Se abrió un poco la puerta; lo justo para que, cerca de la abertura, una ráfaga de domingo lluvioso removiese la humareda azulada. Era por la tarde, entre las tres y las cuatro. Zubillaga asomó aquella expresión de animal acorralado que no se le borraba de la cara desde hacía doce días. Sólo introdujo la cabeza. El resto de su delgado cuerpo permaneció a la intemperie. Sin dirigirse a ninguna persona determinada, se soltó a despotricar. Dentro de la taberna, los quince o veinte parroquianos de costumbre, el cura entre ellos, se repartían en torno a las mesas, cada una con su tapete salpicado de quemaduras negras y su rueda de jugadores. Nada más reconocer al que vociferaba, volvieron con calma los ojos a los naipes. Las copas, los puros y los cigarrillos iban despacio a las bocas. Se sucedían las bazas, se contaban los tantos, mientras Zubillaga desfogaba con voz de pito su amargura desde el umbral. Ninguno de los presentes parecía más impresionado que si estuviera oyendo los ladridos distantes de un cachorro. La pronunciación de Zubillaga era además deficiente, a causa tal vez de la exaltación que lo embargaba. Las malas condiciones acústicas del local reducían la chorretada de sus gritos a un guau-guau confuso y estridente. Habría hecho falta colocarse a su lado para entender lo que decía, si es que algo decía.
Corpulento, flemático, el tabernero secaba cucharillas detrás del mostrador. Las cejas del eclesiástico se arquearon impacientes en el costado de una mesa pidiéndole que atajara el incordio. El tabernero se apresuró a mandar a Zubillaga que se marchase. Zubillaga, la mirada grande, el gesto alelado, se calló. ¿Era eso todo lo que deseaba, la simple certeza de que aquellos hombres no habían tenido más remedio que escucharlo durante algo más de medio minuto? Ya nunca se sabrá.
Cerró la puerta con cuidado, como temeroso de que el rechino de los goznes irritase a quienes acababan de recibir su descarga de improperios. Desde el interior lo vieron parado al otro lado de la puerta en actitud pensativa, con la cabeza gacha. Estuvo así varios segundos antes que su figura enteca se esfumara para siempre del vidrio esmerilado. Unos chavales fueron los últimos que lo vieron. Se habían refugiado de la lluvia dentro de la cabina de un camión roñoso, abandonado junto a la tapia de una chatarrería. Por los huecos de las ventanillas sin cristales siguieron los pasos tambaleantes de Zubillaga. Cundió en la pandilla la sospecha de que iba borracho. Esperaron a que alcanzara el final de la cuesta para mofarse de él a coro. Uno de ellos salió del camión a tirarle piedras que se quedaron a medio camino.
Subido al pretil, Zubillaga les dedicó un corte de mangas. Después se dio la vuelta y se arrojó al vacío. Los chavales echaron a correr hacia el puente haciendo gestos de alborozo. Llegaron a tiempo de ver a Zubillaga tendido en el asfalto, con un brazo extrañamente doblado sobre la espalda. Un círculo de personas alarmadas rodeaba el cuerpo inerte. El conductor de una furgoneta parada en medio de la carretera lo tapó con una manta de cuadros. La manta, demasiado corta, dejaba los dos pies al aire, sin zapatos. Uno de los calcetines tenía un agujero.
No había parado de llover desde la víspera. Los nubarrones ocultaron los últimos claros a media mañana del sábado. Más o menos por entonces Zubillaga salió del portal de su casa con una silla de cocina, una bandera vasca arrollada al brazo y un fajo de unas doscientas hojas sueltas de bloc, cuadriculadas. Todo el que quiso pudo leer en ellas, redactado a mano con letras mayúsculas, que él no había hecho aquello que decían.
