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En menos de quince días, Rei y yo habíamos hablado ya de muchas cosas. Él había estudiado dos cursos de Medicina, había descubierto que ser médico no le gustaba, y se había pasado a Filosofía. Era, por tanto, alguien con más experiencia que yo. Nos sentábamos juntos en clase y después de clase nos marchábamos a tomar unos vinos, que era la costumbre. A veces solos, a veces en compañía de otros.

Al mes y medio de conocernos me dijo:

—Quiero presentarte unos amigos míos. Tenemos un grupo de trabajo.

—¿Eso qué es?

—Nos vemos de vez en cuando, hablamos de la situación actual, nos pasamos libros, discutimos.

—¿De política? —pregunté.

Ésa era una palabra peligrosa.

—Sí, ¿por qué no? También de política, de la universidad, de economía.

—De acuerdo, llévame. Preséntame a esos amigos tuyos.

Estaba desconcertado, sin saber qué pensar. Era como advertir el peligro, sin poder apartarse de él, mirar el fondo de un precipicio y no atreverse a dar un paso atrás por temor a que ése, el paso del miedo, fuera justamente el que te llevase al abismo.

A los amigos de Rei les conocía de vista, de haberme tropezado con ellos en los pasillos de la facultad. Uno se llamaba Gaztelu y el otro, Gabriel Tejero. La primera reunión a la que Rei me llevó tuvo lugar en la casa de los padres de Gabriel.

—Éste es el nuevo —informó Rei.

Ni Gabriel ni Gaztelu me tendieron la mano. Me dijeron hola, nos sentamos y Gabriel tomó la palabra.

Gabriel era una persona rara, un rigorista. Hablaba siempre en voz baja, y por lo que pude ir constatando con el tiempo hacía muchas cosas al revés que todo el mundo. No le gustaba nada de lo que nos gustaba a los demás. Por ejemplo: escribía con la izquierda, no fumaba, no bebía nunca, no iba al cine jamás, no salía nunca por la noche, nada. Sólo le gustaba tocar el violín. Yo no lo oí nunca, pero según Rei tenía concepciones musicales muy personales y estrictas. Usaba el violín únicamente para interpretar en él unas versiones inquietantes y poco humanas de la Internacional y otros himnos revolucionarios que elevaban su moral y exaltaban su ardor combativo. Tampoco se reía nunca. La única expansión que se permitía era una muletilla que repetía siempre y para todo: «me cago en Soria», que me parece que era de donde era él.

Gabriel hablaba con decisión. Tenía las ideas claras y todo el aspecto de ser una persona no sólo enteca sino glacial. A los diez minutos desapareció en una de las habitaciones de la casa y volvió con unas hojas ciclostiladas, que repartió y glosó. Decía: «Aplicando las enseñanzas del materialismo dialéctico y tras una larga etapa de autarquía y otra, más corta, de oligarquía financiera, a España le queda muy poco para dar el gran salto. Cinco, siete, diez años a lo sumo.» O bien: «La burguesía, exhausta por las continuas y valientes acometidas del proletariado y el campesinado» (porque era raro que olvidara al campesinado), «la burguesía tendrá dos opciones a corto plazo: o un pacto de clase con la vanguardia comunista o resignarse a desaparecer».

La reunión duró dos horas. A las dos horas nos quitó de las manos las hojas, desapareció de nuevo y al volver nos despidió:

—Hasta el jueves que viene.

En la calle, Rei me sondeó:

—¿Qué te ha parecido?

—¿La reunión?

—No. Gabriel. Es magnífico. Es inteligente y no conozco a nadie tan preparado como él para la política. ¿Te has dado cuenta de los análisis que hace? No falla nunca.

—¿Tú le admiras mucho?

—Cuando le conozcas más, tú también le admirarás.

Después de esa reunión, acompañé a Rei dando un paseo.

Rei vivía en una casa vieja de la calle Simancas. Era una de las pocas casas de dos plantas, con jardín y cochera que quedaban en la parte decimonónica de V.

El jardín lo tenía detrás y era pequeño, umbrío y triste, encajonado entre otras tres casas, a las que servía de patio de luces. Algunas yedras trepaban con dificultad por las paredes rojas de ladrillo y dos negras acacias lo miraban todo como viejos que, comprendiendo el mundo, no quieren saber nada de él. No era un jardín romántico, sino descolorido, con tierra pisada y dura y algunas malas hierbas que salían aquí y allá, a corros o en los rincones.

Su padre era militar, coronel y director del hospital. Rei hablaba de él con admiración. «No es como los demás militares», aseguraba.

Rei era el undécimo de dieciséis hermanos. Esto sorprendía y desconcertaba tanto que el propio José o Pepe, como se le llamaba a veces, se veía siempre en la obligación de repetir la cifra.

Con tantos hermanos la casa se asemejaba a una colmena. Había a todas horas en ella una gran actividad, los que entraban, los que salían, unos que se marchaban a hacer la mili o volvían casados, con más mujeres y más hijos, las chicas que hablaban todo el día por teléfono con los novios, los pequeños que se sacaban los ojos y se mordían en las orejas, sin contar con los invitados que todo el mundo se creía con derecho a traer a comer, a pasar un fin de semana, a estudiar…

Yo le había dicho a Rei que en casa de mi tío Narciso era imposible estudiar, por el griterío constante, y él me propuso:

—Vente a la mía.

