrable de escabeche y posos fríos de café.
A punto de finalizar el verano, a mediados de septiembre, ocurrió algo que nadie esperaba ya o en lo que nadie pensaba, salvo, naturalmente, el interesado: habían concedido la libertad condicional a Rei.
Me llamó Celeste, desde Vitoria, para darme la noticia y pedirme que fuera yo a esperarle a la salida. Ella, según sus explicaciones confusas, no podía volver todavía.
Yo no sabía nada de Celeste desde que se había acabado el curso. Le había escrito dándole la dirección y el teléfono donde pasaría julio y agosto, pero no contestó a mi carta. Ahora su voz me llegaba no desde el pasado mes de junio, sino desde mucho antes, seria, cortante.
Me confesó que se encontraba bien, que Lola se encontraba también bien y que había algunas cosas que quería contarme.
—¿Qué cosas? —pregunté intrigado.
—Dentro de una semana iré a V. Entonces podremos hablar. De momento —me rogó— sólo te pido el favor de que vayas a esperar a Rei a la salida de la cárcel. Lo ha pasado muy mal.
Me informó del día en que salía y de la hora. El día fue el mismo en que Ángel Luzón, el director, me llamó a su despacho:
—Tú, que eres un rojo de mierda, te vas a ir a la puta calle.
Yo guardé silencio, desconcertado, y le miré de frente. Fue suficiente para que se sirviera un whisky de una botella que guardaba en la librería que tenía a sus espaldas. Luego me tendió unos papeles.
Eran los de un contrato. Había entrado en plantilla.
—Enhorabuena, gilipollas —me dijo.
Era su manera de tratar a la gente cuando todavía no estaba borracho y por la que seguramente, en su fuero interno, sentía aprecio.
Por la tarde a las ocho menos cuarto, tomé un taxi y fui a la prisión provincial. Llegué a las ocho, la hora en que Celeste me había dicho, y Rei no salió. Esperé hasta las ocho y media, y a las ocho y media pregunté. Me respondieron que estaba fuera desde las ocho, pero de la mañana.