Desde un punto de vista radical, V. era una ciudad innecesaria. Podría haber desaparecido del mapa y su falta, estoy seguro de ello, no se habría notado hasta pasados cinco o seis años, hasta que alguien, distraído, preguntara: «¿Cómo seguirá V.?», igual que nos interesamos por alguien remotamente conocido, del que decimos: «¿Mengano…, murió o sigue vivo?»

V. debió de tener una época en la que como ciudad valiera algo, quizá trescientos o cuatrocientos años antes de haberla conocido yo. Puede que cuando era capital del reino, con sus intrigas de capa y espada, sus conventos viejos y el sonar de las campanas entre el profundo y desesperado chillar de las cornejas.

Cuando yo me instalé en ella, a V. no le quedaba siquiera un rincón que le hiciese olvidar a uno el resto, aquel monstruo en que la habían convertido.

A lo sumo dos o tres cortas y corvas calles, media plaza aquí y media plaza un poco más allá, la torre de una iglesia y tres rejas en un caserón antiguo, una fachada y un museo lleno de tallas viejas con Cristos sanguinolentos que causaban sensación. Y esto por salvar algo. Era lo que obstinadamente llamaban los folletos turísticos «parte histórica», la ilusión de haber sido un día el centro de la cristiandad y unos metros de callejuelas soportaladas y remendadas por todas partes. Esto último era lo único de la ciudad que sus habitantes odiaban sin desaliento.

Cada mañana se publicaba en los dos periódicos locales media docena de fórmulas nuevas para demoler el centro a bajo costo en un tiempo prudencial de dos o tres semanas. Mientras se aprobaba un plan general, cada mes tiraban alguno de aquellos viejos caserones y lo sustituían por una caja de zapatos forrada de mármol y ventanas de aluminio con los cristales verdes. A eso se le proporcionó incluso un nombre. En cualquier libro sobre la época puede leerse. Unos lo llamaron «el desarrollo», aunque otros prefieren seguir refiriéndose a ello como a «los mejores años de nuestra vida».

A pesar del odio que los v. manifestaban por esa parte vieja, estaba siempre muy concurrida. No tenían más remedio. En esos levíticos soportales se encontraba un gran número de los comercios de V. Eran casi todos tiendas de electrodomésticos, lencerías, pastelerías con unos pasteles secos del tamaño de los adoquines en el escaparate, zapatillerías, un bazar de lámparas y bibelots en imitación de ámbar o de jade, según gustos. Casi juntas había también dos ortopedias, una más moderna y otra más antigua. La moderna, que recordaba un botiquín aséptico, y la más vieja con un mapa del cuerpo humano despellejado la mitad sí y la mitad no, que le recordaba a uno, sin escapatoria, la fugacidad de todo goce corporal.

La gente paseaba estas tres o cuatro calles a todas horas del día, sin poder despintar de sus caras la repugnancia que les producía quién sabe si la imposición de aquel sic transit gloria mundi de la ortopedia, quién sabe si aquel barrio de encastillada y modesta belleza, polvorienta y desportillada.

En cambio, de lo que los habitantes de V. se mostraban orgullosos era de sus múltiples polígonos industriales. Para los V. su ciudad era, en ese aspecto, modelo envidiable que deberían imitar otras urbes, y les costaba creer que nadie por gusto viviera lejos de aquel desarrollo. Si alguien hubiera manifestado su interés o su predilección por los viejos soportales, por aquellos comercios y escaparates de escogido y selecto género cosmopolita, si alguien, digo, hubiera defendido la parte vieja de V. como réplica modesta de los luminosos pasajes baudelairianos, en V. le habrían tomado por loco.

Detrás de los soportales existía, atrincherado entre compactos bloques de viviendas construidos con ladrillos vistos, un mercado de ésos a medio camino entre la estación de ferrocarril y una catedral del 900. Yo llegué a conocerlo. A pesar de que lo habían pintado de gris naval, no era feo, ni mucho menos. Eran muy apropiados todos los adornos que tenía, los lirios, aspidistras, papiros y demás flora modernista, pero lo demolieron con gran entusiasmo de la población, que recibió con aclamaciones el aparcamiento subterráneo y la plaza con toboganes y columpios de color butano que le sustituyeron.

