8

En la asamblea se votó, de una manera atropellada para no dar lugar a deserciones de última hora, manifestarnos en la vía pública. Fue la primera gran asamblea a la que yo asistía, la primera en la que participaban todas las facultades del distrito. Los pasillos se saturaron de estudiantes. Había gran expectación y animación en muchas caras nuevas. Los más jóvenes miraban con respeto a los menos jóvenes y éstos, indiferentes y de vuelta de todo, con cierta condescendencia de veteranos a los bisoños.

Como jamás se obtenía el permiso para celebrar la asamblea en el Aula Magna, nos dirigimos con gregaria rutina a la escalera principal. Era una escalera de dos brazos que se encontraban en el centro, para ascender lentamente al primer piso, formando un gracioso ocho que podía contener, con apreturas, tres o cuatro cientos de almas. La escalera tenía los peldaños y la balaustrada de piedra mármol y como fondo una vidriera, con cristales de emplomados colores, donde se leía, en latín, el lema de la facultad: «La verdad y las humanidades resplandecen.» Justo debajo de la vidriera nos acomodamos Lola y yo.

En la asamblea hablaron quince o veinte personas. Los había buenos oradores. La asamblea empezó a las doce. A la una discutía si había que salir en manifestación, o no. Unos sostenían que sí y otros que sería una provocación. Los del sí arrimaban al ascua de sus argumentos las condiciones objetivas, pues según ellos una manifestación en aquel momento venía de perlas a la estrategia del movimiento estudiantil. Los del no, por el contrario, podían estar de acuerdo en que una manifestación favorecía la estrategia, pero, en cambio, como táctica no era buena, pues según ellos tampoco las condiciones objetivas lo eran. Las posturas, irreconciliables, se fueron distanciando. Incluso un pobre hombre, al cual se le abucheó de una manera lamentable, imploró, perdido y desorientado, que la asamblea se disolviera y nos marcháramos a casa a estudiar y preparar los exámenes.

La mayoría de los oradores predicaba sin equivocarse una sola tilde, con una mano en la balaustrada, la otra por los aires en graciosos molinetes y medio cuerpo sacado al hueco de la escalera, en cuyas simas cien personas pegaban la nuca a la chepa para contemplarles con arrobo. Se veía que, más que las ideas, afirmaban allí su personalidad incipiente. Otros tribunos, sin embargo, incapaces y deslucidos, no hacían sino repetir, mal, lo que acababa de explicar bien el anterior, pero se les toleraban sus también legítimas aspiraciones de meter la cuchara en aquella cazuela.

De estar plantados los pies empezaron a dolernos y a quedársenos helados como el mismo mármol que pisaban. A las dos todavía seguíamos discutiendo si salíamos o no en manifestación.

Hablaba uno y, antes de que terminara, ya había siete manos que exigían la palabra. Un moderador iba diciendo: ése, aquél, allí. Las gargantas estallaban y el ambiente empezaba a oler a una variedad interesante del olor a montuno y otras hierbas bravas. Hasta que al fin las discusiones y ergotismos llegaron a un punto que hicieron temer por la continuidad de la asamblea. Entonces una voz providencial vibró con timbre épico desde las entrañas oscuras de aquel parlamento:

—Compañeros: ¡Unidad! ¡Unidad!

Retumbaron como aldabonazos en las mentes de los más concienzados y en las conciencias de los más comprometidos. Aquello no era un juego. La reunión, conmovida por tan enérgicas exclamaciones, recordaba de pronto que nos habíamos ido por los cerros de Úbeda. Era como si nos hubiéramos dado cuenta de repente de haber estado poniendo en peligro, con nuestras disquisiciones, la armonía imprescindible para cualquier orden práctico, fuera táctico o estratégico, dentro de las condiciones objetivas. Al primer «Compañeros, ¡unidad, unidad!» siguieron otros y a los pocos segundos, como reguero de pólvora, el ejemplo prendió y aquella asamblea jacobina en pleno terminó coreando de nuevo esas palabras mágicas con enardecimiento:

—¡Unidad! ¡Unidad!

