Me puse en pie. El eco de la palabra preservativos me golpeaba la cabeza.
Estaba fuera de toda duda que sería yo el que tuviese que salir a buscarlos. Dolly me informó:
—Tendrás que ir a una farmacia de guardia.
—¿No hace falta receta?
—Creo que no.
—¿Y no puede ser en otra parte?
—¿Te da vergüenza? Una vez me dijeron de un sitio donde los vendían.
—¿A estas horas?
Me dio la dirección y salí con el ánimo y la determinación de quienes persiguieron al vellocino de oro.
Hacía una noche espléndida, una de esas noches de noviembre en que parece revivir todavía el perfume moribundo del verano. Olores de un veranillo póstumo. Fui andando por la orilla del río.
Lo que desde el salón de Dolly no eran más que volúmenes foscos y negruras inmóviles, desde abajo era todo un pequeño y secreto universo. Las luces que se reflejaban en el río saltaban como duros de plata y se oía el ruido del agua al romperse con las ramas de la orilla. También el débil chapoteo de las barcas atadas con una cadena a los muelles endebles de madera se sumaba el rumor del viento, solapado entre las hojas negras, que se caían al agua o al suelo para que uno las pisara.
Cuando llegué a la Estación del Norte me dirigí a la cantina y allí busqué, donde me había dicho Dolly que lo encontraría, al viejo que vendía tabaco.
Era un viejo muy viejo, consumido y pequeño, que los pies no le llegaban al suelo cuando estaba sentado. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, como si ya no reuniera fuerzas para aguantársela tiesa, y las dos manos juntas, sobre el regazo, sin moverse nada, le hacían parecer que posaba para una pintura negra.
Me acerqué y le pedí, todo lo discretamente que pude, que me vendiera lo que yo ya sabía. El viejo no se esforzó siquiera en arrancar su cabeza del pecho, sino que levantó los ojos para mirarme. Tenía una mirada que inspiraba ternura, una mirada de animalito, de perro de gitano, demasiado apaleado en la vida como para atender literaturas.
Al despegar los brazos, se le empezaron a mover las manos con un parkinson endiablado, que casi no las podía dominar. Con la izquierda levantó como pudo la bandeja donde guardaba el tabaco y metió debajo la derecha, entre acusados temblores nerviosos, para buscar al palpo la mercancía.
Yo también estaba nervioso y al ver al viejo tartalear, más todavía, y me figuraba que todos nos estarían observando. Pero no. No había casi nadie y a ninguno de los que permanecían a esas horas en la cantina de la estación parecía interesarle ni lo que yo estaba haciendo allí ni lo que el viejo temblón seguía buscando, con desesperantes espasmos, debajo de la bandeja del tabaco. En el local había una luz agónica y olía todo a calamares fritos del día anterior. Me tendió una cajita de color azul con las letras en color encarnado que ponían «Malvarrosa», pagué lo que me pidió y salí de allí.
Durante muchos años me había imaginado cómo sería la primera vez que yo estuviese con una mujer a solas, en la cama. Después de la primera vez es fácil imaginárselo, o recordarlo o fantasearlo, pero antes no. Antes de esa primera vez es inútil explicar nada, lo mismo que resulta ocioso hacerle comprender a nadie a qué sabe un mango o una papaya, si ese alguien no ha probado alguna vez un mango o una papaya. Por mucho que se lo expliquen, nada. Todo lo que no sea comerlos, sale sobrando.
Yo había leído con trece años una novela de Knut Hamsun. ¿Pudo ser Hambre? A saber. Estaba publicada en una de esas ediciones baratas que según vas abriendo el libro y leyendo una página, la puedes ir tirando, porque se despegan todas las hojas. En ella se describía de una manera maestra qué era aquello. Más o menos se iba adivinando lo que iba a ocurrir porque los dos personajes, un joven labrador y su prometida, lo andaban buscando ya desde hacía bastantes capítulos. Estaba muy bien escrito. Parecía que se iban a acostar en un párrafo y luego no se acostaban. Y así un buen número de episodios, hasta que por fin no le quedó más remedio a Knut Hamsun que describirnos lo que durante tanto tiempo y con tanto misterio y ceremonia nos venía escamoteando. El protagonista se llevó a su novia a un bosque y allí empezó a abrazarla y a besarla muy dulcemente, y su novia, que era virgen, se abandonaba en los brazos de su amante, mientras dejaba que las manos fuertes del rústico la fueran desnudando, con mucho gusto de los dos. Luego se tendieron sobre un manto de hojas secas y de aterciopelado musgo, y cuando se hubieron besado y abrazado y acariciado a placer durante dos o tres párrafos más, el protagonista fue y la penetró. Ése era el verbo que utilizaba Knut Hamsun. Lo recuerdo. Lo utilizaba el escritor o el traductor, que para el caso da igual. Estaba escrito todo que parecía real y leí lo que duraron todas aquellas premiosas descripciones sin pestañear y conteniendo el aliento. El momento culminante lo dejó así escrito Knut Hamsun: «Fue algo muy sencillo, como meter un puño en un pastel de manzana.»
