Es como si golpearan con una porra o con un palo en la puerta de hierro. Lo hacen quince, veinte veces por noche; puede que más. Desde el corredor le encienden la lámpara, se la apagan, se la vuelven a encender. Luego, retumbo de golpes otra vez. El ruido se agranda dentro de la celda hasta alcanzar resonancias de disparo. No le dejan dormir. Duerme a ratos, tapándose la cabeza con la manta. Cuando ya empieza a olvidarse de todo, el estrépito lo saca bruscamente de su precaria placidez. Un guardián le dijo el día de su llegada que no pensara que había venido a un hotel, que aquí a los asesinos de mierda se les trata como merecen.

En el suelo, junto a la pared, se ve un calendario de taco del Sagrado Corazón. Como están prohibidos los clavos y las escarpias, no lo puede colgar en la pared. Se lo envió su madre a finales de año por correo. La dirección del centro lo retuvo durante un mes. También él, cuando se lo entregaron, supuso que en su interior se escondería algún mensaje. Pasó dos días ojeando las páginas con atención. Buscó palabras, sílabas o letras marcadas de modo que al unirlas formaran frases, pero el empeño no prosperó. Casi tira el calendario a la basura por el temor al desánimo que sentirá en adelante al comprobar cada día lo gruesos, lo largos, lo interminables que son los años en prisión. No lo tiró porque a fin de cuentas se lo había regalado la madre y lo que viene de la madre no se tira, y a él, además, estando en régimen de aislamiento, el calendario le hace compañía. Ahora se alegra de haberlo conservado, ya que por las mañanas, al arrancar la hoja correspondiente, le da gusto leer las curiosidades impresas en el dorso.

Avanzada la noche, le vuelven a encender la lámpara. Más que la luz lo incomoda en esta ocasión un raspar como de uñas en el metal de la puerta, por fuera. Echa en falta los golpes sonoros. Los prefiere a ese ruidillo de gato malvado que le pone los nervios de punta. Nadie habla. Sin embargo, en el corredor hay alguien que apaga la luz de la celda y, tras unos segundos de oscuridad, la vuelve a encender. Desvelado, fija la mirada en la hoja del calendario. Febrero, 16. Pronto hará un año de la muerte de Koldo.

—¿Has traído los petardos?

—¿Y tú el coche?

—Es el de ayer porque no quiero que se me queme uno de los nuevos.

—Mi aitá dice que hay que darlo todo por Euskal Herria.

—Tu aitá no puede decir nada.

—¿Cómo que no puede?

—Sí, como no grite por una ventana de la cárcel…

—Me escribe cartas. Dice que no le importa estar preso. Que lo importante es salvar Euskal Herria.

A los diez años, Koldo ya tenía aquella manera de hablar, dura, sin rodeos, que más tarde le iba a dar muchos puntos dentro de la organización. Estaba cantado que alguna vez entraría en la dirección, como su padre, pero el destino le jugó una mala pasada.

—Ese coche tuyo está muy siquiña y muy explotado. Yo que tú habría traído uno nuevo.

De críos solíamos subir los dos a la cantera a jugar a las ekintzas. Me acuerdo de sus bocadillos. Traineras les decíamos por lo largos que eran. Siempre de tocineta frita. No merendaba otra cosa. Le pegaba unos mordiscos feroces al pan. A veces le salía por el costado de la boca un hilo de corteza.

Lo malo de los compañeros muertos, piensa, es que no responden nunca. Ya les puedes andar preguntando a todas horas. No responden. Él, como no puede pegar ojo, mira hacia el techo, hacia la puñetera lámpara que se enciende y se apaga. Una cicatriz le cruza la frente. La recorre con la yema de un dedo mientras en pensamiento le pregunta a Koldo si es mejor haber muerto o tener que aguantar durante la tira de años las cabronadas de los carceleros. Koldo es la lámpara. La lámpara no responde. Las lámparas y los muertos nunca responden y es inútil insistir.

Según se entraba en la plaza había una tienda de chucherías. Allí, unas tardes Koldo, otras tardes yo, comprábamos petardos. Si podíamos los mangábamos. La vieja los tenía encima del mostrador, dentro de una caja. La vieja sabía guardar sus propiedades, pero a veces se despistaba. Nunca hay que bajar la guardia. Eso decía Koldo cada dos por tres. Lo había leído en una carta de su aitá.

