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Cuando yo tenía unos seis o siete años, otros chicos mayores que yo me llevaron a un almacén de pellejos. No queríamos para nada los pellejos, pero odiábamos al pellejero. El pellejero se había comprado un Buick de segunda mano. Aquel coche, que la gente llamaba haiga, fue de los primeros que se vieron de esa clase en la ciudad.

Los chicos estábamos deslumbrados. Lo llevaba pintado de azul turquesa con una raya de color rosa, un trozo de mar empaquetado con una cinta de chicle. ¿Podía haber algo más bonito?

El almacén del pellejero estaba a las afueras, frente a unos desmontes. Íbamos allí a escondidas de nuestras familias, que jamás supieron de aquellas excursiones ni tampoco de las batallas campales que manteníamos con los otros chicos de los arrabales vecinos.

El dueño de la pellejería era un hombre fornido y de aspecto feroz, corpulento y alto, casi lo que una puerta, con las mangas de la camisa remangadas, en invierno y en verano, por encima del codo, que se le veía toda la musculatura explosiva. Dejaba el coche como a unos veinte o treinta metros, porque no quería meterlo por el barro, y también oíamos cómo amolaba sus cuchillos entre chirridos escalofriantes. Una mañana nos vio merodear cerca del Buick, curioseándole el salpicadero y la tapicería. Entonces salió detrás de nosotros y nos persiguió a cantazos. Una de esas piedras le dio a uno en la oreja y le hizo sangre. Desde ese día le juramos un odio fiero.

El almacén lo cerraba todos los jueves por la tarde. En aquellos años los jueves por la tarde se hacía vacación en los colegios.

Y eso hicimos. Aprovechamos un jueves por la tarde para vengarnos. Rompimos la tela metálica de una de las ventanas traseras, la doblamos y entramos sin saber bien a qué. Cuando estábamos dentro sentimos el ruido del Buick. Nos precipitamos a la ventana. El pellejero oyó trastear, entró corriendo y me echó el guante a mí, que había sido el más lento en correr hacia la gatera que habíamos abierto. Me apresó por el brazo y me levantó en vilo. Luego me sentó sobre un fardo de pieles de conejo, tiesas y pestilentes, que olían todas a sangre apelmazada y a sal echada a perder. No recuerdo qué me dijo, pero yo noté un reguero calentito derramándoseme por la entrepierna. No dije nada ni aquel ogro notó nada. Nadie notó nada, pero yo había descubierto lo que era el miedo: una como flojedad, una disolución de la capacidad volitiva, al tiempo que un olor acre y salado a piltrafas en estado de putrefacción.

Un eco de todo aquello, incluidos el hedor de los pellejos y el estridente zumbido del asperón, volvió a resonar en mí quince años después, cuando Rei me propuso organizarme en la Juventud Comunista.

Yo aparenté escuchar su proposición con frialdad e indiferencia, como si todos los días le vinieran a uno con parecidas embajadas. Pero no. Sentí el miedo en lo más profundo de mí y la atracción hacia el peligro. «Ya estoy dentro», me decía, y aunque hubiera querido salir no habría podido. No podía dar un paso, ni en uno ni en otro sentido. Más aún, no habría querido. Pero no sólo fue eso. Al miedo se sumó otro sentimiento no menos contradictorio. Pensé: «Qué lástima que la clandestinidad tenga que ser clandestina. Qué pena que el mundo no pueda conocer mi secreto.» Por un lado el propio secreto me espantaba, pero no dejaba de lamentar por ello que no pudiese uno alardear de él para los más diversos fines: desde provocar la admiración de la humanidad y la historia hasta arrancarle a una admiradora un pequeño «olé». Qué le vamos a hacer. Supongo yo que eso es la juventud: no discernir entre el poder y el querer, entre el mundo y su representación, entre lo que se hace por generosidad y lo que hacemos por vanidad, entre ser hombres y ser gallitos de vistoso plumaje.

