Era el comienzo de una noche entre dos días laborables. Ella estaba en su habitación preparándose para dormir. Encima de la mesilla había una novela en lengua inglesa; encima de la novela, unas gafas, y al lado, un pequeño diccionario de pastas amarillas. Ella se recogió la melena mirándose en el espejo del ropero. Después se dirigió descalza y en camisón a la cocina. Tenía treinta y nueve años, labios serios, un cerco de fatiga alrededor de los ojos.

Atravesó el pasillo sin otra luz que la de los resplandores provenientes del televisor de la sala; éstos se derramaban por el techo y las paredes, cambiando a cada momento el color del empapelado. Se oían las melodías alegres, las frases sentenciosas y las exclamaciones de felicidad hogareña de los anuncios publicitarios. En la cocina puso a remojo una pastilla efervescente contra el dolor de cabeza, esperó a que se hubiera disuelto y apuró el vaso de un trago. A los pocos segundos se oyó la voz del hombre del tiempo. Ella fue entonces a la sala y se sentó delante del televisor. Por la puerta del balcón podía verse la noche de la ciudad con sus puntos luminosos atenuados por las cortinas de gasa.

A la información meteorológica siguió un largometraje. El reloj de pesas señalaba las diez y cinco. Se levantó para apagar el televisor, pero volvió a sentarse no bien hubo aparecido en la pantalla el rostro de la protagonista. Una atractiva diseñadora de moda viaja a Montreal y se introduce en un ambiente de prostitución de lujo para esclarecer el asesinato, acaecido meses atrás, de una cantante famosa que luego resulta ser su hermana. Dieron las once cuando el guapo de la película comete un desliz que abre la primera brecha en su coartada. Ella se levantó de un salto y se apresuró a apagar el televisor. Al día siguiente la esperaba una larga jornada de trabajo. Yendo por el pasillo, llamaron su atención las rendijas iluminadas de la puerta de la habitación contigua a la suya. Decidió echar un vistazo.

—¿Todavía despierto? —En la expresión de su cara había más reproche que sorpresa—. Te recuerdo que mañana es día de colegio.

Sentado sobre la cama cubierta aún por la colcha, la espalda recostada en los barrotes de la cabecera y los zapatos puestos, al muchacho se le enfurruñaron las facciones. De forma ostensible evitaba levantar la mirada hacia su madre. Le dio una sacudida desafiante al flequillo, que le llegaba casi hasta las cejas.

Ella abrió la puerta de par en par y se plantó de brazos cruzados en el umbral, como dando a entender que estaba dispuesta a pasar allí la noche entera si él no se dignaba dirigirle la palabra.

—¿Qué pasa?

El hijo parecía enfrascado en el estudio de sus propias uñas.

—Nada.

—¿Cómo que nada? ¿Sabes la hora que es? Mañana tienes que madrugar y todavía sigues vestido.

—Catorce años —dijo sin levantar la vista de las manos.

—¡Por Dios, Iñigo! No me digas —a la madre se le ablandó de pronto la expresión— que a tu edad te roba el sueño un cumpleaños. Ten un poco de paciencia. Faltan diez días. ¿No puedes dormir porque estás pensando en lo que quieres que te regale?

—Pues sí.

—¿Ya sabes lo que quieres?

—Lo sé.

—¿Y qué es?

—La verdad.

—¿La verdad? Como no te expliques…

—Hace catorce años mataron al aitá.

Durante varios segundos permanecieron los dos en silencio, escrutándose como si trataran de leerse los pensamientos en el fondo de sus respectivas miradas.

—¿Quién se ha ido de la lengua? —Ahora era ella la que tenía las cejas adustas.

Iñigo imitó su gesto para decir en tono cortante: —Alguien que no miente.

—Ha sido el aitona, esta tarde, ¿verdad? Me va a oír.

