No hay ciudad tan vieja que no conozca unas horas de belleza, unas campanas lentas, una veleta inesperada y feliz sobre un sinfín de tejados o un oscuro pasaje modernista entre negruzcas casas. No hay ciudad tan cruel que no se haya tendido alguna vez a nuestro lado ni ciudad tan ruinosa que una mañana de domingo no haya creído ser otra ciudad en otra parte con cielos distintos y un claro porvenir. Hasta V. tenía derecho a su modesto sueño.
El día en que volvíamos de la Alameda de Escalona, la alameda donde celebrábamos nuestras reuniones de célula al aire libre, descubrimos en V. aquella ciudad distinta de sí misma, primero entre la niebla hecha jirones, luego toda ella refulgente bajo un sol bruñido y sacro.
Veníamos en aquel grupo, como siempre, Tejero, Gaztelu, Rei, una chica que estudiaba Farmacia y a la que llamábamos Petra, y yo. Fueron los camaradas, mis camaradas, los más cercanos, al menos.
A veces me he acordado de ellos. De ellos y de otros que se me quedaron más lejos. De algunos no guardo buena memoria, de otros sí. Puesto que estas cuartillas están destinadas a pervivir durante años, siquiera sea entre el polvo de alguna pequeña y oscura biblioteca, a todos mis viejos camaradas me gustaría redimirles, porque redimiéndoles a ellos me redimiría a mí mismo de una vida y una confusión de las que la vida misma no puede redimirnos. Lo mismo que acabo de decir de las ciudades, me gustaría poder afirmarlo de mis antiguos camaradas, pero a los más de ellos dejé de tratarles antes de descubrirles esa hora que todos tenemos sin puertas ni candado. Esa hora de misericordia, esa obra de misericordia.
En V. no había muchos que hicieran política. Política, se entiende, de izquierdas. La política de derechas entonces no se hacía en parte alguna, porque, como es sabido, ya estaba hecha.
Después de 1975 empezaron muchos a decir: yo estuve en tal y tal sitio, yo milité aquí y allá, yo pasé unas horas en una comisaría, a mí casi me detienen en una manifestación o conozco a uno que estuvo en la cárcel. Rosas de papel, bulas de letra gótica. El que más y el que menos preparaba su porvenir. En tiempos de Stendhal muchas nuevas fortunas se amasaron en las intendencias de los ejércitos imperiales. Las fortunas de 1975 se preparaban en las vacías despensas políticas, en los vastos almacenes de las no menos vastas y vagas luchas antifascistas. En cierto modo es lo mismo que cuando se liberó Francia: todos los franceses habían estado en la resistencia y todos habían cantado en alguna ocasión delante de algún alemán, con vibrante patriotismo, la Marsellesa, porque todos los franceses están convencidos de que aquella escena en el bar de Nick de Casablanca cantando la Marsellesa, la han protagonizado ellos mismos. Los miles de franceses que agitaron banderitas al paso de los carros alemanes o que guardaron un silencio cómplice, desaparecieron el mismo día de la liberación. Éste era, por ejemplo, el argumento envenenado de un Céline, aquel colaboracionista que tuvo cierta notoriedad como libelista y mixtificador literario. Pues bien. De dar crédito a muchos testimonios y memorias que se conocieron después, en España la mitad de la población era, de pensamiento o de obra, fervorosa partidaria de las causas democráticas o adversaria furibunda de Franco, por lo mismo que años después todos los aristócratas que habían estado matando ciervos con el general durante cuarenta años se declararían devotos monárquicos.
El caso es que en V. no creo que salieran más que unas docenas de agitadores de izquierda, juntando a todos los de los diferentes partidos y partidas.
No se podía uno reunir en público, ni sincerarse delante de desconocidos. Cuando algún fascista o adicto al régimen manifestaba una opinión intolerable, bajaba uno la cabeza, se callaba y terminaba tolerándola, aunque lo normal era que todo el mundo, cuando disentía de algo, dijese aquello de «yo no entiendo de política», igual que cuando en la guerra del 14 hicieron coserse en las solapas lo de «no me hable usted de la guerra».
También había en V. unos cuantos falangistas, y no menos activos, que se amparaban en una ciudad donde un tercio eran curas y otro militares.
Un día nos cruzamos en la calle Lope de Vega con un grupo de ellos. Vestían la zarabanda de los correajes, y el belén de las medallas prendidas en sus camisas azules se distinguía de lejos. Rei era de V. y sabía qué pasaba.
—Hoy es trece de febrero.
—¿Y qué pasa con el trece de febrero?
—Fue cuando se unificó la Falange con las Juntas de Onésimo. Vienen del teatro Calderón.
