Una mañana de marzo V. amaneció con una niebla espesa. Había estado lloviznando toda la noche. Llovía y se paraba, llovía y se paraba, hasta que definitivamente dejó de caer aquel orvallo helado, y entonces se levantó una densa y desoladora niebla.
Yo tenía entonces la pensión en la Plaza del Oro, que no era plaza ni tenía que ver con el oro, porque era un lugar al que las sucesivas remodelaciones urbanísticas le habían ido quitando toda forma de plaza, y tampoco guardaba relación con un lugar dorado, porque las casas eran todas casa de finales de siglo y principios de éste, con un tono miau y negras escaleras de castaño y huevos fritos de escayola grisácea y saltada en los techos ahumados.
Cuando salí de casa, las farolas de la calle Feijóo, todavía encendidas, luchaban por esparcir una luz amarillenta y muerta sin conseguirlo.
Hacía mucho frío. No era capaz de explicarme qué hacía yo a esas horas levantado, porque no eran todavía las ocho de la mañana. Decir que iba a clase de latín no es suficiente. Hay que estar loco para levantarse a las siete y media con el sólo propósito de asistir a una primera clase de latín.
Me encaminé hacia la facultad, que no distaba de mi pensión más de diez minutos andando, si se acortaba por las callejuelas del barrio viejo. Bien fuese por la niebla, bien por la hora temprana, bien porque no me hubiera despertado del todo, el caso es que me perdí. Empecé a dar vueltas. La niebla medio tapaba los rótulos de las calles, que a duras penas podían leerse. De pronto todas las esquinas se me volvieron idénticas, todos los portales parte de una misma pesadilla, cada luz una incitación a la huida. Las calles estaban vacías, los comercios con los cierres y trapas echados. No pasaban coches, gente, nadie. De repente se oían, lejos, cerca, quién podía saberlo, unos pasos de alguien que cruzaba y que volvían, de manera no menos misteriosa, a desaparecer, engullidos por aquella bruma tenaz. Otra vez se oyeron, amortiguados y remotos, los cascos de un caballo y las llantas de hierro de un carro sobre los adoquines, y casi al mismo tiempo ocho lentas, graves, fúnebres campanadas. Me dije: «Estoy cerca de la catedral», pero no reconocía nada que me hiciera suponer que me encontraba cerca de la catedral. Se apagó el eco de las campanadas y sobrevino de nuevo el silencio.
«Esto es absurdo —pensé—. No estamos en Londres, esto no es una novela policíaca ni de estranguladores. Tengo que encontrar la manera de salir de aquí.»
Traté de reconocer algo, una puerta, un balcón, un escaparate. Fue inútil todo. Toda la ciudad me parecía distinta. No había nada en ella, bajo aquella niebla, de lo que pudiera decir: «Lo conozco.» Pasé junto a un muro alto y largo del que se desbordaba la hiedra negra. «Ya está —me tranquilicé—, el convento de San Agustín.» Seguí, y me encontré con que aquello no era un convento, sino un dispensario, también cerrado quién sabe hacía cuantos años, con el empalidecido rótulo encima de una pequeña puerta: «La gota de leche.»
Cosas como la que estoy contando suceden en los sueños. También en la literatura. Sólo que aquello no era un sueño ni tampoco literatura. Vagué inquieto durante un cuarto de hora. Sabía que no podía pasarme nada, porque nadie se pierde en una ciudad de provincias, a menos que seas un sonámbulo o un escritor francés.
Pasé delante de un pequeño bar. La claridad temblorosa y agónica de sus bombillas se quedaba en la misma puerta, sin atreverse a trasponerla, resplandor muy débil para luchar con aquella niebla. Pegué la nariz al cristal, miré al interior y pensé: «Aquí van a decirme dónde estoy, por dónde queda la universidad.»
Había tres o cuatro parroquianos de pie, junto a la barra, con los cuellos de sus cortos abrigos levantados y calados unos pasamontañas hasta las cejas. Bebían sus orujos, sus anises, sus coñacs en copas de culo grueso. Uno de los clientes se volvió hacia mí, atraído por mi silueta sombría en el cristal. Aquel hombre tenía una cara llena de granos rojos y gruesos labios violáceos. Se me quedó mirando y en su expresión pude leer un reproche sin paliativos, como si me retara: «¿Qué miras, imbécil?» No me atreví a entrar y seguí andando.
Por un momento tuve la sensación de que todo en V. se había detenido. Eso tenía V. como ciudad. Lo mismo se sucedían los acontecimientos de manera vertiginosa, que parecían quietos, fijados al tiempo como el epitafio a la piedra negruzca. El reloj de la estación, los ventiladores del café, todo en V. señalaba hacia lo mismo, el movimiento sin duración, la duración sin tiempo.
