11

Celeste no llegó a V. hasta pasado un mes de la detención de Rei, empezado febrero. Creía firmemente que a ella terminarían también por detenerla. Quemó todas las cartas que conservaba de su novio y ensayó, una y mil veces, el interrogatorio al que estaba convencida que le sometería la policía, preparándose a él como el que trata de pasar por una aduana mercancía de contrabando. Pero llegó a V. y nadie la molestó. Eso tuvo sobre ella efectos euforizantes y se creció en su amor propio.

Al principio llena de temor y poco a poco más confiada, Celeste se propuso visitar a Rei en la cárcel. Al comprobar que sus visitas no provocaban sino indiferencia entre los funcionarios, las regularizó y, ya tranquila, no ocultaba que era novia de Rei. Al contrario. Ahí se produjo un pequeño cambio en su carácter. De escamotear aquella relación, pasó no a difundirla a los cuatro vientos, pero sí a defender con orgullo ese estado, si ello era preciso.

Primero acudió una vez cada quince días, luego una vez a la semana y terminó por hacerlo los dos días, lunes y jueves, en los que las visitas estaban permitidas.

Los primeros encuentros le sirvieron para reunirse con un José Rei animoso, lleno de esperanza, de moral muy alta, al que tuvo incluso que llevar los libros de texto. Aseguraba: «Terminaré aquí el curso.» Con el paso del tiempo aquel optimismo de las primeras semanas se fue tiñendo de desánimo, de desaliento sin curación.

La vida en la cárcel no era mala. Les daban mal de comer, pero según referían algunos veteranos, en otras cárceles era peor. En la de V. tenían tiempo para leer, para hacer gimnasia en el patio, para hablar y discutir de política con más libertad que fuera. Los funcionarios no eran especialmente severos y la mayoría no quería sino cumplir pacíficamente con sus obligaciones y marcharse a su casa. Lo mismo podría decirse del director, un cristiano que creía sinceramente en la redención del penado por la comprensión y el diálogo; era bastante generoso en materia de admisión de paquetes con víveres, que paliaban la mala alimentación que recibían, y atendía no pocos ruegos de sus pupilos.

—Lo peor de la cárcel —le comentaba Rei a Celeste— es que tienes demasiado tiempo para pensar. Cuando piensas hacia un lado o hacia otro, hacia adelante o hacia atrás, todo marcha; como pienses en círculo, estás perdido. Aquí no haces sino dar vueltas y vueltas alrededor de un pozo seco. Eso te vuelve loco.

—Saldrás pronto —le animaba Celeste—. No lo rumies más. Todo está listo para que la semana que viene salgas de aquí.

Se ponían plazos de siete, de diez, de quince días. Todo lo que fuera más de eso, no le servía. Sus esperanzas tenían siempre un vuelo y unas alas muy cortas. Nada de águilas. Codornices.

Cada día, Celeste le llevaba noticias de sus abogados, nuevas de cómo y en qué estado se encontraban los recursos y los distintos procesos. Rei lo creía todo y dudaba de todo. Pasaba de estados de exaltación positiva a los estados de la más amarga desesperación, con incertidumbre ciclónica.

—Me han dicho que el director de la cárcel le ha comentado a un funcionario que le ha dicho a mengano que es muy posible que yo y otros tres salgamos dentro de dos o tres días.

Pero a la siguiente visita, desanimaba a Celeste:

—No saldrá el juicio hasta dentro de dos años y no me dejarán salir antes. Es lo que se comenta. Con el atentado no han conseguido otra cosa que hacer que la dictadura se refuerce. En el mejor de los casos, me condenarán a ocho años: asociación y propaganda. Antes de ocho años no saldré.

Transcurrieron los tres primeros meses y llegó la Semana Santa.

Rei hacía todo lo posible por mantenerse entero y firme. Lo hacía tanto por él como por Celeste. Pero los elementos, las circunstancias, esas condiciones objetivas que abrían y cerraban análisis como llave maestra, eran especialmente desfavorables y rigurosas y su presencia de ánimo empezó, si no a desmoronarse, sí a redondear todas y cada una de sus aristas, que terminaron por desaparecer. La pirámide que había sido alguna vez, iba camino de convertirse en una elevada ruina, en la informe mastaba de ideales erosionados o derrumbados a sus pies.

