Faltaban unos pocos minutos para que dieren las diez de la mañana.

En la habitación había dos camas con la cabecera adosada al tabique; en medio, una cortina que, cuando estaba corrida, dejaba en penumbra al enfermo más cercano a la puerta. Éste era un hombre pequeño de edad avanzada, de ojos saltones y pelo canoso cortado a cepillo.

El otro se llamaba Eusebio. Era un señor metido en los cincuenta, de rostro colorado, mofletudo, de cuerpo robusto y calva lustrosa en la que reverberaba la luz del exterior.

En aquel instante, la posición del somier le permitía estar sentado con la espalda reclinada sobre la almohada.

Una enfermera joven le cambiaba el vendaje de las piernas bajo la mirada atenta de Martina, su mujer. Martina ocupaba una silla en el hueco que quedaba entre la cama y la ventana. Le colgaban del cuello unas gafas unidas por el extremo de las patillas a un cordel. De vez en cuando se abanicaba con una revista de pasatiempos.

ENFERMERA: Si te duele avisa para que te afloje la venda.

EUSEBIO: Un poco sí que duele.

ENFERMERA: ¿En esta pierna?

EUSEBIO: En la otra, en la que me has curado antes.

MARTINA: No hagas caso. Éste lo que quiere son mimos. En casa es igual. No para nunca de quejarse.

EUSEBIO: Pues me duele.

MARTINA: Pues te aguantas.

EUSEBIO: Si te dolería a ti ya veríamos cómo te quejabas.

Los tres volvieron la mirada hacia la puerta, en la que acababan de sonar unos golpes de nudillo. Un hombre de unos treinta años, alto y con coleta había entrado en la habitación. Llevaba un estuche negro colgado en bandolera.

FOTÓGRAFO: Kaixo. ¿Está aquí el señor que se quemó en el Boulevard?

MARTINA: No se quemó. Lo quemaron. (Y señalando a su marido con una sacudida de cabeza, añadió en tono burlón.) Aquí tienes al famoso.

FOTÓGRAFO: Vengo a sacar unas fotos. Es un minutito.

MARTINA: ¿De parte de quién?

FOTÓGRAFO: Trabajo para El Diario Vasco.

MARTINA: Ah, bueno.

A Eusebio no parecía despertarle interés la presencia del fotógrafo. Toda su atención la acaparaban las manos laboriosas de la enfermera, que ahora le estaba vendando un pie. El vendaje le llegaba hasta justo debajo de las rodillas, formando en ambas piernas una especie de medias infladas de color blanco. Una rodilla la tenía cubierta por una malla elástica, también blanca. Surcos aprensivos cruzaban su frente. A veces tragaba un suspiro, como tratando de refrenar una ráfaga repentina de dolor.

MARTINA: Ya será para menos.

EUSEBIO: Hala, calla, calla.

El fotógrafo se afanaba en cuclillas por acoplar las piezas de su cámara, que iba extrayendo del estuche depositado en el suelo.

ENFERMERA (con ostensible severidad): A mí no me saques en las fotos. Ni de frente ni de espaldas.

FOTÓGRAFO: Sólo quiero fotos de él.

MARTINA (contrariada): Entonces, ¿me tengo que quitar de aquí?

FOTÓGRAFO: Pues sí, señora. Si hace usted el favor…

Eusebio vestía solamente una chaqueta de pijama y un calzoncillo. Su mujer le arrojó una toalla a los muslos pilosos.

MARTINA: Anda, tápate. Serías capaz de salir con esa pinta en el periódico.

FOTÓGRAFO: Las piernas se tienen que ver, ¿eh?

MARTINA: Vale, que se vean. Pero lo otro no creo que haga falta.

ENFERMERA: Pues es una pena, porque tienes un marido la mar de erótico.

MARTINA: ¿Erótico éste? ¡Jesús, María y José! Chica, no me hagas reír. Si tanto te gusta, te lo regalo.

ENFERMERA: Tampoco es eso, mujer. Te lo cambio por mi novio, aunque igual salías perdiendo. ¿Tú qué opinas, Eusebio?

EUSEBIO: ¿Yo? Pues que estoy aquí jodido y vosotras pasándolo en grande a mi costa. Eso es lo que opino.

Cerca de los pies de la cama, el fotógrafo hacía probaturas buscando el mejor ángulo, midiendo en cada nueva posición el grado de luminosidad.

FOTÓGRAFO (a la enfermera): Termina tranquila el vendaje. Me interesan sobre todo unas tomas en escorzo. O sea, las vendas delante, luego la cara y al final el tabique. Esa cortina, ¿se puede correr?

MARTINA: Para eso está.

FOTÓGRAFO: Es que, si no, ese señor se me mete en la imagen.

MARTINA: ¿Le importa a usted?

EL OTRO ENFERMO: Por mí…

Martina complació al fotógrafo. El otro enfermo, tendido en su cama con la sábana hasta la barbilla, quedó aislado en su parcela, fuera de la vista de los demás.

EL OTRO ENFERMO: Enfermera, ¿qué hay de mi indición?

ENFERMERA: Ahora no puedo.

EL OTRO ENFERMO: Ayer ya me la habías puesto para estas horas, pues.

ENFERMERA: Un poco de paciencia. Todo no lo puedo hacer al mismo tiempo.

EL OTRO ENFERMO: Bueno, pero me la pones tú. Con la otra chica duele más.

Terminada la cura, la enfermera se puso a recoger los utensilios.

FOTÓGRAFO: Oye, ¿sabes a qué hora viene el lehendakari?

ENFERMERA: Ni idea.

MARTINA (con gesto de alarma): ¡No me digáis que viene Ibarretxe a ver a mi marido! ¡Ay, Dios, y yo con estos pelos! ¡Nos podían haber avisado!

ENFERMERA: No te apures, Martina. Tienes tiempo de arreglarte. Me imagino que el lehendakari pasará primero por la planta donde están los dos ertzainas. Lo único que nos han anunciado es que en algún momento del día visitará a los heridos en los enfrentamientos de anteayer.

FOTÓGRAFO: Joé, a mí me hace polvo. Aún tengo que sacar fotos de la Casa del Pueblo de Rentería, que la han vuelto a destrozar. Oye, si corre la voz de que el lehendakari está para llegar me avisas, ¿eh?

ENFERMERA: Descuida.

FOTÓGRAFO: ¿Te importa que te deje mi número de móvil? Ando en moto, así que si me dieras un toque vendría echando virutas.

EL OTRO ENFERMO: Y mi indición, ¿qué?

ENFERMERA: Enseguida vuelvo.

EL OTRO ENFERMO: No me mandes a la otra. A ésa, ni en pintura.

La enfermera se metió en un bolsillo de su chaqueta el papelito que le había tendido el fotógrafo y salió de la habitación. Mientras tanto, Martina, en cuya cara se traslucía una viva inquietud, había hecho desaparecer la balumba de objetos que cuajaban el tablero de la mesilla. Después se dio prisa en arreglar la cama de su marido, a quien obligó a echarse a un lado. Como por lo visto el hombre no se movía con la debida rapidez, lo empujó sin contemplaciones a fin de sacarle de detrás del cuerpo la almohada, que ahuecó sacudiéndole unos recios manotazos. Por último sopló hacia el suelo algunas migas del desayuno esparcidas sobre la sábana.

