La Estación del Norte de V. era, y supongo que seguirá siéndolo, como la mayoría de las estaciones de tren que conozco de capitales de provincia. Presentaba un aspecto majestuoso y parisién. Algunos la encontraban magnífica. Sostenían: es un buen ejemplo de la arquitectura civil de finales del siglo XIX, lo mejor que hay en V. Para otros, en cambio, no era más que una tarta, merengue y bizcocho montados sobre los ideales burgueses. Sin ser gran cosa, yo la encontraba decorativa. Me gustaba, siempre me han gustado las estaciones de tren. En ellas empieza o termina algo, a poco que se fije uno. Y es bueno que las cosas empiecen, que las cosas acaben, sin tener en cuenta si lo de en medio ha sido bueno o malo.
En el vestíbulo de la estación de V., desproporcionado y alto, había un farol no menos anacrónico y desproporcionado, y una acústica lamentable con tanto mármol, que era imposible entender nada de lo que salía por los altavoces.
También había numerosos tubos de neón, la mayoría de los cuales estaban fundidos. Otros tartamudeaban de forma recalcitrante, seguramente para poner nerviosos a los viajeros.
He pasado tantas horas en esa estación, que me basta cerrar los ojos para ver cada cosa en su sitio. La cantina, el quiosco de los periódicos, los guardias, los WC, aquellos WC que tenían pintadas en las puertas unas obscenidades bárbaras y manchados los baldosines biselados de las paredes con porquerías secas y negras.
Puedo recordar a la perfección los tres andenes, las vigas, las columnas de hierro fundido y un reloj mostrenco que había encima de la oficina del jefe de estación. Este reloj, descomunal y pintado de verde, era la representación misma de la obcecación del tiempo, pues a pesar de funcionar, daba siempre la impresión de estar parado y de que sus agujas, anchas y cortas, habían herido definitivamente al tiempo. ¡Cómo me era familiar aquel viejo y polvoriento reloj, cuánto aquellos desolados andenes, cuánto los rotos convoyes de trenes de mercancías, en un extremo, sin locomotora, sin principio ni fin, segmentos de algo que no tenían ni destino ni procedencia, iguales por un extremo, iguales por el otro, representaciones abstractas e ideales del espacio! Tiempo y espacio sin tiempo ni espacio.
Incluso los pasajeros que entraban y salían de la estación me daba la impresión de haberlos visto ya antes, a fuerza de frecuentar aquel lugar, como a lejanos parientes.
Los viajeros, así como los borrachines y noctámbulos de la ciudad, encontraban, al final del andén primero y abierta hasta las tres de la mañana, una sórdida cantina. En ella se pasaba el día un viejo sentado junto a la ventana. Ese viejo vendía cigarrillos y, no sé por qué, corbatas baratas y de muchos colores. En la estación había un estanco, pero siempre lo conocí cerrado. El viejo también vendía bajo cuerda preservativos y unas barajas pornográficas.
Cuando pienso en la estación, me acuerdo sobre todo de una vez. Fue cuatro días después del atentado a Carrero Blanco, el mismo día de Nochebuena por la mañana.
Había policías de paisano por todas partes. En la estación, más.
Ahora es posible que salga alguien sosteniendo lo contrario, pero entonces aquel atentado no cayó bien a nadie: venía a desbaratar los planes que todo el mundo tenía en relación a un proceso contra diez sindicalistas, conocido por el número de su expediente, el 1001. Luego, pasados unos meses, puede que el hecho hiciera prosélitos y simpatizantes. Puede. En los primeros días, no.
Carrero era un personaje siniestro, entre sacristán y verdugo, pero la mayoría receló de aquella muerte providencial. Y no tanto por lo que tenía de aberrante, como por lo que tenía de inoportuna, de izquierdista e infantil.