—Algunos llevan pistola.
—Las llevan siempre. Vámonos.
Todos los años era lo mismo. La santa tradición. Mantenían limpia de rojos la ciudad. La policía les toleraba con una sonrisa paternal, como al niño al que se deja, una vez al año, jugar con un juguete caro. Cuando se cansaban de dar vueltas por V., se dirigían a la zona de bares de estudiantes, entraban en dos o tres y empezaban a insultar a todo el que les parecía. Si se terciaba repartían unas cuantas bofetadas y rompían tres o cuatro caras. La gente, amedrentada, se marchaba de allí, dejándoles con sus juramentos y sus pistolas y cantando Yo tenía un camarada…
Los camaradas. La sola palabra le deja a uno pensativo. Entre nosotros había muchas formas de estar en la política. A unos no les detuvieron nunca, otros en cambio tuvieron mala suerte y en la primera acción cayeron en manos de la policía. Comisarías, procesos, expedientes académicos y una vida echada a perder o torcida para siempre. Para siempre. Para nada.
A veces uno oye: «Aquello fue necesario hacerlo.» Se dice tal vez no por fidelidad a los viejos ideales, como a la juventud perdida. Pero lo cierto es que la historia iba a demostrar que nada, nada de aquello iba a tener la menor utilidad. 1917, 1939, 1945, 1975… Eran como fechas de la fatalidad, no de la razón, ni del deseo, sino dientes de una rueda ciega que mordería o despedazaría a todos aquellos que, por fantasía, idealismo o cálculo, quisieran hacerla girar más de prisa o más despacio, en una u otra dirección. El dictador murió en su cama; sus ministros restituyeron el país a un príncipe sin experiencia, que premió a alguno de ellos con un ducado; nadie había oído hablar entonces de los socialistas, pero fueron ellos quienes gobernaron durante años, mientras los comunistas, a los que se les había augurado un próspero porvenir, desaparecían para siempre; y luego fue el muro de Berlín, y después la disolución en el infinito de la cruel unión de los soviets… Si alguien quiere ver en todo ello lógica, y llamarlo así, puede hacerlo, pero habrá entrado en el terreno de la literatura fantástica, aquel en el que muchos camaradas se dejaron cazar, torturar, encarcelar o en el que se vieron obligados a exiliarse, o en el que dejaron la vida, y todo ello, y en todos, por la fantasía pura y angelical que un día se llamó análisis científico de la historia, eso tan poco científico. Ni siquiera el celo razonable de unos pocos y su generosidad para los menesterosos de la tierra, justificaría tanta barbarie. Al final la historia, esa que muchos aún escriben con mayúscula, ha demostrado que más por los pobres y parias del mundo han hecho las Hermanas de la Caridad, incluso las malignas y avinagradas, que todos los comités revolucionarios. Y con menos ruido.
Camaradas… Sin duda del que guardo mejor recuerdo es de Rei. Tampoco me quedó, ni mucho menos, mal recuerdo de Petra.
Petra podía ser el estereotipo de todas las militantes de entonces: baja, morena, con pantalones vaqueros que jamás apeaba; ni guapa ni fea; silenciosa y servicial. Incolora. Inofensiva. Era valiente, pero como lo son ciertas mujeres. Acudía a las citas clandestinas, pasaba la propaganda, se arriesgaba sin quejarse, sin publicarlo, convencida de que la vida había añadido a las particulares gabelas de su naturaleza femenina, como sufrir la regla o parir, aquel otro dolor de ser revolucionaria. Una vez caí enfermo, con fiebre. Por entonces yo vivía ya en una pensión. Dolly estaba en uno de sus viajes, y acudió ella todas las tardes a cuidarme. Me traía bollos de una pastelería cercana. Hacía aquello, obra y hora de misericordia al fin y al cabo, sin sospechar que lo fuera, sólo porque sentía la necesidad de acercarse al dolor, pues había caído, sin saberlo, ella sí, en esta orilla y no en aquella otra de las hermanitas de los pobres. También a ella la detuvieron en la famosa redada de Gaztelu. Al salir de la cárcel sus padres se la llevaron de V. y no volvimos a verla. Me escribió después algunas cartas y luego, como tantos, se perdió Dios sabe en qué caridades, en qué afligidos caminos.
La vida de Rei carecía de esos tintes apostólicos de nuestra camarada. Sin embargo la vida de él, a medida que han ido pasando los años, se ha ido revistiendo de cierta grandeza que entonces no parecía que tuviese. La de Petra ha quedado reducida a una estampa ejemplar. La de Rei, por el contrario, resistió los colores siempre ingenuos del realismo socialista. Para empezar, su relación con Celeste.
