Fueron varias las razones por las que me fui a vivir a V.
La más importante, pero no la única, era porque en V. había universidad. También fue porque en V. tenía unos tíos, un hermano de mi padre y otro de mi madre.
El hermano de mi madre, después de haber dado tumbos por quince o veinte empleos, había ido a parar a una destartalada oficina de cobro de impagados y morosos. Se llamaba Pepe y se apellidaba De Juan, por lo que unos le llamaban Pepe y otros creían que se llamaba Juan. Lucía un bigotito de Fígaro y escribía dramas en verso a lo Zorrilla, dramas que recitaba cuando le dejaban. Era un hombre divertido, con un humor excelente a todas horas, inofensivo y disparatado. Es verdad que estaba algo loco, pero la suya era una locura sumamente distraída que no hacía daño a nadie, ni siquiera a él mismo.
Yo quise irme a vivir a casa de este tío, pero mi padre dijo que no.
Mi padre, que venía de una familia mejor que la de mi madre, se avergonzaba de todos y cada uno de nuestros parientes pobres.
Mi familia paterna se apellidaba Benavente y la materna De Juan. Los Benavente eran alguien, como sabía todo el mundo. Los De Juan, en cambio, y el tío Pepe en particular, según mi padre, no pasaban de ser unos trapisondistas. Resultaba problemático adivinar lo que trapisondista y trapisonda significaban para mi padre, pero eran esos unos arcaísmos que aplicaba a todas las cosas y personas que no le eran simpáticas, y mi tío Pepe saltaba a la vista que no se lo era en absoluto. Por esa razón Antonio Benavente, es decir, mi padre, se opuso a mi madre, Angelines De Juan, y a mí mismo, Martín Benavente De Juan, para que un Benavente se mudara a vivir a casa de un De Juan.
A cuenta de eso hubo unas discusiones agrias en casa. A mi madre el desprecio de mi padre por toda la familia de ella le parecía una vejación, pero terminaba siempre por doblegarse, como yo mismo, a la autoridad paterna, que era, en ese y en todos los demás terrenos, de sátrapa. Para mi padre estaba decidido que un hijo suyo no podía irse nunca a vivir con un cobrador, y así lo acaté, si bien mi madre nunca dejó de sostener, con aplomo inexorable, que su hermano no era cobrador, sino gestor administrativo.
El otro tío era el tío Narciso, el hermano mayor de mi padre. Todo lo mal que se llevaba mi padre con su familia política, se llevaba bien con la propia. Para mi padre lo que dijera o dejara de decir su hermano mayor Narciso era precepto sagrado. Narciso le sugirió: «Mándame al chico», y para mi padre no hubo más. Así fue como quedó decidido que yo me iría con el tío Narciso.
El día 3 de octubre tomé un expreso para V.
El tío Narciso no vivía lejos de la estación. Ni siquiera tuve que utilizar los servicios de un taxi, de modo que me encaminé hacia allí andando, con la maleta en la mano, lo cual no fue una buena idea, pues cada cinco metros tenía que pararme, ya que pesaba la impedimenta dos veces mi propio peso, y las manos se me hincharon como botas de cargar con ella.
Cuando pienso hoy que la mayor parte de la carga se debía a libros de Engels, de Freud o de Tamames, y a voluminosos manuales sobre las colectivizaciones agrarias y revueltas campesinas en la Baja Andalucía a finales del siglo XIX, me enternezco, si no fuera porque, veinte años después, eso mismo supone una indiscreta mortificación.
Quién me había iniciado en tan amenas lecturas, es cosa difícil de determinar aquí. Seguramente la época. Esos libros los daba la época, como cierto abrigo, cierto grado de humedad y algo de sol hacen crecer las setas en un suelo propicio. La época, y también un elevado número de misas con guitarra en San Efrén, la única parroquia que había en mi pueblo cerca de unas chabolas. Ése era el proceso. Así es como llegaba un joven de diecisiete años hace veinte a Carlos Marx y a Castilla del Pino, y en mi caso a la casa del tío Narciso.