El viento del noroeste, que ya soplaba con fuerza desde el amanecer, arrancaba las hojas de los sitios donde él las ponía. Casi todas acabaron esparcidas por las aceras. La gente las esquivaba como si fueran excrementos. Delante de la tienda de chucherías, la curiosidad de una niña de seis o siete años, que se agachó a recoger uno de aquellos papeles volanderos, fue castigada por su madre con un rápido paragüazo en el dorso de la mano. Durante el reparto ningún viandante enfrentó la mirada de Zubillaga. A su paso, una tras otra las caras se volvían hacia el lado contrario; las bocas, de repente severas, le negaban el saludo. Junto a la puerta de la taberna se alzó una escoba amenazante. El tabernero dijo que no quería propaganda. Zubillaga, visiblemente acobardado, bajó a la calzada y unos pasos más allá volvió a la acera.
Al fin del reparto, se encaminó a la plaza de la iglesia, en cuyo centro colocó la silla. Desde la penumbra de los soportales lo vieron sentarse, primero de espaldas a la iglesia, enseguida de frente; él sabría por qué. Sobre sus hombros colgaba la bandera a modo de capa. Silencioso y en una postura como de condenado a la vergüenza, se expuso a las miradas de la gente. Ya corría por todo el pueblo el rumor de su chaladura.
Al cabo de un rato llegaron cinco niños de corta edad con un balón. Se paró el que iba delante no bien hubo reconocido al hombre sentado en la silla. Se pararon los otros tras él, formando un pequeño grupo de asombro. Luego de un intercambio de cuchicheos, optaron por improvisar una portería de fútbol a cierta distancia. Hechos los equipos, comenzó el partido: dos contra dos y el portero contra todos, atento, entre dos marcas de tiza trazadas en el suelo, a los botes del balón y a las idas y venidas de sus compañeros. De vez en cuando el balón salía despedido hacia Zubillaga. Fuera por evitar discordias o porque los niños, perdido cualquier asomo de temor, se regocijaban tirando a dar, el caso es que Zubillaga se trasladó a un rellano de las escalinatas que conducen al pórtico de la iglesia.
El aguacero que se desató a continuación ahuyentó a los niños. En la plaza sólo quedó el murmullo del agua que se rompía contra los adoquines. El viento metía ráfagas de lluvia dentro de los soportales. A mediodía el cielo estaba tan encapotado que los tenderos tuvieron que encender las lámparas de sus comercios. Para entonces, Zubillaga había vuelto con su silla de cocina y su bandera al lugar inicial. Ya no se movió de allí hasta la noche. En el transcurso de aquellas largas horas, tres personas sueltas se le acercaron con distintas intenciones. Una señora que iba a misa fue la primera. Faltaba poco para las seis. Desde el campanario se desperdigaba un repique chillón; traído y llevado por el viento, tan pronto subía de intensidad como se perdía en débiles tintineos sobre los tejados, en dirección al monte.
Nada más entrar en la plaza, la señora se apartó de sus acompañantes, que prosiguieron su camino al amparo de los soportales. La quisieron disuadir, pero ella no hizo caso. Enderezó a través del aguacero, altiva la barbilla, enfadados los tacones. Llevaba el paraguas cerrado por la precaución de que no se lo desbaratase el viento, y más que llevarlo lo empuñaba como si fuera un garrote. Se paró a cinco metros por detrás de Zubillaga. Éste aguantó los insultos sin volverse.
La señora subió al pórtico. La rodearon ocho o nueve bisbiseando la misma pregunta. Resumió: Es un payaso. Al decirlo se volvieron algunos a mirar por entre los barrotes de la verja a Zubillaga, cabizbajo en su silla, tan quieto que parecía dormido en el centro de un charco que no cesaba de crecer a su alrededor. Que qué le había dicho. Aún le salían a la señora las erres arrastradas por la rabia. Que qué le iba a decir, pues. Que estaba deshonrando la ikurriña. Que ya iba ella a mandar a alguno a que se la quitaría. Que el pueblo no perdona. Que era un sinvergüenza, un traidor y que de vasco, nada. Bien dicho, la secundaron. Y después se metieron todos en la iglesia a cumplir con el precepto.