Luego también, metido en los mismos soportales, dando a la Plaza Mayor, conservaba V. un gran café, éste, sí, con mejor suerte que el «Nuevo Café Central», pendant histórico de aquél, aunque le duró poco la suerte, porque en su lugar terminaron poniendo un banco.

Era el último gran café de V., con su puerta giratoria y sus pesadas y grasientas cortinas forradas de gutapercha roja defendiéndola, para evitar que entrara el frío tanto como para impedir que saliera aquel espeso y sustancioso olor a cerrado.

Podían caber sentados en él un ciento largo de clientes, y sus techos se veía que siempre habían sido demasiado altos para un pueblo como V., sin contar, naturalmente, con la sala anexa del billar y el más pacífico y silencioso rincón de los jugadores de ajedrez.

De aquellos techos, patinados por el humo de los cigarros, colgaban siete u ocho ventiladores, verdaderos dioses del establecimiento. Extendían sobre las cabezas de la parroquia sus aspas eternamente inmóviles y, al contrario que el reloj de la estación, que parecía parado estando en funcionamiento, los ventiladores eran el ejemplo vivo de lo que podíamos entender por inmanencia de la divinidad, puesto que siendo dioses estaban destinados a la acción, si bien habían elegido el inquietante quietismo, primero porque todos se habían ido paulatinamente estropeando desde 1920 y, segundo, por la tacañería de su dueño que se negaba a repararlos, y todo ello sin privar al local de la ilusión de que en un caso de apuro podían por milagro volver a funcionar, librándole al café de los humos del invierno y los calores del verano.

En sus veladores de mármol pasaba las tardes un montón de reliquias. Eran personas asiduas que tomaban en pequeños y estudiados sorbos su café con leche en vaso de cristal, o gentes de los pueblos vecinos.

Las paredes lucían también un color café con leche y tenían unas pinturas al fresco, realizadas con betún de judea y purpurina, representando el descubrimiento de América: Colón con la espada en una mano y un pendón en la otra y muchos indios cabezones y de culo supino, mediotapado por las plumas. De las pinturas se podría decir lo que de las de Josep Maria Sert dijo d’Ors: estaban pintadas con oro y mierda. Por lo demás el café era acogedor y conservaba su carácter. Como las ruinas se tapan de hiedra, aquel café parecía cubierto de todas las palabras, rumores, discusiones, tertulias y declaraciones de amor de los últimos cien años de la ciudad, si bien cada día que pasaba iban a él menos enamorados y menos contertulios y polemistas, es decir, menos desenamorados.

Permanecía casi todo el tiempo vacío y entraba mucha luz por los ventanales, un sol entumecido en invierno, que no servía para calentar, e implacable en verano, que no podía uno permanecer cerca de él sin riesgo, pero en cuyos rayos flotaban azules las volutas del humo de tabaco y el millón de átomos de polvo que desalojaban las tapicerías. Este café, como el otro, también tenía un nombre agudo, «Nacional» o «Universal». Ya ni me acuerdo.

A pesar de que todas las revoluciones se han hecho en los cafés, a los militantes de la Juventud se les tenía prohibida su entrada en él, porque se lo consideraba demasiado expuesto a la curiosidad de la gente y a la observación de los policías, que tenían la comisaría veinte metros más abajo.

Un día, Tejero llamó a capítulo a un camarada, que era nuevo y se llamaba Gregorio, y le amonestó: «Te han visto ayer hablar con unos trotskistas en el “Nacional” (¿o acaso era “Universal”?). Ahí no está la clase obrera, sino la pequeña burguesía reaccionaria y los revolucionarios de pacotilla, de manera que eso se acabó.»

Es decir, aquel «Nacional» o «Universal» era nuestro árbol del bien y del mal, nuestro árbol de la ciencia al que no podía uno acercarse sin arriesgar el Paraíso.

Hasta las nueve de la noche aquel café era un local como otro cualquiera, con público transeúnte, de paso, jubilados, militares de poca graduación y policías de paisano o guardias de la porra, que venían a veces a encargar cafés con leche y bocadillos para sus compañeros o para los detenidos, y que al entrar se quitaban solícitos y educados la gorra gris de plato y la dejaban con mimo sobre la barra, a un lado.