Hoy día petardos como aquéllos, de cartucho verde claro, igual no se venden. Ahora por lo visto los chavales gastan las horas delante del televisor y jugando con los ordenadores, y por eso, dicen, salen gorditos y mansos. Les interesa menos la lucha. Mi sobrino, a sus diecisiete años, pasa de implicarse, y eso que aquí estoy yo dándole ejemplo no sé para qué. Nosotros teníamos la cosa esa de ser fuertes. Eran otros tiempos. A los petardos de entonces les sacábamos la pólvora. La echábamos encima de una hoja de periódico. Siempre con cuidado. Que no se moje, que no se la lleve el viento y tal y cual. Luego lo metíamos todo en un canuto de cartón. Al estallar, los canutos metían un ruido de la de Dios. Y, ojo, porque si no quitabas la mano a tiempo te la podías quemar. Si no, que se lo pregunten a Koldo, que de mayor todavía tenía un agujero en la carne de un dedo.

Al lado del calendario hay un frasco con cápsulas. Se lo entregó el médico durante la última revisión, sin aclararle con qué fin.

Claro que Koldo, por mucho que le preguntes, no te va a responder.

Las cápsulas son blancas tirando a amarillas. Despiden un olor que tumba. Como vienen sin prospecto, él no las toma. Se va deshaciendo de ellas poco a poco. Las tira al inodoro o las esconde entre los restos de la comida, no vaya a ocurrir que se las hagan tragar por la fuerza.

En la ikastola, al principio, Koldo era uno de los que menos disimulaban el desprecio que me tenían. «Con ése no juguéis», les decía a los compañeros. Les decía o les mandaba; con él no estaba uno nunca seguro. Es curioso: no se peleaba con nadie y todos le obedecían. Yo había cumplido siete años. Por entonces estuvo jarreando sin parar durante una semana. El monte se empapó, se puso blando como una esponja, y una mañana toda la cima se cayó sobre la cantera. Tres obreros sepultados, dos del pueblo y uno de Lasarte. Anduvieron allí los bulldozer dale que te pego, moviendo toneladas de rocas y tierra. La madre, mi hermana y yo íbamos a verlos desde el camino, cada vez con menos esperanza. Empezaba a llorar la madre, luego mi hermana y, como me daba vergüenza estar allí tan seco y tan tranquilo, me ponía a hacer unos ruidos con la boca como que también lloraba. El padre no apareció. Se conoce que el corrimiento lo arrastró hasta el río, que es donde quedó su volcadora medio hundida en el cauce, y por eso pensábamos en casa que no lo pudieron encontrar como a los otros, porque a él se lo llevaría la corriente. A los pocos días me vino Koldo arreándole bocados a su pan con tocineta. Me plantó la mano en un hombro. ¡Joder, qué honor! Coge y me suelta que su aitá, cenando la víspera, había dicho que mi padre ya era vasco, que no importaba si había nacido fuera, que ya era parte de Euskal Herria porque había dado su vida trabajando por la tierra y porque estaba dentro de la tierra. Me dejó con la boca abierta. Por un momento me alegré de que mi padre no viviera. Yo creo que nunca he conseguido sacarme de encima la impresión que me causaron aquellas palabras de Koldo. ¡Con siete años! Le di las gracias sin atreverme a mirarle a la cara. Él me dijo, todavía con una mano encima de mi hombro: «Tú y yo tenemos que ser amigos». Yo dije: «Vale», y ese día me convertí en su sombra.

Piensa que llegará un momento en que, a menos que entren a sacudirlo o a echarle por encima un balde de agua fría, podrá dormirse así suenen golpes en la puerta. Ya pasa mucho de la medianoche. Desde que lo trasladaron a este centro penitenciario le ha empeorado el eccema. No va a pedir ayuda médica hasta que no deje de ser un preso FIES [1]. Se lo tiene prometido. No se fía. Por ahora, el único tratamiento que lleva es el de no rascarse. Así se lo aconsejaba en otros tiempos su madre, de quien heredó la propensión a la enfermedad. A él, por lo general, la psoriasis le ataca el cuero cabelludo y un poco, durante el invierno más que nada, el pecho. Sin embargo, sea por el rancho de la cárcel, sea por la depresión, por el miedo que le meten o por algún fármaco que le habrán dado a escondidas, según sospecha, por primera vez en su vida tiene los testículos cubiertos por una costra escamosa. La costra a menudo se le irrita y le produce picores que él trata de aliviar untándose la zona afectada con pasta de dientes.