—Pero en la tuya será peor —le recordé.

—No, porque yo tengo un cuarto especial, donde no se oye nada. Te puedes incluso quedar a cenar algún día, si quieres, y a dormir.

—¿No dirán nada?

—No. En mi casa todo el mundo hace lo que le da la gana.

Era verdad. Rei había obtenido de su padre el permiso y había adecentado uno de los trasteros, que convirtió en su cuarto. Prefería eso a compartir una habitación mejor con dos de sus hermanos.

Aquel trastero estaba independiente de la casa, en un anexo que en su día debió de ser la casa de los porteros y que ahora habían convertido en una lechería y en vivienda de los lecheros. De esa pequeña dependencia habían segregado dos cuartos, para almacén de trastos viejos. Uno era el de Rei. Se podía llegar a él bien cruzando por el jardín, bien por un costado, por una puerta verde que daba a un callejón situado a espaldas de la calle Simancas.

Entramos y nos sentamos los dos en el suelo, sobre unos cojines. Rei lo tenía todo en el suelo, la cama, los libros, una lámpara. Todo.

—¿Qué música te gusta? —me preguntó de improviso.

Nos hacíamos preguntas como aquélla, a bocajarro, por la necesidad de reconocernos y no perder el tiempo en más rodeos.

Fue un descanso para los dos descubrir que nuestra afición a la música marchaba, como quien dice, de consuno, igual que nuestras lecturas.

Las lecturas de Rei, en cambio, marchaban mucho más adelantadas que las mías. Si yo había leído un libro de éste o del otro, él había leído cuatro, y yo creo que con más aprovechamiento.

Por ejemplo. Un día le abordé:

—¿Tú entiendes algo de El Capital?

Por aquel entonces tenía yo un gran complejo porque había leído parte de ese libro, con mucho esfuerzo, y no entendía nada.

Tardó en darme una respuesta, pero al fin se decidió.

—Sí. No es difícil. No es fácil, pero tampoco es difícil. Por otra parte lo que quiere decir Marx…

Y Rei se remontó a la historia según la cual los comerciantes medievales ingleses recorrían los pueblos galeses llevándoles lanas y telares a los lugareños, para pasar meses después, cuando el trabajo estaba realizado, a recoger las piezas de tela manufacturada y los telares, tras haberles pagado un salario de hambre, fijando así y para siempre los pilares del capitalismo, lo que se conocía con el nombre de verlagsystem, que no había que confundir con el domestic system, que era un sistema parecido, pero que no tenía nada que ver.

Fueron desde luego días muy provechosos. Y así fue también como me explicó Rei las diferencias que existían entre una sociedad feudal y otra industrializada, y cómo las revoluciones se llevaban a cabo en los países industrializados y no en los feudales, y por los obreros y no por los campesinos; eso era algo que no fallaba, si bien las únicas revoluciones que se habían producido hasta la fecha, según pudimos comprobar, habían estallado en países feudales, como Rusia y China, y no en países industrializados, y las habían protagonizado los campesinos y no los obreros, aunque todo esto por otras causas, cosa que quedaba perfectamente explicada gracias al materialismo dialéctico, cuyos orígenes se remontaban a Demócrito de Abdera y a los famosos presocráticos, hasta llegar a Feuerbach y a…

Desde luego, Rei tenía muchas más lecturas que yo, aunque no tantas como Gabriel, que era el que en nuestras reuniones se ocupaba de las cuestiones intrincadas y abstrusas, es decir, cuestiones a un tiempo abstractas y a un tiempo obtusas, como, por ejemplo, «el desarrollo desigual y combinado», sin el cual no era fácil dar un paso en el terreno siempre árido de la revolución.

Desde ese primer día, yo adquirí la costumbre de pasarme por casa de Rei a menudo, porque no quedaba lejos de la de mis tíos.

Llegué a tomarle cariño a aquel cuchitril donde Rei tenía metido un camastro de campaña y la estantería hecha con tablas y ladrillos, y las paredes de negro y también el techo, que lo había pintado todo así para acentuar, quién sabe, lo que tenía de cueva aquel lugar.

Un día le pregunté a Rei si no conocía a ninguna chica y si no tenía amigas.

Fue la primera vez que Rei y yo hablamos de mujeres. Después de casi dos meses era la primera vez que íbamos a abordar una materia para mí tan inexplorada.

A pesar de su facilidad de relación, Rei era tímido. Se ponía colorado por cualquier cosa, lo que resultaba un tanto ocioso, porque el ser pelirrojo le absorbía la mitad de su rubor. Su fisonomía era la de un emperador romano, a un tiempo mórbida y dura. Tenía esas dos cualidades juntas. Era dulce y brutal al mismo tiempo, igual que sus ojos, que eran azules y fríos a la vez que brillantes y tiernos. A las chicas les gustaba Rei. Con ellas, Rei se ponía colorado y tartamudeaba algo, y eso a las chicas les gustaba, porque les parecía muy delicado que a alguien de aspecto tan rudo no le importara mostrarse sensual e inseguro.