Hasta aquel momento, en mi relación con Rei y los otros no había vínculo. Podía decirme, por tanto: «Eres libre.» La propuesta de Rei terminaba con aquella situación y me dejaba, de una manera sacramental, no a merced de mi destino, abolido desde ese momento, sino a merced del suyo y del de los otros. O todos o ninguno era la consigna.

El nombre de Juventud Comunista no era nada especial. Los había mejores. Pero, ojo, no hay que confundirlo con Juventudes Comunistas, que era una cosa distinta. Es más, nada podía ofender e irritar tanto a un miembro de Juventud Comunista como que lo tomaran por uno de Juventudes Comunistas, y a la inversa. Si alguien podía despreciar a un militante o un simpatizante de la Juventud Comunista era precisamente un militante o un simpatizante de las Juventudes Comunistas. Cosas de la gramática tanto como de la semántica, si se quiere, pero serias, muy serias. Era, como si dijéramos, toda una cosmología, toda una visión del mundo. Los de las Juventudes Comunistas, más ortodoxos, veían el comunismo con unas antiparras graduadas por Lenin, Marx y Engels. Los de la Juventud Comunista también, sólo que aquellas gafas tenían en ellos estas dos patillas: José Stalin y Mao Tse-tung.

Los de la Juventud Comunista y los de las Juventudes Comunistas a veces se odiaban, a veces se despreciaban, a veces se ignoraban de manera superlativa. En ellos este aborrecimiento, este menosprecio y todas sus indiferencias, eran cosa consustancial y de peso.

Decían los unos de los otros: «revisionistas» y, como un escupitajo, ellos lanzaban un: «chinos».

Los revisionistas se creían más inteligentes, más intelectuales, con una mayor capacidad dialéctica. En las asambleas de facultad o de distrito, la verdad, les liaban a los pobres «chinos» como a ídem, les confundían, hacían que se contradijeran, les llevaban al huerto. En cambio los «chinos», más arrojados y valientes, contaban con la admiración de las mujeres. En las más encendidas soflamas, los «chinos» les retaban: «Basta de hablar. A la calle a ponerse delante de los guardias. No tenéis cojones.» Y así los «revisionistas», que hasta ese momento se habían reído de los «chinos», enmudecían y avergonzados se replegaban a sus casas, porque flojeaban siempre, blandos y clericales, mientras los «chinos» se tiraban a la vía pública a pegar gritos. Los «revisionistas» podían ser más inteligentes, de acuerdo. Pero los «chinos» eran más audaces. Se veía que con el tiempo muchos de aquellos «revisionistas» terminarían de políticos profesionales, de futuros vates de parlamento, elocuentes, ergotistas, cínicos. En cambio, los «chinos» parecían todos soldados de a pie, tropa de las futuras causas perdidas, generosos, ingenuos, esperantistas de la política, ecologistas, pacifistas, palestinistas, saharauianos, carne de manifestación, perros, infelices, chusma.

Mis primeras misiones como simpatizante fueron sencillas. Tenía que verme con Gabriel a solas.

—¿Por qué no hacemos tú y yo esas reuniones? —le pregunté a Rei—. Lo que me tengas que dar, me lo das tú y santas pascuas. ¿Por qué tengo que reunirme con Gabriel?

—No es lo mismo —contestaba Rei—. No hagas preguntas. Eso es la disciplina de partido, el centralismo democrático.

—¿No puedo sugerir nada?

—Desde luego. Pero no servirá.

Gabriel le tomó afición a citarme en un lugar cómodo y accesible. Era un enclave que llamaban La Rubia. Había que tomar un autobús y luego otro, y después seguir todavía andando media hora, hasta dejar atrás las últimas casas de la ciudad, y la civilización, y España.

Lo primero que se veía era una vía muerta que se perdía en el horizonte, con los raíles oxidados y pestilente cenizo creciendo entre las traviesas negras y grasientas del tren. Alrededor no había nada más que yermo, páramo, estepa. En aquel paraje soplaba a todas horas un cierzo áspero y frío, armado de cuchillas. Al lado de la vía, como el punto de fuga del horizonte, se divisaba, diminuta y borrosa, una caseta en ruinas, un apeadero de color ocre. De modo que yo tomaba un autobús, otro, andaba media hora, me ponía en medio de la vía, y, pisando las traviesas de madera, recorría un kilómetro más, hasta llegar a nuestro refugio, nuestro lugar de encuentro, aquel punto en la fuga del horizonte.