Alguna explosión de cuando todavía funcionaba la cantera había formado en la pared de roca una pequeña entrada. Era nuestro txoko secreto. Allí nos metíamos Koldo y yo porque, como dentro se estaba a resguardo, se manejaban mejor las cerillas. Bueno, también porque nadie nos podía junar desde el camino. Y me imagino que tampoco subiría hasta las casas el pedorreo de los petardos.

—Tu aitá ¿se mató por aquí cerca?

—Sería más allá, por donde el río.

—¿Habéis buscado en ese sitio? Igual encontrábamos la calavera tú y yo si cavaríamos con palas. Sería la hostia, ¿eh? Tu aitá ¿de dónde era?

—De un pueblo que se llama Logrosán.

—¿Logro… qué?

—Logrosán.

—¿Por dónde cae eso?

—Por ahí abajo.

—Tu aitá sería africano, pues.

—No, de Extremadura.

—Casi lo mismo.

Había en el suelo una piedra grande, plana por arriba, sobre la que nos sentábamos a fumar colillas. Las cogíamos en una huerta donde un tabernero del pueblo quemaba la basura de su bar. A veces teníamos suerte y pillábamos media faria con su papel y todo. En nuestro txoko la compartíamos como buenos amigos, por turnos. Una calada tú, otra yo. El que se fumaba la última ganaba la partida. Cantidad de tardes nos quemábamos los labios por no cederle al otro la victoria.

La piedra nos servía también de mesa. Poníamos encima la hoja de periódico como si fuera un mantel. Con la uña o con los dientes les arrancábamos la punta a los petardos. Luego íbamos vaciando la pólvora en el centro de la hoja. Yo me encargaba de preparar el canuto cortando un cacho de un cilindro de esos en los que viene enrollado el papel de cocina; tapaba uno de los agujeros, por el otro metía la pólvora poliki-poliki y la apretaba con un palito. Koldo estaba ahí empalmando mechas. Al final nos salía un superpetardo de puta madre.

El sistema de apertura automática emite cuando es accionado un sonido particular que a él le inspira pavor. Irrumpen en la oscuridad de la celda diez o doce siluetas con escudos y porras. Algunas de estas porras se perfilan por encima de las cabezas en la claridad mortecina del corredor. Los guardianes entran a la carrera, armando un guirigay de órdenes, insultos, palabrotas. Se arrojan sobre el recluso y lo desnudan a viva fuerza antes de esposarlo de pies y manos. Ni aunque lo intentara se podría resistir. Así y todo, un guardián jadeante le sacude una tanda de porrazos en las nalgas. Los demás registran el estrecho recinto a la luz de las linternas. El registro no dura más de dos minutos. De nuevo a solas, no sabe dónde tenderse, pues le han retirado el colchón por razones de seguridad. Se sienta en el suelo frío, con la espalda recostada en el tabique. Mantiene la palma de la mano sobre el pecho como si tratara de frenar así las palpitaciones. De vez en cuando se toca, nervioso, la cicatriz de la frente. Se oyen gritos provenientes de la celda contigua. El alboroto se repite de rato en rato, siempre en un sitio distinto del módulo. Él se pregunta de qué estábamos hablando antes que llegaran los carceleros. Hablábamos de Koldo, se responde. Y dice: Cuánto envidio tu memoria, compañero.

—¿Pongo el coche en su sitio?

—Espera. Nos falta la calle.

Con la punta de una navaja, Koldo rayó en la piedra grande dos líneas paralelas, más separadas que de costumbre.

—¡Qué pasada de calle!

—Es que hoy hacemos la ekintza en Madrid, en una avenida con un montón de tráfico y gente por las aceras. Les vamos a dar caña. Hoy van a caer como moscas.

Por los bordes fue repartiendo una fila de piedras que figuraban edificios y, entre medias, pajitas y hierba que figuraban árboles y peatones. A Koldo si algo no le faltaba era imaginación.

—Nosotros éramos un talde y estábamos escondidos esperando al enemigo, yo aquí y tú ahí. Me tienes que echar una señal si vienen policías, ¿vale? Nunca hay que bajar la guardia. En Francia han dicho que yo apriete el botón.