Después de tres meses, cuando Celeste se entrevistaba con Rei en el locutorio, no sabía de qué hablar con él. De él no se podía, porque terminaban en las obsesivas conjeturas; de ella, tampoco, porque la misma libertad de que gozaba, le parecía a Celeste un obsceno tema de conversación; y de los dos, de los planes para el futuro, tampoco, porque el amor había quedado interrumpido hacía ya mucho. Alguna vez rozaban el tema de una manera oblicua. A veces Rei decía:

—Creo que nos dan bromuro en el pan.

—¿Cómo lo sabes?

—Sabe raro.

Cuando se agotaba el hablar de trámites legales, abogados, juicios y perspectivas de condena, Rei y Celeste guardaban silencio y se miraban a los ojos, conscientes los dos de que también aquellos dos pozos se iban poco a poco secando. Con todo, Celeste no dejó de acudir un solo día a la cita con él. Le llevaba tabaco, comida, libros. Celeste supo reconocer el papel de heroína que las circunstancias le presentaban y decidió aceptarlo. Se volvió activa, llamaba a unos, a otros, se le pasaba el día en gestiones, indagaciones, visitas. Incluso telefoneó al padre de Rei, si bien el padre no quiso siquiera ponerse al teléfono.

Celeste no se desanimó. La mujer, esclava en otras ocasiones de su nerviosidad, empezaba a crecerse, incluso a emborracharse de su propio valor. Se podría decir que estaba entusiasmada al comprobar que cuanto disponía su inteligencia y buen juicio era inmediatamente acatado por su voluntad, que lo ponía en práctica sin demora. Entre su voluntad y su deseo, entre su querer y su poder desaparecieron todos los siniestros fielatos, especialmente el del miedo, y aquella libre circulación tanto por la vida como por las dependencias de su conciencia la transformó por completo, incluso físicamente. Su belleza conoció días gloriosos. Como la protagonista de una novela romántica pudo decir: «La voluntad es un caballo. Si no se le monta cada día, se ablanda, sus músculos se atrofian y no valdrá más que para carne.» Por esa razón y, decidida en su gimnasia espiritual, se presentó en casa de Rei. Nada la detenía ya. El padre de Rei no tuvo otro remedio entonces que recibirla, siquiera durante unos minutos.

La hizo pasar a su despacho, el sancta sanctorum donde el militar se aislaba de todos, un estrecho cuarto que atesoraba miles de discos de sinfonías clásicas y zarzuelas.

Celeste trató de hacerse una idea rápida de aquel hombre, juzgándole por aquella muralla de discos, por los libros, por los retratos familiares que le observaban de continuo sobre su mesa. «Éste —pensó—, es un ser infeliz, un hombre débil.» Si hubiera tenido Celeste que argumentar su juicio, no habría podido, pero tenía la absoluta certeza de que era así y no de otro modo.

—José —empezó diciendo Celeste con la seguridad del que trata un asunto financiero del más alto nivel— necesita dinero. No tiene una peseta y en la cárcel necesita dinero para comprarse comida, tabaco, libros. Necesita ropa de abrigo. Allí dentro no hay calefacción y pasa frío.

—¿Tú eres su novia? —contraatacó el doctor Rei—. ¿Sí?

El doctor Rei trató de mirar a los ojos de Celeste, pero no fue capaz de soportar su mirada, que desvió a un lugar inconcreto de la frente de la joven. Celeste confirmó su juicio: «Un hombre débil.» Un juicio seguro, pero inútil.

—Vas a decirle de mi parte lo siguiente —continuó—: para todos los efectos ha dejado de ser mi hijo. Por mí como si se hubiera muerto. Más todavía: dile que si por casualidad sale de la cárcel, que no se le ocurra venir por esta casa, porque yo mismo le pego un tiro. ¿Estamos?

Al salir de la cita, a Celeste le temblaban las piernas y, desarmada por el esfuerzo, rompió a llorar. Ni su inteligencia ni su voluntad habían contado con tan brutal revés. Aquél era el hombre que José Rei admiraba.