A media tarde habían llegado al piso de los aitonas, donde tenían previsto cenar. Antes su madre y la amona debían pasar por la tienda de muebles a recoger una mesa, ya pagada, de hojas abatibles, y por esta razón Iñigo y su madre se habían desplazado en coche, a pesar de que los aitonas paternos vivían a sólo tres manzanas de su casa. Iñigo bajó con las dos mujeres hasta el portal. Allí le preguntaron como de broma si no le apetecía acompañarlas. Con la boca repleta de merienda, el muchacho les dijo que si la mesa no pesaba mucho y no lo necesitaban a él para cargarla dentro del coche, prefería reunirse con los amigos. Su madre le susurró algo a la amona, que sonrió con picardía. Tras dejar que la puerta se cerrase delante de ellas, Iñigo se marchó sin despedirse.

Frente al edificio donde vivían los aitonas se extendía una plaza con bancos, unos pocos árboles de escasa altura y una fuente de agua potable. En un costado, cerca de una tapia que rodeaba el jardín de un colegio de monjas, se alzaba un quiosco de música provisto de una escalera de acceso y una barandilla con balaustres en derredor de la plataforma. Amarrada a la barandilla, había una pancarta en la que podía leerse: KARMELE ONGI ETORRI, y otra, un poco más allá, de menor tamaño, que mostraba una serpiente enroscada en el mango de un hacha vertical.

Aquella tarde de comienzos del otoño, con temperatura agradable y cielo despejado, la plaza estaba de bote en bote. Los niños bulliciosos corrían de un lado para otro entre gente repartida en grupos de conversación, amos con perro y madres que trataban de abrirse paso con su carrito de bebé. Los ancianos tomaban el fresco sentados en los bancos. De vez en cuando alzaba el vuelo una paloma espantada; raro era, sin embargo, que no regresase al poco rato para sumarse a las otras que esperaban entre las piernas del gentío a que alguien arrojase un puñado de migas a la rebatiña.

Mientras hacía cola delante de la fuente, Iñigo acabó de comer su bocadillo. Echó un trago largo de agua y a continuación se encaminó hacia el fondo de la plaza secándose los labios con la manga de la sudadera. Ágil y espigado, saltó la tapia sin dificultad. A menudo su cuadrilla se juntaba en el patio de aquel colegio de chicas donde, fuera de las horas lectivas, se permitía a los chavales jugar en el campo de baloncesto a condición de que guardaran la compostura. No bien sonaban botes de balón sobre el suelo de cemento, una de las monjas se asomaba a alguna de las ventanas del primer piso. La monja salía a despacharlos en cuanto empezaban a pelearse, a soltar gritos y palabrotas, o en cuanto alguno de ellos se llevaba a los labios un cigarrillo.

En el patio del colegio había tres o cuatro niñas de uniforme jugando a la cuerda. Iñigo, las manos en los bolsillos, pasó por su lado en dirección a la verja de salida. Tomó después un atajo que llevaba a través de callejas malolientes, sembradas de cachivaches, de bidones y pilas de cajas, hasta el frontón del barrio, en la parte trasera de la parroquia. Según bajaba la cuesta vino a su encuentro una muchacha regordeta de edad parecida a la suya. Acababa de apartarse de un grupo de amigas arracimadas en corrillo cuchicheante a la puerta de una tienda de chucherías, frente al frontón donde un enjambre de chavales jugaba a la pelota.

—Que dice la Bego que a ver si le respondes.

—Pronto.

—Dice que si no te gustas de ella que se lo digas, que no pasa nada, pero que no hay derecho a que la tengas esperando tantos días.

Iñigo divisaba por sobre los hombros de la regordeta, como a cincuenta metros de distancia, las miradas expectantes de las muchachas.

—Bueno, pues dile que la veo dentro de un rato donde la otra vez. Y a las demás que no vengan detrás nuestro, ¿eh? Como pille a alguna, me largo.

Al salir de la habitación, la madre cerró la puerta de un golpe. Sonaban por el pasillo los pasos furiosos de sus pies descalzos. Se apagaron al pisar la moqueta de la sala. Entonces Iñigo saltó fuera de la cama y, sin hacer ruido, entreabrió la puerta. Un dedo estaba pulsando con rabia las teclas del teléfono. Tras unos segundos de silencio, oyó a su madre decir:

—Pepi, soy yo.

—…

—Escúchame, te llamo por otra cosa. ¿Está tu marido levantado?

—…

—Y no lo puedes despertar, supongo.