MARTINA: ¡Qué faena! Y tú, chaval, ¿cómo sabes que viene Ibarretxe?

FOTÓGRAFO: Pues porque lo ha declarado él mismo esta mañana a los medios.

MARTINA: ¿Qué ha declarado?

FOTÓGRAFO: Lo de siempre, señora. Que condena la violencia, que las vascas y los vascos desean la paz y que va a visitar a los heridos. De todos modos, no se haga usted demasiadas ilusiones. Si viene será para decir hola y adiós.

MARTINA: Yo con estos pelos y esta ropa no lo recibo. (Se volvió a Eusebio.) Y a ti habría que afeitarte mejor. El lehendakari va a pensar que eres un mendigo.

EUSEBIO: Lo que piense ese señor me trae sin cuidado. Yo soy socialista de toda la vida, como mi difunto padre, que no fue de los que se rindieron en Santoña.

MARTINA: Eusebio, como me hagas pasar vergüenza te acuerdas. Ya me conoces.

EUSEBIO: ¡joder que si te conozco! ¡De sobra!

FOTÓGRAFO: Por mí, cuando quieran. Estoy listo.

MARTINA: Ni se te ocurra montar un numerito delante del lehendakari, ¿estamos? Saludas con respeto y si te pregunta algo le respondes. Tengo que abrir la ventana. Aquí huele a cerrado.

FOTÓGRAFO: Señora, si abre la ventana me cambia usted la intensidad de la luz.

MARTINA: Aquí hay que ventilar.

EUSEBIO: Ventilar ni leches. ¡Con el calor que hace ahí fuera!

MARTINA (se tapó la nariz con los dedos, al tiempo que señalaba con la cara en dirección al otro enfermo, oculto tras la cortina): Hay cosas peores que el calor. (Dejó la ventana como estaba. Refunfuñando, se colocó detrás del fotógrafo.) Vete tú a saber si Ibarretxe te ofrece una idenización en nombre del Gobierno Vasco.

EUSEBIO: Te falta un tornillo.

MARTINA: No nos vendría nada mal una ayudita. Podríamos cambiar la cocina. (Se dirigió a continuación al fotógrafo, que ya estaba disparando con la cámara.) ¿Tú trabajas mucho con manifestaciones y atentados?

FOTÓGRAFO: Bastante.

MARTINA: ¿Sabes si a éste le van a dar dinero?

FOTÓGRAFO: Luego vendrá un compañero del periódico a hacerle una entrevista a su marido. Usted pregúntele. Es un tío muy enterado.

EUSEBIO (al fotógrafo): ¿Sonrío o qué?

FOTÓGRAFO: Como quiera.

MARTINA: No pongas esa cara de bobo.

EUSEBIO: La que tengo.

MARTINA: Si sonríes, ¿cómo va a creer la gente que eres una víctima? Y de paso deja de sacar la mandíbula, que pareces un orangután. Este hombre me pone negra. En casa tenemos un montón de fotos estropeadas por la maldita mandíbula. En cuanto ve una cámara, zas, saca esa quijada de caballo. ¿No puedes estar normal?

FOTÓGRAFO: Ya he terminado. Y ahora, a Rentería. ¡Menudo día me espera!

EUSEBIO: Mucho trabajo, ¿eh, joven?

FOTÓGRAFO: Todo lo que le diga es poco.

MARTINA: Ya procurarás que se publique una foto en la que mi marido esté más o menos presentable. Por favor, no una en la que le cuelgue la mandíbula. Ya te figurarás cómo son los parientes y vecinos.

FOTÓGRAFO: No se preocupe, señora. Tenemos nuestra ética. Bueno, agur. (A Eusebio.) Que se cure usted pronto.

MARTINA: Y tú que lo veas.

No bien se hubo marchado el fotógrafo, Martina abrió la ventana de paren en par. Enfrente, un ala del hospital precedida de un estrecho patio interior se comía todo el paisaje. Ni campo ni cielo podían verse desde la habitación de Eusebio; tan sólo aquella fachada en cuya parte superior, a media mañana, ya pegaba con fuerza el sol del verano.

MARTINA: Que entre el aire.

EUSEBIO: Me voy a tostar.

MARTINA: Las diez y veinte. ¿Qué hago? ¿Tú crees que me da tiempo de ir a la peluquería?

EUSEBIO: Que sí, mujer. Si viene Ibarretxe ya le diré que te espere.

MARTINA: Eusebio, no estoy con ánimo de bromas.

EUSEBIO: No te vayas sin dejarme unas monedas para el televisor.

MARTINA: De eso, nada. Las necesito para llamar por teléfono a la hija y al chaval. (Lanzó una mirada cargada de reproche hacia la cortina.) No eres el único que mira aquí la tele.

EUSEBIO: ¿Por qué no llamas desde aquí?

MARTINA: Ahora no hay nadie en casa.

EUSEBIO: La hija estará citada por la tarde. ¿A que no lo habías pensado?

MARTINA: Me tiene que traer de casa la cámara de vídeo porque yo quiero que alguien me filme con el lehendakari. ¿Cuándo se me va a presentar otra oportunidad? Y de paso que traiga el ambientador y, si es posible, que te afeite.

EUSEBIO: Y yo sin televisión.

MARTINA: Por un día puedes aguantar. Y hablando de aguantar, si te vienen aires ya sabes.

EUSEBIO: ¿Qué sé? ¿Cómo voy a ir con las piernas vendadas al cuarto de baño?

MARTINA: Te pones un corcho.

EUSEBIO: Pues mira por dónde, en cuanto entre Ibarretxe por esa puerta me voy a tirar un pedo.

MARTINA: Tú, capaz.

EUSEBIO: Pero uno de campeonato que va a poner en guardia a su escolta, fíjate lo que te digo.

MARTINA: Hala, cierra el pico, que es como mejor estás. (Sacó el bolso del armario y se dirigió a la puerta, dispuesta a marcharse. En el umbral se volvió.) No olvides preguntarle al del periódico lo de la idem…, imde…, ¡si lo diré!, lo del dinero. ¿Por qué no te lo escribes en la mano para que no se te olvide? Si te van a dar algo, pregúntale cuánto suele ser y si hay que declararlo a Hacienda.

Ausente Martina, Eusebio buscó en vano a su alrededor la revista de pasatiempos. Su mujer debía de haberla escondido cuando puso orden encima de la mesilla. Sin posibilidad de levantarse de la cama y a falta de otra ocupación, estuvo el un largo rato mirando lo poco que se podía ver por la ventana. A veces llegaban hasta su reducido campo visual unas volutas de vapor que se disipaban al instante; salían por unos tubos de la lavandería situada en la planta baja del edificio de enfrente.

Vino a eso de las once la enfermera a ponerle una inyección al otro enfermo. Antes que saliera de la habitación, Eusebio le pidió que cerrase la ventana, a lo que ella accedió gustosa.