Siempre llegaba yo antes. El apeadero por dentro tenía cuatro metros cuadrados de zurullos secos, un enjambre de moscas verdes y metalizadas zumbando sobre las mierdas, y el yeso de las paredes acribillado por inscripciones hechas a punta de navaja, todas de una gran elocuencia, hijas, al fin, de Séneca y Gracián.

Yo esperaba a Gabriel fuera, porque dentro la atmósfera resultaba irrespirable, que parecía un fumadero de opio para vagabundos.

A Gabriel le veía venir de lejos. Venía siempre por el lado contrario de donde yo había venido. Llegaba con las solapas del trescuartos azul marino que no se quitaba nunca levantadas y andares de estevado. Tenía la costumbre de mirar hacia atrás, por si le seguían, metiendo la cabeza entre los hombros también, se conoce que para camuflarla mejor, como un juramentado. Yo me preguntaba: ¿de dónde vendrá Gabriel por ese lado? ¿A dónde se llegará por la vía adelante?

—Gabriel —le acosaba—, ¿qué hay más allá? ¿Siberia?

No le gustaban mis bromas. Despachaba conmigo estrictamente de lo necesario, asuntos siempre de nuestros complots. Lo demás le traía sin cuidado. Sólo le ponía nervioso la posibilidad de ser descubierto.

—Pero aquí —le tranquilizaba—, aquí no hay nadie.

—No estés tan seguro. —Y oteaba el vasto pedregal con ojos de pastor soriano, examinando la lejanía, sospechando emboscadas y asechanzas fatales.

—Me cago en Soria —mascullaba.

Cuando terminaba de inspeccionar el lugar, se metía la mano en las profundidades de su trescuartos y sacaba no sé de dónde un paquete vendado en pesados y descomunales papeles de estraza verdusca, me revelaba dónde tenía que entregarlo, y nos volvíamos andado por la vía.

Con Rei siempre hablaba de todo un poco, algo de cine, un artículo del periódico, de esto, de lo otro. Con Gabriel, imposible. No contestaba. Se quedaba callado. Se levantaba las solapas del tabardo, metía las manos en los bolsillos y la cabeza entre los hombros y nadie era capaz de arrancarle una palabra.

Yo le animaba.

—Descansa un poco. Toma un cigarro.

—No fumo. Tengo que irme. —Y apretaba el paso.

Al llegar a las primeras casas, de vuelta, me abandonaba y desaparecía volviendo cada poco la cabeza hacia atrás, escupiendo un «me cago en Soria» que le provocaba el frío polar o, quién sabe, quizá, mi presencia.

Yo entregaba mi paquete, casi siempre en la calle Simancas, y luego me olvidaba de todo.

En una ocasión le insinué a Rei:

—Tengo que hablar contigo de la propaganda.

—¡Calla! No quiero saber nada —me atajó nervioso—. ¿Es así como cumples las normas de clandestinidad? No me cuentes nada, yo no sé nada, no sé nada. ¿Qué propaganda? ¡Yo no sé nada de ninguna propaganda! Yo estoy al margen de todo.

Habría querido preguntarle a Rei cómo era que Gabriel me citaba a cinco kilómetros de V. para pasarme la propaganda a mí, para que yo a mi vez le dejara la propaganda a él, a Rei, deslizándola por un agujero que había en la pared de detrás del jardín de su casa, si por otra parte seguíamos viéndonos todos en casa de Gabriel una vez por semana y podía pasársela directamente Gabriel a Rei. Pues no. Tuve que resignarme a ignorar por qué era aquello. Aún hoy sigo sin haberlo adivinado.

En las reuniones que teníamos los cuatro, Gaztelu, Gabriel, Rei y yo, estudiábamos las posibilidades que había en todo momento de hacer una huelga. Primero una huelga normal por las tasas académicas o la calidad de la enseñanza, y luego una huelga contagiosa que preparase la definitiva huelga general política, que es a donde queríamos llegar.