El siguiente que se acercó aquella tarde a Zubillaga fue el menor de sus hijos. Al muchacho, bozo y acné, lo abordaron de atardecida, cuando llegaba al portal de su casa, dos chicarrones de la edad de su hermano, allá por los veintitantos. Al punto los conoció. El uno había vivido de niño en el edificio frontero del suyo; el otro era de un caserío de al lado de la fábrica de leche. Este último, con barba de cacto, había salido a principios de año de la cárcel. Haría cosa de un mes que había recibido su bienvenida y homenaje en el balcón del ayuntamiento.
Volvía el muchacho, pasadas las ocho de la tarde, de una clase de inglés en la academia de idiomas, con su carpeta bajo el brazo, su paraguas y sus cejas tristes; lo rodearon y ven con nosotros. No hubo necesidad de señalarle el camino. Ya su madre le había suplicado a primera hora de la tarde que no pasara por la plaza de la iglesia. Chico obediente, se había llegado a la academia dando un rodeo. Ahora lo flanqueaban los dos jóvenes fornidos por la calle abajo. En esto, uno de ellos le preguntó si no se avergonzaba de tener un padre como el suyo. El muchacho caminaba con la vista baja y el paraguas cerrado a pesar del chaparrón. Se encogió de hombros; pero como el otro insistiese, respondió que sí. Que sí qué. Que sí se avergonzaba. Le dijeron detrás de una columna de los soportales lo que tenía que hacer. El hijo de Zubillaga asintió amilanado. Había una pintada con tinta roja en la piedra: ETA MÁTALOS. Él la miraba y los otros, se conoce que como premio a su docilidad, se pusieron a hablarle en euskera. Si quería que le guardaran mientras tanto la carpeta y el paraguas. Bueno.
Allá fue, solo bajo la lluvia, con pasos vivos de recadista. Dirigió la palabra a su padre sin acercarse del todo a su lado y su padre no se volvió. Estuvieron así un buen rato. Algo se dirían, el padre en la silla y el hijo a su espalda, distantes varios metros el uno del otro. Luego el muchacho le tomó la bandera y ni siquiera entonces su padre cambió de postura.
Les llevó el hijo de Zubillaga a los chicarrones la bandera empapada. Ellos le devolvieron sus pertenencias. Doblaba el de la barba de cacto con cuidado el paño patrio y el muchacho no podía apartar los ojos de aquellas manos gruesas de dorsos pilosos. Advirtió que los chicarrones se miraban entre sí y que no le hacían caso, y, susurrando un tímido agur, se marchó a su casa con las cejas tristes.
Aún estuvo Zubillaga sentado en la plaza de la iglesia más de una hora. Ya había oscurecido y apenas andaba gente por la calle cuando recibió la tercera visita, precedida de una esgrima de cuchicheos en una zona poco iluminada de los soportales. Que sí, que no. Había desacuerdo en el matrimonio sobre el empeño del marido de mostrarle un gesto de solidaridad al pobre hombre. De pobre, nada, según la mujer. Que algo habría de verdad en lo que de él se decía para que lo despreciase todo el pueblo. Que si sería vasco no tendría necesidad de probarlo y menos de aquella manera que debía de ser el bochorno de su familia.