—¿No será sólo una reacción violenta? ¿No crees que se le pasará? —le pregunté a Celeste cuando ésta me refirió la entrevista.

—En absoluto. Es un hombre cruel y no sólo no ha hecho nada para que lo pusieran en libertad, sino que ni siquiera ha ido una sola vez a verlo.

—¿Qué le vas a decir a Rei?

—Nada. No sabía siquiera que fuese a ver a su padre.

Con la excusa de Rei, Celeste y yo volvimos a vernos.

Jamás había llegado a hablarle a Rei, y menos aún a Celeste, de mis sentimientos por ella. Si él o ella los sospechaban, a mí no me constaba.

Al menudear ahora nuestras citas, me era imposible permanecer indiferente a todo lo que de ella me seducía. Por esa razón nuestros encuentros se convirtieron en un pequeño infierno moral, ya que luchaba en mí un amor que yo había creído ahogado o enterrado y la lealtad hacia un amigo, cada vez más necesitado de Celeste.

Poco a poco fui advirtiendo un cambio en Celeste, incluso un cambio rápido, aunque no hacia mí. Celeste volvía de sus citas con Rei nerviosa, alterada, agresiva. Comenzó a acusar el peso de una responsabilidad que nunca quiso compartir, y eso minó su ánimo.

Un día, Celeste me sorprendió con una confidencia:

—Creo que no estoy enamorada de él.

A aquella confesión siguió un monólogo que Celeste puso frente a sí como un espejo. Hablaba conmigo, pero era a ella misma a quien se confesaba tales cosas.

—Pero aunque no esté enamorada de él —terminó—, jamás se lo diré mientras siga en la cárcel. Cuando salga de la cárcel, sólo entonces, hablaremos.

Yo no quería ni podía aconsejarle nada. Esperaba, guardaba silencio, observaba los vaivenes de su corazón, la cima de aquel iceberg confidencial que emergía de un mar de sentimientos encontrados, y confiaba en que alguno de aquellos vaivenes la acercara a mí.

Durante los últimos meses yo pensaba en Celeste de esa manera que no es pensar, porque son cosas que es mejor ni pensarlas. Me gustaba Celeste. Su transparencia me inquietaba, sus aires de distancia me acercaban a ella, me apasionaba su frialdad y me obligaba a ser a su lado lo que yo no era: transparente, distante y frío.

Si me fijaba en su cintura, al punto calibraba que mis manos podrían abarcarla. Si, hablando de cualquier cosa, pronunciaba ella la palabra dulce o musgo o truco, la fantasía me jugaba una mala pasada al ver aquellos labios que parecían decir sólo un «tú, tú, tú». Si un día metía sus dedos en mi pelo para ponerlo en orden o me quitaba un hilo de la chaqueta, sentía yo un no sé qué que me obligaba a concentrar la vista en las puntas de mis zapatos, por más que aquellos gestos los hubiera hecho ella con la misma indiferencia que el que pasa la palma de la mano por una cama recién hecha para quitar una arruga.

Ésa era Celeste, un río que nacía en mí y que moría en mí, sin conocer otro país. Un Guadiana sin ojos, una ciega corriente.

Por eso esperaba que un día me dijera con música de violines: «¿Cómo no me di cuenta antes?» Nada como desear una cosa para que suceda. El que ve todos los días correr un río o ve pasar los trenes, es raro que no termine frente al mar o en ciudades remotas. Yo quería llegar hasta Celeste, aunque intuyera que llegar a ella sería terminar un sueño. Un sueño y una pena, como en la copla.

Para colmo de males, Celeste y yo nos volvimos inseparables. La acompañé incluso en una ocasión a la cárcel para visitar a Rei, aunque no me dejaron pasar a verle.

Celeste se lo contó.

—Ha venido Martín conmigo, pero no le han dejado entrar. Me manda recuerdos para ti.

—¿Le ves ahora?

—Sí —le contestó extrañada Celeste—. ¿Por qué no iba a seguir viéndolo?

Rei bajó la voz, se aseguró de que nadie le escuchaba y sin mover los labios, añadió:

—Ten cuidado. Es un confidente de la policía. Uno que vivió con él, un tal Floro, ha jurado que un día le vio bajar de un coche de la policía dos manzanas antes de llegar a la casa que tenían alquilada en Agustín Espinosa.

