Alguna vez he tenido la oportunidad de volver a V., pero la he dejado correr, lo mismo que he visto cómo se alejaban las aguas del pasado.

Del pasado nos quedan siempre efímeras imágenes, amarillentas instantáneas y, como las hojas secas, unos cuantos recuerdos muertos que no están muertos, pues al andar entre ellos y removerlos con nuestros pasos, se eleva hasta nosotros un rumor y «un bálsamo divino».

Yo creo que he tratado los recuerdos de aquellos años con mimo, pero siempre vendrá alguien que diga que no. Bueno. A mí me parece que he puesto en ellos el esmero del que guarda y arropa en sus cajas de cartón un cuerpo de marionetas. Sería absurdo querer a estas alturas romper nuestros recuerdos, nuestros más queridos títeres. Los polichinelas, pierrots y colombinas que ha ido uno reuniendo a lo largo de la vida no son frágiles y llevan hartos palos en las costillas, pero deberían durar, entre otras razones, porque tienen por delante algunas leguas y tinglados más, si se les deja.

No es infrecuente oír a algún compadre de aquellos días: «Hicimos lo que teníamos que hacer.» Lo afirman con el orgullo de los excombatientes y caballeros mutilados. Pensar así es una suerte. Observando cómo se han desarrollado los acontecimientos en España, no es difícil deducir que las cosas se habrían sucedido de la misma manera si en vez de correr delante de los guardias lo hubiéramos hecho detrás de las mariposas, con la red, el salacot y una lupa. Que Franco y su partida fueran unos malhechores no quita para que uno piense que poco de cuanto hicimos sirvió para algo, y que aquel algo tampoco justificó el sacrificio de aquello poco, y que dilucidar todo esto nos llevaría siglos. Es verdad que a cambio heredamos el miedo. A otros no les tocó ni eso.

Durante unos años recuerdo que circuló este dicho: «Quien a los veinte no es revolucionario, no tiene corazón. Quien a los sesenta no es conservador, no tiene cabeza.» Incluso como frase es tonta, porque puestos a ello es preferible toparse con jóvenes sensatos y viejos locos, y no al revés, sin contar con que los llamados conservadores siempre quieren conservar lo peor de la vida, y los revolucionarios destruir de ella lo único que la hace tolerable. Así es imposible no ya ser revolucionario o conservador, sino viejo o joven.

Muchos creen que la lucha antifascista fue una lucha por la democracia. Por creerlo, pueden creerlo, si eso les hace ilusión. Todos los que yo conocí en esas escaramuzas estaban encuadrados en partidos cuyos programas soñaban con la dictadura del proletariado. Ahora bien, puede que hubiera otros demócratas que lo fueran de verdad. No digo que no. Pero no tuvimos la suerte de tratarlos ni conocerlos.

El esceptismo sería la única religión a la que valdría la pena convertirse, y deberíamos acostumbrarnos a nuestros fracasos. Para uno el pasado no es más que una equivocación, y no me parece mal, porque es una forma de cerrarlo, que no de abolirlo.

Tal vez lo único que me resista a aceptar es que, a la postre, la Virgen de Fátima y el siniestro Papa Pacelli tuvieran razón en sus vaticinios sobre Rusia. ¿Pero qué se quiere? No siempre se gana. Las justicias poéticas nunca fueron ni justas ni poéticas.

Cuando se desencadenó el derrumbamiento del Este, era de temer que vendrían los supervivientes y viejos divisionarios a recordarnos el «ya os lo decíamos». Aunque sólo fuera por refregarnos con la chacota. Pero ni eso. Se conoce que tampoco a ellos les sirve de gran cosa esa victoria pírrica y que a estas alturas se conforman con aguardar la muerte, metidos en un rincón y sin comprender el mundo, más solos cada vez, más pensativos.

Quedan de la vida, si algo queda, las hojas muertas, unas pocas imágenes amarillentas, tal paseo al atardecer en una playa, la contemplación de un niño dormido, el zumbar de unas avispas sobre una raja de sandía tras un almuerzo campestre, un abrazo, dos o tres adioses, la vaga memoria de unos pocos libros, bagatelas, pavesas, nada, todo lo que a un buen conservador parece insignificante. Eso que los poetas llaman verdad, no siempre con minúscula.

En cierta ocasión escuché que alguien se definía a sí mismo como «poca cosa, pero muy verdadera». Me gustaría que los personajes de esta historia fueran, y uno mismo, antes que cosa ninguna, verdaderos. A mí es lo cierto que a veces me parecen reales y a veces no. Unas veces me digo: están vivos; otras, en cambio, se me figuran literarios. Las razones de estos desajustes yo creo que hay que buscarlas en la propia vida, donde todos, con más o menos fortuna, somos a un tiempo seres de carne y hueso y personajes de novela. Unas veces llegamos a ser hombres o mujeres de una pieza; otras no pasamos de ser fantasmas librescos, aunque sin un Flaubert o un Galdós detrás, poco conformes al fin de tenernos a nosotros mismos como autores y personajes al mismo tiempo. Eso, y que en la vida ninguno de nosotros somos puros, por lo mismo que los latidos de nuestro corazón son desiguales.

Vuelvo a sacarlos a escena por el orden en que aparecieron, no para el aplauso, sino para que contemplen por última vez su amada vida y su ficción.

HENRY BEYLE, que definió la hipocresía —y por tanto la retórica— como la forma de llamar corcel a lo que sólo es caballo.

UN VIEJO que vendía tabaco, corbatas multicolores y barajas pornográficas. Su cráneo recordaba al de Azorín, su temblor parkinsoniano al de un santo anacoreta.

