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Una mañana, la facultad de Filosofía se despertó conmocionada. Alguien había entrado en el edificio por la noche y había llenado de pintadas aquella docta casa. Desde las detenciones de diciembre y enero, tras el atentado de Carrero Blanco, era el primer síntoma de que el movimiento «subversivo» estudiantil no había sido decapitado, como sostenía el periódico local del Movimiento.

No hubo una sola pared en todo el edificio que no se quedara convertida en un gigantesco dazibao. Eran eslóganes revolucionarios. Algunos, por su tono poético, señalaban como responsables, y de forma inequívoca, a los «prochinos», lo que quedaba confirmado en cientos de octavillas con el sello de Juventud Comunista, sembradas por aulas y pasillos.

El advenimiento del socialismo, de creer lo que se decía tanto en las paredes como en los pasquines, estaba más cerca que nunca, y también a juzgar por el nerviosismo del estamento docente y el administrativo-funcionarial. Desde el decano y los catedráticos hasta los bedeles corrían todos de un lado a otro con idéntico desconcierto al de cucarachas sorprendidas al encender la luz, nerviosos y sin saber qué hacer con la revolución que se les había metido en casa.

Antes de que a bedeles y a señoras de la limpieza les diera tiempo a borrar precipitadamente las pintadas, todavía se leyeron algunas: «Juan Carlos pelele», «Fuego al tigre de papel», y, sin duda para mí, la más inquietante: «Castigo a los traidores».

Estaba convencido de que ya había sido juzgado, de que me habían encontrado culpable y de que me habían condenado. La pintada era una advertencia. Y seria. Se conocían antecedentes aberrantes. El de Gaztelu era uno, pero no el único.

Un mes después de la detención de Rei y los demás, una chica que estudiaba Físicas, extenuada por la tensión de nervios, las detenciones y la incertidumbre, decidió dejar la Juventud, que se la estaba robando (para que no se diga que en estas páginas no hay un juego fácil de palabras). Aunque aquello de juego tuvo poco.

Sus camaradas no se lo consintieron y una tarde la esperaron al salir de clase, la siguieron sin que ella se apercibiera y en un portal le aplicaron los más estrictos principios de la revolución cultural, a consecuencia de los cuales la chica perdió un oído.

La paliza llegó a conocimiento de los trotskistas y anarquistas, que esperaban la ocasión desde hacía tiempo para atacar a los de la Juventud. Sin ponerse de acuerdo, empezaron a aparecer cada día, firmados por unos y otros, nuevos carteles que denunciaban los métodos de los estalinistas, aquellos mismos estalinistas que cada vez que la Policía les mataba, apaleaba o defenestraba a un camarada, recibían con alborozo la noticia, porque eso contribuía a fortalecer su causa y debilitar la del enemigo. Trotskistas y anarquistas no desaprovecharon la oportunidad.

Los militantes de la Juventud, sin embargo, plantaron cara. Se organizaron para hacer desaparecer aquellos carteles que mermaban de una manera tan patente el prestigio alcanzado después de duros años de combate y se tomaron la cosa en serio. Los rompían en mil pedazos apenas llevaban en las paredes cinco minutos, y si sorprendían a quienes los ponían cruzaban con ellos insultos y algo más que insultos. Los jóvenes comunistas acudían con la celeridad de las plaquetas sanguíneas a sellar aquellas brechas abiertas en los centros vitales de su organismo y retiraban de la circulación aquellas denuncias con mucho más celo y mucha más rapidez que los propios bedeles, cuando rompían los que ellos mismos, los «chinos», colocaban.

Aquellas danzas, contradanzas y gavotas duraron una semana. A la semana, trotskistas, anarquistas y «chinos» organizaron una batalla salvaje en los claustros de la vieja facultad de derecho.

Hubo heridos, cristales rotos y un número indeterminado de sillas y mesas que quedaron para astillas después de la refriega. El escándalo fue tan mayúsculo, que el rectorado decidió cerrar nuestra facultad, hasta que se apaciguaran los ánimos, quince días.