EUSEBIO: ¿Algún rastro del lehendakari?

ENFERMERA: Por ahora, nada.

EUSEBIO: ¡Qué poco fundamento! Aquí está uno espejo esperando todo el santo día.

ENFERMERA: ¿Tenías previsto ir hoy a algún sitio?

EUSEBIO: Bueno, a mí que me avisen con tiempo. No quiero que Ibarretxe llegue de golpe y me pille sentado en la bacinilla.

ENFERMERA (desde la puerta, con un pie en el pasillo): Tranquilo, Eusebio, porque eso no va a ocurrir. Seguro que el lehendakari visitará primero a los ertzainas heridos. Compréndelo, son sus ertzainas. La ventaja es que así tendrás unos minutos para prepararte.

Se quedaron Eusebio y el otro enfermo solos en la habitación. La cortina corrida entre las dos camas les impedía verse el uno al otro.

EUSEBIO: ¿Qué, le ha dolido a usted el pinchazo?

EL OTRO ENFERMO (luego de varios segundos de silencio, como si vacilara en responder): Con la otra chica es peor. Con ésta, aún aguanto.

EUSEBIO: A mí mañana o pasado me sueltan. A usted, ¿le queda mucho?

EL OTRO ENFERMO: Yo, de aquí, al cementerio.

EUSEBIO: ¿Tan pachucho está? Pues se le oye una voz muy normal.

EL OTRO ENFERMO: Me tienen vivo con las indiciones. Pero yo, a Navidad, no llego. Ya se lo he dicho a la parienta: arregla papeles y hostias, que me voy. Éstos se creen que soy tonto, que no me doy cuenta. Lo mío es cáncer y me muero. Igual me muero hoy.

EUSEBIO: ¿Tiene usted dolores?

EL OTRO ENFERMO: ¿Dolores? Yo no necesito. Yo sé lo que hay dentro. Me operaron pronto hará un mes. Y aquí sigo. Me han dejado tirado en la cama para que me muera. Y me muero, pues. Me apuesto una vaca a que me muero.

EUSEBIO: ¿De qué le operaron?

EL OTRO ENFERMO: De las tripas. Me quitaron un cacho. Pero el cáncer lo han dejado dentro.

EUSEBIO: ¿Tenía usted un tumor? Porque si tenía usted un tumor y se lo han quitado, a lo mejor se cura.

EL OTRO ENFERMO: ¡Yo qué sé lo que tenía! Delante mío, los médicos y las enfermeras andan txutxu-mutxu todo el rato. Y cuando alguien me explica, no hay dios que entienda las palabras.

EUSEBIO: Peor sería si tendría usted voz de pito. A los mayores, cuando se van a morir de una enfermedad grave, primero se les pone voz de pito.

EL OTRO ENFERMO: Ah, pues igual las indiciones son para la voz.

EUSEBIO: Está usted muy a oscuras en ese rincón. ¿No quiere correr la cortina? Yo es que con estas vendas no me puedo mover.

EL OTRO ENFERMO: No, deje, deje.

EUSEBIO: Hace un día impresionante ahí fuera. Estará la playa hasta los topes. A mí no es que me guste la playa, pero (pasó una rápida mirada por el techo y las paredes) ¡mejor que esto…!

EL OTRO ENFERMO: Oiga, usted deje la cortina así hasta que se haiga ido Ibarretxe.

EUSEBIO: ¿No quiere usted verlo?

EL OTRO ENFERMO: La cortina quieta, ¿eh?

Eusebio se encogió de hombros aunque el otro no podía verlo. La conversación quedó suspendida durante cerca de un minuto. Llegaba desde el pasillo, a través de la puerta cerrada, el ruido habitual de voces y pisadas.

EL OTRO ENFERMO (de repente): No sé si vendrá la parienta porque anda sola con los animales y la huerta. Si viene me hacen ustedes un favor, ¿eh? Su señora y usted. No hablar de política. Ni una palabra.

EUSEBIO: ¿Y eso?

EL OTRO ENFERMO: Es que mi mujer y su familia son todos muy vascos. Demasiado. Lo llevan en la sangre.

EUSEBIO: Mire, aquí donde me tiene, soy nacido en Hernani.

EL OTRO ENFERMO: Bueno.

EUSEBIO: Mi difunta madre me tenía dicho que hasta los cinco años no aprendí el castellano.

EL OTRO ENFERMO: Normal.

EUSEBIO: Tengo apellidos vascos para llenar yo solo el listín de teléfonos. Y mi Martina es de Azpeitia y todos los años hace queso en casa, que una vez hasta ganó un concurso. En Tolosa, ¿eh?, no en cualquier sitio. ¡A ver quién nos gana a vascos!

EL OTRO ENFERMO: Mi parienta tiene mucho arranque.

EUSEBIO: ¡Pues mire que la mía!

EL OTRO ENFERMO: En casa, ella suele matar el txerri. Dice: quita, quita. Ahí se queda, pues. Yo me voy a segar al monte. Al de un minuto el txerri ya se ha callado.

EUSEBIO: La mía al que mata es a mí. Todos los días. A todas horas.

EL OTRO ENFERMO: La parienta estará poco. Sola en casa, mucho no se puede quedar. Por eso pido: si podrían dejar un ratito el tema político… Si hablan de otra cosa ella es maja, ya verá. En misa siempre da limosna. Pero cuando hay manifestación en el pueblo, ahí va la primera.

Poco después del mediodía, entró en la habitación un hombre de treinta y tantos años, flaco y pálido, con la frente salpicada de gotas de sudor, con unas gafas extravagantes de montura rosada. Una enfermera, que por lo visto lo había conducido hasta allí, le abrió la puerta. Tras dejarlo pasar, la cerró a sus espaldas no sin antes indicarle que el paciente de la cama más próxima a la ventana era la persona a quien estaba buscando.

El hombre se acercó a Eusebio con la mano tendida. Resonaba en su respiración un atisbo de jadeo, como si no hubiera terminado de recuperarse de una fatiga reciente. A un tiempo se presentó, estrechó la mano de Eusebio y tomó asiento al costado de su cama, sobre la que colocó una pequeña grabadora.

PERIODISTA: Muévase lo menos posible para que no haya ruidos raros en la cinta. ¿Empezamos?

EUSEBIO: Me parece que sería mejor esperar a mi mujer.

PERIODISTA: ¿Para qué? ¿También a ella le pilló la violencia callejera?

EUSEBIO: No, digo…

PERIODISTA: Usted concéntrese en las preguntas. Dé respuestas cortas y claras. No se me vaya por las ramas, ¿eh? Piense que dispongo de poco tiempo. En realidad, tendría que estar ahora en otro sitio. Bueno, a ver, ¿cómo pasó?

EUSEBIO: Pues a mí me gusta mucho pescar.

PERIODISTA: Concrete.

EUSEBIO: Oye, yo te lo cuento como me sale. Luego tú lo escribes a tu gusto.

PERIODISTA: Vale, pero no se enrolle con detalles superfluos porque me quedan como quince minutos de cinta.

