No puedo decir que la universidad española se portara mal conmigo: en el primer trimestre me hizo marxista-leninista-pensamiento maotsetung y, a la vez, un enamorado clásico, es decir, romántico, desesperado, doliente.
Me pasaba las guardias en blanco, pensando en Lola y en Celeste. La abrazaba en mis fantasías, bebía y comía de sus nombres, los gritaba con todas mis fuerzas en mitad de la noche, ¡Lola!, ¡Celeste!, alborotando a las somnolientas gallinas con mis voces de loco. Me veía a mí con las dos, con Lola y con Celeste, viviendo y durmiendo con ellas, que me aceptaban sin problemas. Me imaginaba un comunismo ideal, un día con una, otro con otra, otro con las dos, sin orden, sin prejuicios, sin fines, con la cama sin hacer todo el día, la cocina llena de cacharros por fregar, ceniceros abarrotados y alguna que otra prenda íntima aquí y allá, por lugares impensados, felices todo el día, pidiéndonos todas las cosas por favor y dándonos las gracias a todas horas.
Pero como ya me daba cuenta de que aquello no podía ser de ninguna de las maneras, decidí que tenía que abordar a una de las dos. ¿A cuál?
Después de dos semanas de trabajo me encontraba al límite de mis fuerzas, porque no dormía. Las noches me las ocupaban miles de embriones y el día lo dedicaba a cultivar mi melancólica tristeza, tan grata.
La granja estaba a las afueras de V., en mitad de unos desmontes que habían dejado de ser campo y no eran todavía solares. Se trataba de un conjunto de naves largas y bajas, ensombrecida cada una por una bombilla de 25 vatios, y tenían un mastín que no guardaba nada, porque ya era viejo y se pasaba el día tirado sobre la gallinaza caliente, durmiendo entre las mantas mal remetidas de su propio pellejo, que le quedaba grande.
El olor del estiércol, que formaba pirámides esparcidas por todas partes, era ácido y repulsivo, y todavía hoy les basta a mis narices detectarlo, por ejemplo, cuando paso en coche junto a algún gallinero, para que se produzcan en mi memoria descargas semejantes a las que a Proust le producía el olor doméstico y envolvente de una magdalena. Es muy cierto que no es lo mismo un montón de basura de gallina que una esponjosa y recién horneada magdalena, pero constato aquí el mecanismo para no tener que dar más explicaciones.
Por las noches las veinte mil gallinas que había allí, cuando no las despertaban mis desgarradoras y enamoradas lamentaciones, metían la cabeza debajo del ala, y los gallineros y las tolvas de pienso, en mitad de la vasta meseta, tenían todo el aspecto de gabarras fondeadas en la desolación y el misterio.
Había un autobús que me dejaba cerca, atravesaba las dunas de una escombrera y, después de otras misteriosas y fantasmales industrias, llegaba a mi destino. Yo encontraba el paisaje desolador, aunque tenía toda la bóveda del cielo para mí solo, cuajada de estrellas hasta el mismo infinito, y eso me confortaba y hacía sentir, en medio de aquella devastación, un romanticismo moderno muy apropiado a mi estado de ánimo, un como si se dijera romanticismo cubista.
En mi trabajo me aburría de oír la radio, de hacer solitarios y de repasar los apuntes de clase. No se sabe bien lo que dan ocho horas de sí en silencio y sin interrupción hasta que no se han pasado.
A veces me dormía, sin querer, y me despertaba a los pocos minutos, sobresaltado, como ese conductor que se duerme sobre el volante.
Un día, a las tres semanas de estar trabajando, hubo un apagón de luz. Por suerte, estaba despierto. Accioné la palanca, como se me ordenó, en el caso «absolutamente remoto» de que aquello ocurriera alguna vez, pero no se encendió piloto ninguno. Probé con otros botones, mientras descargaba patadas al cerebro de las incubadoras y por fin el chivato rojo que tenía que encenderse, después de una lucha cuerpo a cuerpo de diez minutos, se despertó. Veinte minutos más tarde llegó la luz.