A partir de las nueve, sin embargo, el aspecto del café era bien distinto. A esa hora empezaba a llenarse de conspiradores, artistas, estudiantes golfos y viejos y viejas noctámbulos o insomnes.

Iban también casi todas las noches algunos actores. Éstos eran como los que salen en los libros, igual que los ha descrito todo el mundo, mal vestidos, sin dinero, sucios, deslenguados, trasnochadores e ingeniosos. Los cómicos de V., que ya no tenía ningún teatro porque los habían convertido todos en cines, eran la mayoría, con las carreras a medio terminar, medio universitarios, medio profesionales, medio nada. Tenían además la particularidad de trabajar únicamente una vez cada dos o tres años. Eso les permitía seguir llamándose universitarios, seguir llamándose actores y seguir creyéndose independientes. Lo que es la bohemia. Lo de siempre.

Todos hemos oído que la gente del teatro suele, desde los tiempos de la Comedia del Arte, cultivar unas costumbres licenciosas y ser partidarios del amor libre. En otras ciudades, puede. En V., no tenía pinta. Tal vez ellos estuvieran dispuestos a ser libertinos, pero ni la ciudad ni el clima ni su temperamento les permitía otra cosa que formar aquellas peñas donde le daban vueltas y más vueltas a la mayonesa cortada de unos estrenos fabulosos que planeaban montar o de las giras que jamás habían hecho o del reconocimiento final de su talento, que terminaría descubriendo cualquier día un Orson Welles en alguno de sus viajes de paso por V. Lo mismo: la bohemia, nada.

Quitando, en fin, los soportales, aquel café, las cuatro viejas calles y un gran parque que había enfrente de Capitanía, con un reloj en el suelo hecho de flores, muy suizo, y un charco artificial donde nadaban cuatro patos con el ala caída, quitando esto, digo, no había nada en aquella ciudad machacada que era V., que justificara ni uno solo de los adjetivos de aquellos famosos folletos turísticos. Nada, salvo el río, el caudaloso y ancho río de V. Eso eran palabras mayores.

Era un río que tenía todo lo que un río serio debe tener: caudal profundo, curvas y una vasta leyenda de gente que se ahogaba todos los años en sus aguas, unos por accidente y otros porque se suicidaban, cosa bastante razonable teniendo en cuenta la ciudad inmejorable que les había caído en suerte.

Aquel río era lo que hacía a V. más humano, si es que puede decirse que ese río fuera de V., porque más que atravesar la ciudad, hacía como que la rodeaba por la cintura, camino de un arrabal, para dejarla luego tirada.

Como es natural, V. era una ciudad que estaba de espaldas a lo único pintoresco y bonito que había en ella. Cuando inauguraron el primer scalextric en V., cerca del matadero, la gente iba en peregrinación a mirarlo y se sentaba en las terrazas que abrieron al lado y debajo mismo de él, para que los excursionistas vieran a su gusto, bebiendo cerveza y pelando gambas, pasar los coches y los camiones cargados de terneras y reses camino del sacrificio, entre las nubes negras de los tubos de escape. En cambio, a mirar el río no iba nadie. Estaba muy extendido en la ciudad que por el invierno el río favorecía los reumas y asmas nocivos y que en el verano aventaba nubes de mosquitos. «No es sano», aseguraban todos.

En sus orillas le crecía a aquel río admirable una arboleda frondosa de álamos, fresnos y chopos. Poco a poco le habían ido tirando los molinos, aceñas y viejas fábricas de ladrillo de las riberas para construir algunos bloques de viviendas sociales y algunas industrias remolacheras y químicas que extendían sobre V. su colcha de humos amarillos. Tampoco eran infrecuentes a una y otra ribera sorprenderlas con basureros y escombreras que los propios habitantes de V. cebaban cada día.

Los más orgullosos de esas y otras factorías que fueron cercando a V. por todas partes eran los naturales de allí, y en primer término, los propios obreros, muchos de los cuales eran de V., pero la mayoría no. La mayoría venía de los pueblos cercanos, donde habían dejado el arado y la mancera tirados en el surco para invadir entusiasmados la ciudad. La flecha en la cuadrícula demográfica de V. se había disparado y la población se había multiplicado por cinco en los últimos diez años, lo cual llenaba de gozo y júbilo a todos, que parecían recordar con orgullo a todas horas: «¡Cuántos somos!»

