Lo que ocurrió entre Lola y yo aquella tarde en el pinar me desconcertó no menos que lo sucedido la noche anterior con Dolly.
Cuando empezaron a tenderse las sombras de la tarde entre los pinos y a callarse los pájaros, acusé la melancolía del lugar y de la hora:
—Es un sitio lleno de misterio. Todos los días habrá un minuto igual que éste, pero ya no estaremos nosotros. ¿No te pone triste eso?
—¿Saber que cantarán los pájaros y que nosotros no estaremos aquí para escucharlos? ¡Qué cosas se te ocurren en un momento como éste! Yo nunca pienso en la muerte. Ahora, vámonos. Celeste estará preocupada por mí.
Volvimos caminando en silencio. Cruzamos el puente de hierro y empezamos a recorrer la Rosaleda, junto al río. Ese mismo día cambió el tiempo. A pesar del frío, quedaban todavía unas cuantas barcas cuyos ocupantes, parejas de novios y soldados de remplazo, remaban con esta torpeza de los que han nacido tierra adentro, lejos del mar.
—¿Te encuentras bien? ¿Qué tal estás? —pregunté sin una finalidad concreta, sólo porque supuse que quizá quisiera hablar de ello.
Llevábamos media hora caminando en silencio.
—Estoy bien, estoy contenta, créeme. Me gusta que haya sucedido así, contigo. Nunca imaginé que fuera de esta manera.
—¿Cómo?
—Con alguien que no conozco apenas. No podría explicártelo con palabras. He salido ya con bastante chicos. Algunos me lo habían pedido antes y yo les dije que no. Ahora llegas tú, no me lo pides, y digo que sí. Fue muy raro. Hace un año leí Por quién doblan las campanas, de Hemingway. Es muy buena. Allí sale una mujer joven que se acuesta en el campo con un hombre y que nota, por primera vez en su vida, que mientras su amante la posee, hay un momento, el de mayor apasionamiento y deseo, en el que le falta tierra debajo de su cuerpo, como si se quedara en el vacío, con todo el peso del cielo y de las nubes en el vientre, un peso cósmico sin tierra debajo que la sostuviera a ella, como esa grieta que se abre bajo los pies durante un terremoto. Desde que leí esa novela, he pensado a menudo en eso y me preguntaba cómo sería la primera vez que yo lo hiciera y si a mí también me ocurriría eso mismo de sentir que el campo se abría debajo de mí.
—¿Y cómo ha sido? ¿Sucedió exactamente como te lo imaginabas?
—Sí y no. Tenía la cabeza demasiado ocupada en otras cosas como para pensar en si sentía o no el mundo bajo mi cuerpo, pero tampoco quería dejar pasar esa oportunidad de saber algo que me había intrigado durante tanto tiempo. Y luego sucedió algo extraño. Tuve una sensación física muy plástica, como si todo mi cuerpo fuera…, no sé, cremoso.
—¿Como un pastel de manzana?
—Podría ser, sí. Lo de Hemingway, aún; pero lo segundo, ¿no te resulta inexplicable? En cuanto al resto te diré algo: no encuentro que eso sea para formar tanto alboroto.
Dejé a Lola en la puerta de su residencia. Desde ese día, hasta hoy, jamás volvimos Lola y yo a hablar de aquel primer encuentro. No era siquiera nuestro secreto, sino más bien algo que ambos hubiéramos soñado a la vez y olvidado a la vez, como a veces ocurre en sueños, que uno está soñando algo y piensa: «Éste es un sueño maravilloso, pero sé que es un sueño. Cuando te despiertes, en cuanto abras los ojos, fíjalo en la memoria, tráetelo al mundo de lo real, porque si algo hay frágil es un sueño feliz», a pesar de lo cual uno se despierta y dos segundos después se pregunta con desesperación cómo era ese sueño, porque fatalmente, nacido de las sombras más compactas, se ha convertido al contacto de la luz del día en fino polvo, un montón de nada, una mancha informe sobre la conciencia. Esto puede decirse que me ocurrió, que nos ocurrió a ambos, con aquel hermoso episodio. Si no volvimos Lola y yo a referirnos a él no fue porque no quisiéramos. Ni siquiera por pudor. Se debió a algo más sencillo: nada podíamos decir de aquello, porque no dejó más constancia en nuestra memoria que la que entre los dedos deja la mariposa que consigue volver a ser libre en el aire, dando tumbos hasta perderse.
