UN BREVE PRÓLOGO REZAGADO

Las cuatro líneas que siguen deberían figurar en las primeras páginas de este libro, como prólogo, pero los editores me han sugerido que las ponga al final, a modo de epílogo, pues son de la opinión de que las novelas no deben llevar prólogos de ninguna clase, porque éstos, según me aseguran, desaniman a los lectores. Así pues, los epílogos supongo que no llegarán ni siquiera a interesarles.

La idea de escribir un historial de este libro, al modo del que nos dejó Cernuda para La realidad y el deseo, era antigua, pero no creo que estuviera justificada, por muchas y evidentes razones. Quizá en otro momento o en otro lugar. Ahora todavía no.

Que alguien, amparándose en una cierta idea del liberalismo, explote, manipule, engañe o sojuzgue a la gente, es cosa que no extraña, porque muchas veces eso ha sido la misma esencia de la doctrina. Ahora, que la explotación la planeen y lleven a cabo aquellos mismos que predicaban acabar con ella, es algo muy raro, pero en la historia de este siglo no tan infrecuente. Que un capitalista se compre un gran Rolls con los tapacubos de oro forma parte de su manera materialista y mezquina de ver las cosas de este mundo, pero ¿cómo hacerle comprender al indigente por cuyos derechos dice luchar éste o el otro, que el apóstol que lo defiende acaba de comprarse un Jaguar? Yo creo que todo el mundo se puede comprar lo que le dé la gana con dinero ganado de una manera limpia, extremo este último del que podría hablar mucho. Ahora bien, lo que es patético es ponerse a predicar contra la depravación de las costumbres, ser obispo y estar amancebado con el ama de llaves o, en una versión trágica, hacer una bonita revolución, pasar por las armas a unos millones de personas y a otros tantos acomodarles en el gulag, para terminar dejando el país a los sesenta años atrozmente mutilado, moral y económicamente. Uno cree que la humanidad ha de progresar y que la limitación de los privilegios de los poderosos ha de ser progresiva en favor de los más oprimidos, pero no debemos olvidar la máxima según la cual ciertos experimentos conviene hacerlos con gaseosa.

Martín Benavente es un hombre individualista y sentimental, que recuerda con vago humor todo lo que un día vivió con solemnidad, y con sencillez mucho de lo que nació impostado. A él ese desajuste, entre lo que es y lo que fue, no deja de mortificarle un poco, al contrario que a algunos que buscan en lo que fueron una justificación para lo que quieren ser y no son. Por eso Martín es un individualista.

Algunos lectores de esta novela se enfrentaron furiosos a su autor diciendo en su día que éste había mentido y empequeñecido la realidad histórica de la España de los años setenta, lo cual es ridículo. Martín no acusó ni culpó a nadie de su pasado ni quiso hacer la novela de toda la generación. A Martín su generación le da exactamente lo mismo que las demás generaciones. Hemos dicho que Martín es un hombre que habla de sí mismo. En eso, en hacer fuegos de campamento con otros excombatientes para bruñir las medallas, es desde luego un hombre insolidario y un mal ejemplo para la comunidad. Los demás le importan mucho, pero en cuanto cierran filas con los lugares comunes muy poco. Es de los que después de decir las cosas se encoge de hombros, sin preocuparse por saber si sus palabras han convencido o no a alguien, y se va solo por ahí, a vivir la vida. No es un redentor, no es un predicador, no cree en más revolución que en la de ser libre cada día.

Martín también descubre que fue débil en su juventud. Ésa es la razón por la que se puso a relatar parte de sus recuerdos, consciente también de que si su vida valía algo era como novela. Como todos los individualistas, Martín es un gran mixtificador.

Las novelas que me gustan son las que cuentan la vida de unos personajes y las que traen un poco de vida hasta nosotros, una vida desconocida o perdida. La de Martín Benavente es, así lo siento yo, una vida como muchas. Gustará más o menos, gustará más o menos él, pero en sus palabras alienta una pequeña llama: la de que sus recuerdos sólo son suyos. Son los que le hacen fuerte, porque nadie puede manipularlos, y nadie le podrá convencer de lo contrario, y mucho menos los que no estaban con él para saberlo.

Un día Martín Benavente salió a recorrer la parte de camino que a todo hombre le ha sido concedido. No quiere otra cosa que seguir en él. Has estado unos momentos en su compañía. Déjale irse. Ha nacido para eso. Mientras otros discuten si fueron o no las cosas como él las cuenta, él ha logrado dejarlas atrás y pensar en otras, ni mejores ni peores que las antiguas, sino venideras. Las antiguas no las ha olvidado y por eso escribió este libro, para no olvidarlas, pero ya le sirven de poco.

ANDRÉS TRAPIELLO

Madrid, julio de 1997