Por fin un golpe de viento levantó las entretelas de aquella niebla y me pareció ver a lo lejos, en medio del cielo, a Cristo Rey. Aquel Cristo era una estatua que le habían puesto en lo alto de la cúpula a la catedral. La catedral era ya de por sí desafortunada, por ese neoclasicismo español indigesto y sordo que le han puesto en España a las audiencias provinciales y a ciertas iglesias. Con la estatua encima ya no tenía remisión. Al Cristo, descomunal, con los brazos abiertos y una cara de loco, se le conocía también por «el suicida», que parecía totalmente que podía en cualquier momento perder pie y venirse al vacío. Me pareció ver la mano de aquel desencajado señalándome la salida del laberinto, pero no debió de ser así porque fui a parar cerca del río, justo al lado contrario de donde yo creía estar.
El río, los árboles, las casas, los pocos coches que circulaban con las luces encendidas y los faros antiniebla construían una ciudad inmóvil, una secuencia de cine, la escena de una vieja y rayada película, quizás esa vieja fotografía que ha ido poniéndose con los años un algo sepia, un algo pardusca, un algo gris, sin perder su blanco y negro, por lo mismo que la madera de alcanfor no pierde nunca su perfume ni en los mares más bravos ni en las galernas más devastadoras. Un fotograma entre innúmeros fotogramas. Eso era la ciudad: un solo fotograma detenido bajo una luz demasiado potente que habría de quemarlo y destruirlo para siempre.
De todos mis recuerdos de V. es el de aquel día de niebla el que mejor resumiría mi estancia en esa ciudad, desde un punto de vista moral. Desde un punto de vista pictórico, está el recuerdo de la ciudad en la lejanía, viniendo desde la Alameda de Escalona, pero desde un punto de vista moral, es éste el recuerdo que me quedó de V.
Fue un episodio insignificante, si bien su sombra se ha proyectado del pasado al presente, hasta alcanzarlo y cubrirlo por entero. Su duración me ha detenido, su inmovilidad me ha lanzado hacia delante, donde esperan los recuerdos.
¿Perdido? Yo podía estarlo. En cierto modo todos lo estábamos. Rei en su cárcel, donde llevaba ya tres meses; Dolly en su magnífico apartamento, en su vida, en sus viajes, entre sus rutilantes amigos, en la montura de su caballo; Celeste en su miedo; mi tío Narciso en sus experimentos frenopáticos y en sus misteriosos negocios; Lola en su optimismo irreductible; mis camaradas, yo de nuevo lanzado a la odisea de las pensiones, todos. A todos, por igual, nos mantenía unidos, ligados, aquella niebla. La misma que nos perdía, nos mantenía juntos. Los años, la política, tantas ideas confusas, tantos sentimientos a medio madurar o definitivamente podridos, todo lo que no tenía un contorno preciso, la niebla de la vida lo mantuvo unido, en permanente e indisoluble contacto, hasta formar de todos y cada uno de nosotros ese quechemarín que vaga sin rumbo fijo; hoy por aquí, mañana allá, hoy próspero, mañana con bandera de cuarentena. Todo sin salir del mismo mar. Todos y cada uno de nosotros, por separado y juntos, éramos todo y parte, unidad y dispersión. Vistos al microscopio, en mis recuerdos, aquellos años, los personajes, la ciudad, las calles, todo, son pequeñas entidades unicelulares flotando, igual que protozoos, en un magma confuso. Vistos con mayor perspectiva, tal vez la imagen del buque fantasma no le sentara mal.
Si bien la cosa tenía unos tintes más modestos: ni la grandilocuencia de los buques fantasmas ni la minúscula maravilla de la microbiología, pero puedo asegurar que todos los protagonistas de los hechos que se narran aquí tienen una opinión formada y terminante de los mismos, aunque es más que probable que no pudiera ponerse de acuerdo ni dos de esas opiniones.
Imaginemos que se les muestra a unas cuantas personas un ornitorrinco por partes, señalándoseles un pequeño fragmento del animal y ocultándoles el resto. Cada una de estas personas habrá creído ver un animal distinto, una oca, un topo, una nutria. Si alguien que lo hubiera visto entero tratara de explicar que ha visto un ornitorrinco, no le creerían. Dirían: «Eso es un monstruo.»
Aquellos años, aquella ciudad, nosotros mismos, por separado, tal vez recordáramos algo más o menos armónico.
Juntos no somos más que un ornitorrinco y como el ornitorrinco, algo local, sólo posible en aquel continente que se llamaba V.
Después de aquellas detenciones llovieron sobre la universidad de V. un gran número de expedientes académicos, por los cuales los afectados o tenían que irse de aquel distrito universitario o tenían que cambiar de facultad o, según la gravedad de la sanción, tenían que dejar de estudiar.