Resultaba emocionante ver y escuchar a trescientos o cuatrocientos tronar, que parecía que la cristalera emplomada se nos vendría encima, con toda la verdad y las humanidades juntas.

Fue aquél un gran descubrimiento, la medicina milagrosa, el bálsamo para cualquier herida o llaga en el movimiento estudiantil. El grito emulsivo capaz de aunar las más contrarias y heterogéneas soluciones revolucionarias. A partir de entonces, en aquella asamblea y en todas a las que tuve el honor de asistir, podían levantarse violentas tempestades dialécticas, poderosas galernas. Daba igual. Sin problemas. Alguien abría desde un rincón la ventana providencial de la revolución a las voces entusiastas de «¡Compañeros!: ¡Unidad! ¡Unidad!», y todo volvía a ser como antes.

Yo no despegué los labios en toda la asamblea. Lola tampoco. Los nuevos no decíamos nada. Hablaron sobre todo Rei y uno que se llamaba Agustín Mutis, de tercero de Exactas, al que era difícil arrebatar la palabra cuando la tomaba, pese a su apellido. También habló mucho y de una manera extremista un vasco que luego supe que todos llamaban Txiqui, muy célebre por sus audacias.

Por fin se llegó a la votación. Fue a mano alzada. Contaron los del sí, contaron los del no, se equivocaron y hubo que volver a empezar el recuento otra vez. Al final resultó ciento sesenta síes, ciento treinta noes.

El vasco exaltado conminó:

—¡Todos! ¡A la manifestación vamos todos! Nada de rajarse ahora. Se ha votado, ha salido mayoría y tenemos que ir todos. ¡Todos! El que se raje, maricón.

Protestaron algunas feministas, porque les pareció discriminatorio:

—De acuerdo —se enmendó Txiqui—. El que se raje, maricón o puta.

Las protestonas se dieron por satisfechas y todos nos reímos, porque con los nervios se empezaba a tener los muelles flojos.

De nuevo el miedo hormigueó en nuestros estómagos vacíos.

Por la expresión acobardada de algunos se veía que estaban arrepentidos de haber venido a la asamblea, que les parecía una encerrona. Pero ya era tarde.

Rei estaba exultante. Suponía un gran éxito político, el primero, en el campo de las movilizaciones de masas aquel año.

—Bueno, vamos —y Rei encabezó el cortejo hacia la puerta de salida.

—De prisa —repitió otro—. Vamos allá antes de que llegue la Policía.

Rei lanzó al espontáneo una mirada furiosa. Aquello era mentar la soga en casa del ahorcado.

La manifestación, como era tradicional, salió de la Facultad, enfiló la calle Cortezo y se dirigió hacia la Plaza de España.

Empezamos a corear las consignas. Lola y yo íbamos juntos. Yo era presa de una gran ansiedad y Lola también. Ya no me acordaba de Dolly ni tampoco de la noche anterior, que las nubes de anís habían terminado por levantarse y desaparecer. ¿Puede ocurrir eso? Luego me lo he preguntado muchas veces. No sé si puede pasar, pero pasó. El presente, el segundo, el instante presente era más poderoso que el instante pasado o el instante por venir, insignificantes a su lado. No había dejado de amar a Dolly, naturalmente. La amaba aún, sólo que allí únicamente había lugar para la acción. Nada de ensimismamientos. Contra delicuescencia, acción, riesgo, peligro. La guerra, pensé entonces, no es compatible con el champán.

Apretamos más aún las filas. Gritamos todavía con determinación más enérgica. Si hubiera sido a voces, las cosas en España habrían cambiado aquella misma mañana. Lola y yo nos miramos y nos sonreímos por la novedad de asistir por primera vez a una manifestación, pero al momento nos dimos cuenta de que parecer contentos en una manifestación y pasárselo bien en ella era una frivolidad, una inconveniencia. Yo creo que pasárselo bien y ser revolucionario a la vez no se podía. Podía ser uno revolucionario primero y luego feliz. A la vez no, me parece a mí, salvo los tres o cuatro ácratas y los tres o cuatro individualistas. Éstos era en el único lugar, las manifestaciones, donde se divertían, porque aprovechaban para romper las lunas de los escaparates, que es cosa que siempre satisface mucho. A nosotros nos tenían prohibido eso. La revolución era a la vez una cosa más seria y una cosa más triste.