EUSEBIO: Hacía una tarde de postal. ¡Un solazo…! Esto fue el viernes. Después del trabajo me fui a pescar al Paseo Nuevo, donde termina el río, con un amigo. Iba a ir solo para gastarme los chicharis de la víspera, pero, bueno, fuimos juntos. Mi amigo llevó a su sobrino, un chavalillo de doce años. De doce o trece, no estoy seguro. Da igual.

PERIODISTA: Pasemos a los hechos relevantes.

EUSEBIO: Serían las ocho. Recogimos los aparejos y las cañas, y vuelta para casa con la cena. Les gané 14-13.

PERIODISTA: ¿Cómo que 14-13?

EUSEBIO: Joé, que yo pesqué catorce peces y ellos, trece.

El periodista se quitó un instante las gafas para pasarse, impaciente, la mano por los párpados.

PERIODISTA: ¿Quiere usted que publique eso?

EUSEBIO: Ah, tú sabrás.

PERIODISTA: Siga.

EUSEBIO: Veníamos los tres del Paseo Nuevo, tranquilos. Al llegar al Boulevard, ¡ahí va Dios!, había un autobús ardiendo en medio de la carretera. Subía humo negro hasta las casas, que menos mal que no vivo ahí. Esa gente tiene que estar hasta el moño de líos y manifestaciones. La Ertzaintza andaba dale que te pego por los jardines. Pum, pum, se oían las pelotas de goma. Enfrente, una manada de chavales. Tiraban piedras y todo lo que agarraban, y cuando los ertzainas iban a por ellos, los muy cucos se metían corriendo en la Parte Vieja. ¡Cualquiera los persigue por esas callejuelas! Eran chavales de estos que llevan un pañuelo delante de la boca. Otros tenían la cara tapada con una capucha, que parecía que iban a robar un banco. Yo, mi amigo y su sobrino nos fuimos por un lado para no meternos en el jaleo. Estábamos para pasar la calle, a la altura del nuevo mercado de la Brecha. Entonces oí un ruido al lado de los talones.

PERIODISTA: ¿Qué clase de ruido?

EUSEBIO: Una botella que se rompía. Me volví. Hostia, al sobrino de mi amigo se le estaba quemando el pantalón. Unas llamas así de largas, no te exagero. Fui a ayudarle. Estaba el pobre crío llorando, parado allí con una cara de miedo que no veas. Y en esto, mecagüenlá, ¡yo también estaba ardiendo! No me di cuenta hasta que me miré los pies. Le grité a mi amigo. En ese momento me daba igual quemarme. Pero no el chaval, me decía. Es demasiado joven para esto. Me arranqué la camisa de un tirón. Salieron los botones volando. Con la camisa envolví al chaval. Así le apagué el fuego. De repente noté que me tiraban al suelo. Mi amigo y un ertzaina. Esto es peor de lo que pensaba, me dije. Porque yo, al principio, no sentí ningún dolor. Olía la gasolina, eso sí. Entre los dos, yo no sé cómo, apagaron el fuego de mis piernas. El pantalón me colgaba a tiras negras, quemadas. Los zapatos, ni te cuento. ¡Joder, cómo me escocía! Dentro de lo que cabe tuve suerte, ¿eh? Me podía haber asado vivo. Y luego te preguntas: ¿por qué yo? ¿Qué tengo yo que ver con todo este cisco?

PERIODISTA: Bien, bien. Dejemos las interpretaciones para otra ocasión. Cuénteme en pocas palabras cómo fue el traslado al hospital.

EUSEBIO: Lo primero de todo nos metimos en una cafetería de la calle Legazpi, donde se portaron de maravilla. Que no se te olvide escribir esto: de maravilla. Allí esperamos a la ambulancia. Mientras, en la cocina, me dejaron meter los pies en la fregadera llena de agua fría, que luego el médico ha dicho que fue lo mejor que pudimos hacer. En algunos sitios las piernas estaban en carne viva.

PERIODISTA: Antes me han puesto al corriente del diagnóstico. Siga mejor con lo de la cafetería.

EUSEBIO: Pues nada, que en cuanto me den el alta le voy a regalar una tarta a cada empleada porque se la merecen. Me ayudaron, me estuvieron animando, me dieron de beber. En fin, unas personas excelentes, empezando por la dueña, que no se apartó ni un momento de mi lado. Todavía estará mi caña en la cafetería. Y la cesta con los peces, podridos si no los han sacado. Había una lubina bastante hermosa. Al poco rato vino la ambulancia. No tardó mucho. Eso también quiero que lo pongas. Muy atentos los sanitarios, profesionales como la copa de un pino. Yo vine tumbado. Mi amigo y su sobrino también venían dentro. El chavalillo, aparte del susto, no tenía gran cosa. La ropa con agujeros y las cejas chamuscadas. Un poco por quitarle el miedo y para que no se preocuparía por mí vinimos su tío y yo hablando de fútbol en la ambulancia. La peor parte me la había llevado yo. Sobre todo en la izquierda, por detrás. Cada vez que me curan veo las estrellas, aunque menos mal que no ha habido que hacer injertos. El médico dice que esté tranquilo. Que me quedarán marcas y nada más.

PERIODISTA (apagando la grabadora) Creo que es suficiente. ¿Ya ha venido el fotógrafo?

EUSEBIO: Sí, esta mañana.

PERIODISTA (se levantó de la silla) Me largo a una rueda de prensa.

EUSEBIO: Algo quería yo preguntarte. ¿Qué era?

PERIODISTA: Supongo que lo mismo que me han preguntado la enfermera y el médico. Al lehendakari lo espera un almuerzo en Vitoria, así que el anunciado gesto de solidaridad con los heridos tendrá que ser por la tarde. Que se cure usted pronto y pueda volver a pescar.

EUSEBIO: ¿Pescar dices? Después de lo que me han hecho se me han ido para siempre las ganas de coger la caña.

PERIODISTA: Mejor para los peces.

EUSEBIO: ¿Cuándo sale la entrevista en el periódico? Por si pregunta mi mujer.

PERIODISTA: Mañana o pasado. No se lo puedo asegurar. Depende de si hay espacio. Saldrá poquito, ¿eh? No piense usted que… Bueno, agur.

El periodista salió de la habitación tan deprisa como había venido, la grabadora en una mano, pulsando con el pulgar de la otra las teclas de un teléfono móvil. A su marcha, olvidó cerrar la puerta.

EUSEBIO: ¿Duerme usted?

EL OTRO ENFERMO: No.

EUSEBIO: He estado un poquito nervioso. ¿Se notaba?

EL OTRO ENFERMO: Yo no he notado nada.

EUSEBIO: A mí no se me da hablar. No tengo costumbre.

EL OTRO ENFERMO: Yo, igual. Cuando llaman a casa coge la parienta. Ella se arregla.

EUSEBIO: Menos mal que no estaba aquí mi mujer. Ésa responde a todo en mi lugar. ¿Qué le parece a usted lo que me han hecho?

EL OTRO ENFERMO: Mala suerte.