—Siempre te escogen a ti.

De nada servía protestar.

—Ayer tenías tú las cerillas.

—Sí, pero el petardo no explotó a la primera y luego lo encendiste tú.

—Bueno, nosotros tenemos que hacer lo que manda la dirección. Tú vigilas hoy y otro día me toca a mí.

El coche era blanco, de rallies. Me lo regalaría alguno de mis tíos, supongo, o igual la madre. Estaba bastante chamuscado, sobre todo por dentro; pero, qué cojones, aún valía. A Koldo le gustaba para cada ekintza uno nuevo, como si los hubiera a miles en mi cajón de juguetes. Al principio explotábamos un día uno suyo, otro día uno mío. Pero se acabaron los de él, que eran pequeñajos y de plástico. No le llegaba el dinero para coches mejores, pues desde que habían hecho preso a su aitá la familia andaba con apuros económicos. Y, como yo tenía más coches y encima daban buen resultado, pues al explotar pegaban unos botes como en la realidad, entonces venga a usar los míos.

El coche aquel, si lo empujabas con fuerza para atrás, salía como una bala hacia delante. Tenía pegado el número 5 en el capó y, si mal no me acuerdo, también en las puertas laterales, que además se abrían, de eso estoy seguro. Tenía ruedas de goma con tapacubos de color de plata, y faros que parecían de verdad, y bueno, le faltaba la pintura y estaba medio negro de la ekintza de la víspera, pero para mí que aún valía, aparte de que, aunque Koldo se cabreaba, esa tarde no teníamos otro.

Ya respira sin fatiga, ya el corazón se le ha calmado, ya hace rato que no suenan gritos en el módulo. Reina un silencio magullado, comprimido en celdas oscuras donde los reclusos se tragan, por la cuenta que les trae, su quejumbre. Un silencio que a él le parece que se puede agarrar y se puede oír. A lo mejor no es silencio sino el alboroto de antes que persiste en forma de murmullo dentro de sus oídos, repitiéndosele como le repite en la boca la comida cada vez que ponen esas sopas instantáneas que saben a medicina, a loción para el cabello, a cualquier cosa menos a alimento saludable.

¡Aquellas cenas de los sábados en la sidrería del pueblo! Le baja el ánimo el recuerdo de un chuletón asado a la parrilla, con sus trozos de ajo por encima, su grasa olorosa y su perejil, regado todo ello con sidra de la kupela. Alrededor de la mesa, la cuadrilla bromista y reidora, repartida en la actualidad por cárceles y cementerios, como no sea alguno que se marchó al exilio con lo puesto y otros, con dos dedos de frente, ahora que lo piensa, que se apearon a tiempo del carro de la lucha armada. A él lo metió Koldo. Si Koldo se tira de cabeza al mar, él lo sigue antes que se haya esfumado la espuma de su zambullida. No abriga al respecto la menor duda.

Se le figura que está viendo a la cuadrilla ahí delante. Caras coloradas de alegría. Entrecejos enfadados cuando brindan por la independencia; cuando denigran al alcalde del PNV por flojo, a los concejales socialistas por enemigos de lo vasco, e insultan a los votantes de éstos, gente de fuera, dicen, que viene a chupar del bote y a españolizar Euskal Herria, me cago en la madre que los parió. Y cuando ya se han cansado de estar de acuerdo en todo, se enzarzan en discusiones interminables sobre traineras, sobre fútbol o pelota, cruzándose apuestas mientras parten el pan con dedos aceitosos o pelan a dentelladas el hueso de la chuleta. De postre, queso, nueces o dulce de membrillo para los maricas, que decía Koldo, aunque también lo probaba. Y para rematar que no falten el humo de los puros, los carajillos, las partidas de mus hasta la hora de echar el cierre. Suponiendo que por hallarse la celda a oscuras no lo vigilan, como es costumbre, por alguno de los orificios de la puerta, acerca las manos a la nariz con la ilusión de percibir aquel olor lejano de la carne asada. Es un acto absurdo; lo sabe, pero no le importa. Él procura preservar de las miradas de los guardianes sus cosillas íntimas, sus manías y sus ritos por ridículos que puedan parecer. Ridículos ¿para quién?, se pregunta.