—…

——Sí, grave, Pepi, muy grave. Por lo menos desde mi punto de vista, no sé si también desde el vuestro.

—…

—Créeme que no es mi intención asustarte. Sucede que tu marido se lo ha contado.

—…

—¿Pues qué va a ser? Lo de José Manuel.

—…

—Como hay Dios que se lo ha contado. Esta tarde, mientras buscábamos la mesa.

—…

—Encima de la cama, sentado con ropa y zapatos. ¿Qué coño le digo yo ahora para que no se piense que su madre es una mentirosa?

—…

—Pero eso, Pepi, no es lo que teníamos hablado. Dijimos que no antes de los dieciséis años. Ha debido de ser un mazazo para él.

—…

—Naturalmente que se habría enterado. ¿Te crees que soy tonta? ¿Por qué, a ver, por qué le venimos al chaval con un problema que lo puede traumatizar? ¿Te parece que no tiene suficiente con las preocupaciones de su edad?

—…

—En fin, ya me doy cuenta de que no puedes ayudarme. Menudo papelón el mío. Mañana me espera muchísimo trabajo y esta noche seguro que no voy a pegar ojo.

—…

—Sí, ahora ponte a llorar. ¡Como si eso arreglara las cosas!

—…

—Déjalo, no vale la pena. Sus razones habrá tenido. Que duerma y otro día a lo mejor me lo explica, porque yo, Pepi, te juro que no entiendo cómo ha podido meter la pata de esta manera.

—…

—¡Qué adrede ni qué ocho cuartos!

—…

—Llámame cuando quieras.

Nada más colgar, la madre apagó la luz y, sin moverse de donde estaba, rompió en unos sollozos que a Iñigo le llegaban amortiguados, como si su madre se hubiera tapado la cara con un paño, con un cojín o con algo parecido mientras lloraba.

Al rato, cuando sintió que a ella se le iba pasando la llorera, cerró la puerta con sigilo y se volvió a la cama.

El edificio de las escuelas públicas, cerradas hacía muchos años, presentaba un aspecto ruinoso. Las piedras lanzadas desde la acera habían acabado con los vidrios de las ventanas, incluidos los de la planta superior, al alcance tan sólo de los brazos más fuertes. El vano de la entrada principal había sido cegado con tablones. Tejas partidas, cascotes desprendidos del entablamento y pedazos de canalón yacían desperdigados entre los hierbajos del suelo y por las escaleras que subían al porche, recubiertas de verdín. Un cartel fijado en lo alto de un madero anunciaba la pronta construcción en aquel mismo solar de un bloque de viviendas. El vetusto edificio estaba rodeado por una valla de tela metálica. Letreros colocados de trecho en trecho prohibían la entrada al antiguo recinto escolar. Los chavales no tenían dificultad para pasar por las roturas de la valla a una zona de zarzas y matas donde a fuerza de pisadas habían labrado una senda que conducía a un escondite seguro. El escondite consistía en un calvero de apenas dos metros cuadrados que la vegetación espesa hacía invisible desde la calle. Desperdicios de distintas clases, papeles quemados, colillas y cristales de botellas se esparcían por el suelo. Un abrechapas roñoso pendía de un cordel atado al tallo de un arbusto.

Bego ya estaba allí, mascando chicle con un meneo rítmico de mandíbula, cuando Iñigo llegó. Él le tendió sin saludarla, o acaso a modo de saludo, su paquete ya empezado de cigarrillos.

—¿Fumamos?

—Vale.

La llama del encendedor alumbró una cara de facciones angulosas. Bego tenía un aire aniñado con su flequillo recto y sus ojos pequeños, vivarachos. Llevaba un aro de níquel atravesado en una de las aletas de la nariz y, en torno al cuello, una gargantilla de cuero de la que colgaba un mapa diminuto de Euskal Herria, tallado en madera.

—Sabe superbién —dijo después de echar hacia arriba la primera bocanada de humo.

—Los traen de contrabando.

—Joé, serás millonario, ¿no?

—Éstos se los mango a mi vieja. No se entera. Como los encarga por cartones…

Bego vestía una sudadera granate de algodón, con capucha de cordones y unas palabras en inglés, de un material brillante ya cuarteado y descolorido, sobre la pechera. Las mangas subidas dejaban al descubierto dos antebrazos delgados, pálidos, cubiertos de abundante pelusilla.