LUIS CARRERO BLANCO, un curioso caso de conciencia. Algunos repudiaron su asesinato con la cabeza y lo aplaudieron con el corazón, cuando lo lógico habría sido lo contrario: que el corazón se hubiera compadecido de él y la cabeza hubiese celebrado su desaparición. Nunca se concitaron en un cohete tantas opiniones encontradas.

PEPE DE JUAN, un optimista. Cobrador de impagados, autor teatral y duelista en su juventud. La vida no pudo bajarle los humos, porque nunca los tuvo, y cuando un revés de la fortuna lo mandó a una tienda de ultramarinos, encontró aquel naufragio providencial: recitaba a su selecta clientela los mejores pasajes de sus obras inéditas.

ANGELINES DE JUAN, hermana del anterior y mujer de

ANTONIO BENAVENTE, padre de

MARTÍN BENAVENTE DE JUAN, quien nunca supo si ser un enamorado clásico era también ser un romántico. Sus mentiras nunca hicieron, que se sepa, daño a nadie.

NARCISO BENAVENTE, tío del anterior, pudo haber sido más de lo que fue, y esto le empujó, de manera fatal, a practicar la hipnosis, la más cubista de las disciplinas frenopáticas. Conocedor como pocos de las pollitas ponedoras, fue un hombre de empresa, y con la democracia en España, Director General de un Ministerio. Aunque supo adaptarse a los tiempos, jamás se olvidó de Su Excelencia y la fotografía de éste, que permaneció durante años sobre una consola de su casa, terminó en un cajón, aunque, eso sí, nunca perdió su marco de plata. Se casó con MARÍA EUGENIA GARCÍA OLASO, de los famosos García Olaso de Bilbao.

JOSÉ REI. Al morir se llevó consigo dos o tres pequeños secretos. Hubiera merecido otra época, otra novia, otra muerte.

EDUARDO GAZTELU ARIAS, contorsionista y heredero de una funeraria. Le hizo famoso una delación, pero sufrió con estoicismo las consecuencias. No se han vuelto a tener noticias suyas.

GABRIEL TEJERO en el Renacimiento habría obtenido un capelo de cardenal gracias a la sabia combinación de la lógica de Aristóteles y los venenos de la Marquesa de Brinvilliers. Interpretaba al violín unas versiones poco humanas de La Internacional.

LOLA MÁRQUEZ OLAIZOLA, una criatura exterior, ensayó durante años, con éxito, el beso otomano. Su alma, como sus manos de mazapán, tenía los dedos cortos perfumados de mandarina y las uñas mordidas. No la hacía muy feliz saberse tan propensa a ser feliz.

CELESTE MÁRQUEZ OLAIZOLA, una sibila. La mitad de su corazón permanecía cerrado, igual que el ala norte de Lacock Abbey, en Wiltshire, y eso la volvía misteriosa. Al contrario que su hermana, si alguna vez fue feliz, nunca llegó a saberlo.

PALOMA AGUIRRE STERLING, «DOLLY». Amazona.

AGUSTÍN ESPINOSA, surrealista canario. Con eso está dicho todo.

DOMINGO, BRAULIO, OLEGARIO, CIRILO, SEGUNDINO, ARSENIO, SAGRARIO, MARCELO, PETRA, AMALIA, JUAN ALBERTO, ALEXIS LUIS, ROSA, LIDIA, CARLOTA, OLGA, VIRGILIO Y MODESTO, cuerpo de baile.

KNUT HAMSUN: mirar enciclopedias.

AGUSTÍN MUTIS, soldado primero.

TXIQUI REINOSA, soldado segundo.

«BILLY EL NIÑO», sicario profesional. No sería nada extraño que le hubieran promovido en la actualidad a Comisario Jefe de Policía en cualquier provincia española o como responsable de seguridad de un narcotraficante. Tampoco que fuera amante esposo y padre de dos preciosas hijitas.

UNOS CUANTOS FALANGISTAS con la zarabanda de los correajes y las medallas. Incluso en invierno iban en mangas de camisa. Tendrían frío, pero lo disimulaban.

ERNEST HEMINGWAY. No confundir con el cazador de leones y bandolero romántico del mismo nombre.

EVELIO ALMANSA, DOMICIANO GARCÍA CARNICERO Y FLORO GARCÍA MIGUEL, un resentido, un tuno y un onanista, no se sabe en qué orden.

UN ABOGADO. Nada que ver con nada.

ÁNGEL LUZÓN, señorito y mamarracho. Seguramente con un fondo bueno. Difícil descubrírselo. No pasará a la historia, pero tenía una pequeña Astra con las cachas de nácar de la que se servía a menudo. Hizo la boda de su vida con

CARMELA LÓPEZ DE AMBRONA, joven que se anudaba las blusas de manera que dejasen ver un minúsculo y oscuro triángulo de vientre, con el objeto de que en su centro, como ojo divino, se le adivinara el ombligo. Con su marido formaba una indisoluble y desincronizada bomba de relojería.

VICENTE MERINO, destacado representante de la escuela del arte.

FRANCISCO ALEGRE, pseudónimo de un periodista que debió de llamarse Francisco Alegre.

JOSEFA GARCÍA VALDECASAS, primer cadáver de Martín Benavente en la mesa de disección.

ANDRÉI BOLKONSKY, príncipe, a quien Tolstoi hace decir: «¿Para siempre? Nada de lo que sucede es para siempre.»

Madrid, 22 de diciembre de 1992.