Esa misma tarde Celeste me telefoneó a la pensión. Quedé citado con ella en «Flamingo», una cafetería, que, como su nombre indica, daba bien la medida de lo que en V. entendían por cosmopolitismo.

—Quiero que me digas si tú eres o no un social. Si lo eres, quiero saberlo para no volver a hablarte en mi vida. Si no lo eres, me alegraré por los dos y las cosas seguirán como hasta ahora.

De nuevo vi en su rostro la dureza tallada de la sibila.

Las palabras de Celeste me dejaron sin habla. Era lo último que podía esperarme de nadie. Solté primero una carcajada, luego guardé silencio, después encendí un cigarrillo, las cosas que suelen hacerse cuando uno quiere ganar tiempo. Sólo entonces comprendí la gravedad de aquella acusación. Le conté a Celeste mi conversación telefónica con Evelio el día de Año Nuevo.

—Es una venganza muy ruin de Floro. Tiene la mente retorcida. Habla tú con Evelio. Él te dirá que la policía vino a buscarme a Agustín Espinosa. ¿Por qué iba la policía a buscarme si yo era uno de los suyos?

Celeste encontró a Evelio en clase.

—Es un social —le confirmó Evelio—. No tengo la menor duda. Lo de que vinieron preguntando por él es cierto, pero sabían perfectamente que no estaba allí. En su habitación no había ni un papel, ni un panfleto, nada. En cambio en la de Floro, sí, y en la habitación de Floro entraron directamente después de hacer como que registraban la de Martín.

Evelio también había creído el infundio de Floro o, en combinación con él, buscaba perderme.

Celeste volvió a hablar conmigo.

—¿No comprendes —le expliqué a Celeste— que si yo fuera policía nunca habría detenido a un imbécil como Floro? Es verdad lo que él ha dicho: que no sabe nada, que nunca ha estado organizado y que no pertenece a ningún sitio. ¿Para qué va a querer detener la policía a uno como él? Si yo fuera un social, la policía sabría que Floro no es nada más que un pobre payaso inofensivo, ¿y de qué utilidad les sería mantenerlo encerrado? Lo habrían soltado el mismo día.

Celeste guardó silencio unos instantes y a continuación dijo en voz baja:

—Te creo.

Pudiendo haber dicho lo contrario, pues las mismas pruebas tenía para decir sí o no, Celeste afirmó: «Te creo.» Jamás se le ha hecho a nadie regalo más precioso que aquellas dos palabras. Celeste me miró. Tal vez adivinara los sentimientos de gratitud, dolor y amor que dentro de mí luchaban por manifestarse. Quiso sellar sus palabras con un gesto y me abrazó. Al besarme, las comisuras de nuestros labios quedaron, por accidente, una al lado de la otra en un roce perturbador.

—Celeste…

—¿Sí?

—Gracias. —Y no encontré nada más elocuente que decirle.

Celeste, para borrar la sensación que había dejado en los dos aquel beso ambiguo, se acercó y besó mi mejilla de una manera que admitía pocos equívocos.

—¿Cómo no iba a creerte?

—Bien. En ese caso habla con Rei. Cuéntale todo lo que te he contado.

Celeste prometió hacerlo y transmitirle a él y a todos los de la cárcel mi versión.

Yo fui al día siguiente a hablar con el abogado que llevaba el caso de Rei y de los otros. Me recibió en un despacho destartalado de la calle Espronceda, donde tenía el bufete con otros abogados laboralistas. Resultaba evidente que se trataba de alguien que si no era él mismo del partido, estaba muy próximo a él. Por la manera fría en que me recibió supuse que estaba al corriente de los embustes que sobre mí circulaban dentro de la cárcel. Charlamos durante una hora, al término de la cual me tranquilizó, pareció tranquilizarse él mismo con respecto a mí y me prometió también deshacer aquel malentendido con los de la cárcel en cuanto tuviera la oportunidad.

Salí muy satisfecho de aquel encuentro y a los dos días Celeste y yo fuimos a dar un paseo por la Rosaleda.