Era un matrimonio mayor, los dos flacos, los dos pequeños. Llevaba él un jersey azul marino sobre los hombros; ella, un bastón cuya contera de metal producía un ruido sordo contra las losas. Iban agarrados del brazo, pero con el acaloro de la disputa se soltaron. El marido aducía por lo bajo que, cuando en el ’37 cayó prisionero en la muga de Santander, a punto estuvo de acabar delante del paredón, tú bien lo sabes. Entonces habló en su favor una persona que no se quiso dar a conocer, a lo mejor por ser alguno del pueblo que se había pasado al otro bando. Total, que en lugar de fusilarlo como a tantos gudaris de su quinta lo destinaron a un batallón de trabajadores. Salí vivo y me pude casar contigo, no lo olvides. ¿A qué vienen esas historias? Mujer, imagina que fue un pariente suyo el que me salvó. Pues si vas yo no te hago la cena, ¿qué dirán los vecinos? Voy y vengo, es un minuto. Entonces que te haga la cena ése. Pues no ceno, ahí va Dios.
Se adentró en la lluvia, pero a los pocos pasos parece que le flaqueó la voluntad. Entonces buscó a la mujer con la mirada. La mujer le puso mala cara. Con un meneo furioso de bastón le mandó volver. Durante un instante el marido vaciló. Ella le susurró en tono de reniego que iba a pillar una pulmonía. Recuerda lo del 37, replicó él con apenas un hilo de voz, temeroso tal vez de que sus palabras pudieran llegar a oídos extraños. Acto seguido, moviendo los labios al modo de quien conversa a solas, se encaminó resueltamente hacia Zubillaga. La mujer lo esperó escondida detrás de una columna. Él no tardó en volver. A mí el pobre hombre me da pena. Le prohibió ella que le contara lo que habían hablado, ya que por nada del mundo lo quería saber, y como se te escape una palabra te acuerdas. El marido dulcificó los gestos y las palabras para reconciliarse con ella, pero ya vio que no estaba el horno para bollos, así que malquistados y en silencio salieron los dos de la plaza.
Hacía varios días que la mujer de Zubillaga no bajaba a la calle. De pura vergüenza ni siquiera se atrevía a asomarse a la ventana, mucho menos a salir al balcón. Y desde que el martes por la noche se estrellaron contra los vidrios de la sala cinco o seis bolsas de plástico con pintura roja y amarilla, ventilaba los cuartos con las persianas bajadas.
Un pariente afincado en el pueblo aconsejó por teléfono a la mujer de Zubillaga que permaneciese recluida en casa hasta tanto se hubiese aclarado lo de su marido. Pero si sales y nos vemos, haz el favor de no saludarme. Si me tienes que decir algo me llamas. Por la calle ni se te ocurra, compréndelo.
De hacer la compra se encargaba ahora la hija; de regar las macetas, primero la hija y después la lluvia. La hija tenía diecinueve años y un novio empleado en la fábrica de leche que decía estar muy atareado últimamente y que por eso no podía quedar con ella. La muchacha sacó a media tarde del jueves, por el borde inferior de la persiana, la mano con la regadera y al momento le silbaron desde la calle una parodia del himno nacional de España. Ya no quiso regar más.
De un simple vistazo podía reconocer las cartas de amenaza. Allí mismo, en el portal, las rompía sin abrirlas, junto con las notas insultantes que por el mismo conducto recibía su padre a diario. Ella tiraba los cachos de papel a las papeleras de la calle, diseminándolos de modo que nadie los pudiera reunir, y a casa subía sólo las facturas y los sobres con remitente conocido.
El miércoles por la mañana encontró dentro del buzón un pájaro muerto. El animal no presentaba señales de violencia. Los ojos cerrados le comunicaban un aire de serenidad, como si hubiera tenido una muerte plácida. Las plumas sucias y desordenadas inducían a pensar que había permanecido largo tiempo tirado en un suelo polvoriento antes que alguien lo hubiera recogido para ofender o asustar a Zubillaga. La muchacha lo sacó agarrándolo con una hoja de papel en la que una mano anónima había formado unas cuantas frases injuriosas con letras recortadas del periódico. Después de tirar el pájaro a la papelera más cercana, enderezó sus pasos hacia una carnicería que había al final de la calle. Llevaba una bolsa de malla y una lista con todo lo que su madre le había pedido que comprase.