Ésta era grande y alborotada. Vivían en ella mi tío, mi tía, ocho niños entre los seis meses y los catorce años, una muchacha y una cocinera vieja, loca y sin dientes que terminó acusándome, cuando yo ya no vivía allí, de haberla dejado embarazada.
Mi tío Narciso era un veterinario que se dedicaba sobre todo a los negocios. Tanto como para hacer dinero, poseía una técnica infalible para hipnotizar gallinas, además de dos o tres granjas y una fábrica de piensos compuestos.
Las gallinas las hipnotizaba por fantasía, como también hipnotizaba a las personas a veces. Lo hacía casi siempre en las sobremesas. Era como una tradición después de la comida que tenía lugar una vez al año y en la que se reunían todos los Benavente, que el tío Narciso hipnotizara a alguien y le diera órdenes para que éste las ejecutara ya en estado consciente. Se trataba siempre de disposiciones extravagantes y ridículas, como ponerse a cuatro patas y ladrar o limpiar con la lengua el plato del vecino. Hipnotizaba por lo general a los más pequeños. También hipnotizó una vez a un camarero. Cuando lo tuvo hipnotizado, le traspasó con el alfiler del broche de una señora la papada, sin que el camarero notara ningún dolor. Cuando se lo contaron después del trance, aquel hombre armó una gresca terrible y quiso clavarle un cuchillo al tío Narciso. Mi tío empalideció y no pudo evitar que la comida se le indigestara.
Para el tío Narciso todas aquellas actividades frenopáticas no eran pasatiempos ni curiosidades recreativas, sino muy sesuda psicología aplicada. Se consideraba un intelectual y se hacía llamar doctor, por lo que mucha gente creía que era médico y no veterinario.
Los primeros días me dediqué a reconocer el terreno, en general, y a observarle y estudiarle de cerca a él, en particular, siempre que podía, pues se pasaba la vida de viaje.
Montaba granjas de pollitas ponedoras en lugares extraños como Luanda, Costa de Marfil o Venezuela, donde siempre conseguía hacerse amigo de dictadores y de caciques locales, a los que seducía con sus dotes de hipnotizador y brujo. Estos magnates de la pollita ponedora le correspondían con gratitud y le regalaban colmillos de elefante, pieles exóticas y tallas y máscaras de ébano. Mi tío volvía de estos viajes como un merchán y mi tía María Eugenia, que se las daba de decoradora, esparcía aquellas mercaderías por habitaciones y salones con un gran sentido del efecto. Por esa razón la casa tenía un algo de bazar, con tanto y tan variopinto género que mi tía se encargaba de enriquecer con lo que ella, de su cosecha, le compraba a los anticuarios de V., como los dos grandes dogos de porcelana de la entrada o la panoplia de terciopelo rojo con tizonas y floretes.
Aquél era mi nuevo hogar.
De modo que la universidad y la familia fueron algunas de las razones que yo tenía para irme a vivir a V., pero no eran las únicas. Hubo otras más íntimas, y al menos una, que me cuidé mucho de participársela a nadie, tenía para mí rango de razón vital.
Cuando el tío Narciso le dijo a mi padre «mándame al chico», yo puse una condición.
—De acuerdo —advertí—. No me voy a un colegio mayor ni me dejáis ir con el tío Pepe. Me tengo que ir con el tío Narciso. Conforme. Pero que el tío Narciso me consiga un trabajo en V. Él puede colocarme en cualquier parte. Si quiere que me vaya con él, que me busque algo. Quiero pagarme la carrera.
Mi padre recibió aquella idea alarmado.
Como lo conocía bien, le dejé desahogarse y cuando hubo terminado, volví a la carga:
—No hay nada malo en que yo quiera trabajar y estudiar al mismo tiempo. Si puedo hacerlo, ¿a ti qué más te da?
Como mi padre no supo contestar a esta pregunta, telefoneó a su hermano.