—Iñigo, ¿cuándo me vas a responder?

—Responder, ¿a qué?

—Joé, pues a lo que te dije el otro día.

—No sé. ¿Tienes prisa?

Bego le daba caladas cortas y rápidas a su cigarrillo, sin sacarse el chicle de la boca. Iñigo fumaba con indolencia, expulsando por la nariz el humo que luego le subía despacio por la cara. A cada poco sacudía la cabeza para apartarse el flequillo de la frente.

—Sabe de puta madre.

—Claro, es que son de contrabando.

Estuvieron cosa de un minuto mirándose el uno al otro en silencio. Ella pinzaba el cigarrillo con el índice y el razón estirados; él agarraba el suyo usando el índice y el pulgar como tenaza. En esto, la muchacha tiró la colilla al suelo, la pisó y dijo poniendo un gesto de sumisión:

—Hostia, Iñigo, no seas así. Dime sí o no, y ya está.

Él tiró la colilla hacia las zarzas antes de responder:

—Es que no puedo.

—¿Por qué no puedes?

—Pues porque la Asun me dijo que también se gusta de mí. Y me lo dijo un día antes que tú y por eso le tengo que responder primero.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Esperar.

—Joé.

Bego estiró el cuello para mirar detrás de Iñigo, hacia la senda.

—¿Viene alguien?

Iñigo volvió la cabeza.

—No creo.

A toda prisa, Bego metió la mano en un bolsillo de sus pantalones y sacó un condón en su envoltorio.

—Hostia, Bego, ¡qué lanzada!

—Te lo doy si me dices que sí.

—Primero le tengo que responder a la Asun.

—La Asun no te lo va a dar. Es una estrecha, si lo sabré yo… Encima es hija de un socialista. A mí no me entra que ésa te guste.

—Si no es eso… Es que para decirte algo le tengo que responder primero a ella.

—Iñigo, porfa. Te lo doy aquí mismo, de pie o tumbada, como quieras. Pero tiene que ser echando leches. A y media me voy al homenaje de mi hermana. ¿Qué hora es?

Iñigo echó un vistazo a su reloj.

—Y cuarto van a dar.

—No hay tiempo —dijo con la boca contraída por un mohín de desilusión—. Me largo a casa pitando. Le he pedido a Karmele que me deje estar al lado suyo todo el rato. Ella no lo sabe, pero los de la herriko taberna le han hecho una ikurriña que, sin exagerar, va de un lado al otro de la calle. Y por la noche tenemos cena en la sociedad. Va a venir gente importante de la izquierda abertzale. Yo eso no me lo pierdo. ¿Estarás luego en la plaza?

—Bueno.

—Si vas no te pongas al lado de la tapia de las monjas porque ahí es donde van a quemar la bandera española. No lo cuentes a nadie, ¿eh?

—¿Quién? ¿Yo? ¿Estás chalada o qué?

Tori—le puso el condón en la palma de la mano—, guárdalo para cuando me respondas. ¿Te puedo dar un musu?

—Pues dame.

Tras escupir el chicle al suelo, Bego rodeó con sus brazos el cuello de Iñigo, que permanecía inmóvil, estirado en toda su larga estatura.

—Baja un poco, que no llego.

Iñigo agachó la cabeza y, con la misma indolencia con que había fumado su cigarrillo un rato antes, dejó que la muchacha le metiera la lengua dentro de la boca.

Los pies de su madre producían al caminar sobre las baldosas del pasillo un sonido carnoso. Desde la cama la oyó venir y apagó la luz. Transcurridos dos o tres segundos, se abrió la puerta. Fuera también había oscuridad. Su madre tentó la pared hasta dar con el interruptor. Encendida la lámpara, se llegó al costado de la cama y mandó a Iñigo, en un tono no exactamente desabrido, pero tajante, que le hiciera sitio. El chaval, obediente, se corrió hacia el borde. Ella tomó entonces asiento junto a él, los dos con las piernas estiradas, los dos con la espalda apoyada en la cabecera de barrotes. Los pies de la madre, menudos, pálidos, llegaban apenas un palmo más abajo de las rodillas del chaval.