Rei se enamoró de Celeste y Celeste de Rei. Casi desde el principio. Estaban hechos una para el otro, y al revés; la belleza de ninguno de los dos podría haberse sustraído a la llamada de la belleza del otro. Lo mantuvieron en secreto un año, porque era en ese secreto donde Celeste estaba más segura. A Rei le habría gustado haber encontrado en Celeste una verdadera revolucionaria, en el sentido gorkiano. Se tuvo que conformar con una novia convencional. Y a Celeste, lo mismo; habría sido feliz en una relación más o menos sofisticada, pero sin sobresaltos, y no en la inquietud y sobresalto continuo que era su vida al lado de Rei.
El caso del camarada Gaztelu fue diferente.
Gaztelu llegó a hacerse famoso en V. por una delación, aquella precisamente en la que incluyó mi nombre. Pero antes lo había sido por guapo.
Creo que ha sido el hombre más asombrosamente guapo que haya yo encontrado nunca. Uno ha visto después hombres guapos en el cine, en las revistas, en los anuncios. Ninguno como Eduardo Gaztelu. ¡Qué hombre! Era uno de esos jóvenes que gustaba a todos, a las mujeres y a los hombres. Aquéllas ni siquiera se atrevían a sostenerle la mirada, por miedo a caer fulminadas, y a éstos les dejaba su belleza en el ánimo un vago desasosiego, los posos del alma un poco revueltos de tener que reconocer que un hombre les podía gustar incluso a ellos. Esto él lo sabía perfectamente y aunque tenía fama de conquistador, sus manos, largas, románticas, lisztianas, nunca desatendieron las miradas de nadie, lo que le daba a él un aire ambiguo.
Había nacido en el mismo V. Su madre era viuda y dueña de una funeraria. Yo nunca había conocido a nadie que fuera dueña de una funeraria, y un día fuimos con él y en aquel coche tétrico a tirar panfletos, a las tres de la mañana, por las calles vacías de Salmerón, un pueblo cercano de V., lo cual fue cosa de ver.
Después de su delación, los propios camaradas trataron de difamarle metiéndole en el saco de los homosexuales, a los que en principio no se daba en el partido mejor trato que en la Alemania nazi a gitanos y judíos.
Esta imputación unos la creyeron y otros no, pero surtió efecto, porque al poco la mayoría empezó a propalar que Gaztelu siempre había hecho a pelo y a pluma, como quien dice.
A mí me parece que pluma no tenía. En cambio tenía un pelo a lo Jesucristo extraordinario, medio rubio, medio castaño, sedoso, largo, que parecía que anunciaba un champú, y los ojos también de Jesucristo, color miel con largas y cadenciosas pestañas.
Sus responsables en el partido, muy celosos siempre de nuestro aseo personal, le ordenaban que se lo cortara de vez en cuando. Él no se atrevía a decir que no, iba a la peluquería, se lo recortaba unos centímetros y con eso le dejaban tranquilo seis o siete meses.
Gaztelu había ya fundado cinco o seis grupos de teatro, a los que bautizaba con nombres del momento: «Bieldo», «Carcoma», «Alcor».
Al contrario de lo que ocurría con algunos cantautores, que venían desde Cataluña y Valencia, y a los que la autoridad debía haber multado no por el contenido de sus canciones, sino por sus desafinos, los grupos de teatro de la localidad no conocieron la suerte de las multas ni el estigma de las prohibiciones, que Gaztelu perseguía de una manera espuria.
Era el mismo Gaztelu quien escogía las obras y repartía los papeles entre sus seguidores y partidarios. Decía: «Tú, tú y tú, hacéis esto, y tú, tú y tú, de lo otro.» Todos veían bien que los papeles de protagonista se los reservara él, así como que le diera a su novia ocasional el de la protagonista.
En realidad, Gaztelu no llegó nunca, que yo recuerde, a tener novias, sino compañeras. Te las presentaba: «Fulanita, mi compañera.»
Siempre que podía se desnudaba en escena, se quedaba con unos ajustados y mínimos calzoncillos atarzanados y empezaba a dar carreras por el escenario y a tirarse al suelo, a bajar al patio de butacas y a subirse al decorado a fin de que pudiera admirársele el cuerpo que tenía en toda la gama de escorzos y posturas.
Era bastante mayor, cuatro o cinco años más que yo, y había repetido algún curso. Cuando yo estaba en primero, él estaba ya en quinto.
