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Naturalmente cuando regresé a V. para empezar segundo curso, esta vez como alumno oficial, pese al disgusto de la secretaria del decanato, cuando regresé a V., digo, no fui a ver a mi tío Narciso. Mi padre me repetía: «Tu tío ha dicho que vayas a comer los domingos a su casa», pero yo no acudía. Al principio mi padre se ponía furioso conmigo por hacerle aquel agravio a mi tío, hasta que comprendió que no conseguiría nada dándome gritos, y se limitaba a transmitirme de vez en cuando con resignación: «Me ha dicho tu tío que no has aparecido por casa.» Aquella insumisión fue la primera fisura seria en su autoridad paterna.

Con el pretexto del ahorro, le convencí de que resultaba más económico que yo alquilara un piso con otros compañeros de estudio, antes de seguir con aquella locura que era la trashumancia por las pensiones. Mi padre, que no había sabido imponerme la residencia de estudiantes ni las visitas dominicales a casa de su hermano, tampoco encontró argumentos para negarse a lo que en el fondo le parecía la puerta del libertinaje, y se encogió de hombros. De manera que a mediados de octubre dejé para siempre aquellos hospedajes galdosianos de aceite bajo candado y agua caliente dos días por semana, y, tras un intento fallido de irme a vivir con dos camaradas, me sumé a la caravana de tres compañeros de segundo de comunes.

Encontramos, como ya he dicho, un piso en alquiler en la calle de Agustín Espinosa. Esta calle, en un extremo de Las Delicias, era la ronda que discurría paralela a las vías del tren, de las que aquélla quedaba separada por un murete de dos metros de alto. Roído en algunos tramos, la gente había practicado en el triste paredón unas gateras por donde se colaba para cruzar al otro lado, evitando así una pasarela que pillaba siempre a trasmano. También los vagabundos encendían a lo largo de ella sus hogueras, que se podían ver dispersos los rastros del humo y los montones de ceniza fría.

Se oían pasar los trenes a todas horas, de mercancías, correos, de pasajeros. Por la noche, de día, cada media hora. Hacían sonar sus quejumbrosos pitidos y en los días de mucha niebla en V., parecía incluso que nos mecían las sirenas de barcos, pues la humedad de la casa y la congoja del aire nos hacían creer en un puerto de mar, en el mismísimo muelle de las brumas de Carné.

La trasera de la casa lindaba con aquel muro y las vías. Yo elegí un cuarto que daba directamente al paisaje ferroviario. Desde mi habitación se contemplaban por los menos veinte o treinta vías, unas a continuación de otras, muy juntas, con sus uniones, curvas, topes y agujas, y aquí y allá, en tramos muertos, algunos trozos de convoyes mineros, plataformas herrumbrosas y vagones descabalados, como tomos de una biblioteca dispersada a los cuatro puntos cardinales.

El nuestro era un primer piso, desde el que, si fuera preciso en una huida rocambolesca, podría uno escapar sin esfuerzo con sólo saltar, librar el muro y caer del lado contrario, sobre un colchón de basuras y desperdicios. La gente los tiraba desde los pisos de arriba e incluso desde la calle, volteando las basuras con destreza, como si lanzaran con honda. Había que tener cerrada la ventana todo el día, porque si no se metían dentro unos olores picantes a gato muerto y naranjas podridas.

Yo dispuse la mesa con el flexo niquelado frente a la ventana y gasté no pocas horas en contemplar aquel paisaje de vías, tras de las cuales se elevaban, como a doscientos metros, desolados y metafísicos silos y unas viejas lonjas de embarque. ¡Cómo me gustaba perder el tiempo mirando, contemplando aquel lugar, las máquinas poderosas y monumentales, los viejos vagones abandonados, la poesía de toda aquella naturaleza! ¡De qué violenta manera me hacían soñar aquellos largos pitidos que dividían en dos mis noches, trazando horizontes de realidad y sueño!

Mis nuevos compañeros de piso resultaron buena gente. Era la nuestra una comunidad de intereses, una tribu con ningún otro vínculo que las mil doscientas pesetas que pagábamos cada uno al mes, sin contar gastos de comida, luz y agua.

Los tres, por separado y por junto, daban una idea cabal de lo que se ha entendido desde Troya por estudiante. Uno salía cada viernes con la tuna, otro se pasaba las tardes estudiando y otro era lo bastante feo como para que un onanismo trágico le tuviera condenado a obsesivas manipulaciones.