EUSEBIO: Le podía haber tocado a cualquiera. Fíjese, le podía haber tocado al padre del que tiró la botella.

EL OTRO ENFERMO: Se ha olvidado usted preguntar.

EUSEBIO: Preguntar, ¿el qué?

EL OTRO ENFERMO: Lo de la idenización. Su mujer le ha dicho, pues.

EUSEBIO: ¡Me ca…! ¿Por qué no me ha avisado?

EL OTRO ENFERMO: Ya me he dado cuenta, pero ¡por no meterme!

EUSEBIO: ¡Buena la he hecho!

Eusebio se estiró cuanto pudo sobre la cama hasta alcanzar con la punta de un dedo el botón de llamada de la enfermera. Ésta entró de ahí a poco en la habitación.

ENFERMERA: ¿Qué ocurre?

EUSEBIO: Dile por favor al periodista que vuelva. Igual lo pillas todavía en el pasillo.

ENFERMERA: ¿Qué periodista?

EUSEBIO: El de las gafas rosas. Date prisa, por favor.

La enfermera asomó la cabeza fuera de la habitación.

ENFERMERA: No veo gafas rosas por ningún lado.

EUSEBIO: Si corres, igual lo alcanzas antes que salga a la calle.

ENFERMERA: Eusebio, ¿crees que me está permitido abandonar mi puesto de trabajo para correr detrás de un periodista?

EUSEBIO: ¡Ay, maja, buena la he hecho! ¿Qué le cuento yo ahora a Martina? Ya me podéis ir preparando un sitio en la UVI.

A la una menos cuarto, una auxiliar repartió como de costumbre las bandejas con la comida. Apenas hubo salido de la habitación, el otro enfermo empezó a refunfuñar.

EL OTRO ENFERMO: Esta papilla ni para un txerri.

EUSEBIO: Entonces, ¿por qué la pide?

EL OTRO ENFERMO: Sólo me dejan comida blanda. Si yo ya digo: me voy a morir pronto, darme chuletas con vino. ¡Qué hostias importa!

EUSEBIO: Estos tontolabas del periódico y el lehendakari de los cojones y mi mujer y la madre que los parió a todos me han roto la tranquilidad. No tengo ni gorda de hambre. ¿Quiere usted mis macarrones y el pollo empanado? Me como las natillas y voy que chuto.

EL OTRO ENFERMO: ¡Arraioa, ya me gustaría, ya!

EUSEBIO: Pues venga para aquí, que yo no me puedo mover.

Descalzo y en pijama, el otro enfermo salió a toda prisa de su rincón. Ahora podía verse entera su figura esmirriada, de pecho hundido, de piernas flacas y torcidas. Primeramente hizo como que se dirigía al cuarto de baño, e incluso llegó a posar la mano en el picaporte. Permaneció varios segundos inmóvil en actitud expectante; luego dio un giro brusco, y volviendo varias veces la mirada hacia la puerta de la habitación, como temeroso de que lo sorprendieran en una fechoría, se llegó con pasos saltarines al costado de la cama de Eusebio, donde tomó asiento en la silla que allí estaba. Medio agazapado tras el cuerpo y el somier levantado de éste, se colocó sobre los muslos entecos el plato de macarrones y se puso a comer con avidez.

EUSEBIO: ¡San Dios, menudo apetito! Cuidado con dejarme manchas de salsa en la sábana, ¿eh? Bastantes problemas tengo ya. Échese un poco para atrás.

El otro enfermo se apartó lo más que pudo de la cama en el poco espacio que había entre ésta y la ventana, y, con la cabeza inclinada sobre el plato, siguió comiendo deprisa hasta despachar el último macarrón.

EL OTRO ENFERMO: El pollo, ¿también o qué?

EUSEBIO: Coma, coma. Pero con calma, hombre. ¡A ver si se va usted a atragantar!

El otro enfermo agarró el filete con diez dedos. Apenas necesitó media docena de bocados para hacerlo desaparecer dentro de la boca. Masticando a dos carrillos, fue a lavarse las manos en el cuarto de baño, de donde salió poco después para volver al instante con su bandeja de comida, cuyo contenido arrojó en el interior del inodoro. Ya más tranquilo, se acostó en su cama, dio las gracias a Eusebio y, resoplando de satisfacción, anunció que iba a echar la siesta.

EL OTRO ENFERMO: Antes había otro ahí. Ése no daba. (Dicho esto, se tapó hasta la barbilla con la sábana y poco después se quedó dormido.)

Transcurrió cerca de una hora. En ese tiempo, Eusebio hizo varios intentos por conciliar el sueño. No había manera. Cerraba los ojos, los abría, los volvía a cerrar. Finalmente desistió del propósito y se dedicó a mirar por la ventana con los brazos cruzados. Hacía calor. Del pasillo sólo llegaban ruidos leves, esporádicos.

En medio de aquel silencio de comienzos de la tarde, se abrió la puerta y entró en la habitación, con labios apretados y ojos furiosos, Begoña, la hija de Eusebio.

BEGOÑA: Aquí me tienes.

Begoña era una mujer metida en los treinta, de cabello corto y negro, con algo de la anchura y corpulencia de su padre, con los rasgos severos de su madre. Depositó en el suelo, al pie del armario, una bolsa de plástico; estampó un beso rápido en la mejilla de su padre y permaneció de pie con la espalda apoyada en el vidrio de la ventana.

EUSEBIO: ¿Por qué no te sientas?

BEGOÑA (en tono cortante) Así estoy bien.

EUSEBIO: ¿No habrás venido a echarme la bronca?

BEGOÑA: A ver.

Begoña llevaba un traje gris de chaqueta, con blusa blanca por debajo, una gargantilla de perlas y unos zapatos de medio tacón que, como todas las prendas de su atuendo, resultaban demasiado formales para lucirlos en un hospital y de todo punto inadecuados en un día caluroso como aquel.

EUSEBIO: Hija, qué elegante se te ve.

BEGOÑA: Ideas de la amá. Parecéis niños, ella y tú. Ella sobre todo. No se deja decir ni pío. ¡Anda con una ilusión! Y, claro, como te puedes figurar hemos discutido a cuenta del circo que estáis montando entre los dos.

EUSEBIO: Habla un poco más bajo, que aquí, el compañero (apuntó con un dedo hacia la cortina), está durmiendo la siesta. A mí no me digas nada. Yo no monto ningún circo. No tengo la culpa de que Ibarretxe quiera visitarme. No tengo la culpa de que unos gamberros me quemarían el otro día. No tengo la culpa de no poder ir a trabajar y no tengo la culpa de nada. ¿Has oído? De nada.

BEGOÑA: Un poco de culpa sí tienes.

EUSEBIO (puso gesto de extrañeza) ¿Yo?

BEGOÑA: Por dejarte sacar fotos para el periódico. ¿Es verdad que iba a venir uno de El Diario Vasco a entrevistarte?

EUSEBIO: Ya ha venido. Le he contado en cuatro palabras lo que pasó y adiós muy buenas.

