6

Un cigarrillo trajo otro cigarrillo y terminé por dejar mi mesa para sentarme en la de la bella desconocida. El tabaco puede parecer que no, pero ha encauzado no pocas vidas y no pocas novelas, contra lo que piensan algunos.

Me había levantado tres veces para telefonear a Rei. Le decía a la desconocida: «Perdona», pasaba por detrás de su silla y me metía en una cabinita que tenían emplazada al final de un pasillo del «Nuevo Café Central» junto a dos puertas, en una de las cuales había pintado un sombrero de copa y en la otra unos zapatos de tacón.

Ninguna de las tres veces, al volver de telefonear, la quebradiza mujer del cabello rubio me preguntó nada.

Después de otro buen rato de conversación, se presentó:

—Me llamo Dolly.

Yo le pregunté qué nombre era ése y me aclaró que se llamaba Paloma, pero que todos la llamaban Dolly desde que era pequeña y que ella prefería Dolly a Paloma. Me acordé de Celeste y de que, si uno se fija bien, la vida está llena de nombres raros que o no gustan a quienes los llevan o extrañan a quien los oye.

Yo le dije que me llamaba Martín. A ella, en cambio, sí le gustaba mi nombre y entonces yo le manifesté que a mí ni sí ni no, y que el suyo me parecía bonito, un poco extranjero, pero que sonaba bien, aunque al principio me había extrañado.

También ella estaba esperando a alguien, pero no le importaba haber equivocado el lugar de la cita, o que la otra persona que esperaba no hubiese acudido a ella, porque, me confesó, se encontraba muy a gusto charlando conmigo.

Seguimos hablando, fumando y bebiendo. Después del café pidió su primer gin tonic y yo el segundo anís, que entonces me gustaba mucho.

Cuando empezaba a anochecer, la interrumpí:

—Es hora de pensar en irse.

—¿No estás esperando a nadie? —me dijo algo intrigada.

—No exactamente. Me he pasado la tarde llamando a un amigo. Me he ido del colegio mayor hoy mismo e intento localizarle.

—¿Por qué has dejado el colegio mayor?

—No podía soportar el olor. Olía todo el colegio a repollo cocido.

—¿Sólo por eso?

—No —seguí mintiendo—. Quisieron gastarme una novatada.

—¿Qué novatada?

—No me atrevo a contártela.

—No voy a escandalizarme.

—No.

—¿Y lo consiguieron?

—En absoluto. Por eso me he ido.

Dolly se quedó mirándome en silencio. Era evidente que me observaba como se observa a alguien antes de haber dictado sobre él el juicio que nos le hará, y por lo general con carácter definitivo, simpático o antipático, agradable o repulsivo, inteligente o necio. Se encontraba en ese preciso momento de las valoraciones generales, de las impresiones a primera vista, tan determinantes y terminantes, tan injustas a veces, tan certeras otras. En un segundo me hice no sé qué vanas ilusiones o se las hizo el anís que llevaba en el cuerpo, y aunque sólo fuera en un eco lejano, por mis venas corrió la espumosa emoción que deben sentir los hombres a quienes las mujeres admiran por la fuerza y la armonía de sus músculos, por el nervio de su inteligencia o por el temple del alma.

—¿Y no conoces a nadie más aquí que a ese amigo tuyo?

—No.

—¿De dónde eres?

—De ***.

—¿Has hablado ya con tus padres?

—Todavía no. No me atrevo. Se lo contaré mañana o pasado.

—Haz una cosa —me sugirió—. Si quieres, puedes venir a mi casa esta noche.

Aquel ofrecimiento me cogió tan por sorpresa que esta vez dije sí, aunque con el secreto convencimiento de que tenía que haber dicho no. Ni siquiera cuando añadió «no tienes por qué decir no», me tranquilicé. Menos aún. Pensé que era su buena educación la que le había hecho formular una invitación tan oportuna, de la misma manera que sabía que en mi buena educación estaba el rechazarla. Pero no. Dije sí y tuve entonces la certeza de que al aceptar su sugerencia empezaba a correr un maratón por el final, con un sprint a la desesperada.

Dolly vivía detrás de la Plaza del Ángel, entre la calle San Marcos y la de Justino López, en el Paseo de la Rosaleda.

Era una casa de los años sesenta, con portal de mármol rosa y una pequeña araña de cristales de bisutería y musicales destellos, muy acorde con lo que en España se entendía por lujo. Había allí también un tresillo de piel y un cuadro con al menos cincuenta caballeros ingleses perfectamente montados y equipados que perseguían a seis o siete zorros que pegaban brincos por todas partes, con sus jaurías de beagles y demás. El portero, uniformado de azul, en cuanto vio entrar a Dolly, se levantó como un cohete y saludó dando una cabezada: «Buenas noches, señorita», al tiempo que se precipitaba sobre mi maleta.

—No es necesario —le atajé yo, aunque no me parece que apreciara el matiz solidario de mi negativa.

El piso de Dolly estaba vacío, con pocos muebles, sin alfombras, sin cortinas.