Primero estuve a punto de vivir en uno de aquellos barrios de las afueras con dos camaradas. Es curioso. He olvidado cómo se llamaban, pero aún recuerdo sus nombres de guerra. El alias de uno era Domingo. Otro se llamaba Braulio. A mí me llamaban Olegario.

Vino un día el camarada Cirilo, que debía de tener el mismo rango que Rei o que Tejero, con instrucciones terminantes: «Hay una orden en el partido según la cual los militantes y simpatizantes que puedan hacerlo tienen que mudarse a vivir a los barrios. Hay que mezclarse con la gente, conocer sus problemas, estar cerca de sus luchas. Los militantes tienen que reeducar su aburguesamiento y proletarizarse.» Ésa fue la razón por la que estuve a punto de irme con mis camaradas. Luego a uno se le murió su padre, dejó de estudiar y aquel proyecto no se llevó a cabo, pero a las pocas semanas me fui con tres compañeros que no tenían nada que ver con el partido al mismo barrio donde habíamos planeado irnos antes.

Encontramos un piso en una calle que se llamaba Agustín Espinosa, igual que el surrealista canario, aunque no debía de ser él. Me extrañaría. Lo surrealista habría sido que el Agustín Espinosa que yo conozco tuviera una calle en un barrio obrero de V. que se llamaba, por ese surrealismo que se incuba en la vida sin necesidad ninguna y porque sí, el barrio de las Delicias. Estaba junto a la vía del tren. Por un lado, el populoso barrio de las Delicias; por otro, el mundo ferroviario. Por el frente, el progreso; por la espalda, una visión romántica del mundo.

Al principio me mudé allí con la emoción del que entra por primera vez en la ciudad santa. Yo no había vivido nunca cerca de los obreros y llegué con la humildad del que necesitaba a toda costa ser aceptado por ellos. De nuevo una vieja confrontación dialéctica; y lo mismo: ellos eran el futuro; nosotros una visión caduca, romántica, de la historia.

Ahora estoy hablando de cosas y acontecimientos muy posteriores a mi encuentro con Dolly, pero no sé hacerlo de otra manera.

Aquel barrio de las Delicias fue mi casa, mi nuevo hogar.

Las casas de aquel barrio eran todas de ladrillos negros y tenían todo estropeado, las puertas, las ventanas, las paredes con grietas por donde entraban las cucarachas, y las escaleras tiznadas por los humos de las cocinas.

Por las mañanas, las calles se llenaban de señoras que bajaban a hacer sus compras con la bata puesta y las cabezas llenas de rulos. En muchas de aquellas mujeres despertábamos instintos maternales. La mayoría de sus maridos, por el contrario, desconfiaban y no les gustaba verlas hablando con nosotros.

Había muchos bares. Eran pequeños, sucios y ruidosos igual que los pisos. En cada manzana había cinco o seis, con media docena de mesitas de formica y una alfombra de serrín negruzco. Por las tardes se llenaban de los mismos hombres que desaprobaban que sus mujeres hablaran con nosotros y a las que tampoco ellos hablaban mucho más. Jugaban al mus, al dominó, escupían en el suelo y remataban las jugadas con puñetazos salvajes. Pasaban ocho o diez horas sentados allí y sólo se levantaban para marcharse a casa cuando en la televisión, que tenían levantada todos aquellos bares en un altarcillo, se oían el himno nacional, el Cara al sol y el Oriamendi con sucesivo fondo de banderas, rojo y gualda primero, negra y roja de Falange después y, por último, la bandera aspada de San Andrés.

A aquella clase obrera era a la que teníamos que redimir.

En una ocasión nos tocó ir a la salida de una fábrica. Sonaban las sirenas como en las películas expresionistas rusas. Yo creo que incluso a la realidad se le puso, aquella vez, todo en blanco y negro, con muchas sombras y planos cortos y picados. Era emocionante mezclarse con los obreros. Éstos salieron como una tromba humana, y uno en medio, firme roca de la revolución, pasándole la corriente proletaria a uno y otro lado. Yo me acerqué al primero que venía a mi encuentro. Le tendí ilusionado la valiente octavilla. Me miró de abajo arriba, me dijo «gilipollas» y pasó de largo.