BEGOÑA: ¿Ves como tienes culpa? Te van a sacar en la prensa con tu nombre y apellidos. Eso es una manera de señalarse. ¿No entiendes? A ETA ya sólo le falta buscar tu dirección en el listín de teléfonos e ir a por ti. ¡Qué ingenuo eres, aitá!

EUSEBIO: ¡Hala, exagerada, más que exagerada! ¿Qué coño le va a interesar a ETA un puto empleado de una imprenta?

BEGOÑA: Por trabajar en la imprenta claro que no les interesas. Pero sí por meterte donde no te llaman. Pones en peligro a toda la familia.

EUSEBIO: Pues ya es tarde para remediarlo, hija.

BEGOÑA: ¿Dónde tienes la máquina de afeitar?

EUSEBIO: En el armario. Vas a despertar a ese señor.

EL OTRO ENFERMO: Tranquilo. Ya no duermo.

Begoña encontró la máquina de afeitar en una de las baldas del armario.

BEGOÑA: ¿Ya ha estado el médico?

EUSEBIO: Ha venido muy pronto. Mañana o al otro, salgo. Luego ya sólo tendré que venir a hacerme las curas.

Sentado sobre la cama, con la espalda recta, Eusebio estiró el cuello y levantó la barbilla para que su hija lo afeitase sin dificultad. Ella le rebajó, además, las patillas con unas tijeras de uñas; le desarrugó lo mejor que pudo la chaqueta del pijama y, con las manos que fue a mojarse en el grifo del cuarto de baño, le alisó el poco pelo que el hombre tenía alrededor de la calva.

BEGOÑA: Mis amigas creen que te diste un trompazo en el almacén de la imprenta.

EUSEBIO: Tú déjales que crean.

BEGOÑA: Voy a quedar fatal cuanto te vean en el periódico.

EUSEBIO: Bah, igual sólo sacan un cachito sin foto en una esquina de la página. Me lo ha dicho el periodista.

BEGOÑA: Lo verán de todas formas. Espero que no hayas hablado de terrorismo ni de nada por el estilo.

EUSEBIO: ¡Qué va! Cuatro bobadas.

BEGOÑA: Aitá, mira que nos metes en un lío que para qué.

Hacia las tres de la tarde, la puerta se abrió con ímpetu. Martina entró en la habitación, peripuesta como para una boda. Se había hecho la permanente. Llevaba los labios pintados, la cara empolvada y unos pendientes de amatista a juego con el vestido y los zapatos; sobre la pechera, una cadena de oro de la que pendía una medalla, también dorada, del Sagrado Corazón, y, apretado bajo el brazo, un bolso pequeño de un violeta más claro que el del vestido. A varios pasos de distancia podían percibirse los efluvios de su perfume.

EUSEBIO: ¡Ahí va Dios! ¡La marquesa de Chorrapelada!

MARTINA: Tú, a callar. ¿Ha venido el lehendakari?

EUSEBIO: No.

MARTINA: Menos mal. He subido en taxi para llegar antes. Yo creo que el taxista me ha clavado. Son unos ladrones. ¿Y el del periódico?

EUSEBIO: Ése, sí.

MARTINA: ¿No se te habrá olvidado preguntar lo del dinero?

EUSEBIO: ¡Qué coño se me va a olvidar! Lo que pasa es que el tipo no era tan espabilado como pensaba el fotógrafo. Total, que preguntemos en el Gobierno Vasco, que ahí ya nos dirán seguro.

MARTINA: ¿Por qué está la ventana cerrada? Huele a comida aquí dentro. (Se volvió, ceñuda, a Begoña.) ¿Has traído el ambientador?

Sin dignarse mirar a su madre, Begoña señaló con una sacudida de la cara hacia la bolsa de plástico depositada en el suelo.

MARTINA (en tono gruñón): Bonito lugar para poner la cámara. A ver si entra una enfermera y la pisa. (Sacó de la bolsa la cámara de vídeo, que colocó dentro del armario, y a continuación el ambientador, con el que roció el aire, a su marido, por debajo de la cama…)

EUSEBIO: San Dios, para ya de regar. Si con la colonia que te has puesto das olor a todo el hospital.

MARTINA: Estáis los tres en contra mía. Tú, ésta, el hijo. ¡Para una vez que pido algo! Respuesta: no. No por aquí, no por allá. Se sacrifica una todos los días por los demás y ¿cuál es el pago?

BEGOÑA: Oye, amá…

MARTINA: Mejor estate calladita, que bastantes cosas me has dicho esta mañana. Hacía tiempo que no me pegaba una llorera como la de hoy. Pero ahora lo primero es recibir al lehendakari. Por la noche ya hablaremos tú y yo en casa.

EUSEBIO: Entonces, ¿no vas a pasar la noche aquí?

MARTINA: ¿Yo? ¿Perder otra noche? ¿Para qué? Tan grave no estás y a mí me va haciendo falta un descanso. ¿Tu te crees que ayer pude pegar ojo con lo que roncáis tú y…? (Hizo una mueca desdeñosa en dirección a la cortina.) Aquí tienes a tu hija. Pregúntale si le apetece pasar la noche en esa silla.

BEGOÑA: Conmigo no contéis porque estoy citada.

EUSEBIO: No hace falta que se quede nadie. Me apaño solo.

BEGOÑA: Conque ya sabéis.

MARTINA: ¿Qué sabemos?

BEGOÑA: Que a las cinco me tengo que ir. Me esperan.

MARTINA: Y si a esa hora el lehendakari aún no ha venido, ¿quién filma con la cámara?

EUSEBIO: Yo mismo.

MARTINA: ¿Tú? No me hagas reír. Si tú no sabes ni enchufar la lavadora… Y además se te tiene que ver en la película.

BEGOÑA: Llama a mi hermano.

MARTINA: Algo habrá que hacer.

EUSEBIO: ¿Dónde está el chaval?

MARTINA: En la puerta del hospital, vigilando.

EUSEBIO: ¡No me jodas que lo has dejado sin salir con los amigos!

MARTINA: Hoy tiene vigilancia. No estaba muy contento, pero ya le he dicho: si quieres que te renovemos el carné de socio de la Real tendrás que colaborar un poco con la familia, amiguito. Así que me lo he traído en el taxi. Ha venido todo el camino renegando. A mí me da igual.

EUSEBIO: Todo se arreglaría si el lehendakari vendría de una puñetera vez.

MARTINA: Es que ni avisan ni nada. Mucha seriedad, en el Gobierno Vasco, no hay. ¿Entendéis por qué he puesto al hijo a vigilar abajo? Ya sabe: en cuanto llegue el coche oficial tiene que subir aquí a todo correr. Así nos pillarán preparados, con la cámara a punto y demás. Y tú (a Eusebio), tápate esos muslos que parecen las patas de un oso.

Las tres y media. Las cuatro.

EUSEBIO: ¿No se puede abrir esa ventana?

MARTINA: ¿Para que se vaya el olor del ambientador? La ventana se queda como está.

EUSEBIO: No hay dios que respire aquí dentro.

BEGOÑA: Y que lo digas, aitá.

MARTINA: Formáis equipo los dos, ¿no?