Después de aquel día yo traté en muchas ocasiones de imaginarme cómo sería aquello a partir de la comparación de Knut Hamsun. Pero no resultaba sencillo. Se trataba de una operación complicada, de vasos comunicantes, o si se prefiere, de correspondencias. Tenía que imaginarme lo que sentiría una, en fin, ya se me entiende, al meterla en él, ya se me entiende también, a partir de la sensación física que experimentaría un puño al caer sobre un cremoso trozo de pastel y empujar hacia abajo. Algo parecido, pensaba, a un émbolo bien lubricado, entrando y saliendo, enérgica pero suavemente. Incluso llegó a rondarme la idea de comprar una tarta y a escondidas tratar de acercarme, por una vía empírica, a lo que de manera tan gráfica había descrito el novelista. Pero una lógica aplastante me hizo desechar esta idea. Y acaso fue mejor así, porque quién me dice a mí que no habría terminado uno metiendo en el suculento pastel no el puño, no, sino otra cosa, como sabía que a veces ocurre, por ejemplo, con los pastores y sus cabras o con algunos feligreses del fetichismo y de las perversiones.
Dolly se había quedado dormida en un sillón, pero quiso retomar directamente las cosas donde las habíamos dejado y sin decirme nada volvió a pasarme sus brazos por el cuello, un poco soñolienta todavía. Entonces nos besamos, pero ella no volvió a soplarme en los labios. Me trajo luego mi copa. El champán estaba caliente. Cuando me encontré de nuevo entre los brazos de Dolly, volví a acordarme de Knut Hamsun y del pastel de manzana. Pero resultó más complicado, porque no recordaba que en la novela de Knut Hamsun tuvieran los dos amantes una cajita azul de la marca «Malvarrosa» al lado. Y eso fue en un momento lo único que me preocupó, porque yo no había visto ningún condón de aquellos antes.
A pesar de todo, las cosas entre Dolly y yo podrían haber ido peor, pero no. A los besos siguieron las caricias y a las caricias todo aquello que ha hecho que los amantes encuentren siempre, desde los remotos siglos de los trovadores, prematura la aurora y corta la noche. Y no digo más.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, Dolly ya se había ido. Creo que la cabeza me dolía tanto de la resaca del anís y el champán como del aturdimiento. No podía dejar de pensar un solo momento en algo que no fuera lo que me había ocurrido. Toda la frialdad de la tarde anterior, aquel analizarlo todo, aquel radiografiarme el alma, habían desaparecido sin dejar rastro y sólo podía oír, precipitándose por mis venas, un torrente de arrebatados sentimientos. Algo me había cambiado como por embrujo, como si conociendo a Dolly hubiese caído en las manos magas de Circe.
Recorrí la casa vacía. Entré en todas las habitaciones. Todo cuanto veía adquiría para mí un valor especial. Me decía: «Ésta es la casa de Dolly. Éste es su cepillo de dientes. Ésos son sus zapatos. Ésos son los libros que Dolly lee y los discos que escucha. En esa taza de café Dolly habrá desayunado esta mañana.»
Yo mismo me preparé un café con leche, que tomé en aquella misma taza que Dolly había dejado sobre la mesa, y traté de adivinar por qué lado lo habría bebido, para posar yo también allí mis labios con devota pasión.
No sabía muy bien qué me estaba sucediendo, como tampoco tenía conciencia clara de lo que me había sucedido. Me sorprendí escribiendo en el vaho que se formó sobre el espejo del cuarto de baño, al salir de la ducha, estas cinco letras: «Dolly.» Quería leerlas, hacerlas algo más que una palabra que yo habría pronunciado la noche anterior unas docenas de veces. Y me sequé con su misma toalla y traté de meter mis pies en sus mismas y pequeñas zapatillas de baño y creo que no me habría importado usar sus mismas barras de labios y su kohl y su sombra de ojos. Al fin había pisado la cima de una emoción insostenible y comprobado, desde lo más alto, que había desaparecido en mí el vértigo. Sólo quedaba en mi alma la contemplación de un panorama inabarcable, justamente aquél al que daban acceso las cinco letras, las cinco puertas de su nombre.