Está desnudo en la oscuridad. Nota que el frío le va entrando en el cuerpo, que ya tiene los pies entumecidos. A tientas busca el buzo por el suelo. No se le permite vestir su propia ropa. Antes tenía un aparato de radio, pero se lo llevó sin darle explicaciones un carcelero que gasta muy mala leche. Ha pasado un mes y todavía no se lo ha devuelto. Se viste a oscuras, haciéndose ilusiones de que, si en lo que queda de noche lo dejan tranquilo, a lo mejor consigue dormir hasta el amanecer. Con suerte quizá no lo incordien temprano, puesto que ya nadie ha de entrar a llevarse su colchón como cada mañana. Pero…, ojo con las esperanzas. Luego no se cumplen y entonces pasas un día de perro apaleado.

Koldo sacó de un bolsillo del pantalón una foto del periódico. Esto lo hacíamos a menudo. Él en su casa o yo en la mía, recortábamos fotos del periódico con pikoletos y gente por el estilo que habían caído en una ekintza de verdad y las metíamos junto con los petardos dentro de los coches para que se quemaran.

—Tú coloca el coche delante de esa casa. Ahí es donde vive el enemigo.

—¿Quién es?

—Un general del ejército, un pez gordo. El nombre no importa. Eran las ocho de la mañana, tú y yo esperábamos fuera, cada uno en su sitio, ¿eh? Que no haya fallos porque si nos cogen ya vas a ver tú. El general saldrá echando virutas. Tiene que ir a trabajar a un ministerio o algo así. Es igual. Por mí como si va a misa.

Koldo me dio la foto para que yo la metiera dentro del coche. La cara del fulano me sonaba. Pregunté:

—¿A éste no se lo cargaron el otro día a tiros?

—Bueno, nosotros nos lo vamos a cargar con bomba. Lo quiere así la dirección.

—Y escolta, ¿qué? ¿No lleva?

Joé, pues es verdad. Se me había olvidado. Por lo menos hay que poner a uno que conduce, porque los generales siempre se sientan atrás.

Buscamos una foto en la hoja de periódico con la que habíamos cubierto la piedra grande.

—Esto es todo de deportes.

—¡Qué más da!

—No vamos a poner a un jugador de la Real, ¿eh?

—Ésa, ¿de quién es?

—De un tenista que ha ganado un montón de torneos.

—Pues ráncala. El caso es que el general no vaya solo.

Luz. Oscuridad. Luz. Golpes en la puerta: un redoble, al parecer de porra, contra el metal. El estrépito apenas lo sobresalta. ¿Será la costumbre?, se pregunta. En el anterior centro penitenciario ocurría lo mismo. Y en aquel otro donde lo encerraron al principio, también. La primera semana, cuando todavía tenía ánimos para plantar cara, uno le soltó: Escucha, terrorista, somos funcionarios de prisiones y no carceleros, así que mucho cuidado si no quieres probar las consecuencias de que te endilgue un parte.

La lámpara permanece encendida por espacio de diez o doce minutos. Con la vista nublada por el cansancio, él se percata de que el frasco está volcado lejos de donde lo tenía puesto. El tapón ha rodado en la dirección contraria y hay cápsulas esparcidas por el suelo. El calendario del Sagrado Corazón ha desaparecido durante el registro. ¿Se lo habrán llevado por razones de seguridad, lo mismo que el colchón? Un calendario de taco puede ser peligroso, sobre todo en febrero, cuando todavía conserva gran parte de las hojas. Por ejemplo, concluye, si se lo tiro a un carcelero y le doy en medio del ojo…

—Algún día, cuando seamos grandes, haremos ekintzas de verdad, ¿eh, Koldo?

—Joé que sí. ¡La de enemigos de Euskal Herria que nos vamos a cargar!

—Tú, si pudieras, ¿a quién te cargabas?

—¡Vaya pregunta! Pues al Rey. Y luego correría a contárselo a mi aitá. Voy y le digo: aitá, he sido yo, te lo juro. Como no me llega el dinero para regalos, esta ekintza te la dedico de todo corazón en el día de tu cumpleaños.