Seguimos adelante. Cercana la hora del almuerzo, las calles estaban medio vacías. Los pocos transeúntes con los que nos cruzábamos se apartaban para dejarnos pasar. La mayoría se desentendía de nosotros, algunos nos insultaban, sobre todo a las mujeres. «Teníais que estar fregando», espetaban, «putas». Otros, en cambio, nos insultaban a nosotros: «Vagos, sinvergüenzas, mierda de estudiantes.» Los que no decían nada, nos daban la espalda con indiferencia.

Las consignas tenían un orden. Se empezó por una de tipo corporativo: «No más aumentos de tasas ni matrículas.» Luego siguió esta otra: «Por una mejor calidad de enseñanza.» Era difícil corearlas al unísono, porque no resultaba sencillo hacerlas entrar en la estructura de un ritmo lógico. Algunas veces se ensayaba el ritmo de soleá, el yámbico, el octosilábico, el de la rumba, qué sé yo. Imposible. Ni rimaban ni tenían medida.

La gente de la calle se preguntaba: «¿Qué piden?», y todos tenían que reconocer que no sabían, porque no se entendía lo que se gritaba.

Cuando llevábamos cinco minutos por la calle Cortezo, yo miré atrás y vi con espanto que no íbamos en la manifestación más que tres o cuatro docenas.

—Lola —le dije—, nos han dejado solos. Estamos vendidos.

Lola volvió la cabeza. La gente se había ido descolgando en las bocacalles. No quedábamos más que cuarenta o cincuenta.

—Bueno. Ahora ya no podemos echarnos atrás —admitió Lola—. ¿Has visto a Celeste?

Celeste se había quedado rezagada. A su lado iba Rei. Las dos hermanas se miraron. A la sonrisa de complicidad que le dedicó Lola, Celeste no respondió. Iba seria, apretaba contra su pecho la carpeta de los apuntes y sus labios enérgicamente cerrados, no coreaban ni una de las consignas. Lola se asustó al sorprenderla de esta manera y se acercó a ella.

—¿Te pasa algo, Celi?

—Nada. Vámonos.

—¿Ahora? Tú no estás bien.

—Vámonos, Lola. Ahora mismo. Obedece, soy tu hermana mayor. No sigas.

—No. Yo me quedo —zanjó la pequeña.

—Por última vez, vámonos.

—No, te he dicho que me quedo.

—Bien. Conste que te lo advertí.

El miedo, un miedo sobrehumano, se había apoderado de Celeste, y su belleza se transformó en la belleza de una sibila, que previese, con dolorosa clarividencia, todas las desgracias que habrían de sobrevenirnos de persistir en nuestra obcecada determinación. Era como si su interior no fuese lo bastante grande para contener estos dos miedos: el miedo de quedarse en la manifestación y enfrentarse por ello con los golpes, las carreras y quién sabe si la detención, y el miedo de tener que convivir, si desertaba, con ella misma, con su propia cobardía. Uno era el miedo que la aguardaba afuera. Otro, el que le estaba esperando en su interior, en su conciencia. Nos miraba aterrada, pedía con los ojos que entendiéramos, esperaba, tal vez, que alguien la absolviera. «Vete, Celeste, no sufras más. No tengas miedo de nada, ni de esto ni de ti ni de nosotros. Te seguiremos queriendo igual.» Pero Celeste nos miraba desde su paralizante espanto, trasparentando en el escenario de su cara la batalla tan enconada que estaba teniendo lugar en su alma. A menudo, en las representaciones pictóricas o mitológicas, se le ha puesto al miedo cuerpo de mujer, porque el miedo es algo frágil. Cuando más fuerte resulta, busca continentes más débiles y quebradizos. Pues bien. En Celeste no. Por el contrario, a Celeste la había transformado por completo, dándole a toda ella, a sus ojos, a las manos que sostenían crispados la carpeta de apuntes, a sus músculos en tensión, una expresión de dureza, energía y virilidad, como vemos que tienen en los frescos de la Sixtina las aceradas sibilas de Miguel Ángel. Era sí, la energía, la virilidad que su naturaleza le proporcionaba a su debilidad para salir huyendo de allí.