A nadie se le ocurrió pensar tampoco que aquél era, antes que nada, un asesinato común, como hay tantos, al que ni siquiera su condición de tiranicidio podía exculpar de su carácter criminoso. La alegría que ocasionó la eliminación del tirano fue muy superior a la repugnancia que debía haber producido la siniestra y fría ejecución de un hombre, y si en principio aquella muerte fue condenada por casi toda la izquierda, no lo fue tanto por lo que tuviera de repudiable, como por inopinada. Es decir: unos deploraron que hubiese sido Carrero y no Franco quien viajaba en aquel coche; otros pensaron que voladuras como aquéllas sólo deberían estar reservadas para las catarsis revolucionarias, tomas de palacios de invierno, sesentaiochos y demás tracas finales; y, por último, las preguntas que se hizo todo el mundo: «¿Quiénes son esos vascos para actuar sin consultar con nadie? ¿Qué era esa insultante suficiencia, esa incontestable eficacia? ¿Cómo pueden tener razón quienes trabajaban políticamente a espaldas del pueblo?»
El caso es que por aquel atentado y por lo del 1001 la estación de V. se había llenado de policías. Buscaban a unos cuantos cabecillas de la Universidad. Estaba claro que el que fuera detenido entonces lo iba a pasar mal y terminaría pagando por todo, por el 1001, por el atentado y por lo suyo particular, por la viña ajena y por la propia, como se dice.
Algunos de aquellos estudiantes habían caído ya y a otros los seguían rastreando. Entre los detenidos los había también de muchas clases, de muchas pastas, y eso no dependía siquiera de la clase o de la pasta, sino de más aleatorias circunstancias, como cocción, intensidad de fuego, agua…
Los había que conseguían resistir las torturas en comisaría y otros, como Gaztelu, que eran capaces, antes de que nadie les pusiera la mano encima, de confesar todo lo que sabían, presas del pánico que les producía la idea de la tortura física, que en su caso ni siquiera se llegaba a producir, porque la sola idea de la tortura era más brutal e insoportable que la tortura misma. Fue, como digo, el caso de Gaztelu. Gaztelu no era mala persona, pero firmó una declaración en la que figuraba, entre otros nombres, el mío.
Capeé el temporal durante dos días en la casa de un tío mío, pero al final no tuve más remedio que emerger de mi escondite y volver a *** para pasar las vacaciones de Navidad.
Yo me figuraba que ese sitio, la casa de mis padres, era un lugar seguro para esconderse. Tal vez veía a mis padres y a mis hermanas tan candorosamente ajenos a todo lo que de verdad pasaba en mi vida, que la casa paterna era para mí una torre de marfil, invulnerable y fuera de toda sospecha.
Ese día que digo, cuando fui a la estación para irme de vacaciones, estaba enfermo. Tenía fiebre y anginas, y también una gran excitación nerviosa por todo lo que me estaba pasando.
Cuando vi tanto policía, pensé darme la vuelta, pero no. Me dije: «Cuidado, te vas a delatar. Tranquilo.»
Al pedir el billete me castañeteaban los dientes, en la misma medida por la fiebre y por el miedo. El empleado me miró con curiosidad y a mí me pareció que con lástima.
A unos diez metros de donde yo estaba había un hombre que se me quedó mirando. Sólo le faltaba un letrero encima de la cabeza con una flecha que indicara: Brigada Político-Social.
Se trataba de un hombre insignificante, con un abrigo verde y gafas con los cristales verdes también, de las llamadas Rayban, lo cual era absurdo, porque ¿para qué quería unas gafas de sol en diciembre? Puede que con aquel aspecto quisiera delatar que era policía secreta, si no, no se comprende.
El vestíbulo a esa hora estaba lleno. Se congregaba en él toda clase de público, estudiantes, reclutas que marchaban de permiso y gentes de los pueblos vecinos que acudían a V. a hacer sus compras.
Yo no me atrevía siquiera a mirar a aquel hombre más que por el rabillo del ojo, pero a veces por el rabillo del ojo se ve más que mirando de frente, y me di cuenta de que él y otro que estaba a su lado no me quitaban la vista de encima.
Lo primero que hice al ver que venían hacia donde me encontraba fue apartar disimuladamente con el pie el bolso de viaje. Esa mañana había tenido la inspiración de meter en él unos números de Pekín informa, algunos más de Nuestra lucha y, por espíritu ecuménico, uno o dos «mundos obreros».
Recuerdo que luché contra el miedo, tanto por stajanovismo como para que no se me notara, porque el corazón me latía con fuerza, sin poderlo evitar. Noté sus latidos como batanes en todas las articulaciones, en las sienes, en las muñecas y, sobre todo, en las rodillas que se me quisieron doblar como las de un pollo muerto.