—Vivo aquí desde hace un mes. Tú dormirás en este cuarto.

Donde yo iba a dormir era una habitación con una cama, una mesilla de noche y un colchón sin estrenar al que nadie había quitado todavía los envoltorios de plástico. Salvo un admirable bargueño de carey y un espejo veneciano, los pocos muebles que había en la casa eran ostensiblemente modernos, como recién desembarcados de Finlandia.

—Te apetecerá cenar —se adelantó a decirme—. Antes me daré un baño.

Oí cómo Dolly abría los grifos de un baño que estaba junto a su dormitorio. Sonó el chorro como una catarata y sólo por la fuerza con que salía el agua caliente confirmé que me encontraba en una buena casa.

Para cenar, Dolly se cambió de vestido. Estaba muy guapa y ahora olía mucho más intensamente que antes a limón y a almendras amargas. Se había puesto un vestido negro, con un gran escote que le dejaba más de media espalda desnuda. Tenía los hombros espolvoreados también con un puñado de pecas color canela y la piel muy blanca, y, a poco que movía los brazos, se le marcaban los omóplatos, porque era más bien delgada, aunque luego tuviera curvas.

Lo primero que conjeturé, al verla vestida así, con toda la espalda al aire, fue si llevaba o no sujetador, pues no se le veía ni se notaba el broche ni tampoco los tirantes. Y aquel pensamiento me pareció impropio y calamitoso. No debía haberlo tenido, pero lo tuve. Por otra parte, pensé, ¿qué me iba a mí el que Dolly llevara o no puesto un sujetador? ¿Cambiaba algo las cosas? ¿No? Pues, ¿por qué pensar cosas que no son o que si son más vale ni pensarlas? Pues no. Dolly se dio la vuelta, vi su espalda y me dije: «No lleva sujetador», y luego pensé, «sí, sí lo lleva». Y cuento todo esto no por frivolidad. En aquellos primeros minutos que pasaba en una casa para mí desconocida, yo buscaba algo, pequeños indicios, insignificantes alteraciones, de la misma manera que hacen los augures escudriñando las vísceras de sus víctimas, aunque no se me escapaba tampoco que la víctima bien pudiera ser yo y no ella. El caso es que, como los adivinos, también yo perseguía el conocimiento del tiempo futuro en las más breves palpitaciones de la realidad, aunque en mi caso la cosa era más bien modesta, pues futuro para mí no eran sino las dos o tres horas siguientes, y aquello, más que en la de realidad, entraba en la categoría de los sueños, ensueños o arrebatos de la fantasía.

Cenamos, también me acuerdo de eso, cangrejos rusos de lata, y algo más, también de lata, de lo que ya no me acuerdo, y luego Dolly me llevó al cuarto de estar, que no tenía más que una mesita baja de líneas aerodinámicas, de tubos cromados y un cristal encima. Era una habitación de grandes proporciones y con los techos altos, lo que era ya infrecuente en casas de esos años. A uno y otro lado de la mesa se encontraban dos butacones de piel gris en los que era difícil sentarse, pero de los que era más difícil todavía levantarse, también modernos y nuevos. Todo eso y el que apenas hubiera otros muebles que ésos, sobre un parqué impecable y sin alfombras, así como la carencia absoluta de cuadros y adornos, hacía de aquel salón un escenario despejado, que parecía todo dispuesto para empezar a rodar una película de arte y ensayo, con el gran ventanal que ocupaba toda una pared y el brillo de los cromados de la mesa.

Dolly trajo una botella de champán de la nevera y dos copas, me tendió la botella para que la abriera yo y me sonrió con los ojos:

—¿Por qué quieres que brindemos?

Me encogí de hombros y correspondí a la suya con una sonrisa que quiso ser seductora, hasta donde yo sabía. Así que no brindamos por nada en concreto, por el misterio de dos sonrisas.

Su voz adquirió un extraño timbre entre las paredes desnudas que olían todavía a pintura fresca.

Se trataba de la primera botella de champán que yo descorchaba con una mujer. Hasta entonces sólo le había quitado el tapón a las que se bebían en casa, en Navidades, con toda la familia. No era lo mismo.

Me daba vueltas la cabeza. Durante la cena nos habíamos reído. Cualquier cosa desataba nuestras risas. Nos reímos de todo con la vehemencia del que precisa olvidar algo de lo que ni siquiera se acuerda, con el apetito del que no quiere olvidar ni por un segundo lo agradable que es la vida cuando se presenta con un rostro así.

—Apenas has bebido —me tranquilizó Dolly.

No era verdad.

Luego nos acercamos los dos a aquel espectacular mirador y aplastamos las narices contra el cristal, pero no se veía gran cosa. Estaba todo oscuro. Dejamos de reír. Se veían luces de casas a la otra parte del río que se reflejaban en el agua, y las masas sombrías de los árboles que había en una y otra orilla. Nada más.

—De día —me informó Dolly—, hay una vista muy bonita del río y del puente. Se ven las barcas y se ve, a lo lejos, el campo, y este cuarto se llena de sol desde las doce hasta que se pone.