En la puerta de la residencia nos encontramos con Celeste. Estaba seria, triste, muy guapa. No dijo nada a Lola. A mí me sonrió, pero no con los ojos o los labios, sino con el más remoto temblor de su alma, como si aquella sonrisa le costara un esfuerzo supremo.
Camino de casa de Dolly pensé en Celeste. Pensé en Lola. «Dolly, Lola, Celeste…» Me sonreía a mí mismo como ese jugador que lleva esperando toda la noche una buena mano, hasta que de pronto le llegan tres buenas cartas, sin que sepa entonces qué hacer con ellas.
Salió a abrirme una Dolly llena de risas por todas partes, igual que un ramo de claveles. Me estaba esperando con una cena por todo lo alto, que había preparado ella misma, con velas y cubiertos de plata.
—¿Qué celebramos? —pregunté.
—Nada.
Dolly estaba muy animada y habló de esto y de lo otro, sin dejar de servirme y llenarme la copa con un vino blanco frío y seco, como sus propios labios.
Pero tampoco el vino consiguió borrarme el recuerdo de lo ocurrido en aquel día tan largo. Largo y lleno de contrastes.
Después de cenar, nos sentamos en aquellos sillones modernos tan imposibles y yo titubeé: «¿Se lo digo o no se lo digo?»
Dolly sólo quiso saber si yo estaba enamorado de Lola.
—Ayer —admití—, te habría respondido que sí. Hoy sé que no.
Jamás volvió Dolly a preguntarme nada sobre Lola.
Era difícil explicarme lo que sentía al lado de Dolly. Siempre ocurrió así. Ocurrió la primera vez y volvió a ocurrirme siempre con ella. Al principio era como si el deseo estuviera adormecido, pero su voz, aquel perfume, aquellos ojos que reían como jamás había visto yo, el tacto de su ropa, lo despertaban poco a poco.
Dolly no hacía planes nunca sobre el futuro, ni para ella ni para ninguno de los que tenía alrededor. Tampoco hablaba de la vida. Se limitaba a vivirla.
Por lo demás, y como supe más tarde, la de Dolly era sencilla.
Resultaba evidente que era una mujer de notables recursos. Había estado casada hacía años en Sudamérica, pero de ese matrimonio no le gustaba hablar. Su tiempo lo empleaba en yo no sé qué, pero pasaba la mayor parte del día fuera de casa y —cosa rara en aquella ciudad de la meseta— montaba a caballo. Era de admirar verla en su traje de amazona, con amplia falda negra y botas charras. Incluso ella misma parecía haberse contagiado del carácter de los pura sangre, nerviosa, elegante, imprevisible. Viajaba a menudo a Madrid, donde se reunía con los abogados y agentes que administraban su dinero, pero era en V. donde pasaba la mayor parte de su tiempo y llevaba una vida social intensa y variopinta. Daba la impresión de que el no ser de allí y no tener familia en la ciudad hacía de ella una mujer más libre aún e inesperada.
En V., Dolly tenía muchos amigos. Era sorprendente. Conocía a todo el mundo y la invitaban a todas partes. Desde el primer momento la acompañé a muchas de aquellas cenas, donde se mezclaban hombres de negocios, médicos famosos en V. y abogados. Gentes entre los treinta y cinco y los cincuenta años. Eran reuniones y veladas donde a las mujeres les estaba reservado el curioso papel de ser trescientos sesenta y dos días al año fieles esposas de sus respectivos maridos, y el resto amantes ocasionales de alguno de los amigos de sus maridos, todo ello dentro de esas normas provincianas y puritanas que hacen del adulterio más que un deseo una eventualidad desagradable.
Al principio supuse que sus viajes a Madrid estaban motivados por alguna razón amorosa, además de las familiares o de negocios. Pero no.
No era Dolly una mujer promiscua en absoluto. Sólo después de unas semanas Dolly me habló cierta noche de un viejo amante. No quiso entrar en detalles. Me habló de él de una manera enigmática. Me dijo que estaba casado, que vivía en la misma V. y que cada cierto tiempo ella sentía la necesidad de verle. No era nadie que ella me hubiera presentado.