En una décima de segundo dio un salto hacia atrás y la joven y hermosa sibila se salió del grupo, nos dio la espalda y desapareció con pasos precipitados, tropezando consigo misma, por una de las calles oscuras que mueren en Cortezo.

Rei, que estaba a su lado, vio en silencio cómo se alejaba. Yo quise mirarle a los ojos y adivinar qué había ocurrido allí con Celeste, con él, con la manifestación, pero esquivó mi mirada dio tres zancadas y volvió a colocarse en la primera fila de la manifestación, donde le hicieron un hueco. Al lado iba Gaztelu y otros que yo ya conocía. No vi a Gabriel.

Mi propio terror, en esencia no diferente del de Celeste, tomó cuerpo de pronto, como si hubiera precisado del de ella para manifestarse sin cortapisa, sólo que a Celeste su propio pánico la lanzó lejos de aquel escenario y a mí me sujetó a él. Creo que no fueron ni el valor ni la osadía quienes me impidieron salir huyendo también. Hoy puede parecer ridículo que se padeciera tanto por tan poco, justamente porque el riesgo que se corría en una manifestación no era proporcional a la amenaza de los años de cárcel que le sobrevenían a uno si era detenido en ella. No. Hoy se pensará: «¿Una manifestación? Bien poca cosa.» De acuerdo. Pero como ocurre siempre, el miedo es una alimaña que se aclimata al terreno donde depreda. El adulterio en Italia es incluso celebrado con chanzas y burlas. En muchos lugares de Oriente basta la sospecha de esa nadería para lapidar a una mujer. En no pocos países de Asia al raterillo se le sigue cortando una mano. Si un ladrón es sorprendido robando en un supermercado de Estocolmo, al momento se le da una sopa caliente y los psicólogos y asistentes sociales, con mucha desolación y tristeza, le preguntan: «pero, ¿por qué?», para deslizarle a continuación quince coronas en el bolsillo y soltarlo en el mismo lugar donde le detuvieron. De modo que sí. Una manifestación en términos absolutos no es nada. En términos relativos lo era todo, porque la vida está hecha de relativos y no de absolutos, de manera que mi miedo, el de Celeste, el de todos, era el tumor que a unos afectaba y a otros no, sin que se supiera la causa.

Tal vez yo hubiese deseado seguir a Celeste en su huida, pero permanecí allí. Me quedé entonces y me quedé en todas y cada una de las manifestaciones a las que me impuse y se me impuso asistir. Quizás por alardear después, pasado el peligro; tal vez por convicción; puede que por fatalidad. ¿Quién me dice que no fuera por esperanza? No tanto la vaga esperanza general de ver cambiar las cosas, como la íntima esperanza de someter aquel temor tan grande. De niño quise vencer la repulsión que siempre me han producido las culebras. ¿Cómo? Me impuse cazarlas cada día, meterlas con mis propias manos en botellas de alcohol y observarlas durante horas con la ilusión de que el día siguiente aquellas manipulaciones no me iban a repugnar. Jamás logré vencer el miedo a las manifestaciones. Miraba con envidia a los que encontraban en ellas emociones excitantes, el éxtasis de la acción, si puede decirse. Es cierto que cuando se daba por terminada una manifestación o cualquier otra acción de índole parecida, uno se encontraba mejor. Eso ocurría, en efecto, pero no era porque desapareciese el miedo, sino el peligro.

El miedo incluso, ya lo he dicho, hacía que te fijaras en detalles absurdos y que desearas cosas inapropiadas, como ser otra persona. Por ejemplo, alguno de aquellos transeúntes con los que te cruzabas, indiferentes y tranquilos, camino de sus casas.