—He tenido —me confesó— tres novias fijas.

Para él novias significaba que habían sido historias importantes, y fijas, que se había acostado con las tres.

Yo tuve que confesarle que no había tenido hasta el momento ninguna novia, pero que no lo descartaba y que desde luego me gustaría que también fuera fija.

—¿No te has acostado nunca con una mujer? —me preguntó con los ojos desmesuradamente abiertos.

Esta vez el que se puso colorado fui yo.

En cambio, él admiraba que yo fuera a trabajar en una fábrica. Incluso creo que me habría pasado una de sus novias para que me acostase con ella, si a cambio hubiera conseguido el puesto que me había prometido mi tío.

—En China —me informó con admiración— todos los estudiantes trabajan la mitad del tiempo en el campo o en las fábricas y la otra mitad estudian.

—Eso será en China —contesté—, pero aquí mi tío Narciso no quiere encontrarme esa colocación.

Y era verdad. Era como si se hubiera olvidado del trabajo y de mí. Se lo preguntaba todos los días. Pasaba el tiempo, habían pasado casi nueve semanas y yo seguía sin trabajo. Cada día me agobiaba más y más aquella casa, mi tío, mi tía, las dos fotografías en sus marcos de plata, la cocinera loca, los niños, todo. Envidiaba a Rei. Entraba y salía de su casa a la hora que quería. Nadie le decía nada, nadie le echaba en falta nunca. La libertad de la que él disfrutaba ponía en evidencia el régimen semipenitenciario en el que vivía yo.

Mi tía María Eugenia no hacía más que preguntarme a todas horas «con quién sales, con quién vas, a dónde, por qué, cuánto tiempo».

Me fiscalizaba:

—¿Cuándo vas a volver?

Yo, evasivo, burlaba su curiosidad.

—Luego.

—Luego, ¿a qué hora? ¿Con quién vas? No llegues después de las diez y media.

Era un círculo del que no podía uno salir: yo vivía en casa de mi tío Narciso, porque ésa era la única manera de recordarle que estaba allí esperando un trabajo, y que si no trabajaba, no tenía dinero, y que si no tenía dinero, ¿cómo podía irme de aquella casa, si no tenía dinero y quería pagarme mi carrera?

Además: ¿podía acaso leer con tranquilidad mis libros, mis queridos y secretos libelos?

Un día encontré a mi tío en mi cuarto, fisgando por aquí y por allá, espiando. Con todo lo grande que era su casa, me habían puesto en una cuarto absurdo, en medio del pasillo, lleno de trastos absurdos, como mantas, maletas, la tabla de planchar y dos cestas de mimbre.

—Estaba —se justificó nervioso cuando le sorprendí—, estaba mirando por curiosidad qué libros te gustan. Cuando tenga que hacerte un regalo, sabré qué te gusta leer.

Mi tío Narciso era insuperable. Caía siempre de pie, como los gatos.

Había también un problema añadido. Rei y Gabriel empezaron, cada vez con mayor frecuencia, a pasarme propaganda ciclostilada. Eran séptimas y octavas copias en papel manila donde resultaba imposible leer nada, porque el calco de carbón lo emborronaba todo como si fuese un ectoplasma. Aquello ya no era lo mismo que un libro. Era material inflamable. Para mí empezó a ser más difícil esconder aquellos panfletos que descifrarlos.

Estaba convencido de que un día terminarían por encontrarlos.

No me quedaba más remedio que marcharme de allí.

Se lo adelanté a Rei.

—Vente a vivir aquí durante un tiempo. Nadie se dará cuenta. Yo te traigo comida de la cocina.

Me habría gustado, pero no podía ser.

—Bueno. Sabes que siempre tienes esto. Aguanta. Quizá tu tío termine dándote ese trabajo. Por cierto, ¿tú querrías formar parte, como simpatizante, de nuestra organización?

—¿Qué organización? —la pregunta, aunque la esperaba, me cogió por sorpresa.

—La nuestra.

—¿Cuál? ¿En la que estáis Gaztelu, Gabriel y tú? Yo creía que ya formaba parte de ella.

—Pues no, todavía no formas parte de ella.

—Yo creía que sí.

—No. Teníamos que estar seguros de ti.

—¿Y ahora lo estáis?

—Ahora sí.

Todo era un juego de espejos, todos desconfiábamos de todo, todos nos estudiábamos.

—¿Y por qué tengo que ser primero postulante?

—Simpatizante.

—¿Por qué?

—Son las normas. Luego serás militante.

—Bien, ¿qué tengo que hacer?

—De momento, nada.

—¿Y luego?

—Poca cosa: ir a las manifestaciones, pasar propaganda, repartirla por los buzones, cumplir las normas de seguridad y de clandestinidad, hacer carteles, asistir a las reuniones de célula, no mucho. Y cotizar.

—¿Cotizar cuánto?

—Una cosa simbólica, para pagar la propaganda. Cien pesetas.

—Es poco, sí. De acuerdo.