Estos incidentes, lejos de desalentarnos, nos llenaban de ardor combativo en la labor de proletarizarnos no sólo a nosotros mismos, sino de proletarizar incluso a la mismidad proletaria, enferma, como se veía, con el virus del aburguesamiento insolidario y reaccionario.

Mi nombre de guerra, ya he dicho, era Olegario. Los había peores. Yo no sé quién elegía los sosias. Seguramente los elegía el obrero que nuestra organización aseguraba tener como militante.

Cuando se producían posturas enfrentadas, alguien decía: «Esto son discusiones de intelectuales. No sirven de nada. Hay que escuchar a la clase obrera.» Iban, citaban al obrero y éste dirimiría, digo yo, lo que encontraba más conveniente y revolucionario. Aunque puede ser que los alias que daban a los militantes y simpatizantes cuando entraban en la organización no los ponía él. Si no era él, quizá fuera un representante de la novela social. Si no, no se explica. Conocí, entre otros que no recuerdo, un Segundino, un Arsenio, una Sagrario, un Marcelo, Cirilo ya lo dije antes, una Petra y una Amalia. Luego me dijeron que eso cambió y debió de salir el novelista social y entrar un poeta novísimo, porque donde antes uno se llamaba Aniano, pasó a llamarse Juan Alberto o Alexis Luis, y a la que se llamaba Petra, la llamaron Rosa, Lidia, Carlota o también Olga.

Cuando no se podían hacer las reuniones en una casa, se hacían al aire libre, también a las afueras de V., en una alameda.

Las reuniones allí, en cambio, eran agradables, se oía cantar a los pájaros y el ruido de las hojas. Era un paraje solitario e inhóspito, donde las crecidas del río dejaban los juncos y arbustos de la orilla llenos de mechones de barro y trozos de telas sucias y papeles. Las aguas del río no eran limpias allí y bajaban botellas de lejía flotando y otras basuras, como si vinieran de atravesar un estercolero.

Un día de mucha niebla, al salir a la carretera comarcal para volver a pie a V., después de una de aquellas reuniones al aire libre, fuimos testigos de un hecho insólito. De pronto la niebla empezó a deshacerse en jirones y a salir el sol y a verse un cielo azul tan hermoso, que era ya de postal barata. La niebla a lo lejos parecía quedarse prendida de las casas más altas de la ciudad como en los juncos la paja seca y el barro. En ese momento, V. se doró como un retablo con finos panes de oro de religiosos destellos. Lo que nadie hubiera sospechado: vista así, V. era una ciudad maravillosa.

Así quiero recordarla ahora. Con aquellas pocas calles viejas que seguramente habrán desaparecido, desde aquella lejanía, en aquella serena panorámica digna de un aplicado Canaletto. Nada de la ciudad levítica llena de militares, curas y policías, fachas y señoritos matones, obreros jactanciosos y estudiantes seráficos, sino la ciudad que un día contuvo cien sueños descabellados y verdaderos, aquella ciudad elevada, ofrendada a la luz más tenue y hermosa de Castilla.

Lo de aquel día fue una revelación, ciertamente. Me gustan las ciudades por las vidas que reúnen y dispersan, por las vidas que ponen juntas para que las vidas se ignoren o se trencen indisolublemente. Y entonces me gustó V. porque comprendí que tenían lugar en ella cada día mil encuentros y otros mil adioses, de los que nadie era responsable, pero de los que nadie podría mantenerse ajeno. De lejos, V. era lo más parecido a una pasión. Y fue ese día, al admirarla tan sincera y emocionalmente, cuando comprendí que la había perdido, por lo mismo que en Física todo lo que sube, baja, y lo que nace, muere, y lo que brilló está condenado a las tinieblas y el olvido.

Al llegar a las primeras casas de los últimos barrios de la ciudad, debíamos semejar no conspiradores sino pacíficos seguidores de Virgilio, y no me estoy refiriendo ahora a otro camarada, que también se llamaba así, sino a Publio Virgilio Marón, el amante feliz de la naturaleza que escribió en la primera de sus Geórgicas aquello de «tantas guerras hay en el mundo, tantas son las facetas del crimen». Por aquel entonces yo no había leído las Geórgicas, pero sabía muy bien que entre nosotros a nuestra revolución la llamábamos «la lucha» y a la lucha revolucionaria, cariñosamente, «nuestra guerra».