Pero de noche no se veía nada. Nos quedamos los dos de pie, uno al lado del otro, sin decirnos una palabra, cada uno con su copa de champán en la mano.

Tal vez cada uno pensara para sí mismo que había sido una equivocación haber llegado hasta allí. Frente a nosotros teníamos ese tupido paisaje. Colgaba de la noche como de un telar sin estrellas. Nos separaba de él el cristal de la terraza, nosotros mismos reflejados en ese cristal, reflejados en la noche, y un silencio más profundo aún que todo aquel mundo sin límites.

Sin pensar muy bien en lo que hacía, pasé tímidamente mi brazo por su hombro. En ese preciso momento me dije, cuando ya era tarde, cuando ya notaba en mi mano la desnudez de su espalda: «Lo has echado todo a perder.» Pero no. Dolly no se movió ni dijo nada y dejó que yo la acariciara. Sólo pasaba el índice por el borde de su copa, dándole vueltas, ausente quizás, insondable como aquellos ceros que describía su dedo sobre el filo de cristal, del que arrancaba un sordo maullido.

Me latía el corazón con estrépito y el misterio de la alegría y el laberinto de la excitación se apoderaron de mí. Quise pensar, pero no pude, y para la acción estaba paralizado. A todo lo más que llegaba era a unas inconexas impresiones: «¡Qué piel tan suave!» «¿Qué voy a hacer ahora?» «Tendré que terminar lo que he empezado» «¿Sabré?» Con la fugacidad de un corneta, me cruzó la frente el recuerdo de Celeste. O el de Lola, y como un corneta se hundió en la infinitud de la noche, sin dejar rastro de sí. Me encontraba por primera vez en el umbral de aquello en lo que tantas veces había soñado, y estaba indeciso, sin saber muy bien qué estaba haciendo allí e ignorando, nervioso, cómo y en qué acabaría aquella noche.

Dolly se acercó más a mí y reclinó su cabeza en mi pecho. Tampoco esta vez dijo nada. Era como si buscara cobijarse debajo de mi brazo, después de que un pequeño temblor delatara que la fría mano de la melancolía se había posado en sus hombros desnudos. Pero siguió en silencio. Frente a nosotros el río, una pura abstracción de imprecisas fronteras, estaba detenido en sus negros metafísicos e insondables, y tuve la impresión de que un sentimiento muy parecido a la tristeza se había apoderado de los dos. Es cierto que en ninguno había desaparecido esa vaga expresión de felicidad, pero nuestras sonrisas reflejadas en el cristal venían a ser ya la confirmación de su fracaso.

—Dolly…

—¿Sí?

Mi mano presionó, tan experimentada y dulcemente como supo, un poco más su brazo.

—Ven —dijo Dolly, volviéndose hacia mí.

Sus ojos eran verdes, como esos lagos de otoño en los que caen las hojas y el agua se pudre lentamente. El brillo que tenían estaba matizado quizá por la timidez, quizá, como me pasaba a mí, por cierto desaliento, esas nubes pasajeras que a veces pueden tapar el sol.

—¿Sabes? —continuó—. Me gustas mucho. Me gustaste desde que te vi. Me gusta que no me hayas hecho preguntas, que no hayas querido saber por qué te invitaba a mi casa. Que no tengas curiosidad por saber nada de mí. Ven conmigo.

A mí también me gustaba ella. Cuanto más la miraba, más me gustaba. Tendría que habérselo dicho, pero no supe o no encontré la forma de hacerlo.

Suavemente rodeó mi cuello con sus brazos. Eran unos brazos delgados y tenía unas muñecas frágiles y finas, que la pulsera del reloj le estaba holgada. Me rodeó con ellos y dejó en mis labios un largo beso, que ella llenó de vida y de voluptuosidad. Sus labios estaban fríos del champán. Al separarlos de los míos, sopló en ellos como si en vez de besarme hubiera querido separar dos hojas de un libro…

—Dolly, tengo que confesarte una cosa…

Las yemas de sus dedos sellaron mi boca. Una sonrisa melancólica quiso terminar mi frase.

—No digas nada.

Me atrajo hacia sí con suavidad, nos sentamos en el suelo, más cómodo que los sillones, y dejamos las copas sobre el dorado parqué.

Mientras nos besábamos de nuevo con besos que me admiraban tanto como me encendían, quise decir algo, pero sus labios me lo impidieron una y otra vez. Es más, antes de que pudiera yo confesarle nada, ella fue capaz de hacerme esta pregunta brutal:

—¿Tienes preservativos?

Veinte años después de que me la formulara no me parece, ni mucho menos, brutal, habida cuenta de que además me hizo esa pregunta como en un susurro de voz, en un tono mate y sin relieves, como si hubiera querido decir únicamente, «¿quieres un vaso de agua?», temiendo tal vez que con aquella pregunta suya fuera a ir más lejos de donde yo había previsto llegar o quería llegar, o también tratando de evitar que me pareciera una pregunta brutal, como me lo pareció.

No, no los tenía. ¿Para qué los había yo necesitado hasta ese momento?