A mí me habría gustado que Lola o Celeste me hubieran facilitado las cosas, pero creo que eran ajenas del todo a mis sentimientos. Pensaba en ellas de una manera obsesiva y la sola idea de que yo pudiese alguna vez estrechar entre mis brazos a una de las dos o a las dos, hacía que me olvidara de todos mis tormentos.
Cuando llegué a almorzar, al mediodía siguiente del corte de suministro eléctrico en las granjas, me estaban esperando mi tío Narciso y mi tía sentados en la mesa.
Empezamos a comer en silencio. Sólo se oían los cubiertos en los platos y el ruido de las copas, un fino sortilegio de cristales caros que hacía más inhóspito aquel espacioso comedor.
Nadie decía nada. Por fin mi tío bebió un poco de vino, chasqueó la lengua con suficiencia y abrió la partida que iba a tener lugar:
—¿Pasó ayer algo en las incubadoras?
El primer plato eran alubias blancas estofadas. Recuerdo este detalle absurdo por dos cosas. Por tres. Una, porque me parecía un plato al menos tan inconveniente como la pregunta que se me acababa de hacer. Nunca me han gustado las preguntas retóricas, ni las alubias; dos, porque una de aquellas alubias estuvo a punto de metérseme por los bronquios y ahogarme; y tres porque, como ya he dicho, uno siempre se fija en las cosas más inapropiadas en los momentos de mayor solemnidad, como una detención, un entierro o una ejecución sumarísima. Por ejemplo, la que había dado comienzo en aquel preciso minuto.
—¿Pasó algo? —insistió mi tío Narciso dejando por sentado que su paciencia tenía un límite.
—No, ¿por qué?
—¿Tienes todavía la caradura de asegurar que no pasó nada? ¿Sabes lo que has hecho?
Se me había quedado la boca medio abierta y las gafas se fueron deslizando por el caballete de la nariz hasta quedárseme en la punta.
Yo nunca había visto a mi tío enfadado y la novedad del espectáculo casi me distraía del argumento del mismo, si no fuera porque una vena del cuello estaba a punto de estallarle y también otra justo en la sien.
—¿Sabes lo que has hecho? —tronó desde la cima de su ira.
Después de aquello no me atreví siquiera a sostenerle la mirada y me dediqué a contar las alubias que aún flotaban náufragas en un caldo proceloso.
—¡Di algo, por lo menos! —Y en esta ocasión descargó en la mesa un puñetazo que mandó por los aires las treinta o cuarenta piezas de cubertería y cristalería, y se oyó un tintineo musical muy juguetón e indiscreto.
Se veía que eran hermanos en aquel puñetazo. Los dos, mi padre y mi tío, los daban de la misma manera. Primero levantaban el puño crispado por encima de la cabeza y sólo entonces, cuando estaba en lo más alto, lo descargaban con toda la fuerza sobre la mesa. Los dos lo mismo.
—¡Te has cepillado doce mil huevos! ¡Doce mil huevos y las incubadoras! ¡Medio millón a la basura!
El bis del puñetazo que lanzó cubertería y cristalería al espacio, arrojó mis gafas al plato.
No sé cómo había ocurrido, pero según mi tío yo había, primero, achicharrado toda la pollada, para, acto seguido, someterla a unas temperaturas árticas.
—No puede ser —insinué con timidez.