Cubría la entrada del establecimiento una cortina de colgantes destinada a impedir el paso de los insectos. Desde la acera se oía un murmullo de voces risueñas procedente del interior. En el momento en que la hija de Zubillaga estiró la mano para apartar la cortina, la carnicera soltó una de sus carcajadas inconfundibles, carcajada de mujer ancha, alta, provista de un papo poderoso. Nada más darse cuenta de quién llegaba, las cuatro mujeres que en aquel instante se encontraban en la carnicería enmudecieron. La muchacha saludó sin inmutarse. No hubo respuesta.
Un silencio tenso quedó flotando en el aire donde hasta poco antes había habido un revuelo de risas y voces de señoras que hablaban todas al mismo tiempo. La que tenía la vez hizo sus pedidos en tono cortante. La dueña partió con entrecejo fruncido varios trozos de una caña de vaca que reposaba sobre la tabla de cortar. Había una rotundidad de enfado en los hachazos. La hija de Zubillaga esperó su turno junto a un extremo del mostrador. Llegaron mientras tanto dos señoras. Una de ellas preguntó quién estaba la última. La muchacha respondió con forzada naturalidad. La otra hizo como que no se enteraba.
Cuando le llegó el turno a la hija de Zubillaga, la carnicera dirigió la palabra a una de las señoras que había venido más tarde que la muchacha. Ésta dijo con suavidad que le tocaba a ella. La carnicera siguió hablando con la otra. ¿Qué te pongo? La hija de Zubillaga se arrimó sin titubeos al centro del mostrador. Doscientos gramos de jamón serrano. Lo tuvo que repetir. No me queda, respondió con sequedad la carnicera. La hija de Zubillaga señaló con el dedo la pieza de jamón colocada sobre la repisa de mármol cuajada de fiambres. Doscientos gramos de ése, por favor. La carnicera se dignó mirarla a la cara por vez primera. Una mueca de desprecio torcía su boca cuando dijo: Yo no vendo a los enemigos de Euskal Herria.
La muchacha volvió a casa con los dientes apretados, mirando fijamente a los ojos de los viandantes. No bien hubo entrado en el portal se le escapó un sollozo. Dejándose entonces caer sin fuerza sobre un escalón, estuvo llorando en las cuencas de sus manos hasta que, transcurridos no menos de veinte minutos, oyó que una puerta se abría en lo alto del edificio. Al instante se puso de pie, se enjugó las lágrimas con la manga de la blusa y a toda prisa subió a su vivienda, que estaba situada en el piso primero.
Acordó con su madre ocultarle a Zubillaga el incidente de la carnicería. Iba para unos cuantos días que no le contaban nada que pudiera agravar su decaimiento. Tampoco él salía del cuarto, donde pasaba largas horas sentado a oscuras, para preguntar si todavía lo amenazaban con cartas anónimas y pintadas en las paredes. Desde el domingo anterior, el teléfono permanecía descolgado por las noches para evitar que sonase a horas intempestivas. Durante el día, en cambio, tanto por la mañana como por la tarde, el aparato repicaba con frecuencia. Es probable que desde el otro lado del tabique, Zubillaga, por el diga de su mujer o de su hija, seguido del seco topetazo del auricular contra el receptáculo, adivinase que lo habían vuelto a llamar con malas intenciones.
Quien sí se identificó al aparato el domingo a media tarde fue el único concejal socialista de la localidad. Zubillaga atendió a la llamada, cosa que ya no volvería a hacer durante los siete días restantes de su vida. Por la mueca de pasmo que se le puso, la mujer comprendió, parada en el umbral de la sala, que algo grave ocurría. Se apresuró a arrebatarle el auricular y quién es. El concejal se presentó con su nombre y apellidos. Y dijo: La carpintería. ¿Qué pasa con la carpintería? Ya le he dicho a su marido que está ardiendo. Desde las ventanas de mi casa se ve el humo.