Unos metros más lejos de donde Celeste nos abandonó, pasamos por delante de la Librería Universitaria, ya cerrada. El fragor de la comitiva sacó a su dueño a la puerta. Se llamaba aquel viejo librero Miguel Lozano. Era una buena persona que hacía la vista gorda a nuestras sisas y que en aquella ocasión vio, con aire comprensivo y bondadoso, cómo marchábamos al encuentro del destino. Es sabido que en alguna de las primeras secuencias de sus películas, Alfred Hitchcock saca de refilón a un personaje que no vuelve a aparecer luego y que no es otro que el propio y orondo Alfred Hitchcock. Aunque no vuelva luego a pisar estas páginas, me gusta tener a aquel paciente librero parado aquí, en este capítulo, escéptico y espectador de nuestra pequeña marcha.

En la Plaza de España descubrimos, en formación macedónica, media docena de furgones de la policía y a los guardias apeados todos, con los cascos, las viseras y las porras en la mano, que daban miedo.

—¿Qué hacemos? —me preguntó Lola.

—No sé. Irnos, supongo.

Detrás de nosotros empezaron a sonar unas sirenas. Querían embolsarnos entre dos fuegos. Seguimos andando. Los que marchaban a la cabeza, fogueados ya en otras batallas, cambiaron los gritos de guerra. Las consignas políticas desplazaron, sin rebozo, a las consignas corporativas: «Disolución de cuerpos represivos.» Era lo que se llamaba instrumentalización del movimiento de masas. Levantaron el puño, levantamos el puño. También aquello era la primera vez que lo hacía. Al hacerlo, al miedo se sobrepuso la emoción del berebere que enarbola su espingarda antes de espolear su camello contra la caravana objeto de su asalto. Aquel puño en alto fue una dulce droga probada por primera vez, la afirmación de una libertad y el recuerdo de otra esclavitud…

«Disolución de los cuerpos represivos.» Esta consigna, mira por dónde, sí se podía gritar bien. Estaba compuesta de pentasílabo y octosílabo. Tenía un ritmo. Había que cantarla así: «Diiiisolución», alargando la i, pero ya era tarde para coros.

El tal Txiqui se destacó del grupo. Llevaba un adoquín en la mano. Cuando estuvo a unos sesenta metros de los guardias, lo arrojó con fuerza contra ellos, pero aquel morrillo pesaba lo suyo, tenía una forma poco apropiada como proyectil y salió desviado para caer en una papelera, que arrancó de cuajo. El impacto sonó con escándalo y los guardias, que parecían esperar esa señal, se lanzaron rabiosos contra nosotros.

—Vámonos de aquí —le grité a Lola—. Se va a liar una buena.

—¿A dónde quieres que vayamos?

Cogí de la mano a Lola, tiré de ella y salí corriendo hacia el flanco más desprotegido, el de la calle Ancha. En la huida esquivamos a dos de aquellos gorilas que nos tiraron un par de viajes con la porra.

Cuando nos creíamos a salvo, noté una sacudida en la espalda y un aliento hostil sobre el cuello. A Lola la había inmovilizado un energúmeno de uno noventa de estatura. La tenía bien sujeta del brazo, mientras levantaba la porra tan alto como podía para sentársela con saña. Tanto como habíamos nosotros alzado el puño. Lola amagó dos o tres de estos golpes y él marró otros dos, lo que enfureció todavía más a aquel forzudo. Yo tiraba hacia mí de Lola y el guardia tiraba hacia sí, y Lola en medio a punto de ser descuartizada. Al final, no sé cómo, conseguí hacerme con Lola y salimos despedidos los dos hacia delante. La escaramuza había durado menos de lo que he tardado yo en contarla aquí.

Corrimos durante diez minutos hasta que la vista se nos nubló y nos faltó fuelle. Luego seguimos a paso rápido. Jadeantes, volvíamos hacia atrás la cabeza cada poco, con el vago temor de que aquella pesadilla volviera a reactivarse. Nuestras respiraciones entrecortadas se fueron sosegando y yo sentí un cuchillo clavado en el costado. No podíamos siquiera hablar. Empezamos a experimentar un sentimiento de seguridad y el hormigueo placentero de estar a salvo. Lola iba pálida y el sudor le bañaba la nuca.

Media hora después seguíamos andando sin rumbo fijo, alejándose por instinto del campo de batalla.