Se oyeron de ahí a poco, tras la cortina, tres o cuatro bascas que culminaron en el sonoro salpicón de una bocanada de vómito al estrellarse contra el suelo.

MARTINA: Lo que faltaba. Llama a la enfermera.

Eusebio apretó el botón de llamada. Medio minuto después, una enfermera distinta de la del turno de mañana entró en la habitación.

LA NUEVA ENFERMERA (al otro enfermo): Quieto, no te muevas.

EL OTRO ENFERMO: La hostia bendita.

LA NUEVA ENFERMERA: Calma, calma. ¿Quieres que te mida la fiebre?

EL OTRO ENFERMO: Cagalera también tengo, pues.

LA NUEVA ENFERMERA: Se te habrá cortado la digestión. ¿Qué te han dado de comer?

EL OTRO ENFERMO: Yo qué hostias sé. Lo que había.

LA NUEVA ENFERMERA (asomó la cabeza para dirigirse a las visitantes del paciente de al lado): Si sois tan amables, ¿os importaría esperar fuera un momentito?

MARTINA: Vale, pero date un poco de prisa, por favor. El lehendakari está al llegar.

LA NUEVA ENFERMERA: Hago lo que puedo, señora.

MARTINA: A mi marido, ¿no lo podrían poner en otra habitación? Durante unas horas, digo. Hasta que pase la visita oficial.

LA NUEVA ENFERMERA: Lo veo difícil. Tenemos la planta llena, pero si quieres ya voy a preguntar.

Martina abrió la ventana antes de salir al pasillo con Begoña. La nueva enfermera acompañó al otro enfermo al cuarto de baño. Mientras éste se lavaba y se cambiaba de pijama, hizo venir a una auxiliar, de modo que pasado un cuarto de hora desde el vómito todo volvió a estar en orden dentro de la habitación. Durante varios minutos, los dos pacientes estuvieron solos, cada uno en su cama, separados por la cortina que les impedía verse.

EUSEBIO: Para mí que usted se ha tragado demasiado deprisa la comida.

EL OTRO ENFERMO: Para una vez que como bien…

EUSEBIO: Mejor tome sus caldos y sus yogures hasta que se cure.

EL OTRO ENFERMO: Ya es pena.

EUSEBIO: Amigo, hay que cuidar la salud.

EL OTRO ENFERMO: ¿Salud? Yo, de aquí, al cementerio.

Volvió Martina sola, olisqueando el aire de la habitación con gesto de repugnancia. Estaba la puerta del cuarto de baño entreabierta; la cerró al tiempo que se llevaba una mano a la nariz. Anduvo después de un lado para otro, dentro de la parcela de su marido, disparando rociadas de ambientador.

MARTINA: No pueden cambiarte de sitio.

EUSEBIO: Aquí estoy bien.

MARTINA: Les he pedido que sólo hasta la cena. No les queda un hueco libre.

EUSEBIO: ¿Y la hija?

MARTINA: Mejor no me hables de ésa.

EUSEBIO: Seguro que habéis vuelto a discutir.

MARTINA: Se ha marchado. Y el chaval también, sin subir a saludar a su padre.

EUSEBIO: Bueno, se habrá ido con la cuadrilla.

MARTINA: A sus amigos les ha contado una historia y ahora le da vergüenza que salga la verdad en el periódico.

EUSEBIO: ¿Una historia? ¿Qué historia?

MARTINA: Que te escaldaste las piernas en el trabajo. ¡A quién se le ocurre!

EUSEBIO: Y si me ven en el periódico, ¿qué? ¿He hecho algo malo?

MARTINA: En la cuadrilla por lo visto hay algunos abertzales que entienden estas cosas como les apetece. El hijo está preocupado. Él no me lo quería contar, pero mientras veníamos en el taxi se lo he sonsacado. Me huelo que se ha vuelto un poco abertzale. Las malas compañías.

EUSEBIO: ¿Abertzale, Pello? Coño, eso sí que no me lo esperaba. Ya me jodería. ¡Después de lo que me ha pasado!

MARTINA: Tendrás que hablar con él.

EUSEBIO: A ver qué le digo.

Martina estuvo manipulando en la cámara de vídeo hasta dejarla lista para su uso. La colocó a continuación en una balda del armario y fue a sentarse en la silla, donde, con la cara inclinada sobre el pecho, no tardó en quedarse amodorrada.

La tarde transcurría lenta y calurosa. El pasillo había vuelto a llenarse con los ruidos de costumbre.

MARTINA (levantó ligeramente los párpados, luego de una larga cabezada): ¿El lehendakari?

EUSEBIO (guasón): Se acaba de ir. No ha querido despertarte.

MARTINA: Come sal, que eres muy soso.

A Martina volvió a cogerle el sueño. Eran más de las cinco cuando se despertó.

MARTINA (sin reparar en que Eusebio estaba traspuesto): Voy a estirar las piernas y a ver qué se cuece por ahí. ¿Duermes?

EUSEBIO (abrió los ojos sobresaltado): ¿Eh, qué?

MARTINA: No aguanto más aquí dentro. Me ahogo. Nunca he sido amiga de esperar. ¡Con todo el trabajo que tengo en casa!

Salió de la habitación y volvió al cabo de tres cuartos de hora con el hastío y la desilusión pintados en la cara.

MARTINA: Nada, chico. He bajado hasta la calle. Todo está como siempre. La gente que entra y sale, los taxis, los autobuses urbanos. Van a dar las seis y a mí me da que me podía haber ahorrado los gastos de esta mañana. Ibarretxe debería saber que así no se trata a los ciudadanos. Primero nos hace esperar un montón de horas, después no aparece. Porque si dijeras que alguien del Gobierno Vasco llama: Oiga, que al lehendakari le ha salido un compromiso urgente y no puede ir al hospital. Vale, lo entiendo. Pero, hombre, ¡darnos semejante plantón!

EUSEBIO: Los políticos van a lo suyo. El pueblo les interesa un pepino.

MARTINA: Como mucho voy a estar aquí hasta las siete. Tengo en casa un cesto lleno de ropa para planchar. Tampoco quiero que el chaval venga a las tantas, como ayer, que se lo he jipado en los ojos. Se los tenías que haber visto, rojos de no haber dormido y de pimplar a base de bien. Como no había nadie en casa, aprovechó. Que si había fiestas no sé dónde. Hoy todos pronto a dormir.

EUSEBIO: Con diecisiete años yo creo que un poco le podemos dejar.

MARTINA: Me da igual que vaya a las fiestas de los pueblos. Lo que no me gusta es que luego me venga con mentiras. O que me salga un borrachingas, que bastante he llorado en la vida por culpa de su padre.

EUSEBIO: Oye, no te metas ahora conmigo.

Se abrió de ahí a poco la puerta. La enfermera asomó la cabeza por la abertura.

LA NUEVA ENFERMERA (se dirigió con cara sonriente al otro enfermo): ¿Qué, cómo va eso?

EL OTRO ENFERMO: Mejor.

LA NUEVA ENFERMERA: ¿Quieres una manzanilla?