La carpintería de Zubillaga ocupaba un local de alquiler ni grande ni pequeño, en la planta baja de un inmueble situado junto a la orilla del río. Se cerraba con una puerta levadiza de metal sobre la que se extendía un dintel fijo con cuatro respiraderos. Estos respiraderos, dispuestos en fila, eran de tamaño inferior al de una cabeza humana. Tenía cada uno un vidrio movible. Durante el día, las telarañas y la mugre acumuladas en ellos apenas consentían el paso de unas hilachas de claridad. Zubillaga acostumbraba dejarlos entreabiertos en el curso de su jornada laboral; a veces también por las noches y durante los fines de semana, ya que con frecuencia utilizaba para su trabajo barnices, colas y otros productos químicos que despedían un olor penetrante.
En pleno día no se sabe quién había aprovechado aquella circunstancia para arrojar al interior del taller unas cuantas botellas incendiarias. Cabe también la posibilidad de que el autor o los autores del ataque rompieran algún vidrio. Nadie los vio, nadie los oyó, como nadie vio ni oyó de víspera a quien después de escribir con pintura de espray, en la puerta metálica, el nombre del carpintero, había trazado sobre él un círculo y una cruz en representación de una diana de tiro.
El fuego de las botellas debió de prender con rapidez en el cajón de las virutas, en los sacos de serrín, en las tablas, en el banco. El humo que salía por los respiraderos alertó a los vecinos, que, percatándose del peligro que corrían sus viviendas, tomaron la iniciativa de apagar el incendio por sus medios, sin esperar la llegada de los bomberos. Delante de la carpintería se congregó un nutrido grupo de personas. Varios hombres de la vecindad trataron en vano de forzar la puerta. Tuvieron que conformarse con arrimar una escalera de mano y verter el agua de los baldes por los respiraderos. El procedimiento resultaba tan penoso como ineficaz. Pronto el calor obligó a retroceder a los más tenaces, mientras el incendio se propagaba a sus anchas en el interior del local, donde de rato en rato se producían extraños estallidos. Ahora el humo salía también por las rendijas de la puerta: un humo blanco, espeso y violento que, al ascender pegado a la fachada, ocultaba por completo el balcón del primer piso.
En el balcón se oían los aullidos lastimeros de un foxterrier. A veces la humareda cambiaba de intensidad y se desplazaba ligeramente hacia un lado. Los de la calle podían ver entonces, durante dos o tres segundos, al animal que iba y venía lleno de angustia por el reducido espacio en que estaba atrapado, o que se afanaba por meterse en la vivienda estregando la persiana con las patas. Un señor pidió indignado que sacasen de allí al txakurra. No lejos de él, el vecino del primero, que era de los que habían intentado desencajar la puerta de la carpintería a golpes de escoplo y con una palanca de hierro, protestó diciendo que claro, para que se me meta el humo en el comedor y me joda los muebles y me deje la casa hecha un Cristo.
A todo esto, una vecina divisó a Zubillaga parado al principio de la calle en cuesta. Permanecía quieto como si no se atreviera a recorrer los últimos metros que lo separaban de su taller. La vecina dijo con rencor ostensible: Ahí está el verdadero txakurra. Y una que estaba a su lado añadió en tono similar que por su culpa va a arder el barrio entero y que con más razón se tenía que quemar él por traer problemas que no el pobre Txiki, que así era como se llamaba el foxterrier. De ahí a poco se vio entre el humo que la persiana del balcón se levantaba hasta formar por abajo una estrecha abertura. Por ella surgió una mano rápida que, agarrando sin contemplaciones al animal, lo metió de un tirón en la vivienda.
Más tarde, una voz de tantas propuso tender una soga entre el picaporte de la puerta de la carpintería y un coche o una furgoneta, con el fin de arrancar aquélla poniendo el vehículo en marcha. Coche, cuerda, arrancar: no había manera de entenderse en medio de la gritería, y cuando por fin uno de los presentes anunció que iba en busca de una cuerda así de gorda que tenía, según dijo, en la chabola de su huerta, sonaron cerca del puente de acceso a la localidad las sirenas de los bomberos.