A mi tío en cambio no le pareció mal. Siempre hacía lo mismo. Daba la impresión de que él podía arreglar todos los problemas, como si escondiera un as en la manga. Era formidable. Un cruce perfecto entre mago y jugador de ventaja. Se sentía primogénito y ejercía de ello. Luego se desentendía de todos y de todo, y seguía a lo suyo. Como no me fiaba, hablé personalmente con él:
—Vale. Yo viviré con vosotros, pero tú me das un trabajo y me pagas igual que a uno de tus obreros. A trabajo igual, salario igual.
—¿Lo has oído? —gritó mi padre a mi madre—. ¿Lo has oído tú? «A trabajo igual, salario igual.» ¿Quién le ha metido esas teorías en la cabeza? —Y levantaba los brazos al cielo.
De la vida y de la lectura de aquellos libros que durante unos años me acompañaron a todas partes donde iba, yo había sacado ya mis propias convicciones y tenía mis propios ideales.
—Quizá —le confesé a mi madre cuando ésta trató de borrarme con sus lágrimas unas opiniones que según ella jamás habían entrado en la familia, ni por la puerta de los De Juan ni por la puerta de los Benavente—, quizá sea una ilusión. ¿Y qué? ¿No tiene el tío Narciso la ilusión de hipnotizar a todo el mundo?
Y la mía era ésta: yo estaba sinceramente convencido de que pagando mis estudios con el sudor de mi frente contribuía tanto a remediar las injusticias sociales en el mundo como a una más pronta llegada del comunismo a España. Porque una cosa era segura: el comunismo acabaría por llegar a España y yo lo recibiría en una fábrica. Eso por descontado.
Y así fue como me instalé en casa del tío Narciso.
Pasaron las dos primeras semanas, pero mi tío no dio señales de haberme encontrado ya la colocación prometida. Yo no hacía otra cosa que decirme: «Me han engañado. ¿Para qué me ha traído aquí?», y empecé a sospechar que mi padre y su hermano en combinación, es decir, los Benavente, me la habían jugado, los mismos entre los que gozaba fama de exaltado y violento. Por ejemplo: a los dieciséis años ya tenía el convencimiento firme de que el hombre provenía, por vía evolutiva, del mono, de los primates, según había leído en un libro de bolsillo publicado en una editorial de toda solvencia. Así lo había leído y así lo expuse en el transcurso de una de las comidas anuales con la familia de mi padre. La risa que les causó aquella teoría mía tiró a todos, tíos, padres, primos y abuelos por el suelo, mientras se desternillaban entre las sillas: «¡Qué risa! —decían—. ¡Qué ocurrencia más buena! ¿A quién ha salido este chico?», y no podían contener las lágrimas ni las carcajadas ni los hipidos que les sacudían el pecho. Incluso el tío Narciso, que era veterinario, y que se supone que debía saber de animales más que ninguno, era el que mejor y más a gusto se reía.
Otro año, y también en una de aquellas comidas donde el tío Narciso terminaba hipnotizando a alguien, yo bebí más de la cuenta. Cuando estaba todo el mundo desprevenido, me subí a una silla, levanté mi copa de champán y proclamé:
—¡Viva la Eta!
Aquello en cambio no les hizo gracia. El Proceso de Burgos estaba todavía muy cerca. No se rio nadie, mi padre pegó un puñetazo en la mesa y se produjo un silencio sin fisuras. Mi madre empezó a llorar y la abuela, que me odiaba porque según ella yo me parecía desde la cuna a un De Juan, dijo a su hijo, o sea, a mi padre: «Ya tenía el niño que soltar la patochada», con un disgusto del que aún se guarda memoria en la familia.
Hablar de mí en la familia era, por tanto, hablar de alguien de salidas imprevistas, recursos oscuros y facultades desconcertantes.
Después de lo del mono y de lo de la Eta nadie dudó que yo era comunista. Todavía inocuo, pero comunista. Por eso mi padre recelaba de enviarme a la universidad. Veía en el acontecimiento un escollo inevitable que acarrearía desgracias sin cuento al clan.