«Aguanta —me dije—, ha llegado el momento.»
—¿No te conozco? —me interrogó aquel policía cuando hubo llegado a donde estaba yo, y sin que yo pudiera adivinar si lo afirmaba o lo preguntaba.
Es absurdo las cosas que uno piensa en momentos de agudo peligro. Las que piensas y el orden en que las piensas. Me fijé en que tenía un ojo más arriba que otro. Uno se le veía en medio del cristal de la gafa y el otro casi se le salía fuera.
—Di.
—No sé.
—¿Tú no eres Moncada?
Tampoco esa vez sabía yo si lo preguntaba o si lo negaba.
—No.
—Bueno. Documentación.
Dijo esto en un tono muy especial, como si hubiera querido decir: se me están hinchando las narices.
Las suyas presentaban una forma caprichosa de rizoma y las tenía llenas de venitas partidas, de un color vináceo.
Naturalmente el policía ni siquiera se había molestado en mostrarme su placa. Yo no tenía ese derecho. Es más. Incluso podía negarle mi carnet mientras no se identificara. Así era, pero me cuidé mucho de poner las cosas peor de lo que estaban y no dije nada, porque, entre otras razones, sólo hay una cosa que a un policía secreta le irrite más todavía que le descubran: que no le descubran. Se conoce que el tono autoritario con el que hablan les parece suficiente.
—A ver, la documentación —repitió aburrido y malhumorado.
No se recató en bajar la voz. Los curiosos nos miraban. Lo hacían sin atreverse a acercarse, preparados para seguir su camino si la escena les parecía comprometedora. Me había puesto colorado de vergüenza. Sentía sobre mí las miradas de todos aquellos extraños y curiosos.
Ésa era otra cosa. Por aquellos años todo el mundo había desarrollado un instinto especial para saber qué cosas podían mirarse impunemente y cuáles no, lo que podía mirarse de cerca, y lo que no convenía observar sino a cuatro o cinco metros de distancia, por si acaso. En aquella ocasión la gente, a una distancia prudencial, no perdía ripio de lo que pasaba allí, sin saber aún de qué se trataba.
Me sudaban las manos. El carnet estuvo a punto de escurrírseme entre los dedos.
Mi nombre fue un duro golpe para el instinto deductivo de aquel hombre, lo cual le contrarió no poco.
—Hubiera jurado que eras Moncada —masculló—. ¿Eres estudiante? ¿Qué estudias?
—Filosofía.
—¿Es tuyo eso? —y señaló con su nariz mi equipaje. «Ya estoy perdido», pensé.
—Sí. Me voy de vacaciones de Navidad. —Y traté de dar a esa frase la entonación del que quiere colaborar con la policía sin rebajarse al servilismo, pero se me fue la mano y sonreí de una manera poco digna.
Me dije: «Bueno, ahora, ya.»
Cuando esperaba que los policías se lanzaran sobre la bolsa, se dieron media vuelta y me dejaron allí, en medio del vestíbulo.
Los mirones se dispersaron decepcionados. Casi seguro que a los muy miserables les habría gustado verme detenido, sólo para tener luego algo extraordinario que contar al llegar a sus casas. Los dos policías volvieron a ponerse junto a la puerta, para escudriñar la cara de los que entraban y salían. Seguían con la esperanza de sorprender al tal Moncada.
La boca se me llenó de saliva y no supe si no podía tragarla por el terror o por las amígdalas. Estaba deprimido y me dolían los huesos de frío y de tristeza. No podía quitarme de la cabeza la debilidad de haberme reconocido propietario del bolso de viaje y, lo que aún era peor, seguía mortificándome el recuerdo, la indignidad de haber sido, por pánico, simpático con quien únicamente podía repugnarme. Era, si se quiere, una de esas pequeñas heridas que nos infligimos a menudo, más tolerables porque nos las hacemos nosotros mismos, pero no menos profundas ni difíciles de cicatrizar.
Y así terminó aquella escena humillante. Por los altavoces anunciaron mi tren, los andenes volvieron a vaciarse y la ciudad se quedó atrás, como ese periódico atrasado caído sobre un charco.
Cuanto acabo de contar aquí ocurrió el último año que pasé en V. Aunque en realidad yo había llegado a esa ciudad por primera vez un año y medio antes.