Oculta tras los visillos del dormitorio matrimonial, la mujer de Zubillaga observaba la columna de humo que se levantaba sobre los tejados del fondo, en el cielo azul de la tarde. Su marido acababa de salir de casa. Al principio se había resistido. Para qué voy a ir si ya no hay remedio. La familia insistió. Sobre todo la hija: Aitá, es mejor que vayas, salva por lo menos el local, salva la puerta antes que te la tumben los bomberos. Le sugirieron que lo acompañara el hijo menor, pero contestó que no, que iba él solo. Su mujer lo vio desde la ventana alejarse por la calle. Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos, como si no hubiera ocurrido nada, como si fuera de paseo, la boina inclinada más que de costumbre sobre la nuca y una falda de la camisa por fuera de los pantalones.
Después que Zubillaga hubiese doblado la esquina, su mujer permaneció junto a la ventana mirando el humo ascendente. No pasaban cinco minutos sin que el teléfono la sacara de su quietud. Amá, no cojas. Así y todo, la mujer de Zubillaga se acercaba al aparato, ponía la mano sobre el auricular y dudaba. Atendió a seis o siete llamadas. Dos fueron de personas que, sin darse a conocer, le transmitieron unas palabras de consuelo; una, de un pariente indignado, y el resto, de acoso y escarnio y la próxima vez será peor, asquerosos amigos de los facistas, no vamos a parar de daros caña hasta que os larguéis.
Tres días antes, el hijo mayor se había marchado a vivir al caserío de un amigo, ya en los límites de la comarca, después de una agria disputa durante la cena. Cegado por la cólera, estuvo a punto de golpear a su padre. Pégame si te atreves. No lo hizo. A cambio, derribó de un manotazo la botella de sidra, soltó una ristra de juramentos y se fue.
La madre lo siguió profiriendo súplicas con voz doliente por las escaleras. No le había dado tiempo a la mujer de quitarse el delantal. Se le quebraba la voz, se le atoraba el aire en la garganta; pero el hijo se iba. El hijo se iba y ella, varios metros por detrás, estiraba los brazos para agarrarlo. En el descansillo del bajo, clic, sonó el chasquido curioso de una mirilla. La mujer se calló al instante. En silencio vio al hijo salir del portal. Al hijo. Demasiado rápido para poderlo alcanzar. Su espalda ancha, sus hombros, su melena recogida en una coleta y luego, nada. Llevaba el joven en sus zancadas una determinación furiosa que aún debía de durarle cuando al cabo de trece días enterraron a Zubillaga, ya que no acudió al cementerio.
Se conoce que por la mañana algunas personas del pueblo le habían negado el saludo por la calle; a él, que era más patriota que Dios, según dijo al llegar a casa a mediodía. Aquello lo había puesto de muy mala leche y con muchas ganas de aclarar el asunto y a ver qué hostias pasa aquí, si es verdad que ése, señaló a su padre con un golpe airado de barbilla, ha hecho lo que dicen que ha hecho. Por la tarde faltó a la carpintería, en la que aprendía el oficio con su padre, y se dedicó a recorrer el pueblo preguntando aquí y allá. Adondequiera que fue encontró conformidad en las respuestas. Un gesto de inquina, de rechazo, incluso de asco, se repetía en las caras. A veces, también, se repetían las palabras: No tengo nada en contra tuya, pero…
En la herriko taberna, donde había servido bebidas en no pocas ocasiones y donde no hacía un año que había ayudado a dar una mano de pintura al techo y las paredes, le dijeron que de momento es mejor que no vengas por aquí hasta ver cómo sigue la cosa. Entrando la noche llegó a su casa convencido de que el cura, que fue el último con quien había hablado, tenía razón. ¿Cómo un pueblo entero se va a equivocar? ¿A ti te parece posible que tantas y tan distintas personas se hayan puesto de acuerdo en una falsedad? Imposible, hijo mío. Y le aconsejó en el momento de despedirse, mostrándole las carnosas y pálidas palmas de sus manos: Intenta convencer al aitá para que… ya me entiendes. No le entiendo, jauna. Pues para que abandone el pueblo antes que ocurra lo que Dios quiera que no ocurra.