EL OTRO ENFERMO: No, deja, deja.

MARTINA: Maja, ¿se sabe algo del lehendakari?

LA NUEVA ENFERMERA: Después de lo que ha pasado, supongo que habrá suspendido la visita.

MARTINA: ¿Qué ha pasado?

LA NUEVA ENFERMERA: ¿No os habéis enterado? ETA se ha cargado a un señor en Durango. Un concejal, me parece.

MARTINA: Ahora que lo dices, algo he oído yo en el taxi. Como venía hablando con mi hijo no he prestado atención a la radio. El lehendakari, entonces, tú crees que…

LA NUEVA ENFERMERA: No te sabría decir, Martina, pero lo normal es que vaya a dar el pésame a los familiares del muerto, que atienda a los medios de comunicación, en fin, esas cosas.

Nada más marcharse la enfermera, Martina enfundó la cámara de vídeo y la metió en la bolsa de plástico junto con otras pertenencias que estaban diseminadas por las baldas del armario.

EUSEBIO: ¿Qué, te vas?

MARTINA (en un tono blando, apagado): ¿Te importa quedarte solo?

EUSEBIO: ¿A mí? ¡Qué va! Por la mañana me escocía un poco la izquierda, pero ahora no siento nada. Vete a casa y descansa. Has tenido un día difícil.

MARTINA: Un día perdido tontamente. Menos mal que al menos uno de la familia lo entiende.

EUSEBIO: Los hijos también lo entienden. Lo que pasa es que a veces te pones nerviosa y nos chillas y no aguantas que te lleven la contraria.

MARTINA: Bueno, bueno. Déjate de sermones, que no eres cura.

Martina se acercó a su marido, le arreó dos cachetes afectuosos, uno en cada mejilla, y para rematar un beso de despedida en la frente.

EUSEBIO: No te vayas sin dejarme unas monedas.

MARTINA (sacó un monedero de su bolso violeta): Lo siento, majo, pero más suelto no me queda.

EUSEBIO (miró con aire desconcertado la única moneda que su mujer le puso en la palma de la mano): Martina, con esto llega como mucho para una hora.

MARTINA: Para las noticias y un poco más.

EUSEBIO: Martina, no me jodas. Baja a la cafetería a que te den cambio, haz el favor.

MARTINA: Hala, no seas quejica. Mañana o pasado te van a soltar y aún estarás unos días de baja. En casa podrás ver toda la tele que quieras. (Se dirigió a la puerta. Antes de salir al pasillo, se volvió hacia el otro enfermo.) Que se mejore.

EL OTRO ENFERMO: Gracias.

Se quedaron los dos pacientes solos.

EUSEBIO: Es más buena que el pan, pero ¡tiene un genio!

EL OTRO ENFERMO: Son fuertes.

EUSEBIO: Ah, eso sí. Mi mujer trabaja como una burra.

EL OTRO ENFERMO: Y la mía.

EUSEBIO: Usted no tendrá por casualidad unas monedas.

EL OTRO ENFERMO: Ni una.

EUSEBIO: Joé, nos vamos a aburrir como ostras.

Alrededor de las siete y media llegó una auxiliar con las bandejas de la cena. Aún había claridad en el patio, pero en la zona baja de la fachada de enfrente empezaban a espesarse las sombras de la tarde.

EUSEBIO: ¿Qué tiene usted para cenar?

EL OTRO ENFERMO: Lo de siempre. Sopa y todo blando.

EUSEBIO: Sopa también tengo yo y una tortilla de jamón de York. Si se atreve a hincarle el diente le doy la mitad.

EL OTRO ENFERMO: Ya me gustaría.

EUSEBIO: Lo digo porque a mí, de crío, cuando andaba suelto de vientre, en casa o me daban arroz blanco con zanahoria o me daban esto.

EL OTRO ENFERMO: Entonces, ¿qué? ¿Voy para allá?

EUSEBIO: ¿No podemos descorrer la cortina? Aquí ya no va a venir ni dios. (El otro enfermo saltó fuera de la cama. Descorrida la cortina, Eusebio le pasó media tortilla y un pedazo de pan.) A comer despacio, ¿eh?

Más tarde, ya de anochecida, Eusebio le tendió su moneda al otro enfermo para que la metiera por la ranura del televisor. Sentado cada uno en su cama, estuvieron mirando un partido de pelota a mano hasta que se cortó la imagen. Se quedaron sin saber el resultado final.

EUSEBIO: ¡Puta publicidad de los cojones! Si no es por los anuncios vemos el partido entero.

Entrada la noche, Eusebio le pidió al otro enfermo que le pusiera el somier en posición horizontal. Éste así lo hizo y después cada cual se dispuso a dormir.

EUSEBIO: Parece que le ha sentado a usted bien la cena.

EL OTRO ENFERMO: Pues sí. Esta tortilla no la devuelvo. Con ésta me entierran.

EUSEBIO: Y la parienta sin venir.

EL OTRO ENFERMO: No habrá podido. Mañana visita al hijo. Hay que madrugar.

EUSEBIO: Su hijo, ¿estudia fuera o qué?

EL OTRO ENFERMO: Ya me gustaría. Lo tienen preso por ahí abajo, en casadiós. Es mucho viaje hasta Albolote. Todo el día en autobús. Antes estaba en Canarias. Todavía peor. Vas y te dejan verlo un poco. Una cabronada. Nueve años lleva. Y los que le quedan. Libre no lo voy a ver, eso seguro.

EUSEBIO: ¿Puedo preguntar por qué está preso?

EL OTRO ENFERMO: Algo haría. No quiero ni saber. Padre soy pues, no policía. Unos dicen que si esto, otros dicen que si lo otro. En el pueblo se metieron varios en la organización y él fue detrás. O delante, tampoco sé. Mi mujer, ésa sabe, pero no solemos hablar. (Guardaron los dos silencio durante un rato.) Pues tenga cuidado con el hijo suyo. Esto es como lo de la botella que tiraron. La tira cualquiera y le da a cualquiera.

Eusebio no contestó. Tenía la mirada fija en las ventanas encendidas del edificio de enfrente. A veces se veía en uno de tantos cuadrados luminosos la silueta fugaz de una persona.

El otro enfermo se tapó con la sábana hasta la barbilla y estuvo cerca de diez minutos sin decir una palabra.

EL OTRO ENFERMO (de repente, con voz delgada): Perdón.

EUSEBIO: ¿Eh?

EL OTRO ENFERMO: Perdón.

EUSEBIO (perplejo): ¿Cómo, perdón?

EL OTRO ENFERMO: Perdón, barkatu, eso. Por lo de la botella del otro día.

EUSEBIO: ¿Qué tiene que ver usted con lo que me pasó?

EL OTRO ENFERMO: Yo me entiendo. (Hubo otro intervalo de silencio) Si la parienta se entera de que pido perdón, me pega dos hostias.

Ya no hablaron más. Al poco rato se oyó en la oscuridad un murmullo leve, húmedo, similar a un sollozo a duras penas contenido.

Lippstadt, 24 de marzo de 2006