Al poco de conocernos, Gaztelu me preguntó si quería hacer teatro con su grupo. Le dije que no. Nunca llegó a aceptar algo tan sencillo. Se quedó estupefacto. Era incapaz de comprender que alguien pudiera decirle no a él y al teatro el mismo día. Por ese orden.
Desde entonces Gaztelu y yo nos mirábamos de una manera reservada. Yo le estudiaba, le observaba desde mi perspectiva y él, desde la suya, me ignoraba olímpicamente.
La primera función que yo vi de su grupo no me acuerdo cuál fue. La segunda era una pieza corta de un empleado de Correos, partidario del surrealismo, según se decía en un programa de mano. Se trataba de una obra absurda donde los personajes decían cosas como «las delicuescencias carnavales del crepúsculo» o «el simulacro feroz de las angulas».
Uno de los días más felices de su vida, antes de caer en desgracia tras la delación, fue cuando el Ministerio de Información envió a un simpático y bien dispuesto delegado-censor para el pase preceptivo anterior al estreno. El censor, un cabroncete inofensivo, vio la función con una sonrisita tan conspicua y recortada como su fino bigote. Cuando se fue, estampando su aprobación en un papel timbrado, Gaztelu exclamó lleno de júbilo: «No se ha enterado de nada.» Tampoco el público se enteró de nada la tarde del estreno. Que el censor no hubiera comprendido su obra, Gaztelu lo encontraba perfectamente lógico. El que no la comprendiera el público lo achacaba a las condiciones objetivas, poco favorables todavía para un arte revolucionario. Se trataba de El gran teatro del mundo. Gaztelu lo subtituló «una lectura dialéctica de la historia y el poder», pero lo anunció como «un clásico de hoy». Dijo: «Es una adaptación.» El rey aparecía vestido con una casulla, mallas de ciclista y un orinal en la cabeza, mientras el mendigo traía colgado, a modo de tizona, el hueso mondo de un jamón, y por zapatos unos de señora de tacón alto. Que el censor no le hubiera quitado lo de la casulla a Gaztelu le parecía ya el colmo de la ineptitud, porque, como les sucedía a muchos entonces, a fuerza de ser censurado había llegado a adoptar, comprender y prever los puntos de vista del censor, como si pensara para sus adentros: «Si fuera yo el censor, vaya si sabría qué es lo que habría o no que censurar.»
A Gaztelu le detuvieron dos veces. Una después de aquella manifestación tras de la cual Lola y yo nos perdimos en un pinar.
Salió de esa primera detención más crecido que nunca, con una sonrisa de malabarista, sin que se le acusara de nada. Lo consideró un gran triunfo, algo así como haber pasado un control de calidad revolucionaria. Pero la sonrisa le duró poco, un año nada más.
Al año de aquella primera detención empezó a saberse en V. que la policía le buscaba por todas partes, a causa de sus intervenciones en las asambleas, cada vez más audaces e incendiarias. Eran las asambleas que se hacían para hablar del proceso 1001.
El mismo día 20 Gaztelu, tras la asamblea, cometió la intrepidez de abordar un «milquinientos» de la policía, aparcado frente a la facultad, y romper su parabrisas con una barra de hierro.
Aquel golpe de efecto causó sensación. A las dos horas se sabía la gesta en todo V. y a los dos días le detuvieron cruzando una calle. Se bajaron tres policías de paisano, le echaron mano a los maravillosos pelos y lo metieron en un coche.
Por la noche, durante el interrogatorio que siguió a la detención, uno de la Brigada político-social, tristemente famoso con el nombre de Billy el Niño, le animó a tener una charla: «Cuenta por qué rompiste con una barra de hierro el parabrisas del coche donde estaba yo.» Gaztelu, todavía entero, se le engalló: «Yo no he roto ningún parabrisas. A esa hora estaba en el bar de la facultad. Tengo testigos.» Después de oírle eso Billy el Niño, sin más contemplaciones, le arreó un guantazo en la boca con el revés de la mano. Gaztelu se cayó de la silla, se levantó del suelo y se pasó la lengua por la comisura del labio. Le supo a salado. Sangraba un poco. Luego el policía, en un susurro de voz, volvió a repetirle la pregunta, pero Gaztelu esta vez permaneció callado. Entonces Billy el Niño miró a su alrededor. Según se contaba entonces y se contó luego, ya con la democracia en España, Billy el Niño era un hombre de recursos.