La severidad de los castigos sumió a todos los estudiantes en la desolación y el desánimo. Se habían acabado las bromas. Nadie intentó más huelgas, nadie se atrevía a levantar la voz, y con las orejas gachas, todos, con peor o mejor cara, más o menos resignados, volvimos a las aulas.
V. se tornó una ciudad más triste aún. Sólo el cine podía redimirla y redimirnos a todos.
No sé por qué razón, ni creo que nadie aporte una convincente, V. era una ciudad volcada en el cine. Había desperdigados por toda ella unos cinco o seis cineclubs en colegios mayores, sin contar con la Filmoteca Nacional ni el Festival de cine que se venía celebrando allí casi desde los primeros cincuenta, un festival que durante una semana hacía creer a muchos que aquélla era una ciudad llena de vida, justamente por poder ser una ciudad llena de ficción.
Las películas que se proyectaban en V. en estos cineclubs, filmotecas y festivales eran en su mayor parte, ignoro igualmente por qué razón, películas en blanco y negro de los países del Este.
Esta particularidad de que fueran en blanco y negro, y el hecho de que para mí fuese también V. una ciudad en blanco y negro, hacen que piense en esa ciudad a veces como en una de aquellas películas socialistas, con toda su lentitud, su espesura dramática, su rancia densidad y su mismo silencio, y a veces propiamente como en una ciudad del Este. Maravillas del cine. Como si la realidad y la ficción, el vértigo y la nada, se mezclaran en un tiempo común y un espacio común, como común era también el público que asistía a aquellas proyecciones, siempre los mismos agitadores, los mismos conspiradores, infiltrados y policías.
Las películas, subtituladas, eran todas húngaras, checas, polacas, rumanas, yugoslavas. Casi todas sucedían en ambientes rurales de una brutalidad expresiva primitiva, escenarios de intrincados y opacos dramas psicológicos. Gentes con pellizas y barbas de cinco semanas y también en ocasiones obreros de mirada vidriosa y un destino terrible, hablaban entre sí como fieras de jaula: poco y casi siempre en voz muy baja; o al contrario, a gritos, para ejemplificar, mediante alambicadas trasposiciones mentales, la dialéctica de la historia y la historia de la dialéctica.
Nosotros mirábamos aquellas películas con gran unción, con religioso respeto contemplábamos sin movernos de la butaca, arrobados por un arte tan depurado, y no obstante revolucionario, los frutos acedos del comunismo, que a nosotros nos parecían muy dulcísimos. Una vez, en el silencio de una proyección, cuando la película estaba siendo más inabordable, la tragedia más suprema y la lengua vernácula más incomprensible, alguien lanzó a la oscuridad de la sala el memorable grito: «¡Viva Lenín!», con el acento en la í, igual que en 1934, y su aclamación fue acogida con una emocionada salva de aplausos y quién sabe si lágrimas en los ojos, al amparo de la oscuridad y a salvo de las miradas indiscretas de los confidentes.
Al salir de aquellas catacumbas del cine o de aquella apartada y destartalada filmoteca, siempre era de noche, lloviznaba siempre y hacía frío o estaba todo cerrado por la niebla. Quizá no fuera así todas las veces. Es seguro que alguna vez al salir del cine de ver aquellas películas tristes como los tártaros, hiciera buen tiempo y brillara la luna en todo lo alto y las estrellas, pero los recuerdos gozan de ese privilegio: vestirse con el disfraz que quieren. Son ellos el director de la función, y en mi memoria siempre será de noche y hará frío y lloverá y la niebla bajará a morder nuestros huesos y nuestras reumáticas articulaciones con su penetrante cuchillo cada vez que yo recuerde las salidas del cine de ver aquellas películas.
Salidas que, en mis recuerdos, tenían más de fábrica que de sala de proyecciones. Una de aquellas fábricas que habíamos dejado en la sala de proyección.
La abandonábamos todos en silencio, taciturnos y cabizbajos, como dibujos expresionistas, y nos parecía que sobre nuestras cabezas sobrevolaba el aullido melancólico de unas sirenas. Las sirenas del tiempo, las sirenas mecánicas de aquel mar de tierra adentro que era V.
La gente, hoy, a nueve años del final del siglo, oye la palabra poesía, pliega y se va. Pero, ¿cómo, si no, recordar aquellos años? ¿Cómo, si no es con la poesía, podrían conservarse aquellos recuerdos?
Realidad o ficción, cine o destartaladas calles de V., metros de puro cine del Este y horas de no menos dura vida tras de una idea, una quimera, una condena. Todo estaba unido en esa cinta vieja y rayada que era nuestra realidad y nuestra ficción, nuestro tiempo y nuestro espacio. Recuerdos, cine, fantasías, lo que no sirve más que para pasar el rato y hacerse uno no sé qué vanas y vagas ilusiones de que ha visto y vivido, sin tener que probar ni demostrar a nadie que ha visto y que ha vivido, pues todo en el recuerdo es verdadero.