Eso el jueves. El martes, de anochecida, paró en la plaza del ayuntamiento el autobús con los que volvían de visitar a los presos, entre ellos a los dos chavales detenidos la semana anterior en una imprenta contigua a la carpintería de Zubillaga. Era la primera vez que sus familiares habían podido verlos desde la tarde en que agentes de la Guardia Civil hicieron saltar por los aires la puerta del local y los pillaron dentro de un polvorín que los dos jóvenes tenían montado en un pequeño sótano cuya entrada estaba disimulada debajo de una máquina impresora. Se conoce que había un truco para desplazar la máquina y que la trampilla por la que se accedía al sótano se abría por medio de un ingenioso mecanismo escondido en la pared. Los agentes venían avisados, avisados ¿por quién?, de modo que sorprendieron a los dos chavales atareados dentro del sótano, los atraparon en cuestión de un minuto y se los llevaron esposados a Madrid.
Zubillaga, que se encontraba solo en la carpintería, salió atraído seguramente por el estrépito de la explosión. Vio de cerca cómo metían a los detenidos en un vehículo estacionado justo delante de su taller. En aquel momento, algo dijo a los guardias civiles o uno de los guardias civiles le dijo algo a él, al parecer de broma o como mostrando alegría. El caso es que el martes los viajeros del autobús traían en la boca su nombre con muchas ganas de escupirlo por las calles del pueblo.
Cuando llegaron del largo viaje, Zubillaga estaba en la taberna echando una partida de mus con los amigos. Formaban la rueda los cuatro de costumbre. Hasta la hora de irse se jugaban uno o dos porrones a las cartas. Iba para varios meses que Zubillaga no fumaba cigarrillos; en cambio, gustaba de reservarse para las partidas en la taberna un puro habano que traía de casa. Solía encenderlo a eso de las nueve o nueve y cuarto, y lo saboreaba con una calma de sibarita que provocaba frecuentes chirigotas entre sus amigos. Consumido el puro, Zubillaga no tardaba en marcharse a cenar.
Aquel martes acababa de encenderlo cuando se asomaron por la puerta de la taberna las cejas tristes del hijo menor. El muchacho se acercó a él con rapidez y, durante unos cuantos segundos, le estuvo hablando al oído. A Zubillaga se le atirantó el semblante. Dile a tu madre que enseguida voy. Eso lo oyeron todos. Siguió jugando un par de manos, pero ya sin concentrarse y con el entrecejo preocupado, hasta que en medio de una partida aplastó la brasa del puro contra el fondo del cenicero y anunció que se iba. Pues si tú te vas, dijo su pareja de juego, yo también.
El tabernero les dedicó a modo de despedida una de sus bromas habituales. Fuera ya era noche oscura. La gente se había recogido y, salvo algún que otro vehículo de paso, no se veía un alma por la calle. ¿Ocurre algo? La mujer, que no sé qué quiere. Caminando sin hablar, los dos amigos llegaron ante el portal de Zubillaga. En la fachada del edificio, fresca todavía la pintura, podía leerse: ZUBILLAGA TXIBATO, con la consabida diana encima del nombre. El amigo apretó el paso como espoleado por una prisa repentina. A los pocos metros se volvió y, con la cara demudada y ademanes nerviosos, le susurró a Zubillaga: Bórralo antes que lo vean tus vecinos. Bórralo, rediós, que con esas cosas no se juega.