Cuando tuve conocimiento de aquello, reaccioné con el egoísmo de un niño. Me sentí traicionado y preterido. Era absurdo, pero la herida fue profunda.
Con todo, las horas pasadas a su lado volaban sin que se sintieran. Era incansable contando historias. Conocía cientos de vidas, cuyos argumentos diversos ella recogía y trenzaba en un relato común apasionante. Historias donde el dinero, las relaciones amorosas, las traiciones, ambiciones y fracasos iban apoderándose de mí no tanto por su intriga o la grandeza de sus personajes, que no podían ser muy grandes porque en su mayoría vivían en V. No. Incluso la ciudad actuaba como fondo de cuadro, un fondo oscuro y neutro cuyo cometido era realzar el trazo moral y la expresión. Eran historias admirables sólo por cómo Dolly las desplegaba ante mí igual que un tapiz, al que al final daba la vuelta para señalarme costuras, hilos, secretos de telar. Era un mago al que no importaba participar los trucos. Contaba las cosas con la pasión y escepticismo de un maestro de la comedia humana. Yo me dejaba modelar por ella. Tenía la sensación de que estaba haciendo de mí algo de valor, y si discutíamos no era raro comprobar al final que sus razones estaban mejor elegidas y eran de más fundamento que las mías.
Se ufanaba de ser una persona intuitiva, de esas que tienen fe ciega en su instinto. Para probarlo me ponía a mí como ejemplo, la manera en que nos habíamos conocido. «Al principio —me repitió luego muchas veces, cuando recordábamos aquel encuentro— me dio pena verte desvalido, sin tener a dónde ir. Pero a las dos o tres horas comprendí que eras mucho más que un pobre joven desvalido, que podría ser mi hijo.» Y lo repetía una y otra vez, para demostrarme a mí que por el hecho de haber actuado conmigo de manera tan extraordinaria no podía ponerse en entredicho una conducta como la suya, que jamás había conocido situaciones excepcionales, sino que lo había hecho empujada por su intuición infalible. Pero no era exactamente así. Es verdad que Dolly no era una mujer alocada ni mucho menos una de esas ricas extravagantes que se tiran a la calle en busca de aventuras tanto más excitantes cuanto más peligrosas o imprevistas, pero tampoco era la mujer con la intuición poderosa que ella creía poseer. Es más. No creo que Dolly fuera especialmente intuitiva, sino que la rapidez de sus juicios y una agudeza poco común la tenían engañada haciéndole creer, quizá por modestia, que era intuición lo que no era sino muy grande inteligencia.
Me gustaba mirarla, verla andar por su casa, leer en silencio. Me quedaba contemplándola, riéndome con ella, sentado junto a ella. Silencio, risas, sueños.
La ciudad le parecía deplorable, provinciana. No ya pretenciosa, sino presuntuosa. Pero la soportaba con gracia y porque cada diez días pasaba dos o tres en Madrid, sin contar los viajes que hacía fuera de España cada cinco o seis meses.
Llegamos a un punto en que la sinceridad del uno para con el otro era total. Por eso me pareció deslealtad por mi parte no participarle el único secreto que para mí tenía algún valor, y le hablé de Rei, del partido, de la vida medio clandestina que llevábamos en la universidad.
En aquella ocasión me escuchó con gran reserva. Yo creo que nunca quiso herirme, pero comunismos, universitarios, criptografías y estratagemas le interesaban poco. Sin embargo siempre me escuchó con interés todas aquellas pequeñas cuitas de mi vida, que yo le mostraba con la misma pasión que el chico que vacía sus bolsillos, ante la mirada incrédula de los mayores, de valiosos y estrafalarios tesoros atrapados en la calle.
Le divertían, o así me lo parecía a mí, ciertas maneras mías toscas, o mis descuidos, o esa brutalidad del que no ha olvidado del todo los juegos salvajes de la adolescencia.
Pero me he adelantado mucho a los acontecimientos.
Viví en su casa dos días más. Dolly me dijo que podía tomármelo con calma y permanecer en su casa el tiempo que quisiera. Pero no.
Conseguí de mis padres permiso para que me dejaran alojarme no en un colegio mayor, como era su deseo, sino en una pensión.