Muchos rosales estaban cargados de capullos, otros habían abierto sus primeras rosas y el aire templado traía y llevaba aquel perfume tan ajeno a nuestras confidencias.

—He hablado con el abogado. Parece una buena persona y con mucha influencia entre la gente de la cárcel. Ha quedado convencido de mi inocencia.

—Yo también he hablado con José —me dijo Celeste—. El abogado se ha entrevistado con uno de ellos y le ha dicho que no te ha creído una sola palabra, que eres muy hábil, pero que no has conseguido engañarle. La versión de Floro es la que para ellos cuenta. Según el abogado la redada ha sido demasiado amplia como para venir de un solo hombre como Gaztelu. Él asegura haber visto casi todas las declaraciones ante la policía y ante el juez. Creen que eso es obra de más de uno, de un infiltrado. El abogado ha averiguado además que tu tío Narciso es íntimo amigo del comisario. ¿Es verdad eso?

—Puede ser. Yo no sé quiénes son los amigos de mi tío. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

Desde ese día empezaron a casar algunas piezas dispersas del fragmentado mapa de nuestras vidas.

Después del primer desconcierto, traté de reconstruir un poco a ciegas mi vínculo orgánico con el partido. Me resultó imposible. Todas las puertas a las que llamé se me cerraron.

Tal vez fuera aquella calumnia el mayor daño moral que jamás haya recibido de nadie y, en tanto que moral, fue difícil encontrar para él el cauterio apropiado. La causa de que existan delaciones y delatores hay que buscarlas siempre en tres cuevas: el miedo, el interés o la maldad, descartada la ingenuidad, pues a la ingenuidad nada se le puede exigir por su misma falta de juicio. Me preguntaba: ¿por qué razón he sido yo acusado por Floro de algo que él sabía falso? Descartado el interés, pues que yo fuese o no confidente no podía redundar en beneficio suyo, quedaban el miedo o la maldad, es decir, el placer de una venganza. El miedo debía también descartarse, pues cuando Floro propagó este infundio había sido trasladado ya a la cárcel y nada podía temer; en cuanto a la maldad, sólo podía entenderse desde el siguiente punto de vista: que fuese mayor el daño que me ocasionaba a mí con aquella calumnia que el placer que ese daño le proporcionaba a él, lo cual, dicho sea de paso, era un placer pueril. Todo esto me lanzaba a las desiertas costas de una cuestión jamás resuelta: el origen del mal y su propagación. Floro había tenido quizás una razón para incubar ese mal, pero, ¿qué razón habían tenido mis camaradas, algunos de los cuales eran amigos míos, para extenderlo? Se ha dicho que nada hay tan desasosegante como una duda. Existe algo que causa aún mayor desazón: la sombra de una duda. Desde entonces tuve que acostumbrarme a convivir con una duda y a sufrir la sombra de una duda. La duda de que nada está a salvo y la sombra de esta terrible duda: aunque no lo fuese y no lo hubiese sido nunca, para algunas personas había algo en mí que cuadraba con la fisonomía del confidente. Esos que al conocer el infundio dirían: «Yo lo sospechaba. Había en él algo que le delataba como soplón.» Por esa razón las calumnias, y lo supe entonces de qué manera, son peligrosas. No por la mentira que muestran, como por el germen de una verdad, tan escondida y oscura como el mismo corazón del mal.

Que Celeste no consintiera que esa sombra la rozara ni siquiera de lejos, es algo que jamás podré agradecerle bastante.

Llegó el mes de mayo y empezó el buen tiempo, incluso demasiado calor para la época. Con la disculpa de los exámenes finales, Celeste y yo quedábamos citados en la cafetería «Laredo» para pasarnos apuntes o en la biblioteca para estudiar. Dedicábamos a preparar los exámenes cinco o seis horas cada día, luego salíamos con otros compañeros a beber vinos y alguna vez ella y yo solos a pasear.

Le transmití mi entusiasmo por el río y por los paseos que podían hacerse junto al río. A veces alquilábamos una barca y remábamos durante una hora, río arriba, río abajo, con indolente lentitud.

En uno de aquellos paseos fluviales Celeste me confesó:

—Cuando José salga de la cárcel, le dejaré.