—¿Tienes previsto dejar de crecer algún día?

Para no mirar a su madre, Iñigo había vuelto la cabeza hacia la pared. Parecía observar con atención un póster que mostraba al equipo completo de la Real Sociedad.

—¿Te ha contado el aitona que estás vivo de milagro? Por muy poco no nos mataron a los tres.

De un giro brusco, él reviró la mirada hacia su madre.

—¿Qué dices? Si pasó antes de nacer yo…

Ella posó las manos sobre el vientre cubierto por el delgado camisón, y haciendo como que se lo acariciaba, dijo:

—Aquí ibas.

—Eso no me lo ha contado el aitona.

—¿Qué te ha contado?

—Que al aitá lo mataron a tiros dentro de un coche. Lo del coche ya me lo habías dicho tú alguna vez, aunque me metiste la trola del accidente.

—Y que yo estaba sentada al lado del aitá, embarazada de cinco meses, ¿eso también te lo ha dicho? —Iñigo negó con la cabeza—. Pues como tú y yo ahora, amiguito. Codo con codo.

Así diciendo, dobló la pierna derecha y se subió la falda del camisón para enseñar el interior del muslo. Cerca de la ingle había un pequeño hoyo en la carne, de color pardo.

—Si me dan un poco más arriba, ahora no estaríamos tú y yo sentados sobre esta cama. No te lo vas a creer, pero en aquel momento no sentí la bala. Yo estaba toda regada de cachos de cristal. Me habían caído encima y algunos me pincharon en la cara. Igual pensé que lo del muslo había sido otro pinchazo. No estoy segura. Cuando me sacaron del coche, entonces sí, entonces ya me di cuenta de que me bajaba la sangre hasta el zapato. ¿Quieres saber más? ¿O sólo te interesa la foto de la Real?

Iñigo miró a su madre con ojos desconcertados.

—Hijo mío, me basta verte la cara para saber que he hecho lo que debía. No tienes más que fijarte en los hijos de las víctimas. Mira sus caras cuando las sacan en la tele o en los periódicos. Para mí que tienen todos las cejas tristes. Y eso es justo lo que yo no quería. Que mi hijo creciera con carita de pena. O que se sintiera huérfano cada vez que asesinaban a una persona, como si él fuera el hijo de todos los muertos. Si me entiendes, bien, y si no, también. Fin del sermón. Que duermas con los angelitos.

Hizo ademán de levantarse, pero Iñigo la sujetó con fuerza del brazo.

—Amá, no te vayas. Abrázame como tú sabes y cuéntamelo. Quiero saberlo. A partir de hoy quiero saberlo. Tengo derecho, ¿no? Casi me matan a mí también.

—¿Cómo quieres que te abrace con lo grandote que eres? Mejor pon aquí la cabeza.

Vestido como estaba, Iñigo se tendió entre las piernas separadas de su madre y apoyó una mejilla contra su vientre. Ella le apartó el flequillo; le pasó repetidamente la yema de un dedo por la ceja; le acarició la nariz, la oreja, la frente, el cuero cabelludo, mientras contaba con la mirada perdida en algún punto inconcreto del techo:

—Me consta que por lo menos un periodista describió el atentado en un libro, pero yo no he querido leerlo. Vino a preguntar. Era todo muy reciente y yo estaba en tratamiento. Él, a lo suyo. Era un pelma de cuidado. Llamaba por teléfono, molestaba a los aitonas, un día se me presentó aquí sin previo aviso. Aquello ya no lo pude aguantar. Me cabreé, le solté un par de palabras bastante feas, la verdad sea dicha, y no lo vi más. No sé de dónde sacaría información para su libro ni me importa. En fin, te lo digo por si te entra la curiosidad de leer. Como pasas tanto de libros… Eh, chaval, no te duermas.

—Amá, déjate de rollos. Cuéntame lo principal.