—Tenemos que conocer mejor a todo el mundo. Hay que trabajar con la gente —dictaminó Gabriel—, mezclarse con ella, acostumbrarlos a nosotros. La gente debe vernos como estudiantes modélicos, admirarnos, imitarnos.

Rei y yo no volvimos a ponernos juntos en clase.

Yo comencé por sentarme en la primera fila y en la segunda, con gran perplejidad de sus habituales ocupantes, en su mayoría chicas que me estudiaron con desconfianza, intrigadas por mis intenciones.

En la clase había gente de muchas partes de España. Éramos todos nuevos en la universidad y la mayoría de nosotros nuevos también en aquella ciudad, de manera que estábamos un tanto acobardados y nos mirábamos con timidez.

Había, sobre todo, muchos vascos. Los vascos entonces no tenía universidades que no fueran de los jesuitas o de los curas y venían a V. a estudiar.

Siempre me han gustado los vascos. Me gusta cómo hablan, suprimiendo preposiciones y haciendo una sintaxis astillada y caótica, cómo ponen delante lo que va detrás y detrás lo que tiene que ir delante, y esos condicionales imposibles, pero más razonables que nuestro subjuntivo. Todo eso me gustaba, y lo mismo su acento, que me recuerda siempre la dulzura del acordeón y los desafinos de un chistu.

No sé por qué razón cuando se oye hablar a un catalán la gente se fía poco, seguramente porque es una lengua más propicia que otra para los negocios ventajosos y para contar el dinero. En cambio, cuando uno oye hablar a un vasco tiene la tranquilidad de que lo que le están diciendo es de verdad, porque resulta escueto, duro, elemental, como cortado con hacha. Se dirá que este tipo de apreciaciones generales no conduce a ninguna parte. Estoy de acuerdo. No conducen a ninguna parte, pero todo el mundo tiene derecho a tener éstos u otros prejuicios parecidos y la vida sigue sin que pase nada, porque sin prejuicios no habría vida ni personas ni novelas ni nada.

Lola y Celeste eran vascas. Otra manía mía si se quiere. Por ejemplo, las levantinas tienen casi todas los ojos saltones. Basta con haber pasado una mañana en Valencia para constatar este hecho. ¿Por qué razón tienen tendencia a que los párpados contengan a duras penas el abultado globo ocular? No lo sé, pero los tienen. Unos ojos clásicos quizá, verdes, como los de la princesa Nausica de Homero. Unos ojos tiernos, de ternera. Al que le gusten los ojos saltones, bien, pero al que no le gusten, ¿qué? La mayoría de las vascas que he conocido tenían siempre una nariz fina y una cara fina, pero eran anchas de caderas y tenían el culo gordo, como las pantorrillas. Y digo lo mismo que de los ojos. Al que le vayan las caderas anchas, como ancas de yegua, y las pantorrillas gordas, bien, pero a los que no, ¿qué pasa?

Por fortuna ni Lola ni Celeste tenían las caderas anchas ni la cara afilada, quizá porque eran vascas sin serlo. Es decir, habían nacido en Álava, pero de padres que no eran vascos ninguno de los dos.

A mí me parece que eran las más guapas de clase, de modo que empecé mi trabajo por ellas. Me senté primero al lado de Lola.

—Me llamo Lola —me declaró muy simpática— y aquélla es mi hermana. Se llama Celeste.

Lola levantó la mano en el aire para llamar la atención de su hermana.

Las dos hermanas eran muy diferentes una de la otra, pero se llevaban bien. A Lola, la pequeña, le gustaba mucho su nombre, e incluso ella misma, según me confesó, se encontraba cara de Lola cuando se veía en el espejo. En cambio a Celeste no.

Tenían las dos una boca grande y sensual, pero no se parecían en nada más. En todo lo demás eran opuestas, tanto física como moralmente.

Lola era baja y Celeste alta. Lola era morena, con el pelo negro, ondulante, y unas cejas flamencas sobre unos ojos oscuros y prometedores, lo mismo que sus largas y eléctricas pestañas, que insinuaban siempre cosas como «sí», «ven», «otro día».