Todavía teníamos cogidas nuestras manos. Era agradable llevar a Lola de la mano. Era una mano mullidita, carne de mazapán, con las uñas mordidas. Entrelacé mis dedos con los suyos y los presioné ligeramente. Lola correspondió con otra suave presión, como si empezáramos los dos a tararearnos en morse una canción que no tuviera todavía letra.

Habíamos llegado a un lugar extraño y despoblado.

—¿Sabes dónde estamos?

—No.

Era a las afueras de la ciudad. V. tenía eso. Como te descuidaras, te pasabas el día entero en los egidos, arrabales y periferias. Se veían dos filas de casas molineras de una planta, achaboladas, una calle ancha de tierra apisonada y dos o tres coches viejos y desguazados. Era la hora de la comida. No se veía un alma. Cruzó un perro junto a una barda y el sol medio frío que había dejó retratada su sombra en el tapial de adobe.

—Un perro —dijo Lola.

—Sí, un perro.

Lola y yo seguimos andando, dejamos las casas atrás y nos internamos en un pinar cercano. Yo no sabía a dónde iba y no creo que entonces lo supiera tampoco Lola, pero seguimos andando.

Al pisarlas, nuestros pies sacaban un murmullo seco de las agujas de pinaza. El aire olía muy bien y las copas de los pinos se oscurecían aún más por todo el guirigay que hacían en ellas los pájaros, volviéndolas más grandes y copiosas. La manifestación quedaba lejos, la Plaza de España también… Al pasar junto a un pino, Lola preguntó:

—¿Qué son esos tiestos?

—Las cazoletas de la resina.

Tras la trascendencia de las ideas, los diálogos de lo inmediato.

Después de que Lola preguntara eso y de que yo le respondiera, la atraje hacia mí y la besé. La noche pasada con Dolly me había vuelto osado.

A los dos nos habían excitado los acontecimientos, los nervios y el cansancio, aquel lugar extraño y apartado y la combinación perfecta que es el miedo y el peligro cuando se olvida el miedo y se pasa el peligro… A Lola le brillaban los ojos como aceitunas negras y las aletas de su nariz empezaron a moverse con nerviosismo al respirar, quién sabe si de deseo o de miedo o de peligro… Después de aquel primer beso, Lola separó un poco su cara de la mía.

—Martín, tengo que decirte algo…

Esta vez fueron las yemas de mis dedos las que sellaban unos labios.

—No digas nada.

Volvimos a besarnos. Lola besaba como pocas mujeres han besado nunca. Era sensual y dura al mismo tiempo, seca y seductora, fría y ardiente, dulce y amarga. Si alguien no supiera que estábamos hablando de besos, se creería que estábamos haciéndolo de un café irlandés. Pues bien. Así era ella: un café irlandés, cargado y fuerte, helado y abrasador.

Toda su sabiduría, sin embargo, terminaba ahí. Eso era lo que había tratado de decirme, sin que yo la dejara, hacía un minuto. Su docena larga de novios no le había servido nada más que para ensayar desde los trece a los diecisiete años que tenía entonces, ese beso suyo, perfecto e inigualable. Me miró entonces con una sonrisa maliciosa, desde su invulnerable adolescencia de muchacha. Era una sonrisa llena de vida, divertida de verse metida en aquel lío, los guardias, las carreras, el pinar, y divertida, sobre todo, de lo que a una mujer puede divertir más que nada: de haberme pasado todo el peso de aquella situación. Por esa razón, y sólo por esa razón, tuve que echar mano de una frase que veinticuatro horas antes jamás hubiera pensado que fuera yo capaz de pronunciar delante de una mujer a la que acababa de besar por primera vez hacía cinco minutos. Ensayé una sonrisa de naturalidad y añadí.

—Tengo preservativos.

Lola podía esperarse cualquier cosa, menos que yo saliera por ahí. Me miró desconcertada. Temí una reacción imprevista. Pero no. Aquella sonrisa maliciosa volvió a prender en los ojos de Lola, nos sentamos en el suelo y cuando quisimos darnos cuenta, se habían hecho las siete de la tarde y estaba anocheciendo.