—El aitá estaba amenazado. Yo, ni idea. Me enteré después, cuando ya lo habíamos enterrado. Le insistieron para que llevase escolta. No quiso. Hubo quien le aconsejó que abandonara por un tiempo el País Vasco. Dicen que respondió que él era de aquí y que de aquí no se movía. A cabezota no le ganaba nadie. Por lo visto no se consideraba lo bastante importante como para que ETA malgastase con él munición. Hablaba euskera, tenía amigos nacionalistas…, seguramente no se imaginaba que alguien quisiera causarle daño. A veces recibía llamadas. Una tarde me puse yo al aparato. Que le diga al hijoputa de mi marido que se vaya preparando. Se lo conté. Quitó importancia al incidente. Trucos de imbéciles para que me entre canguelo y deje el puesto. Eso dijo. Y yo me lo creí.

—Al aitona lo despertó la ambulancia. Dice que oyó la sirena desde la cama y tuvo una corazonada.

—Él sabrá. Nosotros salimos por la mañana temprano de casa. Un jueves. Al aitá no le gustaba que yo condujera estando embarazada, así que desde hacía un tiempo me llevaba en su coche al trabajo. Subimos por la rampa del garaje y ahí nos dispararon, nada más llegar a la carretera. Había un coche que taponaba la calle, parado en segunda fila. Seguro que de ellos. El aitá pegó un bocinazo para que nos hicieran sitio y ése fue el último acto de su vida. Vi venir a uno con un jersey azul. Por la manera de acercarse, inclinando el cuerpo, pensé que nos quería preguntar algo. De frente también nos vino alguien. Eran dos. Al segundo le vi un momento la cara. Era una chica. Los cogieron pronto. Y sí, había una chica en el comando.

—Que todos conocemos.

—¿Cómo lo sabes?

—Es la del homenaje de esta tarde. Me lo ha dicho el aitona.

—Pues para que veas con qué gente vivimos en el barrio. Me suelo cruzar con su madre por la calle. Me mira como si yo le hubiera hecho algo malo. Un día fui a una manifestación. Allá estaba ella, en la acera de enfrente; ella y otros, llamándonos asesinos. ¿Te duermes?

—Sigue.

—Una cosa que no se me olvida es el silbido de las balas. Aquello no acababa nunca. Yo pensaba: Dios mío, que acabe ya, lo habéis matado, ¿qué más queréis? En realidad, la palabra silbido no es exacta. Después de catorce años, todavía llevo el ruido dentro de la oreja, pero no sé cómo explicarlo. Quizá chasquido. No sé. Debería consultar el diccionario.

Iñigo permaneció unos minutos en el portal, observando por entre las rejas del ventanuco de la puerta el revoltillo de gente que se dirigía a la plaza.

Tras despedirse de Bego, se había encaminado al frontón en busca de su cuadrilla. Por el trayecto llegaron a sus oídos las notas alegres de un acordeón. Procedían de la calle principal del barrio, no lejos de donde él se encontraba. Sin vacilar se dio la vuelta y corrió tan deprisa que alcanzó la bocacalle a tiempo de ver a Karmele a la cabeza de un nutrido grupo de personas que avanzaba a paso lento por la calzada. Bego caminaba junto a ella, las dos igual de sonrientes. De vez en cuando devolvían el saludo que algunos vecinos les mandaban desde los balcones.

A Karmele se le notaban los trece años y medio pasados en prisión. Su aspecto físico difería del que presentaba en los carteles que de tiempo en tiempo solían pegar sus conmilitones en las fachadas del barrio para recordar los sucesivos aniversarios de su encarcelamiento; a veces, también, para informar sobre medidas disciplinarias que le hubiesen aplicado, o sobre traslados forzosos, o sobre huelgas de hambre, o para pedir su libertad. Los años transcurrían, pero la foto era siempre la misma: una foto en blanco y negro que mostraba el rostro de una mujer joven de melena oscura, pómulos salientes y mirada inexpresiva. Karmele llevaba ahora el pelo corto; se le veía mayor, con los hombros hundidos y, sobre todo, más gruesa.

Por delante de Karmele y Bego, abriendo la marcha, iban dos niñas de corta edad ataviadas con trajes regionales. Entre ellas caminaba, dale que dale, la chica del acordeón. A espaldas de las hermanas, una nutrida hilera de manos sostenía una ikurriña de grandes dimensiones cuyos extremos había que recoger de continuo por causa de los coches estacionados y de los arbolillos y farolas que se levantaban de trecho en trecho en el borde de las dos aceras. En el centro de los que llevaban la bandera iban la madre de Karmele, con el cuello estirado, el padre y, detrás del padre, el abuelo, con boina y gesto mustio. Seguía un grupo de unas doscientas personas, en su mayoría caras conocidas del barrio.