Mi tío Narciso trató de tranquilizarle y le dijo:
—Antonio, déjalo de mi cuenta. Vamos a inocular en el chico, en forma de virus debilitados, las mismas ideas de las que presume. ¿No dice que es marxista y no está a favor de los obreros? Pues se va a enterar de lo que es trabajar en una fábrica. ¿Quiere pagarse la carrera? Ya nos lo dirá con los riñones partidos.
Para eso fui a V. Cuando llevaba ya dos semanas allí, no pude contener la ansiedad, perdí la paciencia y le dije que si no me conseguía pronto el trabajo, me lo buscaría yo mismo y dejaría su casa.
—Estoy en ello —insistió—. No te preocupes.
Era todo cuanto sabía replicar.
El tío Narciso aseguraba que él no tenía ideas políticas y que en materia de religión se consideraba tolerante, aunque estas dos opiniones quedaban mejor explicadas en sendas fotografías, metidas ambas en vistosos marcos de plata. En una se le veía al tío Narciso dándole la mano a Franco, y en la otra aparecían él y la tía María Eugenia, ella con peineta y mantilla española, junto a Pío XII, en la audiencia privada que este papa concedió el año de 1957 a toda su promoción, peregrinos en Roma con sus esposas.
De religión lo cierto es que no hablaba nunca. En cambio sí lo hacía de política. Buscaba él mismo la excusa. En aquella casa no podía tener una conversación con nadie. Con sus hijos no, porque todavía eran pequeños, y con la tía María Eugenia menos.
Le gustaba mucho decir: dialécticamente. Esta palabra la había aprendido hacía poco y abusaba de ella conmigo. Su frase predilecta era: «¡Desde un punto de vista dialéctico, yo soy un liberal!» Casi la gritaba. Tal vez le embarazaba decir aquellas cosas delante de las dos eminencias de las fotografías.
Cuando pasó otra semana, yo volví a la carga:
—Tío, ¿cómo va lo de mi trabajo?
—Tú estudia —volvió a repetir él—. Vas a trabajar más de lo que te gustaría, pero dame tiempo. De momento, ocúpate de tus clases. ¿Qué tal van?
Las clases habían empezado ya. Los primeros días resultaron caóticos. La sensación que se tenía al entrar en una facultad era muy rara.
Al principio, la gente se miraba con recelo en las aulas y nadie se atrevía a hablar más de cinco minutos seguidos con la misma persona.
Eran bastantes los que creían que aquello estaba plagado de elementos subversivos, anarquistas y otros deletéreos peligros. Muchos incluso evitaban entablar conversación con un desconocido. Seguramente temían que los confidentes, también llamados sociales, fueran a delatarles o que los comunistas les hipnotizaran, como hacía el tío Narciso a las gallinas y a los camareros. Hasta el mismo tío Narciso creía que las técnicas de hipnosis las manejaban mejor que nadie los alemanes del Este, según me confesó una vez sin asomo de ironía, a propósito de las técnicas comunistas de captación y adiestramiento.
Mi situación académica no era menos incierta que mi situación laboral.
Por una serie de complicados trámites burocráticos mi expediente académico se había extraviado, y para júbilo de la secretaria del decanato, un loro de ciento veinticinco años, no pude matricularme dentro de plazo. Eso me convirtió en oyente.
El primer día, durante la clase de Prehistoria, que dictaba curiosamente un homúnculo esquelético vestido con un traje negro y raído, me senté en la última fila. A mi lado había alguien para mí desconocido.
Parecía algo mayor que yo y más bajo que yo. El pelo le caía sobre la frente en rizos despeinados. Tenía unas patillas largas y pelirrojas y muchas pecas en la cara y en las manos. Había algo en él que recordaba a uno de esos revolucionarios irlandeses. No sé. Quizás esa fatalidad de los que tienen una causa justa, una juventud hermosa y la audacia en los ojos, pese a lo cual no pueden evitar ser unos perdedores sin remedio. Había algo en su mirada que lo delataba así.
Era José Rei.
—Me llamo José Rei —me dijo—. ¿Eres nuevo aquí?
Me informó que él también era oyente, aunque por otras causas.