Tenían los tres su peculiar manera de ser. Conocían o sospechaban mis actividades, que les traían sin cuidado. Alguna vez intenté catequizarlos y atraerlos a la causa, pero resultó inútil, porque no consentían entrar en otro terreno de conversación que no fuese el de los recibos de la luz o del agua, las comidas, los tunos, las mujeres, los exámenes, la masturbación o la televisión. Dos estudiaban con beca y el otro con apreturas no menores. Para ellos, de origen modesto, la universidad era un lujo que no podían ventilar en unas huelgas irresponsables ni jugando a conspiradores. Incluso sus juergas, sus salidas, sus modestas calaveradas limitaban siempre con la frontera del sentido común: aprobar el curso. Todo lo que no fuera eso, les dejaba indiferentes.

El de la tuna se llamaba Evelio, el estudioso Domi, es decir, Domiciano, y el onanista Floro, pero le llamaban Loro. Estos nombres, en cambio, que habrían venido bien como nombres de guerra, no lo eran. A mí siempre me han preocupado los nombres, por eso me fijo en ellos. Aquellos tres por el nombre habrían hecho un magnífico papel como militantes del partido, pero mira por dónde no querían saber nada que trasminase a política.

Empezó el curso y se llegó en un soplo al día del atentado de Carrero Blanco. Las movilizaciones en torno al proceso 1001, que debía iniciarse en el Tribunal de Orden Público precisamente ese día, quedaron interrumpidas.

Los más avezados mostraron su conocimiento de la jerga política y diagnosticaban:

—Esto es un salto de orden cualitativo en la situación que modifica de manera irreversible las condiciones objetivas.

Tampoco la policía sabía qué hacer. Pedían la documentación a la gente en la calle, por hacer algo, mantenerse ocupados y hacer creer a la población que todo estaba bajo control y en calma.

En los bares los parroquianos hablaban a media voz. Los transeúntes, con la mirada baja, se pegaban a los portales, con fervientes deseos de llegar cuanto antes a sus destinos y ponerse a resguardo. Nadie se atrevía a comentar nada en público y los que hablaban lo hacían en un susurro, como, y nunca mejor dicho, delante de un muerto. Las radios no cesaban sus emisiones de música fúnebre y en la televisión pasaban una y otra vez la película del estado en que había quedado el Dodge blindado del almirante. Se describía la trayectoria que había seguido hasta una azotea, tras la voladura; se mostraban primeros planos del cráter que había quedado en la calle de Claudio Coello y algunos porteros de las casas cercanas aparecían como testigos atónitos de algo que les producía tanto espanto como admiración.

A aquel día siguió el del entierro, con las imágenes de Franco dándole un beso a la viuda de su amigo en la iglesia, y el obispo de Madrid predicando la concordia con palabras que más tarde se iban a descifrar escrupulosamente por todo el mundo. En la televisión apareció el ministro Arias, que prometió encontrar y castigar a los culpables, y siguieron unos días de sordo terror, de miedo o de vagos temores, según los casos y las maneras de mirar las cosas. Unos, como mi padre, que me telefoneó alarmado para que volviera a casa de inmediato, dominados por el espanto de los recuerdos: «Yo ya conozco esto», me recordó con acento trémulo. «Vuelve el 36. Acuérdate de Calvo Sotelo. Hijo mío, vuelve a casa.» Otros, con la desconfianza de un porvenir aciago. Otros, con la inquietud que produce siempre el asesinato de un primer ministro. Todos, con el óxido de la incertidumbre posándose en su corazón.

Empezaron las primeras detenciones, las diligentes sacas. Estaban hechas un poco al tuntún, siguiendo un criterio desconcertante. Caían unos que sí tenían que ver y algunos de los que la gente se preguntaba: «¿Y ése, por qué?»

Los acontecimientos se desarrollaron sorda pero vertiginosamente, detenciones, informaciones confidenciales de abogados y detenidos, rumores, conciliábulos de célula…

Todos empezamos a buscar lugares seguros donde dormir. Yo mismo, ausente Dolly de V., tuve que confiar en mi tío Pepe, el simpático cobrador de morosos, que se tomó la cosa muy a pecho y juró, con una escenificación convincente, que antes tendrían que pasar por encima de su cadáver que consentir que me sacaran detenido de su casa.

Nuestras noches se convirtieron, como las de los moribundos, en citas con lo desconocido: una noche sin novedad era arrancarle a la vida un poco de esperanza.