Iñigo se incorporó a la parte delantera de la manifestación. Desde el primer momento participó en el coro de voces que tan pronto vitoreaban a Karmele como entonaban consignas en favor de la amnistía, de la prosecución de la lucha armada y contra el partido político entonces gobernante. Apenas llevaría recorrido un centenar de metros cuando se percató de que a su derecha, a pocos pasos, había un grupo de jóvenes que no le quitaban los ojos de encima. Murmuraban entre ellos sin disimulo y, en esto, comenzaron a ponerle mala cara y a señalarlo abiertamente. Iñigo, como los conocía de vista y a algunos también de nombre, les hizo un saludo con la mano. Parece ser que se lo tomaron a mal, pues al instante uno de ellos enderezó hacia el muchacho y, tras obligarlo a parar cerrándole el paso, lo conminó a marcharse. Iñigo preguntó en tono afable por qué se tenía que ir, hasta se identificó como amigo de la hermana de Karmele; pero todo lo que consiguió fue que el mocetón lo amenazara con partirle la cara si no se largaba de inmediato. La casa de sus aitona estaba allí junto. Iñigo se metió a toda pastilla en el portal y se quedó a mirar por el ventanuco cómo terminaba de pasar el resto de la gente.

Las manos en los bolsillos, subió en el ascensor al piso de los aitonas. Después de llamar varias veces al timbre, como no le abrían usó la llave que le había dejado su madre. El aitona estaba solo, sentado en su silla de ruedas delante del televisor.

—Joé, aitona. ¿No has oído el timbre?

—¿Eh?

—¿Que si no me has oído llamar?

—Pues claro que te he oído llamar. Lo que pasa es que con este trasto me cuesta mucho cruzar el pasillo. Ésas no han vuelto todavía.

—¿Qué ves?

El aitona le tendió el mando.

—Una bobada de película. Si quieres poner otra cosa… —Iñigo empezó a pasar canales y se decidió por uno de música para jóvenes—. ¿Qué es ese jaleo que suena ahí abajo?

—Si quieres te saco al balcón y miras.

—Bueno, igual así me entretengo.

Iñigo empujó la silla de ruedas hasta el balcón. Tras colocar al aitona junto a la barandilla, de cara al quiosco de la plaza atestada de gente, apretó el freno y volvió a la sala. Desde la calle subía un ruido de aplausos, de aclamaciones y silbidos alternados con ráfagas de una voz chillona salida de un megáfono. Iñigo se levantó del sofá para cerrar la puerta del balcón; de nuevo en su asiento, elevó el volumen de la música hasta cubrir por completo la bulla del exterior.

Atento a la pantalla, le costó varios minutos darse cuenta del mal trago que estaba pasando el aitona en el balcón. El viejo intentaba en vano girar la silla de ruedas. Comenzó a sacudir la cabeza y a hacer gestos ostensibles con la mano. En vista de que el nieto no respondía, optó, en su desesperación, por alargar un brazo hacia atrás en busca de los vidrios de la puerta. La distancia le impedía llevar a cabo el propósito, de forma que su puño tembloroso no hacía sino golpear angustiosamente el aire. Una y otra vez pronunciaba el nombre de Iñigo; pero éste, en aquellos momentos, sólo tenía oídos para la música de la televisión, puesta a muy alto volumen.

Pasado un rato, el muchacho volvió por casualidad la mirada hacia el balcón. Reparó entonces en los extraños aspavientos que hacía el aitona de espaldas a la puerta y fue a preguntar qué le pasaba.

—Tu pobre aitona

—Yo pensaba que le había dado un ataque y que se ahogaba. Joé, salgo y lo pillo con la cara llena de lágrimas. Aitona, ¿qué tienes? Yo, acojonado. Nunca había visto llorar al aitona. El hipo no le dejaba hablar. Abajo, en la plaza, todo dios cantando el eusko gudariak. ¿Te meto dentro, aitona? Me dice que sí con la cabeza. Pues venga, vamos. Agarro la silla de ruedas y los dos para adentro.