A aquella primera pensión siguieron otras, todas iguales, con sus manchas de humedad en el techo, sus papeles pintados pálidos y viejos, sus colchones que olían a una mezcla entre orines y lejía, sus patronas locas, sus ruidos extraños en mitad de la noche y las cisternas de sus retretes estropeadas, dejando escapar a todas horas un agua gimiente y ferruginosa. Permanecía en una de aquellas pensiones unas semanas, me cansaba, metía mis cosas en las maletas —había tenido que comprar la pareja— y volvía a arrastrarlas por las calles de V.
Y así fue transcurriendo el curso. Asambleas, exámenes parciales, conatos de manifestación que duraban dos o tres minutos, cursillos leninistas, reuniones de célula. Lo de costumbre.
Después de aquella orden según la cual a los camaradas no se les podía ver juntos en público, Rei y yo dejamos prácticamente de vernos.
Y lo mismo ocurrió con Lola y Celeste. Lola evitaba verme a solas, encontró pronto a otros amigos y con ellos formó una pandilla de inseparables y exclusivos. Lo de Celeste fue, en cambio, más misterioso. Nadie, ni la propia Lola, conocía los pasos de Celeste. La mayoría de las veces salía sola y volvía sola. A veces con una compañera de residencia, de pasos no menos extraños, y de una fealdad que causaba espanto.
Un día Rei, sin embargo, me citó para hablarme de un asunto personal.
—Celeste y yo salimos juntos desde hace seis meses.
Jamás me habría esperado una revelación así.
Del mismo modo que cuando Dolly me dio a conocer su relación con su antiguo amigo sufrí, sentí entonces la confidencia de Rei traspasarme el corazón como una larga aguja.
Me sentí engañado por Rei, por Celeste. Como siempre, las razones de que yo llevara en secreto mi relación con Dolly, las comprendía bien. Las razones de Rei y de Celeste, en absoluto.
—Hemos decidido —continuó explicando— no decirle a nadie que salimos juntos y debes jurarme que tú no lo dirás a nadie. Lola, sí, lo sabe. Pero Celeste no quiere que lo sepa nadie más. Ni siquiera tú. Tiene miedo. Miedo de que la vean conmigo, de la policía, de mi vida…
Rei estaba confuso. También él necesitaba contárselo a alguien…
Creo que mis consejos no le sirvieron de nada. La manera de ponerme a su altura habría sido revelarle mi relación con Dolly, sin ocultarle el sufrimiento que me causaba que Dolly siguiera viéndose con un viejo amante. Pero no lo hice. Me limité, de una manera vaga, a referirle que había tenido una aventura con una mujer casada.
Su sorpresa no fue menor que la que él me había causado minutos antes, aunque me di cuenta de algo. Mi revelación le podría alegrar algo; ahora, importarle, poco que le importaba, porque la pregunta que me hizo fue de las que no se olvidan:
—¿Puedes soportar la idea de compartir una mujer?
—Yo no comparto nada —le corté, malhumorado.
Y nos quedamos en silencio, sin saber qué camino tomar en aquella conversación, en la amistad y en nuestras relaciones.
Pensé en Dolly, pensé en Celeste y miré a Rei. Decidí tirar por el camino del medio.
—¿Nos emborrachamos? —le pregunté.
En el partido nos lo tenían prohibido, pero esa noche Rei y yo terminamos vomitando por todas las esquinas del barrio viejo y a las cuatro de la mañana una mezcla repugnante de ginebra y los restos de una cena barata.
Aquella noche, Rei creyó emborracharse por Celeste y yo creí hacerlo por Dolly o quizá por Celeste, pero lo cierto es que nos emborrachamos por nosotros mismos, a causa de todo lo que no comprendíamos, no en ellas, sino en nosotros.
A Rei no le hacía daño la cobardía de Celeste, sino el miedo que le causaba sentirse enamorado de alguien tan diferente de él. Y a mí no me hacía daño la independencia de Dolly, ni los celos por aquel amigo que Dolly decía ver de vez en cuando, ni su vida tan superior a la mía y tan hecha ya, sino mi fascinación por todo ello y mi dependencia de su ternura y de sus noches y de sus risas. Y tampoco me hacía daño que Celeste hubiera elegido a Rei, sino mi propia timidez para acercarme a ella. Y lo mismo: no tanto todos estos secretos, como sus frutos amargos, híbridos siempre de confidencias a medias, suspicacias y falsas suposiciones.