Los remos levantaban del agua un rumor apagado y dejaban tras de sí los deshilados sueños de la espuma. Todo efímero, breve e irreal como aquellos días.

—¿Sales con otro? —pregunté lleno de ansiedad.

—No. Querría que hubieran pasado ya todos estos años. La juventud es una edad odiosa, traumática. Te duele el cuerpo, porque ha crecido demasiado de prisa, y te duele el alma porque crece demasiado despacio.

Mientras hablaba tenía frente a mí su cabeza en escorzo. Se había cortado el pelo y la luz de la tarde se posaba en ella con suavidad y ceremonia. Bastaba permanecer junto a Celeste unos minutos para darse cuenta que estaba acostumbrada a ver reflejada su belleza en la mirada de todos. Me sentía, en cierto modo, insignificante a su lado. Uno más de las docenas de moscones y admiradores que revoloteaban a su alrededor, a los que Celeste encontraba indefectiblemente o vanidosos o vacíos o petulantes, cualquiera de las tres cosas que origina la falta de inteligencia, único defecto que no podía ella soportar en nadie. Por esa razón tal vez, por creerlo de antemano todo perdido, sentí allí mismo el deseo de abrazarla. Quizás porque, aun deseándolo, hacía mucho tiempo que había renunciado a abrazarla. Puede que me sintiera con ese derecho. Después de todo yo llevaba más de un año queriéndola en secreto. A mi manera. Y de una forma en cierto modo pura, como me parecía pura la manera en que amaba a Dolly, porque pureza era amar a las dos sin excluirlas de ese amor que yo sentía por las dos.

Celeste hablaba con ensimismamiento melancólico y su voz, ondulante y brusca a un tiempo, se confundía con el ruido de los remos, dulces labios y dulces palabras que transportaban mis ideas, mis sentimientos y mi deseo por aquel río mío más hondo, más sereno y sombreado que aquel por donde yo la llevaba.

—¿Cómo crees que recordaremos todos estos años? —continuó diciendo—. ¿Dónde estaremos? Ayer José me dijo que quería tener muchos hijos conmigo. Le dije que tantos cuantos él decidiera, pero nunca tendré hijos.

Celeste giró sus hombros y se habría levantado y se habría ido de allí si ello hubiese sido posible, pero tuvo que conformarse con apartar a un lado la cabeza y dejar que sus lágrimas corrieran en silencio a reunirse con el río.

La experiencia me dice hoy que las lágrimas de una mujer facilitan a menudo las cosas. Las lágrimas de una mujer inteligente, las dificultan siempre. Es difícil estar a su altura. Seguí remando sin decir palabra. El río, con la promesa del verano, era un pequeño paraíso de reflejos, de perfumes, de tenue frescor. El azul intenso del cielo, sin una nube, se transformaba en el agua en un verde esmeralda de insondable belleza. A pesar de la corriente, el agua parecía muda y quieta. Sólo los remos, al entrar en ella, la rompían, dejando tras de sí unos pequeños y granados racimos de burbujas y la confidencia de su misterio y su rumor.

Llegamos remando a la altura de una vieja fábrica. Se veía aquel sombrío y abandonado falansterio a la orilla del río como una catedral de la era industrial, delante de una chimenea de tubo, alta y cubista, que coronaba la cimera de un pararrayos astillado y torcido. Los rojos ladrillos de las paredes se habían vuelto negros con el tiempo y no quedaba en las ventanas un solo cristal sano, saltados todos a pedradas. La hiedra, libre, poderosa y brillante, avanzaba ya por los tejados, y los rosales de la entrada, sin podar hacía años, estaban cargados de unas flores asilvestradas y enanas.

—Llévame a la orilla —me pidió Celeste.

Dejamos la barca y saltamos a tierra. Para llegar al edificio abandonado tuvimos que cruzar entre espadañas, zarzas y paleras silvestres. La vegetación exuberante lo llenaba todo con sus verdes rabiosos y nuevos, al tiempo que en el suelo se pudrían las hojas y ramas de quién sabe cuántos pasados inviernos, formando un mantillo negro y caliente. El olor de las rosas y de las flores sin nombre se mezclaba y confundía con el olor malsano y dulzón de aquel humus, hasta formar un nuevo y enervante perfume a miel y destiladas savias que aturdía incluso a los mosquitos.