A la vuelta se convocó a los estudiantes a una gran asamblea de facultad. Los ánimos no estaban ni mucho menos aplacados, pero el ejemplo de una izquierda dividida era más penoso que aquellas pequeñas diferencias, de manera que alguien, una vez más, gritó, esta vez al inicio de la asamblea:

—Compañeros: ¡Unidad! ¡Unidad! ¡Unidad!

Y una vez más surtió efecto. Después de corear las palabras mágicas durante cinco minutos, todos se aplacaron algo y conciliaron puntos de vista. Facilitó las cosas el hecho de que los «chinos» manifestaran en corrillos y mentideros que no tardando se harían una autocrítica sobre el particular caso de la estudiante de Físicas. Un pequeño harakiri, como quien dice, pero no muy profundo. Al fin y al cabo, todos se mostraron de acuerdo en que era mucho más importante expulsar a Franco del Pardo, que no que una estudiante perdiera un oído.

—Le queda el otro —se atrevió incluso a abundar uno en la asamblea con su mejor voluntad.

Se oyó un peligroso zumbido de desaprobación, acallado antes de que pudiera cobrar forma de catástrofe:

—¡Unidad! ¡Unidad! ¡Unidad!

Como se ve, fueron días muy alegres, de grandes debates intelectuales y provechosos estudios. Por suerte para mí, las clases se estaban terminando y sólo quedaban algunos exámenes finales.

Como en el curso anterior, tomé la costumbre de quedarme las noches estudiando en casa de Dolly.

Las relaciones entre nosotros dos apenas habían experimentado cambio alguno en los dos años casi que llevábamos viéndonos.

Con una ingenuidad que hoy me hace sonrojar, alguna vez se me ocurrió sermonearla sobre el hombre nuevo y los valores revolucionarios frente a los valores burgueses en los que yo, y sobre todo ella, vivíamos.

—La verdad —decía siempre Dolly— está en las medias tintas, en los grises, en toda la amplia gama de las penumbras. La mucha luz te ciega y en la mucha sombra no se ve. Dividiendo a la gente en clases sociales no se llega nunca a ninguna parte. Siempre habrá buenas y malas personas.

»Cambiarás con el tiempo —sostenía ella en medio de mis más rotundas protestas—. Hoy eres un inconformista, pero el tiempo te volverá una persona conservadora.

—No es verdad —me defendía yo—. Tú no eres una persona conservadora. Eres una burguesa, pero no vives como una burguesa, estás conmigo, eres libre, haces lo que quieres. Tu vida no es una vida conformista.

—¿No te lo parece? Quizá. Pero te falta mucho que ver todavía. No que aprender. Algunas cosas no hay que aprenderlas. Basta con verlas. Y te falta ver algunas vidas. En la vida son posibles todas las combinaciones y matices. Al final uno no se relaciona con ideas y programas, sino con personas que no son ni lo que quieren ser ni lo que pueden ser, sino lo que la vida les va dejando ser. En general, olvídate de las teorías. O ponen difícil lo que es fácil o fácil lo que es difícil. Con ver es más que suficiente, y a primera vista, mejor.

Como siempre, terminaba fiándose de su ojo clínico. En aquellos dos años nos acostumbramos a vernos y aunque cada uno llevaba su vida, las nuestras se habían vuelto imprescindibles la una para la otra.

Si por mí hubiera sido, creo que me habría entregado más aún a aquella relación, pero fue la propia Dolly quien prefirió no ver cambiados sus viejos hábitos y era feliz teniéndome como algo que complementaba su vida, pero que no la transformaba. Tal vez sospechaba desde el principio que estábamos condenados, tarde o temprano, a abandonarnos, lo cual lo vivía sin dramatismo. Si sufría, no era fácil saberlo, quizá porque las mujeres, contra lo que se piensa, no son sentimentales. Puede que sean emocionales; sentimentales, no. Ella, desde luego, jamás me dijo: «Martín, te quiero. Quédate conmigo para los restos.» Un hombre repite a menudo la palabra siempre, aun para olvidarla dos minutos más tarde. Por lo mismo, por conocer mejor que los hombres la naturaleza humana y la sustancia del mundo, es raro oír esa misma palabra de labios de una mujer. Pueden pronunciarla, pero sin gran convicción. Ni siquiera en los momentos de mayor ternura entre nosotros sus «te quiero» eran definitivos. Sonaban todos a «te quiero hoy. Mañana, ¿quién puede decirlo?»