Decir eso fue acaso peor, porque durante cinco minutos mi tío Narciso no hizo más que repetirme lo de los doce mil huevos. Era evidente que mi tío había perdido ya los estribos, dejó de hablar de pollos y empezó a hacerlo de la juventud y su irresponsabilidad en el trabajo. Gritaba y pedía a voces al único que aún seguía vivo de aquellos dos retratos de plata de la consola que metiera en cintura a la juventud. Gritó que había que tratarnos a la baqueta, único lenguaje que entendíamos, y que íbamos derechos a un régimen comunista, donde no había ninguna alegría en el trabajo ni propiedad privada, como él mismo había podido comprobar en uno de sus viajes por la república de Georgia. Y sin transición en aquel modelo de pieza oratoria, pasó a referirse a Rusia y a las granjas rusas, cosa que hizo con sorna, acordándose él de las pobres gallinas soviéticas que le parecían todas, sin remisión, huérfanas y mal atendidas, como tristes, dijo, y comidas por catarros y piojillo, en la Rusia que tanto nos gustaba, donde estaba demostrado que las pollitas ponedoras tenían una puesta inferior a los países occidentales y los Estados Unidos en un 9,22%. Un 9,22% según el último boletín de las cámaras de comercio.
Me avergüenza confesar, después de veinte años, que la única responsabilidad en el genocidio de aquella volatería nonata fue mía, y me avergüenza haberlo negado. Pero yo creo que tengo una disculpa. Cuando uno es joven resulta muy difícil saber decir sí y no, y lo corriente es que uno se equivoque y diga sí cuando es no y al revés, y también que diga sí o no no tanto por convicción o por atención a la verdad, como para afirmarse uno, pues nada cimenta tanto a esa edad como un sí frente a muchos noes y un no frente a muchos síes. En aquel momento el sí de mi tío, por la potencia y la insultante posición de poder desde donde lo defendía, valía por mil. Yo no tenía otra respuesta que la que le arrojé a la cara, como un guante.
—No, no y mil veces no. Yo no he sido.
¿Qué podía hacer yo, además? Por otra parte sólo eran doce mil abortos, y ¿qué son doce mil abortos de pollo en el universo mundo, pensándolo fríamente?
No eran de esa opinión ni mi tío Narciso ni mi tía María Eugenia. Lo de mi tío era lógico, pero mi tía podía haber actuado de otra manera, que en vez de acudir en mi ayuda durante aquel temporal, no hizo más que echar leña al fuego. «Por supuesto», apostillaba, «claro que sí, Narciso», «pues vamos» o respiraba hondo y el escote se le estremecía jadeante.
A mi tía desde el principio le había hecho poca gracia que el hijo del hermano de su marido, o sea, yo, se hubiera instalado en su casa. Miraba con repugnancia mis pantalones vaqueros, mis camisas, mis zapatos, mi pelo, mi maquinilla de afeitar en el cuarto de baño… Me encontraba poco a tono con lo que eran ella y su familia, los famosos García Olaso, de Bilbao, que anulaban y ensombrecían a cualquier Benavente, incluido su marido, y, por descontado, a cualquier De Juan.
La situación la habían hecho insostenible.
—Me voy de esta casa —manifesté con la arrogancia de un monarca que abdica de la corona.
Ni mi tío ni mi tía se movieron de sus asientos al verme salir del comedor, derecho como un huso. Quizás hubieran ellos provocado aquella salida. Quién sabe. Reconozco, sin embargo, que antes de abandonar la estancia, aquella magnífica aristocracia mía se echó a rodar, pues vuelto a ellos les grité con los puños cerrados:
—Me importas tú y tus huevos una…
En ese momento mi tía ensayó un desvanecimiento y mi tío, con la disculpa de atenderla a ella, que se había desmadejado sobre un butacón, sacudida por un ataque de histerismo, quedó excusado de levantarse y retarme a duelo.
Esa misma tarde metí en la maleta mis Engels, mis Pulitzer y todos cuantos tesoros habían ido enriqueciéndome la impedimenta, salí a la calle y me alejé para siempre de aquel escenario inolvidable.
Desde una cabina telefoneé a Rei. Yo contaba con alojarme en su casa las primeras noches.
Después de arrastrar la maleta por toda la calle Canteros arriba, recorrer entera la de Ventura y atajar por la de Mateos Berrueta, en la Plaza del Ángel me metí en una cafetería.