Llegamos a la entrada de la fábrica, señalada por una cancela de hierro a la que nos costó liberar de los grilletes de su propia herrumbre, prisionera como estaba además de ortigas y malas hierbas. Una puerta de madera, arrancada de sus goznes y tirada en el suelo, atravesada de lado a lado, impedía el paso pero no la visión de aquel desolador edificio.

—¿Entramos?

Los techos eran muy altos y la nave grande, sin otro mobiliario que la vieja y negra maquinaria. Debía de haber pertenecido a un viejo molino o a una fábrica de harinas, con sus grandes ruedas dentadas y sus bielas y engranajes manchados de azafranado óxido. Estaba aquella maquinaria todavía en el mismo lugar, abatida sobre el suelo con la resignación de un elefante centenario. Arrinconados se veían unos cuantos cedazos rotos y una escoba vieja, con la caña partida y un penacho lamentable de palmas. Atados por la mitad, como fardos informes, había una gran cantidad de sacos de yute, roídos por las ratas y podridos.

Celeste y yo nos sentamos sobre uno de aquellos fardos. Al hacerlo se levantó una nube de polvo blanco que ocupó los dorados rayos de sol que se metían dentro a través de un alto y gran ventanal, y aquellos millones de átomos quedaron allí flotando y vagando sin destino.

—¿Más tranquila?

—Supongo. No tengo muchas esperanzas. ¿Has observado que un mal sueño tiene dos finales? O te despiertas o te deja un desasosiego mortal. No valen componendas. A veces una trata, semiinconsciente, de apañar el final, de conducirlo, como si dijéramos. No sirve de nada. La inquietud ha fijado ya sus quistes en ti. Llevo despierta meses; sólo espero poder olvidar esta pesadilla.

Encendí un cigarro y Celeste, que nunca fumaba, me pidió otro.

—Tú nunca fumas.

—Ahora sí.

Dentro de aquel viejo molino hacía un calor sofocante, y empecé a sentir en la sangre el inconfundible agobio del deseo. El corazón me golpeaba con fuerza el pecho y aunque trataba de apartar de mi cabeza cualquier ilusión de ser correspondido, no me resignaba a desecharla.

Me decía: «No pienses en nada. Sigue tu instinto. Todo lo que no sea eso, ¿de qué vale?»

Celeste guardaba silencio. El mismo sol que entretenía las volutas de nuestros cigarrillos y la galaxia del polvo seco, descendía sobre su corta melena y sacaba de ella reflejos apagados de un oro muy puro. Celeste tenía la frente baja y miraba el dibujo y las vetas de las maderas del suelo.

Estábamos tan cerca uno del otro que nuestros brazos se rozaban sólo con respirar. Al olor dulzón de la miel, al olor de la exudación del río, al perfume embriagador de las plantas lechosas y nuevas se sumó aquel olor a viejo almacén de harina, y el olor del pelo de Celeste, tan íntimo y penetrante, tan fino e intenso, los redimió a todos de su anonimato y su insignificancia, como antes el verde profundo de sus ojos había subrayado los verdes más negros de aquel río.

Cuando pareció haber vuelto de sus meditaciones, Celeste suspiró de una manera triste, arrojó el cigarrillo que se había ido consumiendo solo, y con la suela de su zapato lo apagó concienzuda y enérgicamente.

Me volví hacia ella para estrecharla en mis brazos, pero un segundo de indecisión me sujetó. Su figura quedaba a contraluz y a contraluz bajo la blusa liviana quedaban insinuados dos pequeños botones. Jamás en mi vida había vivido un momento como aquél, en un lugar como aquél, con la más viva representación de la belleza y la juventud juntas que haya conocido jamás. Ni siquiera con Dolly había conocido un momento semejante. Comprendí que aquella situación, tan excepcional como la más inusual conjunción de astros, debía subrayarse con una declaración de amor, apasionado y puro, pero Celeste se me adelantó.

—Es mejor que nos marchemos —susurró incorporándose.

Disimulé mi decepción y nos dirigimos en silencio hacia la barca.