Recuerdo que a veces yo me preguntaba, para perderme en los alambiques del ensueño: «Cuando termine la carrera, ¿me quedaré en V.? ¿Siempre estaré con Dolly? ¿Cuando Dolly tenga sesenta años, yo tendré cuarenta? ¿Cómo será Dolly de vieja? ¿Cómo se llevarían Dolly y Celeste? ¿Podría llevar la relación que llevo con Dolly con Celeste?»

Durante el tiempo que pasé en V. no hablé a nadie jamás de mi relación con Dolly. Ni siquiera al tío Pepe, al que nunca dejé de ver mientras permanecí en V. Tampoco Celeste y Lola supieron de ella. Puede que Rei la sospechara desde el día de nuestra borrachera. Si él contó algo a Celeste, no lo sé. Desde luego Celeste conmigo siempre se comportó como si no supiera nada. Y si seguí en aquella discreción no fue tanto por conveniencia como por comodidad. La relación ya era de por sí novelesca, como para dejar que viniera nadie con teorías, consejos y pronósticos.

Cuando terminé el último examen final y me disponía a volver a *** de vacaciones, con mi familia, Dolly me telefoneó con una comisión urgente.

El día anterior había cenado con unos amigos suyos.

—En la cena —continuó informándome— me presentaron a un periodista. Se llama Ángel Luzón y está casado con una chica que se llama Carmela. Ellos no son de aquí. Han venido de Madrid para abrir una delegación del diario Pueblo. Comentaron que estaban reclutando a meritorios que quisieran quedarse durante el verano haciendo el trabajo de redacción, y yo les hablé de ti.

—Estás loca, Dolly. Yo sé pintar y dibujar algo, pero no he escrito nunca.

—Da igual. Yo le dije que irías a verle hoy. Escribir sabe cualquiera.

Desde la oferta de mi tío Narciso, aquélla fue la primera oportunidad seria de empezar a trabajar en un sitio con cierto porvenir.

Encontré la oficina en la calle Espronceda, un portal más allá del del abogado, el día en que estaban poniendo un luminoso rojo con la palabra Pueblo.

Al llegar, empujé una puerta entornada y me encontré en una amplia habitación. Olía todo a moqueta nueva, muy combativa, color bermellón, a juego con unas cortinas de ese mismo color y unas galerías tapizadas en plástico genuino y también con aquel color rabioso. En medio de la redacción se veían seis mesas con sus pesadas olivetti encima y un tablero de corcho donde estaban crucificados unos cuantos recortes de periódicos, revistas y notas manuscritas. Parecía un lugar abandonado. Carraspeé, tosí un poco más fuerte, hice ruido con una silla, pero nadie me contestó. Reparé en una puerta en la que se leía la palabra «director» y llamé con los nudillos.

—Adelante —me ordenó desde dentro una voz acolchada.

Detrás de una mesa se parapetaba un hombre como de unos treinta y muchos años leyendo doce o trece periódicos a la vez, abiertos todos por la mitad.

Me tuvo de pie, sin decirme nada, un cuarto de hora, y cuando consideró que lo que tenía delante, o sea, yo, había sido ya lo bastante impresionado, levantó los ojos de aquel revoltijo de papeles, los posó en mi persona y se enfrentó conmigo:

—¿Quién eres tú y qué es lo que quieres?

Le informé quién era, me hizo unas cuantas preguntas, y a los cinco minutos, sin haber tratado de cosas de más provecho, decretó:

—Empiezas a trabajar ahora mismo.

—¿Dónde?

—Tú debes ser gilipollas —masculló como en un aparte de teatro—. ¿Dónde va a ser? En una de las mesas que hay ahí fuera.

—¿Cuál de ellas? —consulté con timidez.

—Huy, la Virgen. Éste es gilipollas —insistió en su aparte teatral, volviendo la cabeza hacia lo que sería un figurado foro derecho—. ¿En cuál va a ser? ¡En cualquiera! —y al gritar, levantó los dos brazos al cielo, como un asirio de ópera.

Por extraño que parezca, y de aquella manera extravagante, acababa de entrar en la Galaxia de Gutenberg.