Celeste no. Celeste era toda un enigma, un silencio, un misterio.

Lola parecía mayor de lo que era. En cambio, Celeste era lo contrario: resultaba más joven, no le gustaba su nombre y era rubia con los ojos verdes, o azules o grises, según. A mí me parecían unos ojos peligrosos y modernistas. No parecían hermanas.

Celeste era un nombre muy raro y se lo dije.

Ella también lo odiaba. Lo encontraba un agravio que le había hecho en la pila bautismal su madrina, que era una tía suya. Esta tía se llamaba Deme y había querido resarcirse de llamarse Demetria, poniéndole a la sobrina Celeste.

En cuanto al carácter tampoco tenían las dos hermanas mucho más en común. Lola tenía un carácter vivo y nervioso. Celeste, por el contrario, era una mujer fría, lo cual no quiere decir que no fuese simpática, que lo era y mucho con todo el mundo. Tenía siempre una sonrisa en los labios y una frase oportuna, atenta y agradable. Pero era fría.

Lola parecía temperamental, apasionada y generosa y, por lo mismo, terreno abonado para los desengaños y las noches en blanco. Lola habría hecho bueno aquello de Pavese de que «la mujer es un hombre de acción». Era, en definitiva, una criatura exterior. Celeste no.

Celeste conocía una vida emocional estable, y mientras a la pequeña se le habían contabilizado dos o tres docenas de amigos a los que ella misma había ido llamando sucesivamente «mi novio», la mayor llevaba esos asuntos en el más absoluto de los secretos.

Yo me hice amigo de las dos el mismo día. Me gustaba mucho cómo hablaban, que en eso sí que eran vascas del todo y muy iguales. Tenían las dos un timbre de voz parecido, cálido y grave, con un deje nasal que yo encontraba voluptuoso. Se las podía confundir por la voz. A veces me llamaba Lola y yo creía que había sido Celeste. Otras veces ocurría al revés. Esto me gustaba mucho, incluso me excitaba imaginarme que era Lola la que me hablaba cuando estaba con Celeste, o era Celeste en la que yo pensaba cuando hablaba con Lola.

Al principio yo no era capaz de sospechar siquiera lo que significaba todo este lío, pero cuando me di cuenta de que lo peor no era eso, pensar en una cuando estaba con la otra, sino pensar en las dos cuando no estaba con ninguna de las dos, entonces fue cuando tuve que reconocer que quizá me hubiera enamorado de las dos.

Mis noches empezaron a poblarse de fantasmas. Me despertaba soñando con una y pronunciando el nombre de la otra, en brazos de Celeste cuando llamaba, en sueños, entre sudores fríos, a Lola.

Había tardado en darme cuenta de mi enamoramiento exactamente veintiún días, los mismos que tarda en incubarse un huevo.

Y viene esto a cuento de lo siguiente. Después de no sé cuántas tentativas infructuosas, conseguí que mi tío me encontrara al fin una colocación como vigilante nocturno en las incubadoras de sus granjas. Justo cuando ya empezaba yo a desconfiar, llegó y me dijo:

—Empiezas mañana a trabajar. Entras a las once y sales a las ocho.

Mi trabajo era cómodo y consistía en comprobar que la temperatura que recibían las bandejas fuese constante. Estas bateas eran grandes y cabía en cada una gran cantidad de huevos.

No tenía nada que hacer en toda la noche más que vigilar la luz de unos cuantos pilotos. Verdes, ámbar, rojos. Todo muy sencillo.

Empecé a trabajar un domingo que llovía a mares.

Pasaba mis guardias en un cuartucho anejo a las incubadoras. Allí no había un camastro, pero sí un desvencijado y cómodo sillón al que se le salían los muelles por los fondos, y un transistor lleno de polvo que me acompañaba muchas horas.

Mi única obligación consistía, pues, en no quedarme dormido. Para mí aquello no resultaba difícil.

Aunque a veces las cosas no son lo que parecen.