Recordaba uno por uno todos los segundos de aquellas últimas horas. Y algo curioso: era como tener una sensación nueva. Guardaba en la memoria al mismo tiempo, en una simultaneidad que hasta entonces me era desconocida, cada uno de esos segundos vividos y todo el conjunto, conciencia del todo y las partes del todo. Y eso no me había ocurrido antes, como tampoco recordaba yo que hubiera estado entusiasmado por nadie como me parecía estarlo por Dolly, después de todo lo sucedido. De repente, ¿Lola, Celeste? Me acordaba de ellas, pero de una manera muy vaga, que no era una manera de acordarse de ellas.
Cuando terminé de ducharme, estuve sin saber qué hacer un buen rato. ¿Me iba y dejaba allí mi maleta y mis libros? ¿Cómo daría de nuevo con Dolly? ¿Y si Dolly no volvía a aparecer?
Salí a la calle y respiré la normalidad de la mañana, el mejor de los aires. Fui a la facultad. Allí me encontré a Rei. Faltaban dos semanas para las Navidades. Esto quería decir que había poco tiempo para fraguar la primera huelga, una que siempre se hacía por esas fechas y que en realidad era la más fácil de todas de llevar a cabo, porque no comprometía a nadie y aseguraba a todos unas prolongadas vacaciones.
En la facultad se desplegaba una gran actividad en aulas, pasillos y cafetería.
—Hay que poner este cartel.
Esperamos a que entrara todo el mundo en clase, cuando se quedaron los pasillos vacíos y los bedeles se metieron en sus tabucos a dormitar y ganarse el sueldo, Rei se sacó de debajo del jersey un cartel plegado en diez, me dio a mí el esparadrapo y lo pusimos en un vestíbulo, algo nerviosos. Luego Rei, yo y otro que se había quedado vigilando para avisarnos si venía alguien, nos fuimos al bar de la facultad.
—Ya está.
Se levantó en los tres un repentino hervor euforizante. Si alguien quería saber quién había puesto un cartel o tirado unos panfletos, no tenía más que ir al bar de las facultades entre clase y clase. Ése era nuestro cuartel de invierno. Allí, como nosotros, estaban los conspiradores, los aprendices de conspiradores. Sentados por sectores, en mesas separadas, los de Juventud Comunista, los de Juventudes Comunistas, los cinco o seis trotskistas, los tres anarquistas, los tres o cuatro cristianos progresistas, el carlista al que los cristianos admitían en su grupo por hacerle una caridad y, repudiados por todos, en el rincón más oscuro, como apestados, cinco a seis individualistas feroces, que no eran de izquierdas, que no eran de derechas, sino individualistas, juntos siempre, en grupo a todas partes, como una piña, abonados de las anfetaminas, del hachís y del alcohol barato. Allí estaban todos, combinando la destrucción del mundo viejo y proyectando los planos del nuevo, mientras los demás estudiantes perdían el tiempo con latines vulgares, literaturas y otras humanidades.
—A las doce es la asamblea —nos informó Rei—. Vamos a prepararla.
En los dos meses de clase habríamos hecho ya unas treinta o cuarenta asambleas, de clase, de curso, de comunes, otra vez de clase, luego de facultad, luego de grupos, que resultaba imposible aburrirse. Se hablaba, se discutía, se votaba y al día siguiente se volvía a hacer otra asamblea para votar lo que parecía que no se había votado bien el día anterior. Era la única manera de ablandar el terreno, dicho en términos de bombardeo militar.
Yo esa mañana no estaba para asambleas.
—Rei —añadí—, ayer me fui de casa de mis tíos.
—¿Y dónde has pasado la noche?
—En casa de una amiga de mi familia —tanteé.
El que nos había ayudado a poner el cartel se acercó a la barra para pedir nuestras consumiciones.
—Tengo algunas cosas que contarte.
—Luego. Ahora vamos a preparar la asamblea.
—¿Te parece poco importante que yo no tenga donde dormir? Te estuve llamando toda la tarde. No estabas.
Comprendí, por la expresión de su cara, que no le apetecía hablar de mis problemas en ese momento. Tampoco se atrevió a quitárselos de encima de una manera que pudiera herirme. Está comprobado que la juventud es la edad de la solidaridad y de los egoísmos brutales. En una misma persona. A veces al mismo tiempo.
Todo se arreglará —me tranquilizó.
Levantó su vaso, hizo un brindis con el aire y añadió alegremente:
—Por la independencia de Martín. ¿Qué hora es? Faltan tres cuartos de hora.