Jamás supo Dolly lo ocurrido aquella noche de farra triste. Había, como digo, iniciado mi madurez por el sendero de los secretos, y los secretos, como es sabido, son siempre una pequeña infidelidad.
Al llegar los exámenes finales de primero, iba a casa de Dolly a menudo y en esas ocasiones me quedaba estudiando y tomando el café que ella me guardaba en un termo. Cuando empezaba a amanecer, me levantaba, salía a la terraza y contemplaba aquel trozo del mundo que era el río, la arboleda, el canto de los pájaros, aquella luz liviana y fresca que semejaba las enaguas del verano.
Salí bien de los exámenes, contra el vaticinio de mi padre, que desde mi pelea con su hermano Narciso me había augurado un fracaso monumental no sólo en los estudios, sino en la vida. Ante las notas tuvo que resignarse, pero seguía creyendo, deseando, mi fracaso en todo lo demás, no sé si para que eso le diera a él la razón o sólo por el gusto de recordarme: «¿No te lo decía yo?»
Llegó julio, me despedí de todos los amigos, de Dolly, de Rei, de Lola y de Celeste, de todos, y volví a ***. A las dos semanas de vacaciones V. quedaba lejos, lo mismo que sus luchas, mis reuniones de célula, las manifestaciones, mis cambios de pensión. Todo como esos vilanos que dispersa el viento tórrido del verano. Sólo Dolly seguía presente. Nos escribimos con frecuencia. Ella contestaba mis cartas con otras en las que me parecía percibir un eco de su perfume.
—¿Quién es esta Paloma? —me preguntó mi madre la primera vez que llegó una de estas cartas, señalando el remite.
—Una compañera de clase.
Eso la tranquilizó, por esa simpleza de las madres, a las que una sonrisa basta para hacerlas creer que están al corriente de un asunto del que lo ignoran absolutamente todo.
El día del Carmen volvieron los Benavente a darse cita en nuestra comida anual, que coincidía, como era sabido, con el santo de la abuela. Reinó todo el día eso que enorgullecía más que cosa ninguna a mi padre: la armonía Benavente.
Mi única obsesión ese día fue evitar en lo posible al tío Narciso y a la tía María Eugenia, a los que no había vuelto a ver desde nuestra ruptura. Fue él, sin embargo, quien me descubrió en la puerta del restaurante.
—Ladrón, no se te ve por ninguna parte. ¿Qué tal ha ido todo? Trae esos cinco. No seas chiquillo. Aquello pasó, y pasó.
Era de nuevo el tío Narciso que todos conocíamos, con sus recursos, sus dotes sociales, su optimismo. «¿No vas a dar un beso a tu tía?», me requirió luego, y a continuación, y delante de mi padre y de otros más que nos habían ido rodeando, juró que estaba incluso interesado en buscarme un buen trabajo, compatible con la universidad, si seguía teniendo la idea de trabajar, y que le encantaban las nuevas generaciones… Nos dejó a todos, sobre todo a mí, boquiabiertos. Me pasó incluso el brazo por el cuello y así, con su felicidad al hombro, me acompañó hasta mi sitio.
En la sobremesa hipnotizó a tres chicos a la vez y a una gorda que no era de nuestra comida, pero que estaba comiendo en una mesa próxima y que quedó entusiasmada con aquellos experimentos. Nos reímos todos mucho, terminó la fiesta y sólo cuando estábamos todos despidiéndonos de todos, se me acercó el tío Narciso y me dijo en un aparte:
—No dejes de venir a vernos el año que viene. Y otra cosa. ¿Conoces a un tal José Rei? No te conviene.
Aquella vez tengo que reconocer que su golpe de efecto me había sorprendido a mí también.
—¿De qué conoces tú a Rei?
—Eso da igual —concluyó en un susurro—. Hazme caso. No te conviene.
No afloraba en esas palabras el tono amenazante del que sabe más de lo que quiere decir. Noté incluso una expresión paternal.
—Tío…
Traté de retenerle, pero se había metido ya en su coche y con el brazo fuera de la ventanilla se despedía de nosotros con bromas y frases que sabía escoger para cada uno en especial. Era, sin duda, el más célebre de toda mi familia paterna.