Iñigo hablaba con un costado de la boca pegado al vientre de su madre, que seguía acariciándole los cabellos.

—Y entonces, en la sala, con la emoción y todo eso, te ha contado lo del aitá.

—Primero me ha pedido que le traería de la cocina un frasco de pastillas. Se ha tomado dos o tres con agua que también me ha hecho llevarle.

—¿Unas pastillas azules?

—No me acuerdo. Lo único que te puedo decir es que después de tragarlas parecía más tranquilo. Me dice: apaga la tele y llévame a la ventana de mi dormitorio. Luego, en el pasillo: que si lo había hecho queriendo. Queriendo, ¿el qué? Dejarlo solo en el balcón mirando aquella sinvergonzada. Vuelta a llorar, pero ahora suave, suave. Lo pongo al lado de la ventana, con la cortina hasta la mitad para que nadie nos vería desde la calle. A ése de la boina, dice, le salvé yo la vida en el 36.

—¿De quién hablaba?

—De Kinito, el abuelo de la etarra esa, de la Karmele. El aitona me ha contado una batallita. Que si los nacionales ya estaban en Irún, que si muchas casas ardían. Él y un amigo aguantaron hasta lo último. Esperaron a que se haría de noche para pasar a Francia. El amigo salió a mirar, le dieron y ahí se quedó. Entonces el aitona saltó por una ventana y se fue de la ciudad y se encontró a Kinito tirado en la carretera con la pierna rota. Se había quedado solo, sin poder moverse y, según el aitona, llorando como un crío. Los dos tenían dieciocho años. Bueno, pues el aitona cargó con Kinito al hombro como si sería un saco y pasó con él a nado el Bidasoa. Mira, Iñigo, mira cómo no se atreve a mirar para aquí, me dice el aitona. Se le debería caer la cara de vergüenza. Yo le salvé a él, el 4 de septiembre, nunca lo olvidaré y él tampoco lo habrá olvidado. ¡Yo le salvé, yo! Le podía haber dejado allá donde estaba, bien jodido que estaba, para que lo fusilarían los requetés. Pero me lo eché al hombro, y su nieta estuvo con los que mataron a José Manuel.

—¿Eso te ha dicho?

—Eso me ha dicho. Y después me ha contado lo otro.

—Tu pobre aitona

—Dice que no hay que ser como ellos. Que si se entera de que me meto a hacer daño a alguien prefiere que no le hable. Que eso es terrorismo. Que ojalá habría Dios para castigarlos.

—Tu pobre aitona… —A Iñigo se le cerraban los ojos—. Te estás durmiendo, chaval.

La madre se levantó de la cama, desvistió al hijo y lo ayudó a ponerse el pijama. Iñigo se dejaba hacer. Una vez acostado, su madre lo arropó con la manta y, a tiempo de desearle las buenas noches, apartándole el flequillo le dio dos besos en la frente.

—Uno, dos —susurró como de costumbre.

—Oye, amá, ¿por qué siempre me das dos besos y los cuentas?

—Uno es mío, el otro de quien nunca te pudo besar.

Iñigo entreabrió los ojos para mirar un instante, desde el fondo de su cansancio, a su madre.

—¿Sabes que eres muy guapo? —dijo ella con una leve sonrisa.

—Amá, joé, no empieces. Mira la hora que es.

—Pues lo eres y no lo digo porque sea tu madre.

A continuación, ella se dirigió a la puerta. Apagada la luz, preguntó desde el umbral:

—¿Se te siguen declarando las chavalas?

Iñigo tardó varios segundos en responder:

—Algunas.

—¡Menudo problema escoger entre tantas!

—Problema, ninguno, porque ya he escogido.

—¿Ah, sí? ¿Puede saberse cómo se llama la afortunada?

—¿Para qué quieres saberlo?

—¡Hombre, soy tu madre…!

—Si te lo digo, ¿me dejarás dormir?

—Te lo prometo.

—Bueno, se llama Asun, y ahora cierra la puerta, haz el favor.