En aquella ocasión el policía descubrió en una papelera una botella de coñac vacía. La cogió, se acercó a un radiador y le asestó un golpe brutal. Salieron por los aires hechos añicos muchos cascotes de cristal. Un colega que estaba resolviendo crucigramas en la mesa de al lado pegó un brinco en la silla, pero cuando vio de qué se trataba, volvió a enfrascarse en el periódico y se desinteresó de lo que le rodeaba. Billy el Niño acercó entonces el cuello astillado de la botella a la mejilla de Gaztelu. Luego le persuadió: «Te voy a cambiar esa jodida cara de niñaza.» Entonces Gaztelu se echó a llorar y el policía, personalmente, tomó su declaración en una primitiva máquina de escribir. A los tres días el juez tenía una declaración de siete folios firmada por Eduardo Gaztelu Arias, en la que acusaba a treinta y siete personas, incluido uno de sus hermanos, de los cargos más previsibles y de los menos previsibles, verdaderos y falsos.
Cuando se tuvo conocimiento de la cantada de Gaztelu, la conmoción fue sísmica. Cada cual se movió donde se encontraba en ese instante. Nadie se lo hubiera esperado. Las altas instancias del partido se reunieron, se despacharon instrucciones en todos los sentidos, se cambiaron de escondrijo las viejas multicopistas y se reforzaron todas las medidas de seguridad.
A través de Tejero nos llegó el aviso de una reunión urgente. Era diciembre y hacía mucho frío. Las nieblas de V. no sólo eran espesas, sino húmedas y malsanas. Quedamos citados en un pequeño bar de un barrio extremo. Qué amor por las afueras. El bar estaba adornado con cadenetas multicolores y habían pegado en un espejo unos copos de algodón y escrito con blanco de España y sobre una plantilla de cartón recortado, «Felices Navidades». Al entrar se me empañaron las gafas. Había unos hombres jugando en una mesa a las cartas. Me quedé junto a la puerta. Los jugadores dejaron por un instante la partida y me examinaron con suspicacia. Al fondo me esperaban Rei, Tejero y Petra. El dueño también me echó una ojeada llena de recelo.
Tejero nos resumió la situación.
Sabía que Gaztelu había dado, entre muchos otros, el nombre de nosotros cuatro. Luego preguntó: «¿Quién está a favor y quién en contra para que se le dé a Gaztelu un escarmiento?» «¿Hay que votar eso?», recuerdo que imploró Petra asustada.
Rei había escuchado a Tejero en silencio.
—Todo eso es una mierda —fueron sus palabras, que pronunció sin levantar los ojos de la taza de café.
—¿Qué? —acusó sorprendido Tejero, que no se esperaba un golpe por ese flanco.
—Si se vota eso, somos todos una porquería.
Se entabló entre ellos un duelo a muerte. De las represalías se pasó a hablar de la pena de muerte y Tejero, acalorado, abordó la cuestión por el lado más alto:
—No me vas a decir tú a mí que no estás de acuerdo con la pena de muerte para los contrarrevolucionarios.
Por más que no querían alzar la voz, a veces no podían evitarlo. Los que estaban jugando levantaban los ojos de las cartas y se nos quedaban mirando. El dueño nos advirtió:
—Aquí no se viene a hablar de política. Si queréis hablar de política —amenazó—, a la calle.
Adujo Rei tantos argumentos que Tejero no tuvo más remedio que callarse. Se le veía rumiar rencoroso una respuesta. No se sabía qué le dolía más, si la potencia dialéctica de su amigo o lo inesperado de aquella salida de la ortodoxia.
Tejero no dio su brazo a torcer. Siguió exigiendo para Gaztelu un escarmiento ejemplar. El mismo Tejero era de un rigor extremo, como lo prueba que fuese partidario de los «ejercicios de tortura», que él y algunos más, con carácter voluntario, se infligían para afrontar los interrogatorios policiales, cuando se presentasen. Como el que logra hacerse inmune a un veneno tomándolo cada mañana, con el desayuno, en pequeñas dosis, estaba convencido de la virtualidad que aquellos ejercicios que consistían en quemarse cigarrillos encendidos o meter los dedos en un enchufe.
Cuando aquella fría mañana de diciembre Tejero estaba pidiendo un escarmiento ejemplar para Gaztelu, no era cosa de tomarlo a broma.
Con la voz sucia y la mirada torva, añadió:
—Vamos a votarlo.
De todos los labios, sucesivamente, uno, dos, tres noes pronunciados con el temor del que sólo ha consultado a su conciencia.
A las dos semanas supimos que a Gaztelu, en la cárcel, le habían propinado una paliza brutal algunos de los que él mismo había denunciado. Tuvieron que practicarle catorcepuntos de sutura en la cabeza y la hinchazón de la cara tardó en desaparecerle un mes. Gaztelu, a su vez, no acusó ni denunció a nadie. Eso confirmaba las tesis de Tejero, que vio reforzado por ello su poder en el partido entre todos los camaradas.