El frasco de medicinas y el calendario eran, por así decir, su mobiliario dentro de la celda. Ahora lo han dejado a solas con las paredes y la puerta, con la ventana y el somier. En este instante no posee un solo objeto personal. Ni una foto de sus familiares o de la novia (o medio novia) que se había echado poco antes de su detención, ni la cadena de oro que le regaló la madre cuando cumplió los dieciocho. Todo se lo quitaron. Ni siquiera dispone de un espejo. A los presos FIES les están vedados los espejos. Por esta razón lleva varios meses sin verse la cara. Intenta mirarse en las placas plastificadas que sustituyen a los vidrios en la ventana. Apenas logra distinguir un vago contorno y sombras como de semblante cubierto por una sábana.

Barrunta que desde hace algunos meses está perdiendo el cabello. ¿Cómo comprobarlo? Pasándose la mano por la cabeza. Otro remedio no hay. A menudo se le quedan unos cuantos pelos entre los dedos. Pero si se le han formado entradas o si tiene la coronilla al aire, eso no lo puede saber con certeza. Me gustaría recuperar la cara, dice. ¿A ti también? Se imagina que es dos personas. El truco le permite conversar. A mí lo que me gustaría, responde, es recuperar la radio. ¿Y el calendario? Y el calendario, por supuesto. Nos lo regaló la madre, acuérdate. De paso me gustaría recuperar la libertad, dice el uno. Y a mí la juventud, que se me está pudriendo entre estas paredes, dice el otro. ¿Que se te está o que se nos está pudriendo? Venga, no te hagas el tonto, tú ya me entiendes.

Oscuridad.

Ya digo que al coche blanco se le podían abrir las puertas. Entonces, con el palito de apretar la pólvora, empujé la foto del general hacia los asientos traseros y la del escolta justo al lado del volante. El petardo fue mejor meterlo por la otra puerta, en diagonal para que entrara un cacho largo. Luego esa puerta no se podía cerrar, pero daba igual. Lo bueno era que el petardo tocaba las dos fotos del periódico, porque si no las toca a lo mejor no se queman. Ya nos pasó una vez.

—Casi es la hora. Tú ya estás en el otro lado de la calle. Uno del talde está detrás de esta piedra en un coche, preparado para sacarnos del sitio.

—¿Te mando una señal como que viene de paso un coche de la policía?

—Claro, claro, tú no bajes la guardia, ¿eh?

—¿Te silbo?

—Sí, para que se entere todo dios… Mueve la mano. O mejor te pones de espaldas a la carretera. Así yo sé que hay un problema.

—Vale.

—Te vuelves a mirarme cuando haya pasado el peligro.

Koldo encendió una cerilla. La luz de la llama le alumbraba la cara. Lo he visto actuar de mayor. Ponía el mismo entusiasmo que de crío. Yo me eché dos pasos para atrás. Más que nada por el ruido. Allí, dentro del txoko, el petardazo sonaba con una fuerza que te podía dejar un pitido dentro de la oreja.

—Atento, que ya sale el general. ¡Gora Euskal Herria, gora ETA, y otro cabrón a tomar por el culo!

Le pegó fuego a la mecha, que empezó a chisporrotear y a producir ese sonido de cuchicheo. Piiiif. Muy corto. Dos o tres segundos.

Le quedó una cicatriz en la frente. Va para un año. Se la toca en la oscuridad con la yema de los dedos. Se la toca, se la acaricia, se la rasca a menudo, a veces despacio, como para avivar los recuerdos; a veces lleno de inquietud. No duele. Ya forma parte inseparable de su cara, igual que la nariz o los ojos. Así será hasta el día en que se muera y se le corrompa la carne. Como no le dejan tener un espejo, no se la puede ver; pero ahí está. Una acusación. Un castigo. El corte se lo hizo al embestir contra la pared del calabozo, por desesperación, por remordimiento, la noche del interrogatorio en que se vino abajo y reveló las señas del garaje donde solían preparar los coches con los que luego atentaban en Madrid. Se dio de cabezadas en cuanto lo dejaron solo. Qué ruido haría que los interrogadores entraron a pararlo y lo tuvieron que atar a la litera.

Yo, se dice, lo que quería es que estuviéramos juntos, Koldo, en la cárcel o donde sea, porque al final a todos nos cogen, tú bien lo sabes, y, si no, acuérdate de tu aitá. Seguro que también le zurraron y cantó. Luego leí en el periódico que tú empezaste a disparar a lo bestia aunque te tenían rodeado. A quién se le ocurre. La cagaste bien cagada, compañero. No sé si me estás escuchando, pero por si acaso te lo digo. Koldo, ¿me escuchas?