Ya he contado cómo Gaztelu el mismo día 20 apareció por la asamblea de facultad para glosar a Mao Tse-tung. Declamó, citando al Gran Timonel: «La caña de bambú ha gemido en el viento. Vendrá la luna nueva a igualar nuestras sombras y cantará la rana», queriendo decir con ello que la caña representaba el capitalismo imperialista o el imperialismo capitalista, que sobre este particular había teorías; que la luna era el comunismo y que las sombras éramos todos los demás antes de la revolución, que nos volveríamos personas, es decir, luz, con la revolución, aprobándolo todo la rana, es decir, la Dialéctica de Hegel, y eso todos menos los capitalistas del imperio yanqui o los esbirros del capitalismo oligárquico, a los cuales no les valdría ni luna ni bambú ni nada, para concluir, aprovechando que el Pisuerga pasa por donde pasaba, que Carrero no había sido más que un fascista consumado y un contumaz verdugo. «A todo cerdo le llega su San Martín», fueron sus palabras exactas.

Luego Gaztelu salió de la asamblea, descubrió aparcado el coche de la policía y actuó como ya se ha contado.

A los dos días lo detuvieron y mientras los niños de San Ildefonso cantaban, con ese dengue nasal que tienen, la fatalidad pitagórica de los números, en la comisaría Gaztelu, sin que nadie le hubiera puesto la mano encima, cantaba el pobre como su rana hegeliana.

Se produjo la desbandada y corrió de boca en boca y como la misma pólvora esta dramática consigna: Sálvese quien pueda. En los días siguientes se produjeron nuevas detenciones, muy numerosas y más indiscriminadas todavía. Detuvieron, entre otros, a Rei y a Tejero. La zona universitaria y la misma ciudad se convirtieron en un hormiguero desbaratado.

Rei y Tejero, delatados por Gaztelu, pasarían a la cárcel sin posible exculpación. A mí me cupo mejor suerte.

Llegué a mi pueblo, es decir, a la ciudad donde vivían mis padres, el mismo veinticuatro de diciembre, sin haber pasado siquiera por el piso de Agustín Espinosa.

Las vacaciones transcurrieron con una lentitud desesperante. Traté de disimular lo mejor que pude la agitación nerviosa que apenas me dejaba dormir. El ruido del ascensor después de medianoche, una llamada de teléfono a horas intempestivas, el terror de imaginarme la escena con mis padres, si llegaba a suceder la temida y anunciada detención, fueron causas de desazón y angustia que ni la distancia de V. ni el aturdimiento del ambiente de las fiestas pudieron mitigar.

El día de Nochevieja Evelio, con delirante borrachera, me telefoneó desde una cabina de Aranda.

—¿Quién era? —quiso saber mi madre.

—Uno de los compañeros de clase. Quería felicitarme el año.

Durante la comida de Año Nuevo, aproveché para anunciar solemnemente un cambio en mi vida:

—Papá, mamá, creo que es mejor que vuelva a una pensión. La vida de piso no va conmigo. Se estudia menos, se pierde mucho el tiempo y la casa está lejos de la facultad. Por otra parte, la habitación que yo tengo está sobre las vías del tren. Se oye a todas horas pasar los trenes y no me dejan estudiar ni dormir. Además no me gustan los trenes.

Mi padre una vez más se encogió de hombros, mi madre mostró su contento porque creía que en aquel piso pasaba hambre y mi hermana pequeña me miró con suspicacia, como diciendo: «¿Qué pasa, qué ha pasado?»

Lo primero que hice al volver a V. fue pasarme por Agustín Espinosa. Antes de hacer uso de mi llave, llamé al timbre y me cercioré de que no había nadie. Recordaba bien la conversación telefónica con Evelio.

—Han detenido a Floro.

—¿Qué ha hecho?

—¿Qué ha hecho? La culpa la tienes tú. La víspera de irse de vacaciones estuvo la policía en casa preguntando por ti. Pasaron y registraron tu cuarto. Como no encontraron nada, buscaron en el de los demás. En el de Floro encontraron unos periódicos y propaganda tuya.

Era verdad. Se los había prestado yo. Casi le había obligado a que los cogiera. «Los lees —le dije—, me dices lo que te parecen, y me los devuelves.»

—¿Y dónde está ahora? —pregunté.

—¿Dónde te parece que esté? En la cárcel. Aseguró que la propaganda no era suya, sino tuya, pero le han pasado a la cárcel. Cuando salga ha dicho que te mata.

—¿A mí?

Evelio me insultó durante cinco minutos y cuando se cansó de hacerlo, me amenazó:

—No te quiero ver por casa. Recoge tus cosas y lárgate de allí. Como te vea, yo mismo llamo a la policía.

Después de meter en mis maletas todos mis libros y mi ropa, volví a casa de Dolly. Me esperaba. Estaba acostumbrada a tantas idas y vueltas. Viví en su casa tres días, hasta que encontré una nueva pensión.