La cafetería era uno de esos establecimientos espurios que abundaban en V. Había sido antes, y durante cien años, uno de los dos cafés principales de la ciudad. Tradicional, respetable, concurrido, lleno de columnas de hierro fundido y veladores de mármol, divanes rojos y un alto mostrador de cinc donde se erguían los caños de la cerveza de barril con la arrogancia de dos cobras encantadas. Uno de esos viejos cafés con los suelos de madera y ventiladores de aspas, lentas y filosóficas, colgados del techo. Así al menos es como se veía en una fotografía ampliada, enmarcada y colgada en la pared. Sin embargo de aquel viejo café no quedaba nada, si descontamos aquel amarillento daguerrotipo. Tras el mostrador podían admirarse unas docenas de los baratos venenos que en V. pasaban por ginebra, coñac, anís o whisky. El resto lo habían llenado de mamparas de cristal esmerilado color ámbar, habían forrado las columnas de hierro con escayola y habían sembrado el local de taburetes de skay desmesuradamente altos. A esta operación habían tenido el candor de llamarla reforma, como se señalaba en el nombre de la cafetería: «Nuevo Café Central.»
Cuando llevaba yo una hora allí, intentando inútilmente comunicar con Rei cada veinte minutos, entró en la cafetería una mujer bastante mayor, como de unos cuarenta años, que se sentó en la mesa de al lado. Tenía el pelo liso y de color mazorca, algunas pecas sobre la nariz pequeña, fina e intachable, y llevaba un bolso de piel de cocodrilo.
Pidió un café y al poco rato sacó del bolso una pitillera muy bonita que parecía de oro, y de la pitillera un cigarrillo. Sólo al ir a encenderlo se encontró con que el mechero se resistía a darle fuego, y lo dejó sobre la mesa. Luego consultó su reloj y miró hacia la puerta. Parecía esperar a alguien. Después buscó ayuda con los ojos, tropezó con la modesta caja de cerillas que estaba junto a un maltrecho paquete de Celtas cortos, que es lo que yo fumaba entonces, y se quedó indecisa.
—¿Puedo, por favor? —me preguntó distraída, al tiempo que me mostraba su cigarrillo apagado.
Yo mismo encendí la cerilla.
Al aproximarme a ella, pude observarla mejor. Olía toda ella a un perfume primaveral y campestre, mezcla de corteza de limón y almendras amargas.
Le trajeron su café, terminó su cigarrillo y a los diez minutos quiso encender otro. Volvió a repetirse la escena, yo volví a acercarme a ella y pude aspirar, una vez más, aquel frágil e insondable perfume que me franqueaba galerías desconocidas por mí hasta ese momento.
—Perdona —se disculpó, y señalando su lujoso y pesado encendedor de oro, añadió—: Me he quedado sin gas.
—Nos pasa a todos más o menos lo mismo.
—¿Qué?
—Nada. Una frase.
Luego se fijó en mi maleta, que yo había dejado a un lado, y quiso mostrarse afable:
—¿Te vas de viaje?
No supe qué responder y formuló la pregunta de otra manera:
—¿Has venido a estudiar a V.?
Ésa fue la primera vez que nos miramos a los ojos. Su belleza me hizo sonrojar. Su belleza, lo tenue y persuasivo de su perfume, el brillo del pelo, los pliegues de un pañuelo de seda que se anudaba en el cuello… No sé por qué me acordé de Rei. La verdad es que me acordé primero de El graduado, que fue una película que a mí me había impresionado por entonces mucho, con todo aquel morbo de una mujer mayor que se lo hacía con uno muy joven, y las medias cayéndole enrolladas por entre las piernas y los primeros besos… Ese recuerdo duró un segundo. Luego se me vino a la memoria Rei, porque también yo, como él, tartamudeé, sin darme cuenta.
—Perdona —me dijo de una manera que daba por terminada aquella conversación.
—No… Bueno, sí —acerté a decir yo.